Wednesday, May 26, 2021

Los sonidos del silencio


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Los niños pobres del Cementerio General de Cochabamba cantan por monedas Los sonidos del silencio para los penantes. Me pregunto dónde aprenderían. La pena no me dejó entrever si era una traducción o letra inventada en ocasión de los muertos.

Ronald y Mirella, creo que en Roslyn, frontera entre Virginia y el Distrito de Columbia, ya medianoche, o tirando a amanecer, tomamos cerveza en un boliche llamado New York, segundo piso. ¿Volvíamos de visitar aquella ciudad u otro día? Leonard Cohen, claro, presente, de los exquisitos archivos musicales de Ronald Arandia.

Ernesto Schinella canta Erba di casa mia, hierba de la casa mía, pasto africano, dientes de león, alguna ortiga, verdes. Toco mi antebrazo. Sigue fuerte, brazo de estibador. Si tiro un puñete saco una cabeza, por eso no practico. Hablar de amor, mejor, lo dice la canzone italiana. Un disco que compré ayer y que arrastra consigo los años. Sonidos del silencio que todavía se escuchan.

Los niños del Cementerio General cantan la canción de Simon & Garfunkel mientras los albañiles revocan las tapas de los nichos y se condena a la sombra los amores, los sentidos. En mi cama de fierro, de una plaza, dura como de cuartel y con maderas debajo, escuchábamos Sounds of Silence. Éramos cinco: Adolfo, Chino, Ricardo, Pepe, yo. Tratando de captar lo mejor posible la emisión de algo nuevo como la frecuencia modulada. Adolfo sigue; tres se callaron; la voz se cubrió de yeso blanco que se tornó amarillento. Envejece hasta la pena.

Gorjean los niños mientras con cuchillos de carnicero trabajadores municipales cortan cuerpos secos para reducirlos luego de ser exhumados. A la intemperie, bajo el sol puma, con brisa de espinos llenos de plásticos de hamburguesa alrededor. Hacha, machete y cuchillo, árboles caídos somos, charque de milenios, sombra de la siempre sombra.

I'm your man

Era tu hombre. Los perfiles se disgregan en el viento, pierden contorno. Desmaya el recuerdo, desvanece. “En una noche de carnavales yo la conocí”… Los camiones suben la cuesta. Los observamos de noche desde el patio de casa. Por Liriuni a Morochata. Las luces avanzan apenas, los Isuzu son lentos, pesados los Scania Vabis. Detrás de esas luces hay hombres, gente en la carrocería, cubierta con mantas para no helarse cuando pasen la cumbre. Grita con sordo chillido la paja brava, las ovejas detrás de las pircas semejan horrores de la noche. Bolos de coca escupidos al abismo. Miramos desde casa, trepados al molle, soñamos la labor titánica del humano desafiando el vacío. Ni ojos son, de tan pequeñas las luces, pero bravías. Mañana habrá papa hervida en el poblado, chicha y taba. Los creyentes van en procesión hacia la tierra del Cristo negro de Machaca. Ahí se mataban, entre amedallados y no, según el Tambor Vargas, y allí retozaban los ancestros, o sufrían quién lo sabe, no yo, ni el Cristo. Brilla la piedra verde de las minas semipreciosas, el piso está embaldosado de tesoros. Termina con un charango, con un niño plañidero en cuya boca hay una hermosa lírica extranjera, como si la muerte requiriese pasaportes.

En algún filme, un soldado soviético deja a su amada un libro de poemas: “Blok”, le susurra. Alexander Blok. Luego, en instantes, muere. Los obuses caen sobre Minsk. Era triste Blok, y amado por las mujeres. Parecía una estatua blanca, no pertenecía al mundo. Los obuses rebotan en el empedrado de Kiev. El camino de Jesús de Machaca no es el de Santiago de Machaca. La Machaca del hijo del dios es otra también, lejos, del lago de aquellas a la tempestad del río Ayopaya, roca y espuma elevada al cielo.

Manejé la noche del lunes a ciento veinte kilómetros por hora con Sounds of Silence a todo volumen, hasta llegar a la salida de Dry Creek, el arroyo seco que si está no está no lo veo no se lo ve. Hello darkness, my old friend. Pepe y Ricardo tuvieron esposas. Chino, no. Igual murieron solos, en la noche uno, con estrellas que son fugaces, y el otro tratando de encremarse el rostro para la cita. Chino se fue como del rayo, como el Ramón Sijé de Miguel Hernández. Un hombre negro me mira desde su carpa de abandonado. Tiene una silla y una bicicleta. Sentarse a contemplar el ingrato mundo, trashumarlo. Algo de ironía en eso.

