Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Ante mí tres documentos autógrafos: de Antonio Álvarez de Arenales, Jujuy 1824; del cura Gorriti y Martín Güemes; de Beruti, uno de los hombres de mayo 1810 en Buenos Aires. Joyas documentales suficientes para imbuirme más del espíritu de la época que me ha traspasado la última novela de Adolfo Cáceres Romero: La saga del esclavo.
Antes de
penetrar en los rincones del texto me gustaría apreciar, como lector y como
autor, el monumental esfuerzo del escritor orureño, cochabambino por
adopción. Quince años para fundar una obra no son pocos. Quince
fueron los años de lucha del Alto Perú para deshacerse, al menos en apariencia,
del dominio godo. Mucho tiempo para perecer o vencer en una contienda justa y
mucho para trazar de nuevo una historia reinventándola y añadiendo como sostén
imaginario la riqueza de la ficción literaria. Cáceres Romero alega no estar del todo contento
con el objeto creado. Comprendemos su desazón, que sólo la muerte arrebata
del artista en su mística o intelectual búsqueda de convertirse en
divino. Los recovecos del arte y de la literatura en especial representan
un prometeico afán de dominio. La posibilidad de jugar con letras y palabras carga
en sí un sino cabalístico. Anotar en página en blanco multitud de signos
que al observarse tienen sentido, equivale al manipuleo anciano de un rabino de
Praga escribiendo sobre la fría arcilla de una figura antropomorfa el nombre
secreto de Dios. No importa si Adolfo piensa no haber logrado
suficiente. Ya producido, su libro se le escapa de las manos y no es un
hijo pródigo; un libro jamás vuelve a su autor. Ya pertenece a todos.
Cualquiera observará, como casi
siempre sucede en novelas de tipo histórico, o
relacionadas a este género en parte o
partes de su totalidad, la existencia de historias paralelas. Vargas Llosa lo logra admirablemente
en La guerra del fin del mundo y
decae en La fiesta del Chivo donde el
relato ficticio carece de fuerza suficiente como para mantenerse, mientras el
sector histórico se torna dramáticamente atractivo. La saga del esclavo cuenta también con tal característica. Sin
embargo la línea de separación entre ambas corrientes es tan tenue que no
necesita exigir el texto para unirlas. La saga de Francisco, zambo liberto,
asesino de su amo más por piedad que por angurria o rencor, se plasma en la del
conflicto independentista de América, hecho fundamental que amalgama las
fuerzas rebeldes al principio y culmina con la separación violenta en el auge
del triunfo decisivo.
Comienza el
escrito con el doctor Juan José Castelli
entrando en la Villa Imperial de Potosí. Llega cargado de la aureola jacobina
que lo descolló entre los representantes de la Junta Revolucionaria de Buenos
Aires. Estudiante de Charcas, igual que Mariano Moreno y Bernardo
Monteagudo, no dubitará un instante en cuestionar incluso a sus antiguos
protectores en nombre de la luz que significara la revolución. Viene de
fusilar a Liniers, héroe de la resistencia durante las invasiones inglesas.
Trae consigo las instrucciones precisas de Moreno de arrasar con cualquier
conato de oposición. Y lo hace bien, no tiembla ni se mea en los
pantalones como Domingo French a tiempo de dar el pistoletazo de gracia a la
cabeza del virrey. Con ese halo homicida hace un alto en el paso cuyo
destino tiene Lima y la destrucción del poder español en América. Cáceres
Romero ahuma las páginas de ambiente heroico. No en vano se vale de citas
homéricas y persigue la sombra de Virgilio y su Eneida para lograrlo. En el instante en que Monteagudo
se acerca a los cuerpos colgantes de Francisco de Paula Sanz, el presidente
Nieto y el general Córdova, ajusticiados por Castelli, y habla con ellos
-dialogando con la Historia- no dejo de pensar en imágenes de Ilión sangrante,
de guerreros teucros o argivos en albor de eternidad. Me alimento de imágenes y el novelista las da con largueza. A
pesar de que afirme que ésta es su versión de la historia, sabemos bien que no
podríamos revivirla al detalle y que por fuerza la escritura debe cargar
consigo el espíritu creador del que escribe. Asunto que no lo desconecta
de la realidad y menos lo descalifica. Haberse consustanciado por tres
lustros con las costumbres de la época, leyendo el árido contenido de los
documentos antiguos, refigurando -aunque fuere trasfigurando- personajes notables
es logro mayor. Su arte consiste en dar vida a esas secuelas borrosas del
pasado, crear en el público animadversión o simpatía; obligar a tomar
partido. De seguro que para algunos La
saga del esclavo será el único y definitivo acercamiento a los avatares del
primer ejército auxiliar argentino en el Alto Perú, nominalmente a cargo del
general Balcarce pero con Castelli dirigiendo. Momentos del tiempo que no se
debieran perder y que difícilmente resultan atrayentes en las aulas escolares.
