Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
A Natalia
Aleksandrovna
Escamas de
pez. Así cae la nieve sobre el tranvía de Vinnytsya que me lleva a tu cuarto.
Albo lecho, sábanas y cubrecama. Olor de limpieza. Escamas. Copos horizontales
de nieve montados uno en otro, alargándose, conformando fosas donde brillan
peces cantarines. Chirrían las ruedas, se detiene el tranvía amarillo y desciendo.
Allí estás, detenida y cubierta con tu chamarra gris con falso pelo alrededor
de tu rostro. Lara, digo, recordando Hollywood y a Zhivago. Pareces Julie
Christie en cierta medida, y yo Sharif, avejentado, engordado, fiero.
Llevas ropa
interior roja y negra. Una bandera de la FAI española en el invierno ucraniano.
Bandera de la libertad y el sexo. Flamea la rojinegra en tu ventana mientras un
cuerpo moreno y otro blanco desafían la diferencia de las razas.
Una planta
interior burla al invierno: larga, elevada
El ventanal
se ha escamado también. Los peces de invierno vuelan por las calles, los
árboles que no sé si son abedules inclinan las ramas con el peso. El horizonte
se hace de madreperla, casi un arte andino de peces metálicos cubiertos de madreperla.
Uno colgaba del techo de casa. Ahorcado estaba, al lado de una estatuilla fang,
¿del Camerún? ¿Eran o son los fang del Camerún, el África alemana?
Llevas una
polera mía, nada más. Hueles a café, mujer que huele a café. Te la quitas al
llegar al lecho y lo bebemos de la misma taza. El hielo golpea los vidrios como
picadas de pajaritos. Tenemos que subir al tren, te digo. ¿Desnudos? Y por qué
no. Si la muerte llega en forma de resfrío eso hasta le quita tragedia.
Vemos
Vinnytsya alejarse. La tormenta, de lejos, parece una nube de langostas
devorando la población. El tren se va hacia Lemberg, la nueva Lvov, siguiendo
los pasos de la horda de Chmielnicki, que cosía gatos vivos dentro de los
vientres de las embarazadas judías, decían en Polonia; En Lublín y en Cracovia.
Mientras, incólume, la virgen negra protege a fieles polacos y ucranios por
igual.
Majestuosa
Lvov. En alguna calle caminan gentes que conocí, de la que perdí rastro. Las
huellas del pasado se borran en la ventisca. Se esfuma también la ciudad
germánica, ucrania, polaca. En Lvov habitaba una raza rabínica especial, igual
que en Vilna. Y en el aeropuerto Boryspil, de Kiev, veo una horda de hasidim y
me pregunto cómo escaparon. Yo tendría miedo, no vendría nunca más. He visto
detalles del ghetto de Zhitomir, no lejos de Vinnytsya, y se erizaron los
vellos de los brazos que perdí de nacimiento.
Pero corre
el tren, chas chas, la frontera, Zamosc, Lublín. Estamos en la Galitzia que
también fue austrohúngara. Joseph Roth, Zweig, Ilia Ehrenburg, los años se
esparcen, dispersan, volatilizan, exudan. El conocimiento de los años queda
mudo, a nadie interesa. Aferro entonces la mano de Natalia Aleksandrovna, y es
delgada y está fría. La enguanto. Por la noche la desvisto y la visto, la visto
y la desvisto. La veo y la noche enceguece, pero su cuerpo blanco es como una
linterna, brilla. La mujer luciérnaga, la mujer cocuyo. Los conquistadores
españoles se ataban insectos luminosos a las botas para caminar por las sendas
de América, que a algunos les comieron los pies. A contratiempo, como cantaría
Chicho Sánchez Ferlosio. Todo a contratiempo, todo; los barcos navegan
contracorriente, por los Pachiteas, ríos de Fitzcarraldo, que pueblan de duda el
espacio físico y el del tiempo.
Terminamos
en el bosque de Bialowieza, en el borde polaco con Rusia Blanca, Belarus.
Monstruos barbados caminan por las penumbras de distintos verdes. Monstruos
cornudos. Miran como personas, mugen como demonios. Y desaparecen. Bialowieza
traga hasta la historia, recicla a los soldados de Hindenburg, a los de
Samsonov. Quiero ir de retorno por Bielorrusia, el Prypiat y Vitebsk, la aldea
judía donde vuelan novios y cabrones verdes por los cielos. Los pinta Chagall.
Vinnytsya.
No sé si he de volver. Miro las manos blancas de dedos largos. Esta mujer tocó
el piano de mi cerebro, puso luz a mi noche. Me dio de beber en la sed que
mata. A cambio la abrigué, protegí de un mar de escamas secas y heladas que
querían cubrirla. Puse mi cuerpo en medio, como si del escudo de Belerofonte se
tratase.
25/11/18
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