Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Que negros
aquí, negros allá. Lo escucho a diario, lo he dicho también en momento de ira.
Hoy, ayer y anteayer que putos negros, flojos, basura. Incluso entre negros hay
“niggers” y los otros, se lo echan en cara con vehemencia. Mis compañeros
estibadores diferenciaban entre ellos y los “negros” de Jamaica o los
“africanos”. Matices de un mismo color, del Congo y el siguiente de las
Carolinas. Si a uno lo someten a la ignominia eterna, al estupro, si no se convierte
en asesino maníaco se hundirá. El lodo es más pesado cuando está encima que
cuando se camina sobre él. No hablo de “comprensión”, ni de la empatía del ser
humano que pocas trazas de ello hay. Ni soy Defensor del Pueblo. He visto; he
vivido.
A las
10:55, Aretha Franklin canta Don't Play
that Song (You Lied) y me arrebata el pensamiento a cuando era trabajador
de mercado, uno entre todos tostados y jefes blancos. Pelar la achicoria de
trazas oscuras de podredumbre, limpiar con papel toalla la berenjena, escoger
hongos de tipo A o B, quitar viscosidad de los que estén más viejos, hacer a un
lado los blancos gusanos que pululan en el tomate romano para venderlos en
balde, deshechos, a los restaurantes elegantes de la capital de USA. Que la
salsa con uno que otro gusano molido sabe mejor.
“Negro”
describe a la plebe en Argentina, no porque vengan del Senegal sino porque el
nombre trae a colación taras y disfunciones, crimen y vicio. Pienso en los
“negros” de Washington Cucurto y la bailanta. Modestos bolivianos en Virginia,
de vida y aspiraciones de sirviente, eran muy vocales a tiempo de denigrar al
que estaba debajo.
Monjas de
la Madre Teresa vienen a pedir donaciones a Keany Produce Co. Denles mierda, es
la instructiva; total, sirve para criar negros. Pero, tapada por la mierda,
escondo costales de reluciente papa roja de Idaho, naranjas tipo Valencia,
tomates 4x4, que se dividen por tamaños, y precio.
Tyronne, ya
de alrededor 60, presume de su larga verga en los baños, le dice a otro que él
sí haría feliz a su novia, no como el nigger verga chica que eres tú. Joe Day
se levanta desde la silla, agarra la cremallera y dice a los cargadores que si
no se apuran les meterá la negra verga en el negro orto. Textual. Para eso pone
su gran mano debajo de los testículos y los levanta como sostén levanta teta.
Reímos. Fuck, Joe, que no puedes ni con tu tía, motherfucker. Shit! Cuando se
van los camiones llega la calma, barrer masacradas hojas de lechuga, pedazos de
sandía rota, ciruelos negros de Chile que llegaron por mar. Los vehículos salen
y a la vuelta del mercado de abasto se detienen para dotarse de crack, cisco o
cerveza malteada de alto grado alcohólico. De ahí a DC y Maryland, Alexandria y
Arlington, al salón rutilante del Club de la Prensa y a la CIA de Langley donde
a los espías les gusta el aguacate mezclado con picante serrano. Volverán en la
tarde, a tiempo de morir el sol, agotados, hastiados de cargar bultos y meterse
droga. Si estoy allí, algunos nos quedaremos cerca, entre basurales y maleza
saliendo de las paredes. Más alcohol y otra vuelta de crack, hashish, hasta
casi la hora de volver a trabajar, al “tráeme veinte cajas de pepinos”, con lo
que pesan. Nos acostamos en sillones desparramados por los callejones; arden
turriles con restos de madera arrancada a las ruinas. Los clavos se calientan y
explotan, suenan al chocar con las paredes del barril. Roberta Flack y
Donny Hathaway cantan You've Got a Friend. La cantó James Taylor. La escribió Carole King. Los amigos morimos en
colectivo. Alguien pide amor. En Gallaudet la mamada cuesta cincuenta centavos
y dólar el tiro. Esqueléticas muchachas vagan por la penumbra vendiendo lo
único que les queda ya por poco tiempo. Si hubo alguna vez poder de las flores
no pasó por aquí, que ni la alegría alcanza para todos, menos para negro. Y si
Dios pasó… No pasó.
Brilla el
blanco de tus ojos en la noche. Tú encima de mí. Y tus dientes brillan. A este
callejón no llega la luz de las estrellas. Yes, babe. Si moriré de sida lo
dirán los años, de todos modos he de morir. Mi extraña relación con la muerte.
Afiebrado por semanas, en Buenos Aires a mis quince, en casa de Chocha y el tío
judío odesita, solo me pesa una cosa: morir sin haber visto el zoológico. Y sé
que en el de Buenos Aires hay una pantera negra, igualita a la de la portada
del libro de Verne Las Indias negras.
Qué pena, morir así.
Sé que a
mis amigos se los llevó la desgracia sin necesidad de pandemia. Condenados
negros. Negros condenados. Sweet Pea murió cuando yo todavía estaba allí. Nadie
asistió a su entierro. Ya entonces Rosselle Houston caminaba con dificultad;
Ernst y Wayne eran jóvenes y reían, pero el crack los volvió silentes y
nerviosos. Big Mike era demasiado hombre para morirse pero quién sabe. Si yo
tengo 61 ahora, Joe Day tendría casi 100. Al ritmo que llevaba, de good y bad
coke, dudo que llegara a 70. Cuando agradecí la premiación del Casa de las
Américas el año 2009, por El exilio
voluntario, los recordé en una breve lectura. Ambrosio Fornet se me acercó
y me dijo: “sabes que nos has conmovido”. Arthur… Tyronne… Frank, uno de los
pocos blancos. Pollard…
Que no me
digan que es cosa de negros (así titula ese gran texto de Cucurto). Que se los
lleve la verga.
31/08/2021
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