Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
a Elena Ingaramo
Cocino,
escucho Theodorakis, y llueve. ¿Qué otra receta para la felicidad? No me la han
dicho ni la Biblia ni los profetas de la revolución. La tierra se agita ante
cada gota, pareciera que sufre pero el aire viene de orgasmo. Las hojas del
nuevo frutillar tiemblan de vida, la añeja corteza del álamo, el árbol del
algodón, se alivia, parece un pájaro remojado que se deshace del rocío.
Theodorakis…
Cuando vivía todavía Fernando, y Ronald era tan joven como yo y bailábamos en
la noche de Virginia como los griegos de Salónica. Primeros años, para mí, de
Estados Unidos. Olía esa tierra a mujer, tenía tintes blondos con resabios
lituanos, rojo irlandés. Baila, múevete igual a olas del Ponto Euxino, sube y
baja de las naves con espadas cortas que Troya está lejos pero cada vez más
cerca. Los bandidos de Istanbul hablan en jerga helena, danzan con brazos en
alto rembétika donde el amor y el crimen son los que acercan la muerte con
mayor seguridad que el cáncer. Te amo es decir te muero, te mato, me mueres y
me matas y el círculo se estrecha para sentir el aliento de la que se fue, no
me hablen de ella pero recuérdenmela. No me la olviden que yo no puedo, que a
pesar de la felicidad de la lluvia sus ojos cuelgan del cielo raso como ángeles
luciferes.
Zorba, con ritmo
rápido, no con la lentitud bella de Antonio Quintero, llamado Quinn.
Kazantzakis, mi madre, el Cristo, el Greco, el Café Greco de Roma donde me
arrastra Marcela Filippi y uno es historia aunque no intente serlo.
No es que
el tiempo haya pasado sino que nos engañó. Como la luna que brilla entera o en
cuartos y sugiere que giramos cuando estamos estáticos, piedras que piensan y
se herrumbran. Orín del acero, a veces, o derrumbe de la greda; depende de cada
uno.
Viajé, sí,
caminé a pesar de que afirme que soy inamovible montaña. El rumbo siempre fue
el mismo, las búsquedas, los pequeños y grandes placeres de la mujer y la
comida. Del hombre, supongo, para ellas. Del choclo humeante en plato de barro,
de las ostras con queso derretido en cerámicas milenarias. Leo Africanus que explora
la eternidad. Heródoto sobre las ruinas persas que viera Jorge Luis Borges. Los
huesos de los hombres y los huesos de los dinosaurios que calificaron dragones
e inventaron historias sobre las cosas muertas. Los huesos chiquititos de los
niños en la cruzada de Schwob. Me apoyé en la parte de atrás de la catedral de
Amiens. Había una estatua del Ermitaño, creo. Y calaveras en mármol tan
sonrientes como si estuvieran bajo el sol de Oaxaca y no la bruma picarda.
Mi hermosa
prima cordobesa, Elena, me dice que caminó hacia la izquierda y encontró un
niño. Si se hubiera ido camino contrario el niño no estaba. Las sombras se materializan, pero quizá no. Escribo sobre
una mesa de pesados maderos africanos que costó ochocientos dólares. En este
momento Mikis Theodorakis suena como egipcio. Los caballos mamelucos mueven los
cascos igual a los jonios. ¿Por dónde andamos? ¿Importa?
El puerco
se cuece a fuego lento en cerveza. Huele a limón. Se casa mi hija Aly. La brisa
fresca de la lluvia suena como banda de tenues panderos. Enmascaradas mujeres
miran con ojos profundos, negro profundo. El filo del cuchillo curvo rasga la
pierna. Dolor suele ser amor y amor muerte, que es el otro nombre de la vida.
19/06/2020
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Oaxaca, Día de los Muertos
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