Claudio Ferrufino-Coqueugniot
He soñado
al amanecer extrañas apariciones de Frida, tonos mexicanos brillantes en una
ciudad sombría en donde me escondía de un amor. Ella me halló y traía de regalo
consigo montón de alebrijes y tallas zapotecas. Regresé a sus brazos, el color
lo valía, azules y rojos vivos, tazas decoradas y humanoides de madera con
sombrero charro y rostro calavera. He visto anoche a un padre y una madre, sin
casa, arrastrando al hijo discapacitado en un carrito de supermercado. Eran las
12:52AM. Buscaban refugio para los cinco bajo cero a la intemperie. He pensado
en Rulfo; Tonaya debe estar cerca ¿no oyes ladrar los perros? He pensado en
Eneas y su padre Anquises.
Respondo
cartas, leo el ensayo de un amigo sobre las páginas de un libro mío. Al leer
mis propias citas no es que me desconozca, pero aquel que las escribió no
existe. Muerte a diario, renovación, no se necesita cambiar de ideario, solo
burilar el metal bruto de nuestra mente e ir por tantos caminos posibles que
nada haya intransitable o insalvable. Repaso las líneas de una mujer de Poltava
y busco claves secretas entre las líneas. Me he puesto de tarea las memorias de
Milovan Djilas, los extraordinarios pasos de la revolución yugoslava, la
esperada decadencia de la fe y la costumbre del poder. Stalin, Zhdanov… Tito.
La
temperatura sigue bajando. Estamos en negativo. Si no hay urgencia no saldré
hasta la noche hora del trabajo. Dedicaré el tiempo a compilar, a escribir, al
cine. Hemos tenido hasta ahora poca nieve pero comienza a cambiar, cualquier
humedad se convierte en hielo negro que suele abrir espacio hacia el horror. En
su tiempo amé los árboles blancos cubiertos de cristales, la claridad con el
manto de nieve. Pasó, los huesos sienten la diferencia. Ahora utilizo largas
botas protegidas, no ya pies descalzos en tonto alarde de falsa hombría para
palear la nieve del camino. Quizá me he vuelto precavido.
Desdoblo el
papel en que anotaba, en un warehouse casi vacío, deprimente, con una viejita
enana y jorobada, con Covid además, tosiendo y durmiéndose en la silla mientras
el hedor de sus pañales sin cambiar por días inunda el aire detenido, caliente.
Afuera trece grados Fahrenheit. Recuerdo veinte años atrás, un lugar similar,
con decenas de trabajadores mexicanos, rusos, kazajos, codeándose para hacerse
espacio. Otra época, era de dinosaurios. De eso queda la triste enana que vaga
entre los carros de aluminio y espera morir aquí, donde al menos hay dos
personas, y no en casa donde no queda ninguna.
Dice la
nota: Arrecia el frío. Llegará el día en que despierte solo para tomar mi
lección de ruso. El tiempo del trabajo animal ha terminado. Tarde, pero me
emancipé. Son las once post meridianas. Mensaje de la Dama Búho. Le comenté lo
bien que se siente apalear a los cabrones. Qué otra mejilla. Directo al rostro,
corto al hígado, un poco de swing para recordar al gran Alí, y toma, izquierda
derecha, cabezazo, rodilla, penal pateado con cabeza de pelota. Si aprenden,
quién sabe; si mueren, mejor. A raíz de un texto suyo en que destroza a una
vendedora de zanahorias que la ha atacado. Não tem sangue de barata, me gritaba la esposa mientras me
sacaba los ojos. Desde entonces vivo en la esquina, con gafas negras, rogando
misericordias. Ella tenía razón. No hay lugar para sangre de barata.
Iba a
seguir pero chirriaron los frenos del camión, se abrió la puerta metálica,
entró frío casi igual a humo y ya solo querer terminar rápido, llegar a casa,
desnudar las piernas, hervir un limón, algo de noticias (hasta ahora no mueren
Trump ni Castillo), una pizca de cine, ojos cerrados hacia la orina matinal y
revisar el correo y qué depara el hoy en este país de jorobados enanos, cagados,
ancianos y solitarios.
Minuto tras
otro, acumulados. Todavía me falta una carta, no de amor (pensando en Shklovski).
¿Qué contaré en ella? Que corrí hasta exactamente las cinco menos diez de la
mañana, herví un limón, comí una galleta, vi cine, dormí y desperté. Frida se
había ido ayer. Me dejó las muletas. Somos ambos alumnos del parvulario de la
desdicha.
Tres cincuenta
y nueve, comienza a oscurecer. La casa de 1900 silenciosa, parece que nadie
hay, que hasta ratones y fantasmas la dejaron para mí. Cuando salgo y cuando
llego cruzo por las sombrías escaleras que llevan a pisos dos y tres. Alguna
vez bajarían enjoyadas damas a sonreír palpando secos cueros cabelludos
arrebatados a indios desnudos y feroces, una cosa antes que la otra. Denver era
la urbe de la conquista entonces. El rubio asesino Custer paseaba por sus
salones, lo mismo Buffalo Bill, y Chivington matador de mujeres en el arroyo de
arena, Sand Creek, no tan lejos de aquí. Mujeres cheyennes y arapahos. Niños
cheyennes y arapahos. Mucha sangre. Chorrea por las gradas, por la alfombra
carmesí, la escucho gotear creyéndola lluvia pero no. Demasiado líquido espeso
que se coagula. Parece api enfriado, de maíz morado sin mezcla. Me cruzo con
estos espectros, los siento devorando migas de pan oscuro de los Alpes,
bebiendo de la pila que se deja gotear para que no se congelen las cañerías. El
músico brasilero Raul Seixas canta As
Profecias, Judas y Mata Virgem.
Hablando de
ellas, escribiré a Irina sobre su rostro de virgen de Filippo Lippi en cabello
oscuro. Le diré que viene del Quattrocento, que la retrató el carmelita y
quedaré bien. No sé si ella irá a la enciclopedia para saber de qué hablo o se
quedará contenta con la mentira. La información es un arma que sirve hasta para
el amor.
De música
diré que Wagner sigue sin encandilarme, que algo suyo me intriga y gusta pero
que en general no va con mi carácter. Dos amaneceres que paso con él en el auto,
cuando no hay distracción. Y nada. Seguiré con Rachmaninoff. Su estatua de pie
en Novgorod la Grande. Invierno y en su sombrero se acumula hielo, sólido
algodón entre báltico, escandinavo y ruso como es todo aquello por allí. Vuelvo
siempre a lo popular, el origen de todo, en Bach y en Bartók.
Mixturada
tarde que semeja carnaval nórdico. Vendrá el sonriente San Nicolás o el maligno
Santa Claus de los fineses, el que gordo queda de tanto devorar niños y se
mimetiza como una montaña hasta el momento de la natividad. Lo digo por haber
visto demasiado cine y aprendido poco y recordado mucho. Memorioso el hombre, y
poco analítico. La emoción penetra por debajo del portón de entrada y llega a
los pies. Tiempo de subirme a la silla y de colgarme del cable eléctrico. Como
Tarzán, no convicto ejecutado. Para saltar a la terraza y luego al mar, al bote
de remo rápido que vuela hacia Samoa, hasta Stevenson y Schwob.
29/12/2021
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Fotografía:
Claudio Ferrufino-Coqueugniot. Cuadro de fondo de Armando Ferrufino Poggi
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