Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Ligia
Ferragutti no sabía sambar. Decía. Pero yo que he sido mosaiquero, picapedrero
de mármol, me sorprendí cómo en un mosaico de treinta por treinta, lo hacía con
arabescos y lujos. No sambaba una marchinha de carnaval de su tierra, sino Petit Pays, de Cesária Évora. Yo, andino
de articulaciones anquilosadas de origen, me detuve a contemplar hasta quedar
mareado al no saber ya más qué pierna era cuál. Me sucedió otra vez en mi
primera visita al bar Connection que administraba mi amigo Ronald en Washington
DC. Tiempo de salsa clásica, destacábamos los bolivianos porque apenas los
brazos movíamos mientras los centroamericanos y caribeños hacían pases de magia
con el cuerpo. Opté por sentarme y definirme por el deporte nacional del trago.
Gran pretexto: yo no bailo, bebo, y si alguna conmigo quiere estar, que se
siente.
A Petit Pays le sucedió Sodade, también de ritmo sensual algo
lento, exigente sin embargo en la sutileza del movimiento. Esta canción se
convirtió en nuestro mito en la Cochabamba de los años 96 hacia el milenio. La
bailamos cuando se esperaba que el mundo se hundiese en pedazos (en el Café
Fragmentos). No venía Almanzor, como en el año mil, a terminar la vida. Se
urdieron historias del fin. Familias y amigos se reunieron para aguardar el
juicio. En el Café tocamos A baratinha,
en burla al destino, y nada sucedió sino que nos embriagamos, y, hacia el
amanecer, aquellas piernas blancas movedizas quedaron quietas, exhaustas de
lujuria y no de muerte. Así pasó el dos mil. Pero la existencia cobra, no
derrumbó edificios entonces, no cayeron las tejas coloniales que se balanceaban
en el cielo azul cochabambino, lo duro vino después, cuando lo efímero del
llamado amor se evaporó con rapidez de alcohol de farmacia. Aguantó, lo
alargamos, lo renovamos de vez en cuando en fiestas tocando Sodade, pero hasta Cesária Évora estaba
muerta y ni flores llevamos hasta la tumba de la diva descalza y desdentada.
Nombres que
se barajan en un tarot predispuesto, a pesar del optimismo del I Ching que
Picha leía en la mesa del fondo, en querida cleromancia que traía alivio y esbozos
de esperanza. Para mí la música lo es todo. Paso el día y los días
escuchándola, desde Etta James al renacimiento italiano. Los discos de la
grande de São Vicente se hallaban en
primera fila. De a poco recularon y se escondieron. Sambar se hizo actividad de
olvido. De aquellas parejas que se sentaban en el Fragmentos, con una Huari o
cachaza con limón, no queda una, que yo sepa. Beso y toqueteo abandonaron la
escena o cambiaron de interlocutor. Qué decir, qué pena, parecían tan bien, lo
siento, casi es morir, lo sé, ojalá nunca me toque. Pero vino, a todos, y en
algunos casos almas en pena vieron su pasado irse, literalmente, al panteón. De
allí no hay retorno; el alivio a veces viene en forma de compadecerse uno mismo
alegando que si no es conmigo con nadie, descansa en paz. No fue, gracias, mi
caso. Todavía podemos, todavía queremos, sambar, y si bien necesito mosaicos de
un metro y medio por otro lado igual, no los treinta de nossa Ligia de Socorro,
ganas ni piernas me faltan. Con los años he derrotado algo de esa contextura de
roca de mi raza que me convertía en inerte, y, aunque sea por actividad
intelectual y no por característica física, se me da la cumbia sonidera, la
colombiana, con soltura. Para el perreo no, eso de observar espasmos de perro
viejo rompe la estética.
Cesária Évora cantaba en el Paramount de Denver. Con africanos; a sus músicos
cubanos no les permitieron entrar al país. Se bailaba en los pasillos, se
derramaba cerveza desde los vasos de plástico. Cerveza amarilla “normal”,
alguna oscura. Se bailaba en la antesala y casi en el escenario. Ella,
descalza, dijo algo con voz cascada y bajó un aguardiente. Prohibido fumar.
Encendió un cigarrillo. Otro aguardiente, y se soltó con Sodade. Ese momento antiguo trae tanto a la memoria. Si anotase la
lírica sería romper el encanto, la magia que tuvo nombre de mujer, brazos de
mujer, ojos de mujer y ojos en el pecho. Nadie quita lo bailado. Nada lo quita,
por más ineficacia danzante que se tuviera. Importaba el espíritu, aquel
café-bar con cajas vacías de madera amontonadas en pared. La luna brillaba
entre casas de colonia cortadas en dos. Shots de vodka y tequila. Nunca llega
la mañana… como titula una novela de Nelson Algren. Boxeadores polacos en ella
y en nosotros Brasil Bolivia, los Rolling Stones, Leonard Cohen, Dylan, Chico y
una caboverdeana que en su tiempo no tuvo ni para comprarse zapatos y supo que
descalza se baila mejor.
Murió hace diez años, un día como anteayer. Busco en el fondo y no
encuentro sus discos autógrafos. Me conformo con el internet y gozo, claro,
porque aunque parece que la muerte es definitiva no mientras recuerdo. En el
invierno de diez bajo cero tu sensualidad corroe barras de hielo, derrite el
espanto.
Ta-hi!
Eu fiz tudo
Pra você gostar de mim
Ó meu bem
Não faz assim comigo não
Você tem, você tem
Que me dar seu coração
Tahi. Carmen Miranda. Orquesta de Ari Barroso.
Venía del carnaval de 1930. Como si fuera hoy. Sodade, siempre… “Petit pays je t'aime beaucoup”. A sambar.
19/12/2021
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Fotografía: Con Cesária Évora y mi hermana Alicia, Denver
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