Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Cuatro mil
años atrás, Homero cuenta, que griegos y troyanos fabricaban sofisticados
escudos para protegerse en la guerra. Hechos de varios niveles y materiales:
piel cruda de buey, bronce, tejido, metal labrado, etc. Miro un video ayer que
en Achacachi comunarios vestidos de rojo cortan turriles por la mitad, les pintan
una cruz local y van a una inexistente guerra usándolos como escudos, guerra
esa en la que el que chicotea domina y preserva centenas de años de sojuzgamiento
y poder vertical, sin importar el color del patrón. Cuatro mil años y
alcanzamos en un rincón de las tierras altas tal sofisticación que anula a los
veloces mirmidones de ayer, a los teucros que defendían su tierra. Homero no
podría soñarlo; menos escribirlo.
Noviembre
2, día de muertos, difuntos, calabazas y brujas. Ray Bradbury recurría a los
mexicas para explicar Halloween. Hoy, cuatro años atrás, yo estaba en Kharkiv,
escudriñando la belleza ucraniana, asombrándome de las capacidades de la
fotografía, azorado en las oscuras criptas de la religión ortodoxa. Detrás de
las paredes crecían voces de bajo profundo. Y profunda era la tristeza de esos
ojazos de los iconos, de sus pies pintados y casi descoloridos ya por siglos de
besos de creyentes, de mujeres con la cabeza cubierta.
Recorro el
mapa de la ciudad en mi teléfono. No encuentro mucho en cuanto a los lugares
que visité y la destrucción de hoy. El parque Gorky, sí, como si la rueda
Chicago y los autitos chocadores fueran estratégicos puntos que avalaran su
fin. Esta guerra sí existe, no es lírica de borrachos. Que los hay también,
ebrios, seguro, hasta dicen que el gran maestro ajedrecista Karpov estaba
borracho cuando se cayó y viajó a la coma inducida por decir que el ataque a
Ucrania debía terminar. Siendo putinista él, o tal vez sabiendo que esta
partida de ajedrez ya está perdida, a pesar de los enroques…
Hablo con
Ekaterina, en Lviv. Ella era un sueño en las calles de Kharkiv, nariz de diosa,
caderas como literatura de la mejor estepa. Estiró la mano y me salvó del
laberinto de espejos, de caer en manos de la morsa y del gato de Cheshire, de
la oruga pensante y el loco del sombrero. Estiró la mano y era fría, larga,
lápices de color blanco y tenue rosa. La seguí, me obnubilé con su pantalón negro,
y de pronto luz de sol. Déjame en el laberinto, permite que tu imagen se haga
mil y de asfixia de multitud hermosa muera yo. En Lviv tus manos de refugiada
seguro perdieron su don de agujas. Roma es la miseria.
Quiero
recrear las caminatas de ayer, verte, verlas de abrigo gris en el otoño. De
caminar al interior de una clínica local, fría y desalmada, mirando a las
enfermeras con pañuelos en la cabeza a modo de matarifes. Bulgakov y Chejov. La
pesada cortina del hotel se niega a abrirse. No logro encender el televisor. Me
acuesto mirando el cielorraso.
Son como
doscientas fotografías de Kharkiv, de la ciudad misma y del oblast. De mi amiga
casi todas. Llegué como a las cinco de la mañana, luego de dieciocho horas de
colectivo. A las ocho la vi. Caminó entre tanques, bajando por la acera
izquierda de donde habríamos de desayunar. Nos dimos un beso en la mejilla, a
pesar de que sugieren que eso, en Ucrania, es error. En un instante estaba en
una de mis novelas de infancia y juventud, ni yo me lo creía. En el libro que
deseé leer; tanto conversé con mis padres de Miguel Strogoff, de Raskolnivov,
Dimitri Karamazov, de Petrichenko y el Volin; quise vino y blanco helado tuve
por desayuno, semidulce, los límites de lo real habían caído, el tiempo eran intrascendentes
martillazos sobre cristal.
Observé las
calles. Este era el martirizado Jarkov de los años cuarenta, la capital,
refugio y tumba general. En ruso, una hermosa Ekaterina demandaba si tenía
algún deseo en especial. Morir, dije y repetí, en tus brazos. Y me convertí en
cantor de boleros.
Nos han
segado las piernas, cortadas las alas de ángeles que jamás fuimos. Como en un
flash de memoria veo el busto de Gogol pasar desde el taxi. Almas muertas,
rodeados estamos, maestro, de almas muertas. Lo malo es que hasta los escribas
perecieron, los estadísticos y los escribidores. Nadie anotará los nombres de
tanta riqueza material alrededor. Fácilmente, con las decenas de miles de
muertos, podríamos parecer patrones de antaño con profuso número de almas, más
que árboles en las tierras negras de por aquí. Maestro Gogol, tú lo habías
visto ya y trataste de borrar con fuego los rastros de la verdad futura. ¿Qué
queda? La tumba sin nombre del gran Tolstoi cubierta de hierba, los versos de
Shevchenko. “Entraron en la ciudad rompiendo las puertas”, dice el gran poeta
Iván Frankó. Al lado de su estatua descansé, pero no en Kharkiv sino Odessa.
Ese sol no contaba de la muerte, era de flores y un otoño que soplaba todavía
tímido.
El lente de
la cámara, según la posición del fotógrafo, desmiente la realidad como es, el
tamaño, la perspectiva. El lugar al que me llevas se llama algo como
Cámara-Ilusión. Si doy el paso preciso, tu cuerpo entra a la ficción de Swift
en el país de los gigantes. Te haces breve, cabes completa en una silla y sobra
espacio. Te devora un tiburón blanco, cruzas un tronco del que si caes serás
delicadeza de caníbales. Subes al Big Ben para atrapar un cuervo y con manos y
pies mueves los brazos del reloj para desvirtuar el tiempo. Cómo, me pregunto,
no nos quedamos allí. Seguiríamos en dos mil dieciocho y tendríamos media
docena de hijos que me tutearían “abuelo”.
Bombas caen
sobre el reloj londinense, otra vez. Pero este se escondía en una casa vieja de
algún rincón de Kharkiv. Quizá sobrevivió, ya nunca lo sabré. Aún nos
escribimos pero no como ayer. Qué tal, qué gusto, qué pena. Detallas el silbido
de los distintos obuses. No hay tiempo de pensar ahora en los colores de
Goncharova, en qué quería decir Malevich en sus cubos negros. Noviembre dos
pasa inadvertido. Alguien disfrazado de hechicero toca puertas por caramelos.
Ilión
sitiada, Príamo degollado y Casandra violada. Neoptólemo, hijo de Aquiles,
destroza la cabeza del hijo niño de Héctor contra un muro: luego sube a las
negras naves con Andrómaca madresposa encadenada. La historia juega cruel. Los
hijos de Andrómaca y su ladrón regirán la Hélade en el porvenir. La vencida
Troya verá a sus príncipes de media sangre dueños del ponto y del mundo. Hécuba
aúlla como perra cerca de Kherson bombardeada. Los ayllus guerreros y afines
marchan al ficticio combate armados de macanas y con mitades de turriles de
petróleo. Épica de la modernidad. Los turriles, en Trinidad, sirven para
producir sones, ron y Coca Cola, caderas y deliciosa frivolidad.
03/11/2022
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