Me he sentado a escribir cartas y divago por campos desolados. Alterno entre las zambas y la liturgia ortodoxa, entre Fréhel y Rita Pavone. La canción italiana era la moda cuando niños indagábamos acerca de si había algo que cuchicheaban existía: amor. Lo he encontrado, y mucho, y brillaba y hasta opaco guardaba color carmesí. No soy creyente pero las fotos de mis amores viven en blanco y negro y a colores en las pupilas. Desde el negativo que se imprime luego y aparece la vida como un tunal de frutos rojos en desierto insomne.

Llevo cuatro horas tecleando con un dedo. Uso la mano izquierda para mayúsculas y acentos. Acaricio más con la derecha que con la siniestra; así como escribo, quiero. Y cuento los bucles de sus cabellos como si de rosario se tratase y bendito fuera yo, de santo a sacristán, de beato a divino. Tu cabello mi pañuelo en esta cueca larga que apisona el piso y gira el eje de la tierra. Dos infantes entonan Los sonidos del silencio, mientras el badilejo revuelve la mezcla. La muerte en tarea de albañil, la casa para que estemos todos. Pero quiero una ventana entre el humo que me evapore igual a un frote de alcohol blanco. “Adiós, y si es para siempre, también para siempre, adiós”, remarcaba el poeta húngaro Andrés Ady. Romántico, dramático. Déjame olerte la piel, que cuando ya no te toque me habré despedido. Guardo tu aroma. Lo atesoro como mermelada de guinda.

25/05/2021

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Imagen: Edvard Munch

 


Thursday, May 20, 2021

La Musica Della Mafia


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

El sello PIAS sacó hace un mes un nuevo disco compacto. La musica della mafia (Il canto di malavita). La compilación reúne música popular de Calabria. Canciones de la 'Ndrangheta y la Camorra.

La palabra camorra, camorrero y otros derivados, tienen su origen en esta organización secreta.

Las líneas de Chorra, tango de Enrique Santos Discépolo, dicen: “está en cana prontuariado como agente de la Camorra, profesor de cachiporra, malandrín y estafador”. Calabreses son algunos personajes de Los siete locos, de Arlt. Buena parte de los inmigrantes en el Río de la Plata llegaron de Calabria trayendo consigo sus organizaciones clandestinas.

Siguiendo la tradición medieval y renacentista de los trovadores, los cantores de la mafia trashuman los pueblos montañeses de Calabria, glorificando en su canto un modo de vida que se precia por sus códigos de honor y de silencio. Es la primera vez que se los compila y se los pone en el mercado mundial, aunque en el ámbito local son extremadamente populares y circulan oralmente y en cintas grabadas por las ferias de la región.

Los músicos utilizan sobre todo el acordeón y la tamborina. Las canciones van desde las tristes y nostálgicas de la cárcel, las del poder de familias que dominan pueblos enteros, mafiosos como héroes mitológicos, hasta las tonadas de amor. Francisco “Ciccio” Scarpelli, quizá el más famoso intérprete de los cantos de mala vida, pereció asesinado en 1971 por enamorarse de la querida de un mafioso, rompiendo las reglas de respeto, sumisión y lealtad esperadas.

Cada país tiene sus cantos alegóricos de la vida “mala”, crimen, puterío, traición o el penal: el viejo tango argentino, plagado de cuchilleros, meretrices y dobles sentidos de alto contenido sexual; los narco-corridos mexicanos y su cantor favorito, Chalino Sánchez, muerto también de forma violenta; los forrós nordestinos del Brasil y sus cangaceiros. Aunque quizá la música más cercana a la de este disco sea la rebétika, o rembétika, griega, de los hombres duros en la anciana Istanbul y la antigua Salónica.

El rap de Norteamérica, ya viciado y dominado por la sociedad de consumo, dejó de ser canción marginal para convertirse en una parodia donde negros cargados de oro, que simulan ser pobres o rebeldes, denigran a las mujeres de su raza.

Sin prestar atención a mafioso alguno, debemos decir que este compacto es bellísimo y no cuesta adivinar que el mérito de la música no pertenece al crimen sino al arte.

