Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Medianoche
del treinta de agosto. Luna llena. El parqueo con dos autos parece iluminado por
faroles. Es la luz selena. En este país no hay faroles en las calles o están
muy dispersos. Abunda oscuridad y donde ella está sobra terror en geografía de
horrores.
Hablamos
con Jesús, de cierta mujer que ve en su ruta deshierbando su jardín en medio de
la oscuridad. Muestra la espalda, nada más; ni voz ni rostro. Es un nahual, me
dice.
En Tlahualilo
de Zaragoza, estado de Durango, tuve una tía nahual. Pasaba las noches en el
panteón, escondida entre las lápidas. En algún momento del amanecer retornaba a
casa, se sabía por el ruido de trastes que lavaba y el olor a hierbas quemadas.
El yerno desconfiaba; todos desconfiaban. Cierta vez, como a las dos entre
sombra y sol, muy temprano, este venía relleno de vino, como en el rancho se
nombra al tequila. Antes de entrar a la casa se le cruza un bulto. Su primera
reacción es patear. Se da cuenta de que es un marrano grande y café. Las botas
que calza son puntiagudas y con bronce al final; siente quebrarse los huesos
del animal. Chilla y gruñe. De pronto escucha “soy yo”, “soy yo”, y se da
cuenta de que es la suegra a quien golpea. Demasiado tarde. En el crepúsculo la
enterraron, en campo no santo, la cubrieron de epazote y salieron corriendo al
despierto de la luna. En ese yermo se oyen gritos: son los nahuales que han
capturado un venado y lo devoran vivo. O un niño de quien encontraron solo la
cabeza y era, según narran, aquella del Santo Niño de Atocha; hasta espigas
tenía en las mejillas.
¿Cree usted
en las cartas, Claudio?, pregunta. Creo, y en la borra del café y la coca
volteada. He visto mucho como para no. Lo pongo al lado de la razón, detrás de
la puerta que me hizo incrédulo y sin dios. Puedo darme el lujo de esa dualidad
ya que vivo por los últimos treinta años de noche. Y estos ojos han visto a la
Muerta, que también se aparecía a Tito, mi amigo colombiano, bajando por la colina
de Florida Street en medio de la tormenta. Flotaba o la ventisca de hielo
cubría pies que tal vez no existían. Nunca de frente, brazos extendidos desde
los codos que se apoyan en el torso. Veinte años atrás, al menos. Llevé a Ligia
para que confirmara mis visiones y cuando arreciaba el viento y la nieve era
cambiante polvo, se presentó. Mi esposa se aferró a mí. La mujer descendió
cruzando la calle Ulster y desapareció en el canal apenas llegada al puente.
Siseo, silbido de la borrasca, tan agudo que no afecta el silencio. Las cartas
me han dicho, prosigue Jesús, que un nahual me persigue, que está aquí en esta
bodega, mimetizado como mujer. Se lo conté a mi dama en Juaritos y me harán una
limpia a distancia. La bruja sugirió que si observaba una señora trabajando en
el jardín oscuro, cambiase de rumbo. Los nahuales andan detrás tuyo.
Con ello en
la cabeza salgo a conducir exactamente a la una treinta y cinco pasada la medianoche.
En la calle Ulster, la misma de aquella mujer de tempestad pero cuadras más
arriba, un rojo zorro joven con manchas negras se detiene en mi camino. Freno.
Orina y es tan fuerte el aroma que llena mi automóvil a diez metros. Luego
sonríe. Algo de humano cuando me sonríe. Pienso que se está burlando de mí. No
es un zorro, es un nahual, esa boca tenía labios de hembra y rictus jocoso. Me
estaría perdonando, ella y yo en una bajada de dos casas y mucho arbusto. Se
mete en algún lado. Continúo mi viaje y creo ver a alguien de pie, observando
cómo me alejo. No lleva vestido. Desnuda esfinge. Acelero, busco las luces de
la avenida más cercana, evadir las nubes jaguar. Ahora ya ni quedan policías
como los había antes. Miro al cielo, pasa una procesión de pueblerinos de
Chagall. La iluminación de la luna llena me permite observar gallos verdes y
violinistas de color. Flotan isbas como en inundación y la menorah de plata,
candelabro de siete brazos, va a estrellarse contra la orquesta. Un clarinete
hace ruido metálico al caer. Ni miro, cierro los vidrios y pongo en alta voz un
disco de Moustafa Amar para distraer el miedo.
Festejan
los nahuales, danzan y complotan. Los cuida el Tezcatlipoca, espejo de humo, y
no se puede contra ellos. ¿Y qué le pasó al yerno de su tía? Me intriga
saberlo. Se volvió loco, hozaba entre los elotes frescos hasta que murió. Le
negaron el campo santo y lo dejaron a la intemperie sobre la tumba de su
suegra, piedra de pizarra plana y gris. Apareció despellejado al siguiente día.
Sabemos, dice mirándome, que alguien se vistió con esa piel. En ese momento,
estamos en el trabajo, pasa una repartidora. Jesús como con espanto susurra:
nahuala. Me alejo en avión, de la ventanilla contemplaré la fanfarria popular
judía. Jamás sabré si atraparon a mi amigo a quien no veré otra vez. Tal vez la
vieja aquella de la huerta extraña pase los días enterrándolo a pedazos y algún
apuesto nahual aparecerá en el palenque con un flamante collar de dientes. ¿Rulfo,
dónde estás? ¿Arturo Ripstein, escuchas? Amanecerá sobre las montañas del sur. Llegará
de la falda aroma a eucalipto. Humea el café, prensado al estilo francés, y
pensaré que mientras yo despierto a una vida sin sobresaltos, otros que conocí
resbalan en la nevada. Se guarecen en los pasadizos del Club Valencia, donde
vivieran los rusos el 92. Pero en ese complejo circular con visos de laberinto,
cuatro pisos y un quinto de penthouse, uno no sabe lo que va a encontrar,
nunca. La señora Mireya, pareja del Gato de Sinaloa, miró una eslava colgada a
la que creyó piñata. Steve Pottle, quien era manager entonces, avanzaba por el
tercer piso y vio venir en sentido contrario una pitón de cinco metros con ojos
al parecer con pestañas postizas y bostezo que más imitaba hambre que sueño.
31/08/2023
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Imagen:
Diablillo/Arte popular mexicano (colección de Aly Ferrufino-Coqueugniot)