Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Una figura agazapada en la penuria boliviana, en la sombra del mal, impidió el paso de las letras de tinte hermoso. No puede la melancolía adueñarse en tiempos de crisis. No podría escribirse ni los más tristes ni los más felices versos en circunstancias así. Cuando el hombre aúlla y las huestes fantasmales se rodean de sangre, hay que alertarse, agarrar un palo, un martillo, una hoz para decapitar al monstruo. Ahora escribo. No es que pasó, la hiena sigue escondida y jadeante, las fauces babosas, la baba espumosa, la droga amontonada, la desesperación del olvido. Y era Ucrania, un año atrás, mientras el engendro en Bolivia anunciaba hace poco otro Holomodor, esta vez local: matar de hambre, dar comida a los gusanos. La lógica la misma: el poder, la imposición, la magia negra de ser perdonavidas, o acabavidas.
He puesto Couperin en el tocadiscos, órgano de la basílica de Saint-Maximin. Paz de prepararse una kanka en olla, tirar los zapatos sin distinción política, a cualquier lado, acabar con el último trago de vino del valle de Colchaga. ¿Solo? Sí, acompañado de tanto, del awayo de Leque que cuelga de la chimenea, de aquel Leque que caminaba por las noches mirando los agujeros del cerro que eran minas personales de azufre, de recuerdos portugueses y ucranios, de un magneto en el refrigerador con la estatua de la gran Catalina, tan cerca del Mar Negro, el negro ponto. En el parque Gorky, Ekaterina me alcanzaba la mano de finos largos dedos para que no me perdiera en el laberinto de espejos. Veníamos de un desayuno con ostras en una bandeja de hielo. Si hubo sofisticación en mis años fue en Ucrania, donde aprendí que a pesar de todo, de donde vengas, hay tiempo para la elegancia. No sabía mucho ella de Chejov, pero estábamos en un establecimiento que llevaba su nombre, lleno de excentricidades, sobrecargado, absorto espacio de la literatura rusa, en los ricos de provincia de Gogol y de Leskov. Un mundo ajeno al practicismo sajón, a la desidia latina. Aquello era el universo concentrado, y en cada detalle de estuco sin duda convivían siglos de razas e historia. La mano de Ekaterina estaba fría, delgada como su cuerpo alto y el cabello negro, sentada frente a mí en la rueda Chicago que pasaba por encima de los árboles y espantaba las aves que todavía quedaban antes del invierno. Kharkov, Kharkiv, Jarkov, la que fuera capital, la industria, la guerra civil, la otra guerra, la bandera azulamarilla del país que decidió liberarse de Rusia, que de protectora se volvió asesina y dominante.
Apareciste con tu traductora. Al frente del caro lugar de desayunos, tanques de guerra. Rusia está cerca; los separatistas también. No importa, me besas la mejilla y te mides conmigo para ver si eres más alta. Me pasas por debajo un papel con tu correo y tu nombre: Ekaterina Martinenko. Todavía hablamos, pero se ha perdido aquel impulso del frío que te hacía temblar mientras buscábamos un abrigo por las movidas calles de Jarkov. Luego regresé al hotel, en el tercer piso de un edificio de negocios, raro. Cinco piezas, nada más, y una bella rubia que era la encargada, Anna, a quien prometí un café que jamás se va a cumplir.
A la mañana siguiente tomé una cerveza en vaso plástico. De esas cervecerías al paso con pilas en la pared y un nombre que dice el tipo de cerveza. Comí al lado una suerte de tortilla que no recuerdo si era kazaja o turcomana, de carne encebollada. Anduve por entre los edificios de apartamentos en decadencia. Bancos y árboles guardaban la esencia del recuerdo. Todas las páginas se me vinieron encima, con ellas, árboles de hoja caduca, hermosas mujeres eslavas de ojos mongoles. No mucho tártaro como pululan en Odessa. De aquí los arrearían al sur, luego de su larga estadía y de las pocas espadas que en Ryazán se les enfrentaron. Ahora los tártaros venden comida popular, y hasta gourmet, en las principales avenidas de Kiev.
Los ojos de sus mujeres vienen de la violencia de siglos, donde siempre es el femenino el que pierde todo. Los hombres solo la vida, que en serio no vale nada. La mujer aguanta, permanece, soporta la demencia invasora.
Es solo una introducción a Kharkiv. Ha venido la noche y toca la puerta de mis párpados. Quisiera soñar, volver al día en que leí Almas muertas. De mi ventana se ve la gran ciudad de luces titilantes. Ekaterina dormirá en casa. Por la tarde se cubrió el cabello en las iglesias ortodoxas, como el resto de ellas, como las musulmanas. No recuerdo su voz, sí los largos dedos de sus manos frías.
12/11/2019
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