Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Me he puesto a ver el filme Casanova, de Lasse Hallström. En la biblioteca del pasillo de la casa grande estaba el libro Vida amorosa de Casanova, de editorial argentina de aquellas clásicas de los años cincuenta; Tor, quizá.
Como no
había restricciones familiares de lectura, aquella fue mi primera aproximación
al erotismo. Además que venía cada capítulo con un dibujo representando a la
dama cuya historia se contaba. Lucrecia... Ligeras de ropa, a veces, pero sobre
todo insinuando que había un misterio. Ese libro, más la descripción en La Ilíada de cuando Juno con sus
encantos seduce y distrae a Júpiter durante la guerra de Troya para dar
victoria a los argivos. ¡Cómo recuerdo! Se pierden en una nube, un nimbo,
seguro, de los blanquísimos y enormes, y el dios sin freno se entrega a la
carne divina mientras hacen pasto de sus protegidos en tierra. Juno no mostraba
nada, ni senos ni piernas que yo recuerde. La seducción era de verbo; la
palabra como llave paradisíaca. Nada explícito; todo sugerente. En Casanova
había detalle, calzones y muslos, y vellos que parecían bosques encantados con marmita
hirviente de fondo.
Ávido niño,
leía. Siendo la mujer todavía lo grande desconocido, la presencia femenina
tomaba características peculiares. Había el corrillo de amigos que habían visto
“cosas” de primas y hermanas, que sabían que los mayores en tal y cual ocasión
les habían contado del altar donde la oración se formaba con voces de placer. Llegó
Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, un
libro que tengo que leer otra vez, cincuenta años después, para develar una
pregunta escondida desde siempre, esa sensación inexplicable cada vez que oigo
mención del personaje. ¿Qué fue, qué era? Doña Bárbara montada en iracundo
viento tal vez representaba los caballos del placer de William Blake, corceles
que desconocía pero que imaginaba de mil formas, creando un Frankenstein de
mujer con los pechos de Raquel Welch, el cabello de Catherine Deneuve y los
ojos de Romy Schneider. Luego vinieron las divas del porno: Christy Canyon,
Seka, Celeste. Fue distinto, atractivo sin duda, pero lo concreto cerraba paso
a lo onírico. No es que hable de amor, si se puede hablar de amor. “¡Qué me van
a hablar de amor!”, cantaba Julio Sosa. “Varón, pa' quererte mucho/Varón, pa'
desearte el bien/Varón, pa' olvidar agravios/Porque ya te perdoné”, continuaba
el Morocho del Abasto. Distiendo los músculos, divago, hago digresiones e
imagino al chico sentado sobre los fríos mosaicos soñando pezones venecianos
grandes como olivas y duros como monedas. Aguas turbias, remos que cortan el
agua, si hasta la geografía ponía su aderezo erótico. Luego vino la realidad,
que fue mejor que el sueño. Bastante después, cuando la Lucrecia de Giácomo
Casanova tuvo nombres más terrenos y el boato señorial cedió al polvo de adobes
deshechos en la tarde cochabambina.
Larga la
literatura de la carne y del sentimiento. Del refinamiento inglés, que aparecía
en la puerta con portaligas violetas, hasta el olor del molle frotado contra la
piel, dejándola del color del jamillo. Eva y la manzana, el higo y el
membrillo. No otra cosa es el mito del Jardín de las Hespérides. En términos
locales aquello de robar fruta se decía k’ukear. Entrar por el pastizal y
llevarse uva y durazno. La fruta dorada ella, así en el mundo de hoy me acusen
de transgredir todas las normas de la igualdad y el decoro. Fruta y joya y luna
y arroyo, peor (mejor) si a eso le añadimos que tenía voz, que pensaba, que
sabía cómo arrojarte por las quebradas del desdén con el espinazo roto. Ladrón
de amor, suena el vallenato. K’uko enamorado…
Cambio las
arias de Haendel por piezas de clavecín de Jean-Baptiste Forqueray. El cielo de
Colorado amenaza lluvia. Los trabajadores van al matadero, alegres porque están
en los Estados Unidos y sus dientes se han comprado por migajas de cierto lujo.
No se puede luchar contra eso. Sobrevivir no tiene juicio. Comienza a garuar;
seguiré con mi película. ¿Si tuve vida amorosa? Creo; la imaginé o la
imaginaron por mí. No tapizaré mis muros con pieles de vencidos a la usanza
babilónica. Vencidos, caídos, descuartizados como Tupac Amaru, colgada y
expuesta la momia de Cromwell. No, nada de eso. Bato con parsimonia la falta de
azúcar en mi café, mezclo la crema que ablanda y enfría el calor.
Por Helena de
Troya las negras naves cubrieron el Ponto, y sobre altares se violaron
Casandras y degollaron Políxenas. Otra Helena, Helena Czaplińska, desató la debacle en la estepa como nunca se había
visto. El amor también se viste de muerte. O la Muerte se viste de amor.
28/06/2021
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