09/10/2002

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Publicado en MIRANDO DE ARRIBA, OPINIÓN, 10/10/2002

 

 

Wednesday, May 19, 2021

El Cinq Mars de Alfred de Vigny


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

a mi hermano Armando

 

Releer un buen libro después de veinte años tiene el mismo encanto juvenil, la misma angurria, mas se ha vuelto melancólico, acaso triste. Me ocurre con Cinq Mars, novela histórica de Alfred de Vigny. Escrita en 1826, cuando el autor, miembro de la nobleza y militar en tiempos de la Restauración, intenta explicarse la reciente historia de Francia mirando atrás.

 

Cinq Mars presume la grande y posterior novelística de Alejandro Dumas padre, su contemporáneo. Al menos caminan juntos dentro de un estilo que incluyera, aunque algo menor, también a Paul Feval.

 

Alfred de Vigny difiere de los románticos, a pesar de que parte de su obra se asocia con ellos. Su prosa es rica pero sin aspavientos. El decoro del verbo se hace innecesario en su manejo narrativo. Hay en él, además de concisión, cierta solemnidad que resume la muerte de la Francia altiva y caballeresca cuyas ramas cortara el cardenal-duque, Richelieu, quien, ajeno al futuro y sólo por extrema ambición, sienta, según discurre en las páginas del libro, las bases de la destrucción de la monarquía. Richelieu dejará a Luis XIV la herencia del estado absolutista; sin embargo poco durará, en los lapsos de la historia, la fanfarria y el esplendor de la corte francesa. Ya su descendiente, Luis XVI, pierde la cabeza en la máquina del doctor Guillotin, igual que la perdió Cinq Mars bajo el hacha del verdugo.

 

Se hace visible el pesimismo del autor a través de su obra. En Servidumbre y grandeza militares (1835) ahonda la pesadumbre. En él se asientan, más quizá que en cualquiera de sus contemporáneos, el drama y el conflicto de la revolución y el nuevo siglo. Dos escritores a quienes frecuentó en los cenáculos, Víctor Hugo y Charles Nodier, no reflejan la misma desazón. Nodier se convertirá en exquisito fantasista mientras Hugo será la institución francesa por excelencia, sólido a la vez que sentimental. Escribía Alfredo de Vigny: "Ma verité sur la vie, c'est le désespoir. Il est bon et salutaire de n'avoir aucune espérance". Fatalismo que concede al señor de Cinq Mars -en la novela- a lo largo de su conjura en contra de Richelieu y que brilla sobre todo en los momentos que anteceden a su ejecución, la suya y la del magistrado François de Thou, quien recibe la muerte como un don de buena fortuna. Ambos rechazan cualquier posibilidad de auxilio, de soslayar el destino, y suben al cadalso con la alegría del desesperanzado que al fin descansa.

 

Henri Coiffier de Ruzé, marqués de Cinq Mars, 1620-1642, fue presentado a Luis XIII por Richelieu, viejo amigo de su fallecido padre. El débil Borbón, hijo del navarro Enrique IV, lo eleva a la categoría de favorito y caballerizo mayor. En dos años Cinq Mars conocerá la gloria, pero, consciente del peligro que el poderoso prelado representa para la nobleza francesa, conspira siguiendo el sangriento rastro de otras fracasadas rebeliones nobles.

 

De Vigny (1797-1863) teje de manera admirable este corto drama. Lo enlaza en sus connotaciones políticas, le da el toque de amor necesario para hacerlo humano. Los personajes, muchos de los cuales divulgará Dumas por el mundo con su obra ampliamente más extensa: Ana de Austria, Mazarino.., viven y se acomodan a la sombra del "gran político", Richelieu. La descripción de los lugares en Cinq Mars deja sello de imperceptible ensueño, así en los pasos profundos de los Pirineos o en las hórridas rocas a orillas del Saona que ocultan el camino de Pierre Encise, lóbrega prisión donde aguardan Cinq Mars y Thou la inminente decapitación.

