Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Continúo abriendo cajas, a miles de kilómetros de las anteriores. Gitano que deja baúles escondidos para pasto de ratones. Aquí Lou Reed, New York, gran álbum. Utilizo un ventilador para escapar del calor de la seca noche cochabambina. De fondo, Hendrix. En los intervalos leo a Olga Amarís Duarte; he conseguido páginas en las que Thomas Mann habla de Goethe y de Tolstoi; Dimitri Merejkowski de Miguel Ángel. Gran biógrafo, el ruso, como Zweig. Decían de él que era la mente más poderosa en tiempos de la revolución; Lunacharski lo fue entre los bolcheviques. Emigró… parte de los “blancos” en París con su bella poeta esposa Zinaida Gippius.
Camino en los
mercados después de medianoche. Atrás ha quedado Union Station con aquella mítica,
para mí, locomotora colgada de un puente. Downtown; si pienso, nostalgio.
Petula Clark cantaba. Downtown, de los muchos que conocí en tres décadas de los
Estados Unidos. Hallo objetos que lo recuerdan, mucha música, de jenízaros y
negros sureños, eclécticos universos que me han seguido por donde fui, incluso
pienso en alguna obsesión enfermiza de arrastrar consigo, conmigo, lo que nunca
fue ni sería pero consideraba propio. Dueño del mundo, verbo, luz de luna y sol
de Delaware. Put your head on my shoulder y abre las piernas. Nieva, llueve frío, tienes los
zapatos rotos, zurcido el pantalón. Muslos a manera de estatuas que no eluden
la miseria. La nieve se asienta en los abetos, resbala en los pinos grises,
piedras talladas de los muros, mojadas de carnaval ambiguo y mortal.
Leo a
Sófocles y a Eurípides. A Jenofonte en la brisa otoñal de Brandywine Street, en
una lujosa casa que pago porque trabajo duro y puedo, donde escondo la realidad
de que en las noches cargo cajas y lo que vale son mis hombros. Tragedia griega
a su modo. Sísifo que a ratos huye de la piedra y desayuna en un palacio. Al
volver, y siempre, será Sísifo. Escritor en ciernes que lidia con patatas
podridas, amante que distribuye su deseo por las calles de otra pandemia
asesina con mujeres de color que no eran Diana Ross ni coristas de bar. Mujeres
de callejón, sexo alumbrado por automóviles, neón azul y rosa, carteles de
ingreso al paraíso. Stand by me, sí tú, jamás cerca, dedos que escapan,
ausencia peor que muerte. No cierro los ojos, muerdo el cuello ébano de
cualquier amor y recuerdo tu piel sábana, de mortaja piel, de nieve y helado de
coco. En 1989 Estados Unidos todavía no se ha liberado del Summer of Love. El
rap apenas empieza a mover rítmicamente los labios de los estibadores más
jóvenes. En las radios tocan a Gladys Knight, a Bob Dylan, Oldies. 1962 guarda
el último baile para mí. Te ruego, lo último antes de perecer. En 1962 tenía
dos años y no sabía bailar, y menos sabía que cuando dijiste te espero decías
fuck you. Bitch, perro, martirio, que mis días sean muy largos para no verte
más. En vano te recité a Cortázar en verso. Pero un día anuncias que vienes y
te respondo que me he casado. Eres una mierda, y cuelgas, mierda de hombre,
inútil, cobarde, incapaz, vago, poeta, maricón. Sobre el aire volaba una nutria
en forma de abrigo. Era mi tía Lucha camino del cielo y agitaba las manos. ¿Se
burlaba la tía o estaba tan feliz de que lo nuestro terminase que decidió
convertirse en personaje de Chagall y levitar entre gallos multicolor e isbas
volcadas? Lo nuestro… Qué miseria de lógica retórica. Lo nuestro donde ni
siquiera existe lo mío. A falta de singular jamás construiremos un plural ¿o no
te das cuenta? Cojudo eres nomás.
Afirma
Merejkowski: “el amor es más fuerte que la muerte”. Si te digo eso no
respondes. Aúllan los perros. Rulfo y Cervantes; Ciro Alegría, Manuel Scorza.
