Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Enriquecedora llegada de las hijas. El reloj de muñeca se ha detenido. Pila que no cambiaré hasta que pasen dos semanas. No necesito noticias del tiempo. Todo fluye ahora: el viento, la luz, la lluvia.
Abro las dos
últimas maletas de mi regreso, las que trajeron ellas. Dire Straits y Mozart: Tänze und Menuette; Tristes trópicos de Claude Lévi-Strauss; Bellacos y paladines de Augusto Guzmán. Poco a poco va
alimentándose la biblioteca, que fue inmensa en su tiempo y resistió más que la
de Alejandría a pesar de las pérdidas. Me sentaré en el silencio de la esquina,
sobre el sofá negro, a abrir páginas enmohecidas o secas. Voy alistando un
grupo, comenzaré con La comedia de
Charleroi. Recuerdo mi viaje a Amiens, visitas en la Picardía francesa. El
tren atravesaba el bosque de Compiègne,
detrás de la catedral de Amiens creí estaba Pedro el Ermitaño, la inundación debió
ser similar en Flandes: casas hundidas, bucolismo de agua sucia, gris, gris
como no podía ser distinto un cielo que alimentó a Robespierre en Arras. Hervé
retornará de Lille a recogerme; Silvia Jemio seguirá conversando sobre la
Máslova de Tolstoi. Luego el modesto lecho que provee la anarquía, largas
estadías en parques, almuerzo en la Sorbona, delirios en el Luxemburgo. Un
vuelo al Canadá con un afiche de Modigliani que conserva mi hermana Delia en
Chicago después de casi cuarenta años.
Las hijas. El recuerdo. Washington DC y Denver. Hospitales, certificados
y llantos. Una diferente de otra. Hoy se sientan a conversar conmigo acerca del
populismo latinoamericano, de proyectos y temores fundados. Solo ayer jugaba al
jai alai con ellas en el patio de la avenida Peoria, les preparaba guisos de
fideo con carne, nadábamos en la piscina mientras las alarmas anunciaban
tornado y que había que salir del agua. Ni salimos ni tornado hubo, solo un
tinglado voló como ángel aluminio.
Me llama alguien de La Paz, voz de mujer. Preguntan quién era ella, hacen
un tour de la casa, sugieren mesas pequeñas para los dormitorios. Las ordenaré
pronto para el año en que vuelvan. No me he puesto a cocinar, apenas a hervir
un par de chorizos de calentar y preparar emparedados de queso de chancho o
mortadela con escabeche. Se ha transformado la vida, les comento, ya no es
llegar a la calle Clarkson y tener que preparar platos para la semana. Emily me
pide alguna pasta; Aly rellenos de papa. Las vagonetas corren hacia Mizque, a
la casa de Elena en Yunguillas. Muestro lugares con supuesta historia,
recorremos en verbo imágenes de la vida de los hermanos Ferrufino Camacho, mi
abuelo Armando, el rubio Rómulo, Cecilio el mayor y José con traje militar
francés, favorito del presidente Salamanca, odiado por la mersa de oficiales.
Cerámica blanca de Mizque, caritas achinadas como las de Omereque en barro
marrón. Un río que fue soberbio y que lleva llantas viejas de camiones hoy, y
tiene botellas rotas en el fondo. Dicen de las parabas de frente roja, comentan
y no se ven. Se las habrán comido.
Extraigo de una de las maletas varias figurillas de calaveras. De origen
peruano. Perú ha hecho una industria de la muerte en miniatura emulando a
México. Calavera sentada frente a computador; calavera Elvis; calavera director
de orquesta. Está bien pero se ve la diferencia. Perú no tuvo a José Guadalupe
Posada; México no a Martín Chambi. Si somos lo mismo, hablamos el idioma del
amo y nos venimos matando entre nosotros desde antes de Adán. No cambiamos ni
cambiaremos. Oscuro amén.
Anoche, cuando ellas dormían, puse a tocar Hervé Vilard. Infancia y
juventud. Se agitan los espectros queridos. Si salgo siempre les dejo música.
Ayer fue bhangra del Punjab; hoy creo que Los cantores del valle, disco que
teníamos a mano para las fiestas de tíos y primos, con la tina llena de cien
cervezas y dos barras de hielo que fabricaban cerca del Cero, en la avenida
Barrientos. Hoy todo eso está superpoblado. Hay puentes aéreos sobre muladares
y cabras. Apenas reconozco el estadio del barrio petrolero. Encima de la tapada
Serpiente Negra se detienen los taxis para los choferes beber vasos de
hirviente leche de burra, ordeñada ahí mismo, a la vera, mientras otros
bocinean desesperados por la trancadera de viciosos. Pensamiento mítico, primitivo,
con cuánta verdad lo desconozco.
Mientras conversamos el martes por la noche, vaciamos una botella de
tannat. Vino fuerte, parece malbec, dice Aly, con catorce grados de alcohol.
Aromático. Para el trayecto de Mizque, la fogata a la intemperie de las
luciérnagas, alistan un syrah tarijeño. Hay cascabeles en las estribaciones de
los cerros del Infiernillo, con lomos de figuras romboides como tejidos
andinos. Víboras similares, más pequeñas, habitaban detrás del calvario de
Urkupiña; por ahí se descendía a una laguna y se subía al otro cerro, a los silos
de Cotapachi. No lo veo desde mil novecientos noventa. No habrá ni silos ni
lago ni víboras. Evo 2025 y viva la virgen.
Muchacha borra esa fecha del duraznero, escucho. El crepúsculo de
carnaval cae en globos de agua sobre la casa de Trojes. Los vecinos festejan
con lloriqueos charros, de a ratos truena una banda. La Poopó tocó un par de
horas frente a mi edificio. Humeaban fricasés y vírgenes y Cristos temblaban en
pedestales de yeso ante los bombos decorados. Un tamborilero a cada costado,
magistrales platilleros hacen mejores fintas que Ronaldinho Gaúcho. Estruendo
de guerra mientras adustos aymaras no mueven el semblante. Magnífica música,
pueden guardarse el rito y los santos. Que agradecer el comercio y la coca
deben, es claro, allá ellos y sus cuitas, que suene la banda.
Lloraban Emily y Aly en el amanecer de Denver. El padre dejaba atrás más
de treinta años conjuntos. La vida tomaba un giro esperado. Se secaron lágrimas
en la atmósfera y llegó la modorra. Desperté en casa que ya no era la mía aunque
me alojase allí. Desde el quinto piso no seré prosaico diciendo que contemplo
mi existencia, pero observo el barrio, escucho a los perros y cuento multitud
de macetas de la vecina abajo. Me he rodeado de pequeñas cosas que me ligan al
pasado. Añoro tal vez pies descalzos de mujer. ¿Vendrán no vendrán? A saberlo.
No parto a Uzbekistán todavía porque me lo impide la espalda. Pero digo a mis
hijas de Bujara y los pasadizos montañosos con flautas y árboles de
albaricoque.
Sol de desierto. Por hoy me conformo con lluvia que desciende del Tunari,
mixturada de nubes y memorias de retama que ya no existen en las estribaciones
de este Ande multifacético y en exceso poblado. Dejo en el tocadiscos para mis
fantasmas el bellísimo clarinete de Sidney Bechet y cierro la puerta.
22/02/2024