 

Lo que Dumas no tiene y abunda en de Vigny es un sutil análisis de la historia de Francia. Cinq Mars se puede leer como una magnífica obra de entretenimiento, plena de intriga, romance, aventura. Sin embargo, entre líneas se encuentra el razonamiento de un pensador, aquel a quien Sainte-Beuve llamó "el divino y casto cisne". Nada mejor para explicarlo cuando al fin de la novela, en la noche parisina de festejo para el cardenal y de penuria para los rebeldes, un joven Corneille se topa con un joven John Milton. Milton pregunta a Corneille acerca de Armando Duplessis, y en sus palabras se resumen las posteriores historias de Francia e Inglaterra: "¿Y ese es el coloso, el hombre genial? De ninguna manera. Puesto que Richelieu sólo ambiciona el poder, ¿por qué no se ha apoderado de él por completo? Los que abandonan las altas regiones por una pasión humana, deben entregarse a ella en absoluto. Yo voy ahora a ver a un hombre, que todavía no es famoso, pero que es tan ambicioso como el tirano Richelieu, y puedo aseguraros desde luego que irá más lejos que éste. Este hombre se llama Cromwell". Fin.

13/12/2005

 

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Publicado en ECLÉCTICA, Editorial 3600, La Paz-BOLIVIA, 2019

Imagen: Henri Coiffier de Ruzé, Marquis de Cinq-Mars (1620 – 12 Septiembre 1642)

 

 

Saturday, May 15, 2021

Un año ya sin ti


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Dice el viejo jazz de St. James Infirmary: “Diecisiete muchachas fueron al cementerio; diecisiete muchachas a cantar una canción. Diecisiete muchachas fueron al cementerio; de ellas solo dieciséis retornaron a casa”. La muerte es un silencio.

 

Un año, digo, ya sin ti, hermana, pero yo me fui de casa hace treinta y dos. Hace mucho y fue mucho que no hablamos. Se acabaron los regaños a las tres de la mañana, consejos de volverme hombre, de aceptar las pérdidas y llorar lágrimas secas. Ni las tres, ni las cuatro de la mañana como son ahora. Ya no suena tu canción. Está la noche silenciosa y llueve. Manejo sin rumbo por las calles marcadas. No hay siquiera perros vagabundos en esta ciudad.

 

Escuchaba en casa de los padres St. James Infirmary a mis trece, en la cascada voz de Satchmo. Esta noche, a mis sesenta y uno, la he vuelto a escuchar, con apenas el siseo lacrimoso de un cielo encapotado. No supimos vivir y aprendemos a morir sin haber conseguido nada. Parece absurdo y no lo es, porque entre seis hermanos nos calentamos los pies en una inmensa cama, y ese inolvidable calor persiste. ¿Dónde?, no lo sé pero me sostiene.

 

Fuimos seis en el amanecer del desayuno. Quedan cinco panes. La muerte es como el hambre.

15/05/2021

 

 

Sunday, May 9, 2021

¡Klezmer!


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Cuando me llegó el resultado de todas mis sangres, estudio que mis hijas quisieron y regalaron, decía que el mayor torrente era el andino, con 28 por ciento, y de ahí un listado inmenso, con cierta dosis Neanderthal que justifica algunos actos, a pesar de que ahora se sabe que estos cavernarios inventaron el arte. Pues en esa lista había casi un 2 por ciento de judío ashkenazi. Hubiera pensado en sefardí, dada España, pero no, de oriente, más allá del Oder, más cerca del Vístula o el Dniester, o de los bosques húngaros o el llano valaco. De Keshenev o del Prypiat. Nunca lo sabré, pero esa sangre me pone a bailar klezmer en domingo, antes de salir hacia la parrillada que prepara mi Aly donde buscaré en el tempranillo las respuestas.

La música klezmer me apasiona. De niño, cuando vi El violinista en el tejado, quedé encandilado. Tea que nunca ha de apagarse, como la de mi  antepasado Murillo. No sabía entonces nada. Recuerdo el sonoro nombre de ese pueblo hebreo, Anatevka, de la magia y del misterio. De la sobriedad y fe de esta gente que sin embargo en la fiesta se soltaba con pasión. Fotos de Román Vishniac, me acuerdo. El universo que Hitler quiso destruir. Todavía suenan los violines, el trombón, el fantástico clarinete. Suena, suena el klezmer, mientras se mecen los nazis ahorcados de Minsk porque nadie, nadie, dura mil años. La música sí, cuando llegue el Armagedón habrá entre las ruinas una melodía, seguro. Aunque la escuchen solo  y últimas las hormigas.