Hay siete cajas destruidas en el piso de la sala. Viejas lámparas con vidrios
azules y rojos, camioncitos de colección, discos compactos, recortes de
periódico con artículos míos amorosamente amarrados por mi padre. Pretty Woman, Roy Orbison. Un bar en
Clarendon donde tropiezo temprano con el racismo cowboy, pero me defiendo y
muestro los dientes. Puedo ser cruel, mucho, y se nota, cruel como afgano. Pretty Woman y los blanquitos se muerden
los rosa labios y callan para no ser degollados, que matadores de pollos en
granja éramos Julio y yo, grandes feroces decapitadores.
Terciopelo
azul.
Blue
Velvet.
Suenan las
siete. Tres horas con Denver, seis con Kiev. El sábado pasado alternamos buen
asado con Los Olimareños. The Turtles y salsa clásica, caballo caballito
caballo real… Cachao y Bebo. Terminamos con mi sobrino Armando en un bar
brasilero para críos. Bailaban sensual piernas mixturadas y sexo que suda.
Empujé dos caipirinhas con letal aguardiente de bidón, casi gasolina, miré
culos pero no soñé, mi mente era una cámara que fotografiaba documentaba, trasero
igual a un terrón, desnuda rodilla patas de puerco en escabeche. El blanco de
mi bigote se veía rojo con las luces. Armando callaba, miraba a la dueña con
lujuria, la desvestía y en atávico canibalismo devoraba sus nalgas que son lo
más suave y las pantorrillas quitándoles la lycra. Para eso, previo, tuvo que
eliminar a los brochas que la seguían. En palos afilados de eucalipto
balbuceaban agónicos dulces canciones de amor mientras la mesa se servía.
Después salimos tirando un puñado de monedas de plata sobre la fórmica.
Ruidosas a manera de taquito militar.
Foto de mi
madre niña con la tía Lucha en Rafaela. No llegué allí, el Paraná convertido en
mar. Dimos vuelta el Torino del tío Carlos. Volábamos por la autopista y me
creí rico como él. Lindas horas. Paramos a ver silos de aluminio de su
especialidad. Ya en su casa encendió la parrilla y cocinó algo que no comí, una
glándula especial que asada olía a dioses pero la razón me impidió probarla. Musitó
Carlos Coqueugniot: boliviano… y tenía razón. Lo hizo con cariño. Con el tiempo
los milicos, Martínez de Hoz, lo quitaron de la cumbre, lo hundieron. No vi ya
aquella tristeza, el tiempo había avanzado y el niño que era ya no viajaba a la
Argentina, prefería entrarse por una ventana en Aranjuez, ordenar a la amada
aguardar de vestido negro y sin calzón. Con perfume y vela de alcanfor.
El tío me
regaló un hermoso Longines que guardaba en su caja fuerte. Lo perdí, ebrio, al
quitármelo para pelear en la esquina de la Baptista y Teniente Arévalo. Se lo
entregué a una sombra y nunca más. Mi rival era el Rino. Perdió el único cuerno
y le metí la cabezota animal debajo de un banco de plaza. Pregunté los otros
días por mi reloj sin respuesta.
The Kinks.
Francine, lo primero que se me viene en mente al escuchar esta canción luego de
quizá treinta años. Me pregunto cómo envejeciste, si muerta estás y te llevaron
flores púrpuras de papel al cementerio. Si pariste hijos con el celeste de tus
ojos; me mirabas pero parecía que no, era difícil captar si tus pupilas tenían
objetivo o todo era un vaho, niebla con aura divina. No te encontré ni en Botticelli
ni en Klimt. Afortunado seré, mientras recuerde. Debajo de mí en la helada
noche de El Alto, antes de que la catrina arrasara con los amigos anfitriones.
Ni el aire del descabezado Mururata te quitó el brillo celeste. Lo único en el
frío eran dos zafiros y el jugo de ti, pura no ficción.
Las ocho.
Sentado en la terraza veo desaparecer el perfil de las mansiones. Nieve fina,
tejido de vicuña albina. Cuando me acueste volveré a Thomas Mann. Acaricio el
lomo de un montón de volúmenes de las memorias de Daniel Florence O'Leary. Imagino Boyacá, al tenebroso Morillo, las cumbres del Chimborazo y
el Potosí. Rosquetes y serpentinas al paso del gran hombre. Se hornearon miles
de t'anta wawas para reemplazar a los caídos. No es el amor más fuerte que la
muerte sino el pan.
20/11/2023
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Imagen: Jan Saudek
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