El escritor se torna así en maestro; vivifica el polvo, desentume las
máscaras del recuerdo y presenta la posibilidad concreta de ahondar en motivos
íntimamente ligados a nosotros.
Aparece el insoslayable Goyeneche y
su sanguinario lugarteniente Imas. Se mueven en la noche helada del Desaguadero
degollando las avanzadas patriotas para terminar con ese ejército que con sus
desmanes, a veces justificados, a ratos no, se ha ganado el repudio de la
población criolla y hasta de la indígena. El clero ha sabido hábilmente
convertir esta lucha en guerra de religión. Monteagudo, como pocos, se ha
ungido de un aura de maleficio cuando en un momento de éxtasis moderno lanza
una arenga hereje desde el púlpito de la iglesia de Laja. Ese ejército,
sobre todos los demás que vendrían, se destruye a sí mismo, en un patrón
desgraciado de las tropas auxiliares "abajeñas". Cabe, pero, no
olvidar el decreto que Castelli emite en Charcas liberando al indio de
servidumbre, además de otros de inconcebible pasión revolucionaria.
A pesar del
júbilo por la derrota de Castelli en Guaqui, el hecho resultó fatal para la
región. Si bien Juan Martín de Pueyrredón desfalca la Casa de la Moneda
potosina, en claramente previsible y comprensible estrategia bélica, igual lo
hará Goyeneche que carga de la Villa de Carlos V con todo el platerío de las
casas de oración. Hay, y lo habrá luego, desdén de las fuerzas argentinas por sus camaradas "alteños". Balcarce niega mando al bravo Manuel Ascencio
Padilla que asoma en Tiahuanaco para ayudar a enfrentarse al enemigo; lo mismo hará Rondeau con el guerrillero Camargo, según cuenta Pacho O'Donnell en su
obra histórica. Castelli pagará caro el fracaso militar. Terminará sus días en
la cárcel, consumido por un atroz cáncer de lengua, visitado por su siempre
fiel Monteagudo. Al respecto se puede leer la admirable novela de Andrés
Rivera, La revolución es un sueño eterno,
donde en la boca enferma de Castelli el Alto Perú, hoy Bolivia, adquiere
sustancia mítica.
Francisco,
Juan, Eudolinda, Isabel, el maestro Moisés, Mariano son el grupo de personajes
que antecede y luego se agita en la batahola de la revuelta. Su papel concede
humanidad no sólo al texto sino al hecho histórico. Forman una suave y
necesaria alternancia entre la estremecedora épica. Retorno a las
imágenes de Adolfo Cáceres Romero que me han quedado grabadas. No
puedo decir que ellas sobrepasan la historia que está hábilmente
-bellamente- entrelazada pero que representan algo a lo que concedo alta estima. Adolfo
las ha trabajado con esmero y se lo agradezco. La saga del esclavo es una novela completa, amplia y suficiente
para todo gusto, un ejemplo latente de ardor literario, ajeno al facilismo de
ciertas temáticas de moda. Exijo como lector, y debiéramos exigirlo en
conjunto, libros semejantes que nos recuerdan, además de hacernos pasar
agradables momentos, quiénes somos y hacia dónde vamos, que en esos fantasmas
penumbrosos de a caballo que guía el coronel Francisco del Rivero en la debacle
de Guaqui sepamos reconocernos. Ese será el mejor aplauso a la saga de
Adolfo Cáceres Romero.
04/04/2006
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