Tendría que hablar de literatura, de los poemas de Zuzanna Ginczanka que vencieron a la muerte. Mis ojos recorren la tierra negra en las afueras de Jarkov. Ucrania, sí. Y Rusia también. Y la amada Polonia. En el panorama siempre ellos, vestidos de negro, bailando con botellas sobre la cabeza. Largos faldones y la fiesta del Purim. Isaac Bashevis Singer, Babel, Aleichem. Nadie puede negarles historia allí, ni estadía, ni memoria. Pienso en de dónde y por dónde cargo este ashkenazy conmigo. Quiero imaginarme a mí mismo en el bosque oscuro y cerrado alrededor de Vilna, en la fragua de metales fundiendo escudos para eternos héroes de eternas Troyas. Vulcano-Hefestos mientras las pupilas recorren la escritura al revés y sobre las piedras voy escribiendo el nombre de dios, inventando Golems donde no había vida.

El Golem de Gustav Meyrink, sobre quien alguna vez Kafka escribió a Milena Jesenská. ¿Cómo reclamo para mí una cultura si floto entre todas las sangres? ¿Si el cóndor mata al toro y el toro brama? Cómo si me escurro entre los destruidos muros de Zhitomir y amanezco en Uzhorod. Acompaño al vocalista de Gogol Bordello buscando las raíces de un árbol muy vivo y sólido, frondoso y profundo. Chagall. Mazel tov.

09/05/2021

Friday, May 7, 2021

Carta para Poltava


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Me pides una carta de amor. Me sobran palabras y sentimientos. Me faltan presencias. Es un decir, mientras extiendo mis piernas al nuevo sol, como Jackaroe afuera del saloon, sorbiendo un ron artesanal de Barbados.

Caribe. Me he puesto a pensar en el querido Roberto Burgos Cantor, cartagenero, el autor de esa monumental novela que es La ceiba de la memoria. Vimos juntos la ceiba de La Habana; dicen que es la primera, sabemos que no pero hay mentiras con sabor de leyenda. Y la épica, sin ser militaristas, es como aquel viejo amor. Si lo hubo…

Escribo porque me lo pides. Pero estoy pensando en otra también. Hasta en otras. Pero es para ti. Preparas pickles, escabeches en mi tierra, pepinillos. Bajaba de mi habitación en el quinto piso de la calle de León Tolstoi, inolvidable Kiev, tornaba a la izquierda y otra izquierda por casi una cuadra hasta un bar de piratas donde me regocijaba con Guinness o cervezas rubias del país. No faltaban pepinillos, ni chorizos, ni arenques fríos. Un par de horas hasta retornar a la cueva cuya entrada estaba en la parte de atrás. Todavía no había nevado en la ciudad; se esperaba la primera caída. Antes de regresar, un mínimo café al paso, ya endulzado. Quizá comprarme pan dulce, cruzando la avenida.

Teléfono. Hay alguien en Kiev que he visitado, una mujer más bella que Nastassia Kinski. De entrada aclara: no me casaré contigo pero puedo ser tu amante. Soy buena amante, podemos ejercitar las poses del yoga chino. Había en los bailes de la adolescencia en, Sarco, dos hermanos que tenían plata, auto y motocicleta; diferían de nosotros. Uno era buen mozo con pequeña boca de mujer; el otro horrible. A este habían apodado Garabato, por lo contrahecho. Esta digresión va a que así quedaría yo luego de las torturas del yoga chino. Para kama sutras no estoy; digo que soy pero no soy, suicida.

¿Por qué te escribo esto? No para que iracunda te arrebates. Lo cuento como escenas de cine. Fui un camarógrafo que pasaba las tardes en el Parque Shevchenko, entre añejos árboles que no demandan nada. El viento corre las hojas. No es que haya polvo, ni niebla, pero tal vez el crepúsculo pone sábanas traslúcidas en el panorama. Me arropo en la chamarra. Poco necesito para ser feliz: un banco de madera entre los alerces. ¿Si dormiría allí? Quizá, apoyando la espalda contra la roca fría del muro. Sensación de caverna, de que no ha muerto el primitivo en mí y me bastarán pingajos de cruda carne para sobrevivir. Me pregunto muchas veces, contemplando a los mendigos, si en alguno de esos casos no es una decisión premeditada, hasta inteligente. El despojo de lo inservible. El Monte Athos, Kazantzakis en el Monte Athos, los gigantes e impertérritos seres alados de Asiria, el silencio del señor de Mictlán, la tumba del señor de Sipán. Oro en ocasiones, plásticos alrededor de las mangas en otras. Te escribo ya que en tu regazo esta retórica de miseria desaparecería en instantes. La del oro del mismo modo.

