Thursday, February 22, 2024

El retorno de las hijas


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Enriquecedora llegada de las hijas. El reloj de muñeca se ha detenido. Pila que no cambiaré hasta que pasen dos semanas. No necesito noticias del tiempo. Todo fluye ahora: el viento, la luz, la lluvia.

 

Abro las dos últimas maletas de mi regreso, las que trajeron ellas. Dire Straits y Mozart: Tänze und Menuette; Tristes trópicos de Claude Lévi-Strauss; Bellacos y paladines de Augusto Guzmán. Poco a poco va alimentándose la biblioteca, que fue inmensa en su tiempo y resistió más que la de Alejandría a pesar de las pérdidas. Me sentaré en el silencio de la esquina, sobre el sofá negro, a abrir páginas enmohecidas o secas. Voy alistando un grupo, comenzaré con La comedia de Charleroi. Recuerdo mi viaje a Amiens, visitas en la Picardía francesa. El tren atravesaba el bosque de Compiègne, detrás de la catedral de Amiens creí estaba Pedro el Ermitaño, la inundación debió ser similar en Flandes: casas hundidas, bucolismo de agua sucia, gris, gris como no podía ser distinto un cielo que alimentó a Robespierre en Arras. Hervé retornará de Lille a recogerme; Silvia Jemio seguirá conversando sobre la Máslova de Tolstoi. Luego el modesto lecho que provee la anarquía, largas estadías en parques, almuerzo en la Sorbona, delirios en el Luxemburgo. Un vuelo al Canadá con un afiche de Modigliani que conserva mi hermana Delia en Chicago después de casi cuarenta años.

 

Las hijas. El recuerdo. Washington DC y Denver. Hospitales, certificados y llantos. Una diferente de otra. Hoy se sientan a conversar conmigo acerca del populismo latinoamericano, de proyectos y temores fundados. Solo ayer jugaba al jai alai con ellas en el patio de la avenida Peoria, les preparaba guisos de fideo con carne, nadábamos en la piscina mientras las alarmas anunciaban tornado y que había que salir del agua. Ni salimos ni tornado hubo, solo un tinglado voló como ángel aluminio.

 

Me llama alguien de La Paz, voz de mujer. Preguntan quién era ella, hacen un tour de la casa, sugieren mesas pequeñas para los dormitorios. Las ordenaré pronto para el año en que vuelvan. No me he puesto a cocinar, apenas a hervir un par de chorizos de calentar y preparar emparedados de queso de chancho o mortadela con escabeche. Se ha transformado la vida, les comento, ya no es llegar a la calle Clarkson y tener que preparar platos para la semana. Emily me pide alguna pasta; Aly rellenos de papa. Las vagonetas corren hacia Mizque, a la casa de Elena en Yunguillas. Muestro lugares con supuesta historia, recorremos en verbo imágenes de la vida de los hermanos Ferrufino Camacho, mi abuelo Armando, el rubio Rómulo, Cecilio el mayor y José con traje militar francés, favorito del presidente Salamanca, odiado por la mersa de oficiales. Cerámica blanca de Mizque, caritas achinadas como las de Omereque en barro marrón. Un río que fue soberbio y que lleva llantas viejas de camiones hoy, y tiene botellas rotas en el fondo. Dicen de las parabas de frente roja, comentan y no se ven. Se las habrán comido.

 

Extraigo de una de las maletas varias figurillas de calaveras. De origen peruano. Perú ha hecho una industria de la muerte en miniatura emulando a México. Calavera sentada frente a computador; calavera Elvis; calavera director de orquesta. Está bien pero se ve la diferencia. Perú no tuvo a José Guadalupe Posada; México no a Martín Chambi. Si somos lo mismo, hablamos el idioma del amo y nos venimos matando entre nosotros desde antes de Adán. No cambiamos ni cambiaremos. Oscuro amén.

 

Anoche, cuando ellas dormían, puse a tocar Hervé Vilard. Infancia y juventud. Se agitan los espectros queridos. Si salgo siempre les dejo música. Ayer fue bhangra del Punjab; hoy creo que Los cantores del valle, disco que teníamos a mano para las fiestas de tíos y primos, con la tina llena de cien cervezas y dos barras de hielo que fabricaban cerca del Cero, en la avenida Barrientos. Hoy todo eso está superpoblado. Hay puentes aéreos sobre muladares y cabras. Apenas reconozco el estadio del barrio petrolero. Encima de la tapada Serpiente Negra se detienen los taxis para los choferes beber vasos de hirviente leche de burra, ordeñada ahí mismo, a la vera, mientras otros bocinean desesperados por la trancadera de viciosos. Pensamiento mítico, primitivo, con cuánta verdad lo desconozco.

