Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
¿Que si
terminó el drama, el show? Todavía. Pero hay mucho de atractivo, con la
tecnología actual, en ese manejo de mapas, colores, estadísticas, para ir
detallando una elección presidencial en los Estados Unidos. Nada que ver con el
triste recuento de pizarrón, tiza y efluvios humanos y humanoides de lo mismo
en Bolivia. A pesar de que los políticos son iguales en todo lado, el medio en
que se desenvuelven los educa para ciertas acciones esperadas. No se verán, que
yo recuerde, genuflexiones ni payasadas de puños levantados como en tiempos de
la guerra española por aquí. Y no se oirá en mi país oratoria como la de Jean Jaurès.
A aquel francés no le tocó Chapare…
Vamos a lo
nuestro, la trascendencia de la caída, cierta, pero todavía incierta, del Evo
Morales norteamericano, el infatigable, turbio y mendaz populista Donald Trump que
desató las iras escondidas de una población blanca en decadencia hacia los
posibles “culpables” del descenso de su raza… Ningún interés sociológico ni
histórico, ninguna atracción o curiosidad hacia los vecinos del sur. La vieja
treta hitleriana de culpar etnias e ideologías para ocultar los simples
avatares de una historia mal llevada y mal calculada. Trascendente. Después de
él poco quedará en pie; cambiaron las reglas del juego y Norteamérica avanza
hacia una autodestrucción definitiva ya que no tiene rival afuera, ni China. Es
su propio enemigo.
Fueron
cuatro años de fanfarria, de Sodoma y Gomorra revisitada, de una clase social
pervertida, los ricos, al fin encapsulada en su paraíso privado de regodeo
social y corrupción. Aunque poco cambia con quien esté sentado en la Casa
Blanca en realidad. Cuando se llega al detalle se notará que los tintes se
difuminan y que siempre esa generalidad llamada pueblo queda a merced del
poderoso. Pero, para no ser falso, hay mucho que se puede rescatar de una
política interna norteamericana en favor del colectivo. Se debe a que hay gente
muy capaz tanto como honesta que llegada a posiciones de poder puede hacer, y
suele hacerlo, bastante por mejorar. Sucede. Sugieren que son toques de
maquillaje para una sociedad bien marcada en sus diferencias. Sí y no. Siempre
digo a mis hijas, nacidas acá de madre norteamericana, que deben sentirse
orgullosas de su país. Todos lo critican en el mundo, pero todos lo envidian.
Que yo ya
me haya cansado y que sueñe con volver a mi revuelto país nada tiene que ver
con la política y sí con la sociedad frenética, competitiva, ambiciosa. Pasó el
tiempo, me adapté mientras seguí siendo el mismo. “Estados Unidos no es país
para viejos”. No lo es, not a country for old men. Hora ya de la emigración
contraria. Si bien de mi parte no hubo ilusión, no fue la tierra de Jauja,
aprendí como ser humano y disfruté de la mescolanza cultural hasta donde pude.
No lo habría hecho sin mi experiencia norteamericana.
Van para
treinta años y más. Viví en los Estados Unidos años que exceden los de mi lugar
de origen.
Creo que
llegué cuando Ronald Reagan todavía estaba en su segundo mandato. La dinámica
de la inmigración, el fresco dinero en los bolsillos, la dureza del trabajo, la
lujuria, el derroche informativo, la libre soledad de entonces borraron de mi
mente aquel inicio. No es que no me interesara sino que tanto había de nuevo en
mi vida que no le presté atención. A Reagan le sucedió Bush padre, que había
sido director de la CIA. Como anécdota diré que varias veces con los camiones
de Keany Produce entré a los cuarteles de esta organización en Langley,
Virginia, sin que jamás me pidiesen documentos. Descargábamos el camión casi
completo allí. Paltas chilenas, kiwi neozelandés, papa de Idaho, manzanas de
Washington State, bananas de Costa Rica, jícama mexicana… Gigantesco campo
plagado de espías, era por supuesto anecdótico. Verano, me acuerdo bien, porque
no llevaba camisa y ejercía de forzudo cargando cajas pesadas a hombro por las
calles de la hermosa capital.