El ventanal está dividido en cuatro. El sol muriente de la tarde de las seis es el mejor. Era a las cinco en Cochabamba, cuando por la ventana de la cocina entraba e iluminaba la mesa de fórmica roja donde mi madre había servido el té. Las seis aquí y ahora. Paré el tocadiscos con extractos del Lohengrin de Wagner. Escucho un poco de YouTube sobre la política española, leo Seúl, São Paulo de Gabriel Mamani Magne. Me refresca el lenguaje, retorna a la jerga juvenil y la bolivianidad. Te escribo sin mentirte que a la vez me dirijo a otras que sin embargo no leerán. Al no leer la carta no existen. Luces de bengala que no debes agitar en el aire porque si lo haces atraerás ladrones, advertían en las noches de San Juan mientras crepitaba el sunch'u.

Dejo morir la tarde, no intento salvarla. El ron negro de Barbados apenas queda en el fondo de los hielos. Caribe, otra vez, largos peces aguja de aquel increíble mar de Cienfuegos. Los kayaks cruzan cercanos. Entrenan atletas cubanos en largas piraguas con un vocero al extremo. El cabello rubio de una escritora chilena cae por el espaldar de un sillón. Un autor argentino se remoja en la piscina. No estoy acostumbrado a élite alguna, soy hombre de banquillo abandonado, de celda monacal de donde me escurro para amar con desenfreno. Luego silencio. Me acerco a ti, a ver si te importo un poco más que los deliciosos pickles. Sonríes. La primavera inunda Poltava, un barista traza arabescos en la crema del capuccino. Ahora, ya casi al terminar, decido que la carta va solo para ti. El crepúsculo ha ocultado las sombras que pululaban como cuervos de opereta. No te puedo enseñar el yoga chino ni leerte el I Ching, apenas hablarte un poco del desierto hacia occidente, de los tediosos camellos y de Li Po. Vamos a ahogarnos tratando de atrapar la luna sobre el agua.

06/05/2021

Wednesday, May 5, 2021

Claudio Ferrufino y los aromas del eucalipto


CARLOS CRESPO FLORES

El eucalipto es una especie forestal que recorre la novela MUERTA CIUDAD VIVA[1], de Claudio Ferrufino; acompaña al protagonista en su recorrido etilo-erótico por la ciudad y valle de Cochabamba.

Introducida en el país a fines del S. XIX desde Australia durante el auge minero, se ha adaptado a los ecosistemas del país, más allá de los impactos ambientales que provoca, sobre la humedad y fertilidad del suelo. El eucalipto (Eucalyptus L’Hér) es definido por la Guía de Árboles de Bolivia[2], como  

“Árboles grandes o arbustos, con corteza exfoliante que se desprende en láminas; hojas alternas o subopuestas, lanceoladas o falcadas y asimétricas, glabras rara vez pilosas, pecioladas o subsésiles, generalmente con puntos translúcidos. Flores pequeñas en umbelas o cabezuelas, a veces en panículas axilares, pediceladas o subsésiles; el cáliz lobulado caliptriforme, con una tapa o capuchón que resulta de la unión de pétalos y sépalos. Fruto un pixidio. Género australiano y de la región malaya, con más de 1000 especies” (Killeen, García & Beck, 1993:581).

Las formas de sus hojas y proximidad con el poeta, reafirman a Ron Loewisohn su conexión con esta especie:

Aquí están los eucaliptos

con sus hojas que gotean;

en la luz gris azulada de la madrugada

están juntos en la arboleda

como

nueve hermanos de pelo oscuro y piel suave

hermanos. -Parecen así (extrañamente)

relacionados conmigo.[3]

En Bolivia, son tres las especies cultivadas mas importantes, de ellas, en Cochabamba se planta la E. camaldulensis Dehnh (Killeen, García & Beck, 1993:581), y a lo largo del S XX ha formado parte del escenario paisajístico valluno. Es altamente probable que el escritor Claudio Ferrufino disfrutaba de esta especie.

