Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Copa de
oporto. Preparo guiso de arroz con carne. Con papa amarillo oro del Yukón por
primera vez, recordando a Jack London. Mikis Theodorakis, en un disco doble que
compré ayer en tienda de segunda mano (toda una subcultura norteamericana).
Espero que tuesten carne y verduras por un buen rato antes de poner el arroz.
Voy relegando la ducha con pretextos, pero es hora de meterse bajo el agua que
no soy Luis XIV. Echo un chorro del trago a la cocción, y un pedazo de chile
caramelizado para equilibrar.
Me escribo
con mi prima Matelé, si mujer bella hubo. Córdoba, calle Oncativo. Mucha paz,
asado, mi madre, ya boliviana, que le dice a su hermano Carlos al finalizar la
comilona que cómo puede tirar el resto de la carne a la basura. Estamos en
Argentina, che, le responde. ¿Dónde está esa Argentina hermosa que vi? Milicos
y peronistas de derecha e izquierda la destruyeron. Como Rusia, país de
fortunas personales y pobreza alrededor. En esa calle Oncativo en donde la
Triple A apareció buscando a mi hermano. Nuestros sueños dependen del ánimo de
los cabrones. Vinnytsia tenía tranvías. Tenía a Natalia Aleksandrovna. Humo y
ruinas hoy. Si Natalia se fue a los cielos nunca lo sabré. Los mismos
enmascarados, los mismos mafiosos y millonarios, allí como en Arabia Saudita,
sin nadie que los detenga. No hay suficientes balas de plata y menos poesía.
Los niños mueren al arbitrio de los palacios. El zar y los Kirchner y el
pedófilo y el chofer, Fidel con su vocecilla de meretriz alcoholizada.
Defendernos ¿cómo? Sorbo el oporto y analizo la idea de escuadrones de la
muerte, Hieronymus Bosch, elucubraciones que no se han de concretar y que de
seguro transformarían muy poco porque la especie está maleada. Esperar un
cometa, otro, que extinga a los dinoperros, y a todos con él, incluyéndome.
Zorba. Mi madre
que me da a leer a Kazantzakis; mi padre que me alarga Papini.
El Olimpo
es monte pelado. Hasta la lujuria de los dioses tiene fin. El Verbo ya no flota
sobre las aguas. Encima de las aguas corre sangre, río paralelo. Añado
zanahoria y arveja al guiso, dulzura y color. Un hombre púrpura de Schiele pone
sus manos en la mejilla llamando al sueño. En Denver los mendigos duermen de
día, en plazas y bibliotecas. De noche trashuman, carros y bicicletas cargados
de peso pero de nada. Dos, tres, cuatro de la mañana. Bebo oporto, quema algo
el esófago. Tal vez este oporto se llame angustia. Angustias de Bienvenido Granda. El péndulo. Somoza y Ortega ¿dónde
está el bazuca para el segundo? ¿O no merece morir? Gente extraña, sectaria,
cuasi religiosa, escorbuto de la historia. Yo que leía a August Bebel, a
Kropotkin, a Rosa Luxemburgo ¿Vale de algo aquello ahora? Nada. Es el imperio
de los Orban y los Maduro, de Bolsonaro y su socio Putin. En medio la vida de
los otros, camino de Guanajuato…
Cánticos
nativos con fondo hueco y profundo del didgeridoo. En Australia los llaman
“negros”. Veo un documental de cazadores de cocodrilos. “Negros” cazadores de
monstruos, aunque en sí a ellos mismos se los considera monstruos. Grandes
saurios de agua con sal y agua con dulce. Diez metros de antiguo. Aprendieron
en millones de años a hacerse de coraza, pero nosotros estamos tan desvalidos
como el supuesto Creador, indefensos y sin embargo malditos. La culpa no es de
la manzana, o el higo o el membrillo del árbol primario. Ni de la pobre
serpiente. No en vano de estos desnudos nacen Caín y Abel. Resultado lógico
porque vamos mal de origen. Y las páginas de la historia tienen color carmesí.
Y gritos. Los dulces Pascin y Esenin escriben con su propia sangre sobre las
paredes mensajes de amor. Sintomático. Queda la desesperación, o estar
encerrado entre cortinas probando si me excedí con el comino. La caña pensante
de Pascal… Los poemas de Evtushenko. “Tahona estuosa de aquellos mis
bizcochos”, dice César Vallejo. “Pura yema infantil, innumerable, madre”,
prosigue.
