Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Me escriben
desde La Habana y Chañar ladeado. Leo, anoto. La música ha saltado desde el
centeno irlandés a Celina González y ahora a Grecia. No hay agua caliente y el
frío amenaza de color gris las ventanas. He mantenido las cortinas cerradas
para darme aire cavernario. Por nada especial, a pesar de que no hay resolana
sino penumbra. Reclusión de lo íntimo, tal vez. Humea un café instantáneo, nada
sofisticado, de a seis dólares la lata. Ni Uganda ni Java. El tocadiscos pasa a
Tanzania, de donde viene el último Nóbel a quien desconozco. Me alegro, incluso
si su nombramiento se deba a un “cuoteo” que deciden los poderosos. Incluso
así. Desde Wole Soyinka que no leo a un Nóbel negro. “Viajero, debes partir”,
decía. A Senghor y a Neto les tenía afición. Tiempo y entorno han cambiado.
Nada de lo que fue es ya, y el viaje alrededor de mi cuarto, que retoma
Sánchez-Ostiz en el suyo, recordando a Xavier de Maistre (libro que idolatraba
mi madre), tampoco tiene la soltura de ayer. Hay baúles dispersos y en los
límites de la habitación sospecho fragilidad de magia, como que es sencillo
atravesar paredes. Casi todas las fotos tienen los vidrios rotos. Los siete
años malditos multiplicados por setenta. Pero, a no temer, que el vidrio corta
pero no mata. Si al menos hubiera fantasmas y no imágenes muertas. El más allá
puede que exista pero es tan ajeno que las fotografías amarillean y vuelan en
la ventisca sin que suceda nada. Hojarascas.
En un
barrio otrora chicano y que perece ante la gentrificación hoy, nos sentamos,
ayer, con las hijas a comer salteñas, fabricadas en un pequeño departamento de
Lakewood con hornos industriales asentados sobre sillas. Jugo casi de color
naranja. Será de achiote o palillo, no creo de azafrán. Limonada con frutilla;
vemos el sol azotar los zapallos. Me preguntan el porqué de aquella pasión por
el oriente europeo y la justifico en el dos por ciento de ashkenazi que han
detectado en mi sangre. Vapores del tiempo, ignotos rostros de parientes sin
referencias. Todo preguntas. Tan poca respuesta. Bajo el sol puma y el sol
jaguar, miradas de onzas que vagaban por los montes del Tunari cuando era niño.
Serían pumas, pero los llamaban onzas, y rodear una roca gigante en la cumbre
era apostar a que quizá detrás de ella acechaban colmillos de dos centímetros
para desgarrar. No las vi, se desvanecieron. Solo enfurecidos toros zapatean
como de baile y se lanzan cerro abajo para la lucha singular con otro bramido.
Ya de retorno hacia el valle encontraba carteles de restaurantes que ofrecían
vizcacha, otro sueño perecido, quemado en el eterno auto de fe de un ilimitado
San Juan de llamas y muerte.
Gaitas
escocesas. La gaita negra, la búsqueda de la gaita negra en un documental de
los hermanos Burgos en la Colombia de los machetes y la cumbiamba... Ciro
Guerra. El acordeón del demonio. En las Highlands marchan las tropas de
Montrose. En las tierras altas de Corani a veces asoman osos que llevan lentes
de sol y tornasol. Caledonios en los mares del norte y quechuas en las
profundidades del sur. Todos iguales y tan ajenos. Demencial festín del poder.
Viaja, aconsejaba Soyinka, y ya no rememoro lo que aconsejaba Chinua Achebe.
Por eso abro el tocadiscos y dejo de lado el tango para sostenerme en el “anno
d'amore” que canta Mina. Me acuerdo, claro que me acuerdo, siempre me acordaré.
11/10/2021
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Imagen: Francis Bacon/Isabel Rawsthorne Standing in a
Street In Soho, 1967
Excelente texto, como siempre. Se agradece la referencia. Lo he repicado en Twitter. Abrazo
ReplyDeleteGracias, Miguel. Todavía no he ordenado tu libro pero Diablada me llega entre hoy y mañana. Escribiré sobre él. Me pongo a leerlo apenas llegue. ¡Un fuerte abrazo!
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