Para el protagonista de Muerta ciudad viva, su “espíritu rural, primigenio, campesino” está conectado con el eucalipto, su “susurro” y su “aroma”; de ahí que busque su “sombra, cuando tiene problemas, depresión o ansias” (112). El fresco olor mentolado del eucalipto seduce a Claudio, a través de su personaje. En un viaje a Oruro, por tren, atravesando “parajes memorables…, a pesar de las ventanillas cerradas, el aroma de eucalipto llenaba los dos vagones de que se componía la máquina” (53). En otra escena, luego de una violenta pelea de borrachera, toma un taxi, para hallarse “echado entre eucaliptos, a la vera de la senda de tierra cerca del canal grande de riego. El sol agrada. La sombra acoge. Las hojas de eucalipto silban una monótona pero sublime canción. Y las pepitas de molle rojo alrededor hablan de asuntos dulces de infancia” (14). La asociación de este árbol mirtáceo, con el placer y el bucolismo valluno, es evidente.

En uno de los recorridos hacia su casa, camina “al lado de las canchas auxiliares de fútbol”, donde solía jugar, “antes de encontrar las preferencias del trago y del culo” (140). El lugar “olía a eucalipto”, provocándole una “extraña sensación”. Efectivamente, en la década del 60’-70’s’ hubo un arbolado en los límites de este espacio deportivo conexo al stadium departamental, donde el eucalipto destacaba.

Otro momento de incursión en bicicleta al entorno rural valluno, por el camino de Condebamba: visualiza “eucaliptos jóvenes, de tonos grises, (que) lucen gotitas de rocío” (109). La juventud del arbolado que observa Claudio evidencia la posibilidad que sean rebrotes. No olvidar que el negocio de los “callapos” se extendió luego de la reforma agraria, talando árboles de eucalipto para troncas y leña, que luego rebrotan.

De una de sus amadas, Eszter, recuerda que olía a eucalipto (116)[4], y esta lo compara con un eucalipto (113). En el periodo retratado por la novela (principios de los 80’s), el arbolado de eucalipto en el campus universitario de San Simón era importante, particularmente entre las facultades de Derecho y Humanidades, del cual hoy quedan algunos individuos. El estudiante apasionado busca a Eszter, atraviesa “los eucaliptos de cincuenta metros (que) guardan unas aves extrañas en sus copos” (83); parecen zancudas, aquellas que visitan también la laguna Alalay como parte de su escala migratoria. Más aún, cuando se entera que ha fallecido Eszter, para recordarla, toma el micro hacia Tiquipaya; por las faldas de la cordillera, sospecho, recorre lugares que habían visitado. Y, por supuesto, están ahí los eucaliptos, “que se inclinaban hacia la izquierda”, debido al “soplo (que) bajaba de una quebrada casi al frente” (121).

Con Silvia, otra novia, están en el río de Chocaya, desnudos, dentro “el agua fría”. El joven realiza un acto pagano religioso: “remojé ramitas de eucalipto azul para utilizarlas como hisopo. Yo te bendigo, coito” (131).

Similar a un cazador vigilante de su presa, el majestuoso árbol le sirve al protagonista como lugar de acecho: “miro a Frances Mallotto desubicado desde un eucalipto. Lo hago al sorber cerveza amarga, calculando los pasos para intentar el ataque” (86). En determinado momento deja “el refugio del eucalipto” para “encararla” (86).

La conjunción eucalipto, molle, agua, es distintiva del paisaje valluno; es con esta vista donde el erotismo fluye: “copulan a orillas de un río seco, apoyados en un molle, con un arroyo corriendo por la espalda, mitad metidos en el agua, entre eucaliptos que bordean una herradura…” (149).

El eucalipto es parte de la fiesta rural en el valle. No solo como leña en la fabricación de la chicha, sino también en la habilitación del espacio festivo. En un matrimonio al cual asiste con sus amigos, observa que “se habían cortado jóvenes eucaliptos para las columnatas que sostendrían la carpa… (para) albergar a doscientas personas” (174).

En su periodo de caída en el alcoholismo y desdicha, el héroe trágico de la novela, visita a un amigo, quien le pagaba tragos de cuando en cuando”, para platicar sobre “los compañeros comunes, de Abel, de situaciones como la del Jallalla. Aires de eucalipto…” (188). Buscando a una de las novias, que había huido luego de una violenta trifulca, “bajaba y entraba a los bosquecillos de eucalipto, a los huertos frutales llamándola” (185). Aun en sus momentos de alucinación alcohólica, el eucalipto se halla presente: “bajé, desmonté cerros y esquivé árboles de tara que se veían solitarios entre molles y eucaliptos” (168). Ahí, el eucalipto se torna sombrío: “las hojas afiladas de los eucaliptos dan la sensación de árboles con cientos de puñales colgantes” (66).

