Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Hablo de los años 60. Crecimos yendo a las matinales de domingo a mirar
“películas de cowboys e indios”, westerns que alegraban nuestra vida y
ampliaban los horizontes del sueño. Entre los personajes de afición, que
también salían en los comics llegados de México, estaban por supuesto el
Llanero Solitario y su ayuda Toro, y Old Shatterhand, con su contraparte
nativa, el jefe apache Winnetou, productos estos últimos de la pluma e
imaginación de un escritor alemán llamado Karl May.
Recuerdo una colección de literatura juvenil, en formato mediano, en la que leí
“La Pradera”, de dicho autor, así como “Los muchachos de la calle Paal”, del
húngaro Ferenc Molnár y una de mis inolvidables lecturas. Karl May predispuso a
muchas generaciones, en su Alemania natal, y, según muestro, hasta en la
Bolivia de 1960, el gusto por la aventura. Antecede a los Verne, Dumas y
Salgari que vendrían, aunque su reemplazo, para mí, estuvo en las publicaciones
de misterio de la escritora inglesa Enid Blyton, cuyos libros intercambiábamos
con mi primo Jorge Soriano como tesoros.
Los alemanes en el oeste norteamericano se asemejan a los alemanes de la
conquista en lo que hoy se dicen Venezuela y Colombia. Los rodea el misterio.
Muchos años después, tal vez en D'Artagnan, la preciosa revista argentina,
adoré la historia de un príncipe prusiano, de cacería en el Far West, que
conoce a cierta tribu, creo que la nación Kiowa, y termina combatiendo a su
lado, con métodos prusianos de armamento, estrategia y tecnología, en contra
del séptimo, o cualquier otra caballería del ejército de los Estados Unidos. En
ese instante rememoré a Karl May.
Vincent Canby, del New York Times, y haciendo un recuento del filme de
Hans-Jurgen Syberberg (“Karl May”, 1974), dice: “En las últimas décadas del
siglo 19, Karl May (1842- 1912) era el más exitoso autor de Alemania. Sus
libros se vendían como panqueques con moras y crema encima. Por 30 años
escribió 40 páginas al día, construyendo un vertiginoso cuerpo kitsch de
aventura-ficción que en origen tenía alguna deuda con James Fenimore Cooper
pero que, finalmente, creó una mitología quintaesencialmente alemana”.
El filme de Syberberg, préstamo de la biblioteca Schlessman, forma parte de una
trilogía que comienza con Ludwig, rey de Baviera, que sedujo también a Luchino
Visconti, luego con Karl May (la única que he visto) y después con siete horas
y media de “Nuestro Hitler”, en una búsqueda de la creación de los mitos
alemanes, a través de cierta continuidad romántica que se inicia con el rey
loco, sigue con el fabulador y termina con dramatismo en el hacedor, en un
estilo brechtiano, a decir de Canby.
“Karl May” se centra en la última década de vida del autor, hoy olvidado. El
cineasta cuida en extremo juicios sobre el talento literario de May. Su
objetivo, bellamente logrado, apunta a cuestionar y comprender a la nueva
Alemania, a través de estos individuos-fenómenos de masa. En esa época, el
escritor que nunca había salido de Sajonia, y que permaneció ciego los primeros
cinco años de su infancia, enfrenta demandas múltiples que intentan
descalificar la validez de sus obras. Escritores envidiosos, editores ávidos de
riqueza, mujeres despechadas, fiscales que horadan en el pasado criminal de
May, se lo disputan a dentelladas. Él, como Old Shatterhand, su alter ego, se
defiende, con argumentos, y triunfa al fin cuando en un instante muy emotivo
del filme un juez le agradece ser el heredero de los cantares de gesta, y otros
alegatos relacionados con la grandeza y la virilidad de Alemania. Se multa a
los demandantes, que incluso presentan a un indio Mohawk y le preguntan si oyó
de la existencia de un tal jefe, Winnetou. Su negativa no cuenta.
Hermanada con la búsqueda de aquella mitología alemana de los héroes de gesta,
está la cuestión de si es o no válido escribir sobre algo que no se conoce.
Aunque Hemingway aconseja no hacerlo, Karl May resultó un sorprendente suceso.
Ante su falaz afirmación, a inicios de la cinta, de que treinta y cinco mil
guerreros apaches lo esperaban en pie de guerra, ya que su amigo Winnetou había
muerto, el público no cuestiona la veracidad: se emociona y agita con la imagen
romántica de aquella gente aguerrida aguardando por un líder que la lleve hasta
el triunfo. Viene a colación de manera inevitable Hitler, quien apreciaba,
hasta hacerlo su autor favorito, al delicioso mitómano, cuyos personajes le
representaban un ejemplo que la juventud alemana debía seguir.
Escribir no es asunto de verdad o mentira. No se puede pedir que se aclare el
Génesis bíblico, o practicar la estadística para observar en serio lo viable de
la Creación (El Génesis entendido como experiencia literaria), o soslayar la
insólita belleza del Cantar de Gilgamesh. Si hasta Heródoto, el filósofo de la
historia, a menudo se oye como un augur, un alucinado, en sus pasos por el
nebuloso mundo antiguo. Y eso se propone, con o sin conciencia, no puedo
comentar, la película sobre un autor quizá mediocre, pero catalizador de su
propia historia.
Más de tres horas que no producen ni modorra ni aburrimiento. A pesar de que
creo, como Canby, que se necesita un sólido background sobre Alemania para
comprender; temas como la invención, la destreza del relato, el derecho a
imaginar, van paralelos al argumento original. Karl May fue un asombro de su
época. En las postrimerías de su vida, y seguro con información fidedigna,
Syberberg hace aparecer de visita en casa de May a un joven pintor sobrecogido
por la magnitud de su interlocutor: era George Grosz. Y en una última
conferencia en Viena, se nombra como asistentes al evento a Heinrich Mann, a Georg
Trakl, al fervoroso joven Hitler, entre otros, añadidos a la presencia,
amistad, admiración y consejos de la que fuera primera mujer Premio Nóbel de la
Paz, baronesa Bertha von Suttner.
Hay que aclarar, ya que mencionamos a Adolf Hitler, que Karl May fue siempre un
pacifista.
18/04/2011
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Publicado en Ideas (Página Siete/La Paz), 24/04/2011
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