Luego, ya
matrimoniado yo, vino la guerra del desierto, la tormenta del general
Schwarzkopf que correteó al tercer ejército más grande del mundo, el iraquí, en
unas semanas. Faltaba bastante para que Saddam Hussein colgara como pepinillo
en una cuerda. Mal les vaya a todos los tiranos. Aquello fue desagradable, patriotismo
entre comillas insano y maloliente. El tren metropolitano plagado de héroes;
nada reemplazaba la vanidad pública de entonces. Cintas amarillas en todo
recoveco. Expresaban la solidaridad con las tropas. La ciudad era un rosón
amarillo en general. Yo me encargaba de tumbar los que podía en mi regreso al
departamento de Arlington desde la estación de tren. Los cargadores negros con
los que trabajaba se mofaban de la cobardía iraquí y parecía que en su interior
eran ellos los combatientes que habían ganado la guerra. Pero su guerra
personal estaba matizada de miseria y crack, de alcohol barato y putas de a dólar. Poco épico. En el boliche coreano
donde comía delicioso pollo asado, los comensales reían y no cesaban de
mencionar “América”. Sucedió también con la invasión de Panamá, donde dieron
“verga a los amigos”. Simpleza de análisis, verborrea y matonismo. Es fácil
ganar. Entonces yo tenía un sentido crítico. No lo he perdido, pero tanto asno
ha rebuznado en los estrados del poder que ya no me interesa hablar.
Vale, sin
embargo, la pena acordarse. Con Trump la política norteamericana ha descendido
hasta el insalvable fango. Comparándolo con él, hasta George W. Bush semeja un
gentleman. Este, sobre quien tanto escribí en contra, a quien dediqué decenas
de columnas a cual más fiera, resulta ahora un caballero si se lo opone al
rojizo individuo racista e inmaduro que hasta hoy se sienta en la silla. Con él,
el estupro, el abuso, el insulto a la mujer pasaron a la normalidad. Tanta
semejanza con su gemelo del sur. Allá también todo vale mientras sacie el vicio
del jerarca. Y amén.
Cuando se
venció en la “Tormenta del desierto”, aseguré que con ello estaba garantizada
la reelección de Bush padre. Pensé que de nada sirvieron las multitudinarias
marchas de protesta en las calles del DC, que el patrioterismo se había
impuesto. Pero esta es una sociedad plural, muy grande y muy extensa. No es ya
la Norteamérica rural con blancos armados hasta los dientes y temerosos de
Dios. A pesar de que la elección presidencial del 2020 muestra que esa América
todavía está viva, la que retrataba Joe Bageant en sus Crónicas de la América profunda, con una mano en la pistola y otra
en la Biblia, ha quedado reducida a la mitad. Es la era tecnológica, pero basta
alejarse un poco de las urbes para encontrarnos en pueblos que permanecen
similares desde los tiempos de Dillinger. Con la noticia de que a los
revólveres les añadieron IPhones.
Pues Bush
padre no fue reelegido. Lo suplantó un sonriente joven de Arkansas, criado con
madre y padrastro, y que repartía diarios en su juventud. Bill Clinton, no sé
si por la coyuntura económica, o por ella y otras cosas, fue el presidente del
auge. Lo disfrutamos los inmigrantes. Yo obtuve papeles norteamericanos, que no
me interesaban, en tres meses. Preguntaron por separado a mi mujer y a mí de
qué color eran las sábanas de nuestra cama y la pared. Indagaron acerca de si
pensaba poner bombas en los Estados Unidos y preguntaron cosas absurdas como
que cuántas veces había cruzado el Atlántico para ver si era coherente y
cuerdo, y salí con papeles muy útiles que luego me encargué de compartir con
otra mujer y sus vástagos. Cada elección presidencial tiene sus singulares
beneficios para quienes vinimos a dejar fuerza y juventud en aras del bienestar
nacional de tierra ajena. ¿Qué cosa hubiera hecho en mi ciudad? La chicha era
barata y el desempleo asegurado. Para mí no caben juegos de ofrecerse a mejor
postor. Mejor inmigrante que mañudo, ciudadano de tercera (a veces), que
maleante en cargo municipal.
Clinton se
quedó dos mandatos, incluso con la mácula del semen dejado en la ropa de su
asistente Mónica Lewinsky. El poder viene acompañado de culo, así a secas, en
todo lado. El síndrome del Chivo, Rafael Leónidas Trujillo, ha sido siempre pan
de cada día, desde Lavrenti Beria violando a niñas de 11 años en las chekas del
comunismo, a otras menores del paraíso plurinacional, al metemano de Donald
Trump y el asqueroso viejo Rudolf Giuliani frotándose el pito enfrente de la
secreta cámara que lo filmaba para el reciente filme de Sacha Baron-Cohen en su
Borat 2. Y sin embargo mueren como
notabilidades: la historia es muy permisible.
