Claudio Ferrufino-Coqueugniot
He puesto
el horno a cuatrocientos para calentar la sala. Todavía no se ha conectado la
calefacción central. En Colorado, el invierno a veces dura desde octubre hasta
mayo. He sentido temperaturas cercanas a treinta grados bajo cero, esas de si
tocas con mano desnuda un trozo de metal se te queda pegado y tienes que
arrancarla dejando la piel, literalmente. De las que cuando respiras y tienes
bigotes se van formando bolas de durísimo hielo en la punta de los pelos. Otra
vez, tienes que cortar o arrancar de raíz, con bigote y todo. Frío así no he
sentido desde los trenes entre Oruro y Villazón, con las ventanas rotas y el
aire helado penetrando con silbido. Entonces me sacaba las botas y envolvía los
pies en papel de periódico, intercalado con bolsas de plástico. O el invierno
de 1989, en DC, cargando cajas a la intemperie. Todo blanco, menos los amigos
negros, temblando, tiritando, tomando bourbon en botellitas plásticas de sorbo
y cincuenta centavos. Cocinando los dedos en el soplete que, inmenso, bota fuego
a medio metro de distancia; dragón. Hacer asado con las manos. Falta comerlas,
pero, luego, ¿con qué trabajo?
He
calentado un guiso de carne de anteayer, y acabado los restos del moscatel de
otro día. Dulce y salado. Gris día al que aún no he salido. Pantalones largos,
y eso que mis piernas aguantan temperaturas muy bajas. Voy a terminar las
páginas de Julio César en la Galia. Hombre de ideas fijas, dedicó siete años
para lograr lo que ambicionaba. Amor por aquellos grandes libros: Jenofonte,
Tucídides, Heródoto. Voy reuniéndolos mientras el polvo se adueña de ellos. Crecen
más rápido que mi consumo. Duermen los viajes de la expedición española a
Tamerlán, los pasajes de Mungo Park, secretos del río Muni. Y Flavio Josefo,
extraño personaje. Masada y Jerusalén. Guerra de los judíos. De joven me
gustaba indagar la épica, mamelucos contra mongoles, chachapoyas versus
quechuas. Entonces no había internet y se rasgaba la superficie para hallar,
con suerte, fuentes de información. Cochabamba de 1970-1980, de solo
imaginarlo: sequía intelectual.
Salí al
fin. Más frío dentro de casa que afuera. No es raro, piedras de doscientos
años, paredes gruesas, altos cielorrasos, ventanales. En la terraza se
sentarían patrones a mirar el imposible verde, los colores del otoño. Los
negros estarían agachados, ya no esclavos pero esclavos. Si entrecierro los ojos
lo percibo. Cerrados, silencio, hoy ni siquiera cuervos se presentaron. Entro
al café ruso. Mocha y muffin de arándano. Devoro suave, como monja en claustro.
Observo. Una pareja con poleras de un equipo de fútbol de Florida. Decorarse en
conjunto para aullar, triste destino de este pueblo. Domingo de fútbol en la
región individualista. Cerveza, marihuana sintética, fentanilo. Sigo con César.
Los soldados rellenan el pantano de zarzas y tierra. Lo hicimos una vez, nosotros,
para cruzar una ciénaga camino de Carmen de Totolima. Cortamos arbustos y
árboles pequeños para formar un paso por encima del recoveco de las serpientes.
Alterno con Frobenius, tal vez en el Congo o Camerún, con espantosas historias
de canibalismo y venganza: Cabezas de parientes para calentar el fuego, grasa
de suegra para preparar sopa espesa. La tragedia griega no ha muerto, ni en
África ni en la Dominicana en las cárceles de Trujillo.
Café mocha,
café con chocolate y crema. No necesita azúcar.
La tarde no
está hoy hecha para música tropical, ni siquiera para la lentitud del porro.
Menos para Lágrimas negras en voz de
los Matamoros. Dudé entre Vivaldi y La Stravaganza
o Cantatas de matrimonio del maestro
Bach. ¿Nostalgia del matrimonio? Quizá, aunque vivir aislado, contigo solo,
produce el placer inmenso de la muerte, que es el del nacimiento. El crepúsculo
va aferrándose a las botellas en la repisa de la chimenea. Ha tomado el whisky
y va por la botella de Svedka, vodka.
Luego conquistará el intocado Velho
Barreiro que no parió caipirinhas este año. No importa. Mi matrioska,
llamada Victoria, sonríe. Su último vástago, de ocho, es un perrillo; en
realidad una diminuta bolita de color. Al lado de los alebrijes enanos que
conseguí en Tijuana. “Bienvenida a la Juana, tequila, sexo, marihuana”. En ruta
a Babylón…
Dejo morir
la tarde, no la socorro, no altero con besos la quietud de su fin. Algo de
paradójico en ello, mucho simbolismo. Cierro las palabras del tribuno romano,
apago el clavicordio, bajo las cortinas para acelerar el cónclave del entierro.
Irina me escribe y dice: no tengo miedo de los rusos, solo deseo que los envuelva
el vacío… La Horda de Oro mongol se prepara en Lviv para invadir Polonia; siglo
trece. En Lviv, Ekaterina y sus amigas tejen redes para el frente, de esas que
mimetizan tanques y puestos de observación. En la guerra no solo se mata con
fusiles, también con agujas. Bajo las redes, el obús será secreto, así tendrán
validez las palabras del poeta Apollinaire. Por los cielos se pintará el
hermoso naranja de la destrucción total, el verde del metano y el carmesí de
los Iskander. Van Gogh furioso.
Más gritos
que susurros, piernas sin dueño corren por la estepa, torsos vuelan y los
agarran allí las águilas. Ya viene el frío. Los fallecidos se convertirán en
estatuas, tendrán sus meses de gloria. Yo amaba el invierno, asombrado con los
bosques de cristal, luz de mediodía a medianoche. Lo amaba y lo dejé, historia de
mi único abandono. No quiero más el amor del frío, quiero leer a De Quincey.
16/10/2022
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