Una foto de
la guerra muestra a una niña de 4 años con la espalda arrancada. El monstruo
inflado sonríe en su escondite de oro. Porque tiene miedo el cobarde; tiene
miedo de morir, por eso mata. Echemos sal sobre su descendencia, sal sobre sus
hijas en la tumba abierta, sobre sus vientres de fango que parirán hinchados
anuros. Mejor secarlos, charque de lagartos inútiles, vientres de marmitas de
bruja. Enviemos a los cazadores de cocodrilos, con lanzas de palos chuecos.
Enviémoslos al Kremlin y que cuarteen a los antropófagos sin piedad alguna, a
todos ellos. Suena el didgeridoo profundo, sueñan los animales.
Finalmente
abro las cortinas a la tarde. Nadie en la terraza. El calor ha espantado el
gentío. Si pienso que a esta hora, ya en mayo, debía yo estar en Poltava, a
orillas del Vorskla, río que nace, oh, paradoja, cerca de Belgorod, en Rusia,
desde donde ha llegado la muerte. Tierra negra del cereal, has cambiado de
color y textura. Ya no se fabrica pan de ti sino vísceras. Los caníbales de
Moscú exportan cuerpos deshechos. El zar azota a los mujiks y los mujiks tienen
sonrisas desdentadas. Difícil creer que cien años atrás hubo una revolución. No
la hubo; el amo continúa descartando campesinos en el rodillo de la carne. La
muele para satisfacer su onanismo. Día de gloria sería, porque no será, cuando
a todos los generales se les cortara la cabeza, y al demente inflamado lengua, piernas
y brazos. Dejarlo como los tristes de Víctor Hugo, los tullidos que venden en
Tanzania a las mafias kenianas para lucrar con la limosna. Que lo rifen, como
tronco, y que lo cubran de medallas, estrellas rojas, pedros grandes y estalines.
A ver si sirve para algo. Que se arrastre para comer, mamba negra del averno.
Que se alimente desde el polvo y ruede sobre su cabeza de rueda y jamás muera.
Vida eterna, eterna riqueza, que viva el poder.
Julio ha
llegado a su cénit; comienza a descender. Mis amigos dormitan o buscan medicina
para aliviar sus años. El tocadiscos ha pedido silencio, ni siquiera corren los
ratones. Me ha agotado la cocina, el equilibrio del sabor, el detalle de los
objetos expuestos.
He pensado,
cómo no, en Natalia Aleksandrova, en Vinnytsia casi dormida, en el tren que iba
al oeste, en Zhitomir al sur donde perecieron los talmudistas. Leo las cartas
de Irina. “Nada hay sagrado para Putin”, afirma cuando le digo que sagrada le
es Poltava por la gloria de Rusia y de Pedro Primero Romanov. Nikopol no había
sido tocada, en la orilla norte del Dnieper. Arde ahora. Hitler le pregunta a
Jodl ¿arde ya París?
Evaporado
oporto, ya no hierve el guiso. Combinar sabor y belleza con la locura que
abruma. Tolstoi y los anacoretas. El maestro quiso una tumba, una tierra
amontonada sobre sí en el bosque. Lo cuenta Chejov. Putin quiere vida eterna en
palacio, para dar pasitos de enano enardecido. Lo dicho, sal sobre sus pupilas.
Tal la
tierra oirá en tu silenciar,
cómo nos van cobrando todos
el alquiler del mundo donde nos dejas
y el valor de aquel pan inacabable.
Y nos lo cobran, cuando, siendo nosotros
pequeños entonces, como tú verías,
no se lo podíamos haber arrebatado
a nadie; cuando tú nos lo diste,
¿di, mamá?
César
Vallejo, en el Ande de silencio y capulí. Vuelan los tejos en el juego del
sapo. Aquellas parras envueltas en molle y las aljabas colgantes del jamillo. A
esa melancolía la ahoga el horror. Me pregunto si hay salida y la respuesta es
no. Le pregunto a Vallejo sobre su madre y dice No.
Transito,
ebrio de adormideras (parafraseando a Georg Trakl), por las notas insomnes de
la letra.
17/07/2022
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Imagen:
Cultura mixteca
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