A “W” Bush
se le enfrentó primero Al Gore el año 2000; el 2004 fue John Kerry. La
izquierda progresista en los Estados Unidos habló de emigrar. Muchos lo
hicieron, hacia Europa y Canadá. George Bush vivió en guerra permanente. Más
que en presidentes debiera yo contar mis años “americanos” en guerras. Nunca
fue, exceptuando la Segunda Guerra Mundial, inmensa la pérdida de vidas
norteamericanas en esos conflictos. Incluso Vietnam o Corea tuvieron solo unas
decenas de miles, mucho pero mínimo enfrentando esa estadística con la de Vietnam,
del otro lado, donde el genocidio se calculó en tres millones contando… Hasta
hoy la peor guerra ha sido la de la pandemia del COVID 19 con cuarto de millón
de muertos, y sumando, lejos aún de los casi 700.000 por la gripe española en
1918. La guerra ha sido siempre un estado natural en Norteamérica. Hay hasta
cierto regocijo familiar, pleno de orgullo, por las generaciones combatientes.
Si fue el abuelo tenía que ir el padre, y por supuesto el hijo, adiestrando a
los menores para la batalla futura que se viene, a no dudar. Supongo que les
viene de los ingleses y la presunción que hacen, o hacían, de sus
intervenciones militares. Basta ver el filme My Boy Jack sobre el hijo de Rudyard Kipling que desapareció el
primer día que intervino en combate y a quien su padre presionó para enrolarse,
o aquel británico que luchó en España en filas franquistas y escribió un libro,
que narraba que su padre le había dado el fusil para que fuera a pelear.
Consideramos,
los que lo vivimos, que las dos presidencias de “W” no tendrían parangón.
Cuánto nos equivocamos. Trump barrió con estructuras y argumentos en toda la
línea. Se mostró, y continúa mientras no lo arrastren a la calle miembros del
FBI por rehusar dejar la presidencia, como el típico reyezuelo latinoamericano.
Bufón como lo fue Chávez, pervertido como el Inca. Trató, y seguirá tratando,
de imponer el capricho como política de estado. Temimos que si ganaba ahora
pronto querría cambiar la Constitución para eternizarse en el poder, a usanza
de sus congéneres coloreados del sur. La amenaza no está enterrada y es posible
que perviva por mucho tiempo en la psiquis norteamericana, hasta que
desaparezca o se materialice en serio.
Vino Obama
y la primera vez que voté en los Estados Unidos. Antes me negaba a hacerlo pero
consideré que el cambio lo merecía. Muy a medias, por cierto, pero está hecho y
parece además adecuado a la lentitud de asimilar cambios en este país. Toma más
tiempo, porque está el castillo, a veces de naipes a veces de concreto, de la
tradición. Muy arraigado en la conciencia nacional que USA es el centro del
mundo, la Democracia en mayúscula, la Libertad como fin último. El Ejemplo. Lo
es, en variados aspectos; y no en otros.
Obama
entregó “graciosamente” la presidencia a Trump. Recibió a Donald y a su eslava
de ojos tártaros en cena elegante y formal entre poderosos. Trump ha dicho que
no invitará a Biden. Por supuesto que no. El niño mimado, travieso y malcriado
luchará a brazo partido por su juguete. Así son, sea por beneficios económicos
y status, o por coca y despilfarro. Ni siquiera son Caín que murió desgraciado.
Son reyes Midas que desearían convertirse en oro ellos mismos, o tragar el
amarillo tesoro igual a Pedro de Valdivia cuando afirman que los araucanos le
obligaron a tragar una ambición que lo mató.
Como dije
en un principio, si algo me gusta de las elecciones norteamericanas es el uso
tecnológico para explicarlas. Adoro los mapas, y manipular estos de acuerdo a
las estadísticas, colorearlos, transformarlos en números y etcéteras. He sido
vencido por el show, que es esencialmente una creación masiva de los Estados
Unidos. Presente en los partidos de básquetbol, en el hockey, o en las ligas
“mundiales” de fútbol americano, donde más importante es la parafernalia que el
resultado en sí. Esta vez nos mantuvieron sobre ascuas varios días, con avances
insignificantes en los resultados. Perdida así la idea política y embelesados
por la intriga. Luego se dará paso a otro show, guiado por el famoso showman
Donald Trump, que intentará desenmascarar al corrupto sistema y quedarse otros
cuatro años o el resto de vida. Eso dará paso al aburrimiento y la pervivencia
del status quo con otro individuo en el mando. Hasta la próxima cita en cuatro
años donde se dilapidarán fortunas en propaganda y donde yo recibiré más de 200
correos al día para pedirme dinero de campaña y asegurar una cosa hoy y otra
mañana. Confusión de sentimientos, cansancio y analfabetismo político. Donde
nada es seguro y abunda la ilusión. Supongo que en cuatro años ya no estaré. Y
en Bolivia tampoco he de sufragar, porque ese error no cabe ya en el efímero
tiempo malgastado.
08/11/2020
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Publicado
en RASCACIELOS, 15/11/2020