Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Si bien no conozco todo lo que se escribe en Bolivia, mucho de lo cual permanece y permanecerá escondido por nuestra característica de adrede y obligado culo del mundo, me gusta afirmar que la obra de Darwin Pinto Cascán (Santa Cruz, 1978) es el intento más serio y más talentoso de la nueva novelística cruceña y boliviana, de adentro y de afuera. Trabajo de imaginación desbordante, sus dos novelas: Sabayoneses y la pronta a aparecer El Tratado sobre la Gangrena, lindan en su prosa con lo mejor de cualquier literatura. Hay detalles, a los cuales ninguno de los que escribe es inmune, que llaman por un buen editor que realice algún trabajo de maquillaje, asuntos de orfebrería que ni tocan la calidad de lenguaje y argumento. Ricardo Bajo, en crítica de Sabayoneses, dice algo como que ésta vive lejos del onanismo intimista de otros creadores, y tiene razón. Las metas del joven escritor no pasan por el triste reconocimiento de cierto verbo pulimentado. Pinto ha apostado por la épica de su arte, por un conjuro de lo poderoso que la escritura suele dar.
Los dos volúmenes forman parte de una trilogía que yo preferiría llamar
tríptico (con la tercera parte todavía inédita), cuyas características de
ambigüedad entre elementos contradictorios: presente y pasado, vida y muerte, por
anotar un par, prestan una dinámica que obliga al lector a leer el texto de
corrido y a quedarse con las ganas de descubrir el fin de la saga que muy
posiblemente jamás termine.
Periodista, cuentista, músico, poeta rural converso en urbano, inquieto, activo,
irascible, tantos adjetivos para descorrer el velo de un escritor mayor, aquel
que no se conforma con la efímera gloria de los triunfos y que aspira a más,
que supone estar perdiendo su tiempo en las horas que pasan porque son eso,
nada más que horas, convenio para mentirnos que crecemos y envejecemos, cuando
la pródiga epopeya de sus personajes -en su caso particular- demuestran lo
contrario.
Una línea de cierta preciosa canción colombiana que me recuerda el ambiente de
Álvaro Mutis reza: “barranquillero que baila arrebatao”. Y como arrebatado se
define a sí mismo Darwin, insatisfecho por el tiempo que “fabrica demoras”.
Cuando pienso que ya a sus treinta y tres ha creado un espacio mítico,
presupongo lo que se viene. No es escritor que se amilane ante las
posibilidades, ni hombre que se arredre ante un destino. Ello no puede dar otro
resultado que la solidez de una obra en un contexto que caracterizaría de
monumental. No veo en el país, ni fuera de él entre los nuestros, esta calidad
imaginativa, la destreza de conjuncionar sus fantasmas y sus quereres, lecturas
y héroes y antihéroes, seres irredentos que aúnan violencia a ternura y que no
respetan, como su creador, ni cronología ni límites entre tiempo, espacio y
geografía. De pronto es Bolivia en la incandescencia del Chaco, en la plata de
las montañas de San Brandán, que sugiere Potosí a su vez que al monje irlandés
errante y ubicuo en los mares atlánticos; de pronto un puerto en una región
tropical asociable con Santa Cruz, en donde varan barcos piratas y los ingleses
que los capitanean muestran ser como son ellos, no sólo caballeros de fortuna
sino caballeros a secas. A ratos Tolkien, o los cronistas de Indias, o el
horror viscoso y oscuro que abunda en la Providence de H. P. Lovecraft.
Una familia, los Drake; es su saga. Alrededor, y por doquier, se mueve el
resto, asociado siempre a los avatares o caprichos de la dinastía fundada por
Antanas, desde la pobreza, en la ribera de un río, en el extremo del mundo,
afín a los aventureros de Verne, a las poderosas parentelas de la Malasia de
Salgari, junto a la pesadez del sur profundo que adquiere de Faulkner y el
éxtasis cálido del Macondo de Gabo, aunque, lo aclara el autor, su Santa Rosa
es Santa Rosa y no Macondo.
Llaman la atención sus nombres que, otra vez, dan pauta de la vastedad del
universo que transita Darwin Pinto. Ejemplos como el pueblo de Sanjuancagado, o
la fortaleza de Bellasniguas, en aluvión de referencias jamás gratuitas, que
escarbando en ellas descubren las magias de los pueblos ancianos, la euforia y
asombro de la conquista, el tesón de los exploradores que en el ártico
siberiano descubren mamuts preservados en hielo (los pobladores de las villas
de los Drake excavan civilizaciones mantenidas en frío, dinosaurios frescos y
tiesos, que servirán de alimento, porque nada hay mejor en esta tierra que la
sopa de dinosaurio). Luego de la comilona, en un preciso momento del drama,
invaden los negros pájaros del Rey Buitre que se refocilan con los despojos
antediluvianos, mientras Belle Almanegra, eterno amor de Antanas, condenada a
jaula por adúltera, y después basamento vivo de la Casa: hogar y palacio,
refugio y gobierno, sufre la eternidad de su deseo, mientras los descendientes
de los Drake cada uno va fundando una tragedia personal cargada de rencores,
sueños, ambiciones, memorias, miedos, ilusiones, que combaten con maúseres o
pistolones confederados, pero que no sirven para combatir un destino que parece
predispuesto y que al final quizá no lo esté.
El Ejército Descalzo, la Guerra de las Cinco Naciones, Nanawa, Andrés de Santa
Cruz, Junín, escenarios que se nos antojan conocidos y que se amalgaman con
fantasías y alusiones en un fascinante y estrepitoso mundo de necedad y
grandeza, de dantescos tamarindos.
21/03/2011
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Publicado
en Brújula (El Deber/Santa Cruz de la Sierra), 26/03/2011
Publicado en Semanario Uno (Santa Cruz de la Sierra)
Imágenes: Mixed medias de Carrie Ann Baade, serie The Devil is in the
Details, 2006
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