En la última escena de la novela, convertido en aparapita, vemos que se prepara “con agua hirviente y metanol, con raspaditos de naranja, un trago” (206), mientras “los eucaliptos se despiden dialogando con la brisa (y) los pájaros lo hacen con barullo. No voy todavía a dormir” (206).


[1] Ferrufino, Claudio (2013) Muerta ciudad viva. Santa Cruz: Editorial El País. 206 pp.

[2] Killeen, Timothy J., García E., Emilia & Beck, Stephan G. (1993) Guía de arboles de Bolivia. La Paz: Editorial del Instituto de Ecologia. 958 pp.

[3] Loewisohn, Ron (1968), “The eucaliptus trees”. En Poetry. Vol. 112. No 2. Pp. 105-106. Traduccion libre: C.C.

[4] El protagonista imagina a Eszter que “se reclina en un cuadro de maja boliviana, en marco de eucaliptos y buses achacosos…” (201).

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De INMEDIACIONES, 01/05/2021

Sunday, May 2, 2021

Alicia


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

11 años de la muerte de mi madre.


"No bajo la forma de una enharinada mariposa blanca rendiré a la tierra mis despojos prestados: quiero que mi cuerpo pensante se transforme en una calle, en un país; este cuerpo vertebrado, carbonizado, que ha tomado conciencia de su longitud", escribía Osip Mandelstam. Así, tú, Alicia madre, un país, éste, sus calles, sus eucaliptos, la tierra a la que viniste de lejos, valiente como eras, al mundo sin leche, sin agua, casi sin esperanza, sin padres ni hermanos, a un cielo que no parecía tuyo y que con el tiempo se transformó en ti.

 

Qué decirte nosotros, hijos, sino mirar cómo creces en los molles, y caminas elegante y a veces hasta vertiginosa en los pasos de los horneros que te visitan cuando no estamos, allí, donde ahora duermes, porque quieres velar a escondidas por los que ya no niños nos sentimos sin embargo huérfanos. Siempre, con tus protectoras alas, viniera lo que viniera: desorden, confusión, desgracia, pena y dolor, con solidez que es más que estoica… mujeril, materna. Será que las madres lo son todo y los padres poco, que las mujeres la fuerza y nosotros nada. Cuando pienso que con ya cincuenta debiera sentirme independiente, autónomo, logrado y sensato, me doy cuenta que no es tan fácil, que necesito de ti, que lo que me liga a la ternura eres tú, y al valor tú, consuelo de paladín batallador, callada, sin aspaviento militar, roca de aristas dulces, férrea y a la vez tan suave, tan Juan Ramón Jiménez, como solías leernos al caer la noche.

 

A veces te pregunté cómo te animaste, Alicia madre, a venir aquí, y en tu voz comprendí una Bolivia que no te pertenecía de herencia pero sí de corazón, la Bolivia que me sugerías poner en mis novelas, no la Argentina de Borges, ni las huestes montoneras, ni aun siquiera los polvos de Santiago del Estero o los mares de Rafaela, mas Cochabamba y su achinado semblante triste, los callejones de Oruro.

 

Qué me queda de ti. Todo. En cada mirada, en la minúscula línea que divide dos palabras, en las zambas cantadas del norte, en el tango del río abajo. Si contemplo la vida de distancia la miro agreste sin ti, y torpe, ignorante. Los detalles innúmeros porque eres tan vasta como unas pastas infinitas con el tuco magistral del arte. Tus ravioles mágicos y, tan argentina, tan cordobesa, para el asombro, tu donaire en preparar sopas de la ancianidad aymara o de la lujuria quechua. Vital, ubicua, inteligente, multifacética, universal. Hablemos de cine, o cuéntame tus libros que incluyen a Rilke y crecen como helechos tropicales con fondo de acordeón musette.

 

No me despido de ti, mamá, me siento contigo a leer bajo los tunales de San Sebastián, donde murieron mujeres como tú. No me despido. Te miro. Te hablo. Te amo y te extraño.
09/05/2010