Claudio Ferrufino-Coqueugniot
En el complejo panorama de la Rusia revolucionaria, la intelectualidad se vio conminada a acatar las reglas de juego
establecidas por el partido comunista. De allí nació el silencio de Isaak
Babel, la pensativa y lejana disidencia de Víctor Shklovski, la muerte de
Mandelstam y Meyerhold... Máximo Gorki permaneció intocado, era demasiado
grande para que se le animaran. A pesar de sus escritos
"inoportunos", textos de dura crítica al régimen soviético,
representó, hasta su muerte, el papel de cabeza visible de los literatos
rusos. Bajo su sombra, antes y después de 1917, se desarrolló gran parte de la
mejor literatura rusa y soviética. El solitario Gorki había establecido líneas
a seguir que lo perduraron e hicieron permanecer las obras de su país entre las
mejores del mundo, al menos hasta la década del treinta. Luego, la guerra,
el endiosamiento de Stalin, la azarosa reconstrucción, barrieron los últimos
vestigios de lo que había sido un sol de inteligencia y talento en Europa.
En medio de esa confusión, la figura de Ilia Ehrenburg se levanta
como una columna. Escritor que residió principalmente en el extranjero,
tuvo, sin embargo, una gran influencia sobre los artistas rusos de su
generación, además de un descollante papel como periodista y defensor de
la nueva Unión Soviética en occidente.
Denunció las atrocidades del capitalismo, las grandes compañías que
lucraban con el sudor y la muerte proletarios. Varias de sus novelas se
basan en la vida de esos gigantes del capital, como el sueco Kreuger, rey
del fósforo, de quien dice, entre otras cosas, que ayudó a derrocar
un gobierno en Bolivia. Relata, igualmente, cómo crecía el imperio
del emperador del calzado, un checo, hijo de zapatero, que se llamó Tomás
Bata. El destino se transformó en trágico para muchos de estos magnates,
como si la pluma del escritor soviético los hubiese condenado a muerte
por sus crímenes. Bata murió en un accidente de aviación. Eastman, el
de la Kodak, se suicidó; así lo hizo Kreuger. Swift, dueño absoluto de la
carne enlatada, se tiró desde un edificio. Recuerdo que en los Estados Unidos,
en los primeros y duros tiempos de la inmigración, los
bolivianos hacíamos cola para que nos regalaran carne enlatada
Swift. Y me acuerdo también lo casi cómico que resultaba ello,
para mí, cuando pensaba en el tercer tomo de memorias de Ehrenburg
donde se contaba esto. Los sudamericanos éramos alimentados con los
productos de un rico suicida.
Entre las historias de millonarios, Ilia Ehrenburg, menciona, poco
antes del inicio de la guerra del Chaco, la lucha por la preeminencia
mundial del petróleo. Él prefiguró, sin situarlo geográficamente, el
enfrentamiento de intereses de las compañías petroleras que derivó en
el conflicto chaqueño. Esas, en líneas generales, son las etapas de
la vida del escritor que lo relacionan con Bolivia. No sé de otras. Cabe,
como nota, mencionar una bella fotografía, existente en el Salón del
Escritor, en Cochabamba, en la que aparecen, en alguna ciudad de
Europa Central, en un congreso por la paz, los escritores nacionales
Jesús Lara y Gonzalo Vásquez Méndez, con Ilia Ehrenburg al fondo.
Conozco a Ehrenburg gracias a mi padre, a las anotaciones sobre él
en los libros de la Guerra Civil Española que me hacía leer. Con el tiempo
encontré su voz en Hans Magnus Enzensberger y, más cerca, en su
propia España: república de trabajadores.
Sus apreciaciones ibéricas son a veces erradas. La influencia marxista
lo hacía entrever el panorama político español con
posiciones estáticas. Mas su gran amor por España, y por la
causa revolucionaria, hacen de este texto algo hermoso.
No era ambiguo. Su amistad con los surrealistas, sus poemas, sus
artículos periodísticos, no estaban separados de su ideología. Se
desenvolvía en el mundo de la bohemia occidental; frecuentaba el Dôme,
usaba un extravagante sombrero, que puede ser visto en uno de los
retratos colectivos del grupo surrealista, por Max Ernst. Pero, a
su vez, y quizá por esa falta de íntima y permanente convivencia con
la realidad soviética, Ehrenburg fue un gran defensor del esquema social
ruso.
Ya muerto Stalin, luchó por la apertura del sistema. Ehrenburg fue
uno de los pocos artistas de la era soviética con posibilidades de reunir
en sí los dos polos de una realidad: la vida artística, al estilo
occidental, y la de militante combativo por un humanismo socialista. Cuando
falleció el dictador, Stalin, se encontró entre sus papeles privados una
lista de nombres sobre los cuales había anotado: NO TOCAR. Shostakovich,
Pasternak, Ehrenburg eran parte de esa lista salvadora.
