Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
La fruta olvidada, la llama una columna inglesa de cocina. Afirma ser la única
que debe ser cocida para comerse, y desdeña informes desde Egipto que allí se
la devora cruda. Texto breve, interesante, incompleto en el sentido que el
reportero-chef no indagó más acerca de esta antigüedad natural, de la que
comenta, sin embargo, gracias a una famosa receta británica de membrillo asado
a la Newton, haber posiblemente sido testigo activo de la “manzana” del físico
que, sospecha, fue membrillo… quince en inglés.
Junto al higo, el damasco y la granada, el membrillo habla del origen de la humanidad, y de los fértiles valles rodeados por desiertos que aún quedan en las gargantas de Tajikistán y Armenia, con árboles florecidos y olorosos frutos. La enciclopedia señala su nacimiento en el Cáucaso, y retornamos a la imagen de inmensas soledades montañosas, donde las aldeas que se juntan alrededor de arroyos cultivan huertos de la misma forma que cuando Adán eligió el pecado y no la adusta y aburrida salvación.
Membrillos fueron las doradas manzanas del Jardín de las Hespérides, y en Plutarco se dice que las novias momentos antes de subir al tálamo le daban un mordisco para impregnarse de su aroma y causar una buena primera impresión. Entonces no había colgate de menta ni avezados industriales aymaras inventaban pasta de dientes de coca como antesala del paraíso.
Acerca del Paraíso, rincón donde trashumaba Dios furioso con el cilicio en su voz, leo que la discusión acerca del fruto prohibido, confrontados higo y manzana, tiene otro que tercia: el inefable membrillo, que se supone de cultivo más anciano (lo conocían los acadios) y que por ende tendría que ser el elegido. Pero es de sabor ácido, y ello tal vez muestra otra gran metáfora bíblica de que el conocimiento quema. Quién sabe.
Yo que consumí la infancia jugando a troyano y argivo en la intemperie polvosa de Cochabamba, que recién de viejo me di cuenta que por esos lares no corría el veloz Eneas ni Esténtor atronaba el cielo con gritos; que Protesilao no murió allí porque conociendo a mi gente ya lo habrían desplumado antes de desembarcar y hubiese retornado a Tesalia en calzoncillos, si los usaban los griegos, veo ahora que en este fruto sencillo, irregular, velludo cuando no está maduro, puedo conjugar ambos mundos. Porque si Aristófanes habló del membrillo, yo con amigos lo robaba de los jardines vecinos, acechando el momento en que los perros guardianes dormían. Los recogíamos en bolsa, acarreando a la vez racimos de vid en temporada. Y los comíamos crudos, igual a los egipcios, aunque un tratado de agricultura narra que eso es solo posible con una de sus especies. Las otras deben cocinarse, hasta alcanzar el color “de Petra y de Jaipur”, como escribe Rowley Leigh, el autor del texto que inicia la digresión.
Paris, el bello Alejandro Priámida, entregó un membrillo a Afrodita como la reina entre las diosas. Allí, en tontas envidias de mujer, se tejió el destino de Ilión y del mundo antiguo. Otra hubiese sido la historia si la señora vanidad no se cruzaba por su paso. Jamás lo hubiera pensado, cuando de niño, apoyado en los tibios muros que calienta el sol cochabambino, masticaba el algo incómodo –hay que decirlo- fruto y su dura cáscara. Actividad que se fue reduciendo con los años porque los membrillos fueron atacados por enfermedades, y algún tipo de mosca desovaba allí. Bastaron un par de gusanos para que por cuarenta años no los probase de nuevo. Pero, en realidad, nunca más los vi, como si se hubiesen extinguido, igual que la granada en los patios señoriales de mi ciudad compleja.
Cuando llegué a los Estados Unidos se vendía en muy pequeñas cantidades. Hará una década que desapareció, y ni siquiera en los recintos de comida natural ya existen. Aparentemente su cultivo terminó aquí en el norte por su propensión a incubar moscas y pestes semejantes. Dada su mínima comercialización, igual que en Inglaterra, lo esfumaron bien sencillo. Era una feliz odisea encontrar algún paquete de carne de membrillo, product of Argentina, en las tiendas latinas. Eso entonces, porque al presente, con la explosión demográfica del español y sus culturas, sobra, y ya casi no viene del sur de América sino de México, que en volumen no es notable productor.
Mi madre horneaba, y mis hermanas todavía lo hacen, deliciosas pasta frolas, tartas de dulce de membrillo con una suave masa, que sugieren viene de la crostata italiana. Lo cierto es que se colaron a Bolivia en las maletas de Alicia Coqueugniot Espeche, cuando se despedía de los suyos en los años cincuenta para iniciar la epopeya de trasladarse a Bolivia. De ahí venimos nosotros, de la conjunción de la lluvia de Córdoba y lo impertérrito del Ande, del membrillo y el amaranto.
Con Julio tuvimos nuestra temporada en el infierno, averno gustoso de tallarines caseros, vino y cerveza Salta. Fuimos metalúrgicos eventuales, temporales, circunstanciales en una fábrica de aluminio de mi primo Ricardo. Recibíamos cien dólares mensuales por el trabajo, monto que para Bolivia significaba una fortuna. Cuando no había parrillada, los obreros cordobeses tenían por almuerzo carne de membrillo, tinto y parmesano. Comida de pobre ¡vaya! si recuerdo la fortuna que un gramo de parmesano costaba en Cochabamba. Lo que la aristocracia valluna consideraba signo de distinción, lo almorzábamos entre obreros, pelando con cuchillo el negro caparazón y lamiendo en los dedos el fuerte jugo del queso joven. Desayuno a las cinco, noche aún; humeante café con leche, medialunas y pasteles rellenos de mermelada. Antes del sonar de las máquinas, el pulimentar el aluminio, las sierras que cortan metal y tiran al aire galaxias de candentes estrellas…
Imagino, a la manera siria, kibbehs de carne, granada y membrillo. Como retornar al principio, a la artesanal mesa de los antepasados, en el reducido mundo de entonces que terminaba en el Indo y comenzaba en el Bósforo.
22/11/11
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Publicado en
Ideas (Página Siete/La Paz), 27/11/2011
Publicado en
Semanario Uno 437 (Santa Cruz de la Sierra), 25/11/2011
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