Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Te escribo,
aguardo por las ocho de la mañana. Llegué ayer. Gris aeropuerto de Odessa,
modesto, amado, ido. Esquina de la Preobrazhenskaya, tú sabes dónde, esquivas
hierbajos por las calles de la ciudad de Babel, de Isaak Babel no del zigurat.
Vienes con largos delgados jeans. Largas piernas, zapatos de tenis, el pelo
recogido en breve moño, chamarra azul brillosa. Mis ojos llegan a tu nariz, no
puedo besarte porque mi boca toca el vacío en donde nace tu cuello, delgado,
azul, jeans de cisne. Labios, delgados, sin maquillaje ni rouge. Me acuerdo de
ti en el Hotel Chelsea, no, perdón, otra vida aquella, Alarus hotel, de octubre
otoño en la ciudad de los árboles decadentes pero persistentes. No sugiero
nada, me tiro en tus brazos que no aguantan mis noventa kilos. Necesitas el
caballo del atamán Holovaty para cargarme. Rocío en las piedras construidas. Si
pienso que atravesé los dos países de jamones colgados hacia el oeste, y que en
Fiumicino escapé de las bombas que mi memoria pone a cada paso. Pero la idea
era fija, Odessa estaba marcada con signo de meta. Cierto que eran citas con
bellísimas mujeres que hablaban lindo, pero sobre todo un encuentro conmigo,
que pasaría acompañado. Soy Anastasia, dijiste, y tus orejas eran fuentes del
paraíso. Te olí, perro que soy te olí en pensamiento por todo lado, entre tus
piernas, entre tus nalgas, olí. Qué feo decir orejas pero qué otra cosa podría
llamarlas, mi inventiva hoy carece de brillo. Qué perfume, pregunté bien tonto.
Lo dijiste y no me acuerdo. Sí el aroma, profundo que soñé morirme en nuestra
primera cama y no despertar de muerto. Tus manos en los bolsillos, das pasos de
torero sin tragedia de matador. Agacho la cerviz para creer que no sueño, que
el olor que viene desde la Moldavanka es de barcos hundidos con su carga de
trigo. Hueles a cereal, te diría, Anastasia, como burdo poeta de mercado. No sé
ser romántico, deja que mis manos hablen por mí, te toquen apenas los dedos,
permite que simule ser mago y pronuncie un encantamiento.
Preguntas
qué quiero ver primero de Odessa. El monumento a Isaak Babel, respondo. Y allí
vamos y nos fotografiamos. Babel inmenso en metal donde me apoyo. Nunca he de olvidar
Odessa y es él, detrás de todo, en el centro de todo, sus libros que leí una y
otra vez por diez años, en intervalos de chicha y de musgos húmedos de sexo
local. Cuando la resaca me tiraba en cama, donde cada bocado o líquido era
devuelto, cuando hay amargo en los labios y quema la garganta, esos resabios
que tienen que salir porque envenenan, color de oro, por cierto, el brillo del
oro de las estrellas extinguidas del gran Georg Trakl, líneas que robé para
titular un hermoso libro de desafíos y penas. El brillo del oro de la muerte,
del hastiado hígado que no desea continuar.
A Babel y a
mí nos gustaban las mujeres. Tendría paz de ser presente, en mi caso, esta
aseveración en pretérito. Todavía me faltan hecatombes, vahídos y desvaríos,
supongo; el tiempo no ha domeñado impulsos, herrumbrado algo de las bisagras,
no más. Tienes el cabello rojo, Anastasia, no tanto como mi primera esposa,
pero cielo rojo de “solo, sin tu cariño, voy caminando”, de la canción
mexicana. Lo acaricio. Estamos ante la gigantesca estatua del atamán, a la
vuelta de mi hotel. Con tu abrigo carmesí te apoyas en mi hombro para espantar
el otoño. El caballo del guerrero tiene sus fauces sobre nosotros, destila
hierro candente, cae sobre el cerebro, lo ofusca, y te tomo y deseo que sea
noche para pecar.
Me cuentas
de tu padre, de tu profesión vinatera. Mejor ni lo conozcas, aseguras, poco
sociable, del hampa de la Moldavanka. Allí solo hay judíos y bandidos y mi
padre no es judío. En un banco de aquel barrio de Mishka Yaponchik, sobre quien
Babel retratara a Benia Krik, me gusta estar contigo. Según ella es todavía
vecindad peligrosa. Odessa es un puerto y hay contrabando y droga, meretrices
que parecen afroditas en el juicio de Paris. No doy más de placer, me recuesto
sobre el banco verde, tomo tu mano blanca larga fría y cierro los ojos. Si me
viera mi padre, aquí en la barriada del crimen, con el mar cercano y acompañado
de una bella. Casi literatura, le diría. Casi paraíso, opinaría él.
Hay mucho
que contar desde que apareciste con tus botines amarillos de constructor, tus
estrechos pantalones, piernas de Modigliani y rostro de Filippo Lippi. Pides
almejas. Llegan en plato, humeantes con queso derretido encima. Vino blanco. Cerca
de la catedral, en uno de tantos rincones parques de Odessa, ciudad vegetal.
Nunca he probado algo mejor, tan delicado. Me das de comer con tenedor, como a
caniche adiestrado. ¿Hubo alguna yerba aromática encima? Quiero creerlo con
curiosidad de cocinero. Del vino seco al moscato. Moscatel helado que dejó
sabor dulce para la eternidad.
Nos
fotografiamos en las escalinatas famosas. La noche ha venido tenue y fresca.
Visitamos las estatuas de Ekaterina la Grande y de Richelieu, damos unos pasos
por el parque griego. Las luces del puerto iluminan las partes altas de las
grúas y los edificios. Una masa oscura se ve al otro lado. Tiene que ser
Crimea, quizá una isla, dudo que Turquía se pueda ver desde aquí.
Envuelve la
oscuridad. El lugar común de que es un manto parece lógico. Los dedos de tus
pies brillan albos, diez largos lápices de dibujo. Agarro uno, muevo la cortina
y anoto para no olvidar: Odessa, octubre de 2018. Los bulbos de la iglesia
ortodoxa sobre la avenida perdieron su color de helado. En la esquina un
corrillo de putas aguarda por autos de faunos intempestivos y torpes. Se suben
los abrigos para cubrir las orejas. Hace frío. A cuatro cuadras comienza la
Moldavanka que a esta hora estará activa. No hay bastante iluminación en las
calles. Si la hubiera, el sueño perdería pátina y no está bien; no aquí.
07/06/2022
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Imagen: Monumento a I.E. Babel, Odessa
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