Pablo Neruda habla mucho de Ilia Ehrenburg. Su nombre es uno de los
más mentados en Confieso que he vivido,
las memorias del poeta chileno. No extrañe tal, el ruso fue
una especie de hermano mayor para varios artistas, no sólo
por talento y experiencia, sino, sobre todo, por la conjunción que
tenía lugar en él de dos cosas aparentemente alejadas entre sí: Ilia había
hecho del pequeño burgués de charla y café un revolucionario, y del hombre
de acción, un plácido parroquiano de bar; sin dificultad. No se
encuentra en sus memorias signo alguno de que aquella dualidad lo mortificara,
y eso es trascendente viniendo de un autor que representaba al país que
cambiaba las estructuras del mundo.
Mi deuda personal con Ilia Ehrenburg es inmensa. Admiré su novela La conspiración de los Iguales, que
develó el misterio que tenía para mí la historia de Graco Babeuf,
el revolucionario francés. Julio
Jurenito y España: república de
trabajadores formaron parte de mis primeros libros
importantes. Lo primordial fue que, a través de sus tres tomos
de memorias, conocí a escritores que de otro modo hubiera soslayado.
El más importante de ellos fue Isaak E. Babel, amigo personal suyo, el más
rico narrador salido de la revolución. Caballería
roja, crónica de la guerra polaco-soviética de 1920, es, quizá, el libro
con mayor influencia en mi formación como escritor. A pesar de no ser
cuentista, la belleza de este pequeño escrito de la caballería
cosaca de Budionny, vista y vivida por un judío de principios
de siglo, me marcó para siempre.
Los poetas Markish y Bagritski, este último de Odessa, como I.E.
Babel, también forman parte de los escritores que me presentó Ehrenburg. Y
Panait Istrati, de quien leí toda su obra y que ha sido malamente
olvidado. Konstantin Fedin, Alexander Fadéiev, Velemir
Jlébnikov, Andrei Bieli. Durante años guardé las imágenes que de
Bieli relataba Ehrenburg. No fue sino hasta 1990 que lo leí,
en edición inglesa. St. Petersburg,
obra impresionante, ha sido comparada en importancia al Ulises, de Joyce. La mala suerte de
leerlo en un idioma ajeno me impidió apreciarlo en tal magnitud, sin dejar
por ello de quedar sorprendido por una prosa inigualable. Otro grande
venido de las Memorias fue Boris
Pilniak.
Entre los austríacos, había dedicado un capítulo a su conocimiento
de Joseph Roth. Así ingresé en un fantástico mundo donde La marcha de Radetzki era el núcleo. En
Roth, reviví la geografía de la Galitzia austríaca, que fuera polaca
en la obra de Henrik Sienkiewicz. Reconocí los lugares de mis sueños
épicos de infancia. Cuando Ilia Ehrenburg marca a un artista y lo elogia,
hay que ir a él sin dudar un instante. Su gusto es certero.
Apareció el tierno poeta polaco Julián Tuwim, a quien yo ponía en
servilletas para conquistar a Elisabeth M.; Ernst Töller, escritor y
comunario alemán; Robert Desnos, visto no como el poeta de la escritura
automática, sino como el dulce y férreo revolucionario que escribía cartas
de amor desde el campo de concentración; León Feutchwanger,
autor germano, y de cuyo Goya
hicieron los rusos una magistral película que se mostró en Cochabamba en
marzo del 86. Me acuerdo, porque la vimos entre tres, dos hombres y
una mujer. Ella al medio, y los dos mordiéndonos los dedos porque no
nos animábamos a tomarle las manos... La lista es interminable. Los
recuerdos de Eisenstein, la pintura de Jules Pascin. Por Ehrenburg me
quedé, observando, las grises telas del pintor en un lluvioso
París de octubre...
Abrir las cajas de libros que dejé cuando partí, me produce
nostalgia. No es la primera vez que escribo sobre Ilia Ehrenburg, y mucho
de lo que digo quizá lo estoy repitiendo. Pero, gracias a Heráclito, ni él
es el mismo, ni yo tampoco. El texto viene a ser entonces el
reencuentro de dos desconocidos, aunque parezca raro.
Cochabamba, agosto del 96
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Publicado en Los Tiempos (Cochabamba),
08/09/96
Publicado en Arte y Cultura (Primera
Plana/La Paz), 29/09/96
Imagen: Marevna (Marie Vorobieff), Hommage aux amis de Montparnasse,
1961, Musée du Petit Palais, Genève. Ehrenburg, con sombrero, fila superior,
segundo de la izquierda.