 

Mientras conversamos el martes por la noche, vaciamos una botella de tannat. Vino fuerte, parece malbec, dice Aly, con catorce grados de alcohol. Aromático. Para el trayecto de Mizque, la fogata a la intemperie de las luciérnagas, alistan un syrah tarijeño. Hay cascabeles en las estribaciones de los cerros del Infiernillo, con lomos de figuras romboides como tejidos andinos. Víboras similares, más pequeñas, habitaban detrás del calvario de Urkupiña; por ahí se descendía a una laguna y se subía al otro cerro, a los silos de Cotapachi. No lo veo desde mil novecientos noventa. No habrá ni silos ni lago ni víboras. Evo 2025 y viva la virgen.

 

Muchacha borra esa fecha del duraznero, escucho. El crepúsculo de carnaval cae en globos de agua sobre la casa de Trojes. Los vecinos festejan con lloriqueos charros, de a ratos truena una banda. La Poopó tocó un par de horas frente a mi edificio. Humeaban fricasés y vírgenes y Cristos temblaban en pedestales de yeso ante los bombos decorados. Un tamborilero a cada costado, magistrales platilleros hacen mejores fintas que Ronaldinho Gaúcho. Estruendo de guerra mientras adustos aymaras no mueven el semblante. Magnífica música, pueden guardarse el rito y los santos. Que agradecer el comercio y la coca deben, es claro, allá ellos y sus cuitas, que suene la banda.

 

Lloraban Emily y Aly en el amanecer de Denver. El padre dejaba atrás más de treinta años conjuntos. La vida tomaba un giro esperado. Se secaron lágrimas en la atmósfera y llegó la modorra. Desperté en casa que ya no era la mía aunque me alojase allí. Desde el quinto piso no seré prosaico diciendo que contemplo mi existencia, pero observo el barrio, escucho a los perros y cuento multitud de macetas de la vecina abajo. Me he rodeado de pequeñas cosas que me ligan al pasado. Añoro tal vez pies descalzos de mujer. ¿Vendrán no vendrán? A saberlo. No parto a Uzbekistán todavía porque me lo impide la espalda. Pero digo a mis hijas de Bujara y los pasadizos montañosos con flautas y árboles de albaricoque.

 

Sol de desierto. Por hoy me conformo con lluvia que desciende del Tunari, mixturada de nubes y memorias de retama que ya no existen en las estribaciones de este Ande multifacético y en exceso poblado. Dejo en el tocadiscos para mis fantasmas el bellísimo clarinete de Sidney Bechet y cierro la puerta.

22/02/2024

Friday, February 16, 2024

Adams Morgan/CUADERNOS DE NORTEAMÉRICA


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Este “cuaderno” fue escrito por mi esposa Jenny.

 

Calles húmedas, subiendo la colina por la Columbia Road, cerca de Mt. Pleasant Street, donde pelean salvadoreños y policías. Vacías cervezas en las veredas y gringos maoístas gritando entre filas de gente rabiosa.

 

Ahora solo ruidos de autobús y automóviles. Los vendedores de la calle improvisan paraguas con plástico azul. Olor a salsa, mangos podridos. Negros durmiendo enfrente de la Casa de Jesús. Pateo una sucia paloma que se me acerca. Luego pongo 25 centavos en la mano de un viejo.

 

Anochece. Dakota abre sus puertas con espectáculos de láser y minifaldas. Una rubia se detiene en la esquina de la 15 y Columbia a escuchar congas y tambores de negros musulmanes. Les da un dólar y continúa hacia su pequeño apartamento donde la espera un gato gordo, ajado, celoso.

 

Washington DC.

1990

 

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Imagen: Dibujo de Jenny Gubrud, 1990

Thursday, February 15, 2024

Arlington/CUADERNOS DE NORTEAMÉRICA


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Mis barrios mansos, de ayer y futuro. Nieve cae; se ocultan los mapaches.

 

Voy por las calles, los árboles, la escuela Jefferson sin niños. En la esquina, el bar; la mesera confunde los senos con los grandes vasos de cerveza, empañados sus anteojos en el vaho del chop.

 

Roy Orbison, que no está vivo, canta Pretty Woman. La tarde trae alcohol y veteranos de Vietnam. De ellos, un médico, John Bakker, que paga mujeres para bailar la noche. Primer Arlington.

 

El segundo era más suave, tenía balcón, hija, esposa. Ciudad de caminar por el bosque, de bolsos para compras. Nadaba un pato cabeza verde en el agua cercada; ahí sigo yo, mirándolo, todavía melancólico de no encontrarlo a diario.

1990 

Friday, February 9, 2024

Adoquines de Varsovia


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Dejo en cama la fiebre, el virus, la mácula y el trueno y me siento a escribir. De fondo, George Harrison y Paul Simon cantan Homeward Bound.

 

Los ulanos marchan por las calles de Varsovia para enfrentar al Ejército Rojo. He mirado el filme La batalla de Varsovia, 1920, de Jerzy Hoffman, con Daniel Olbrychski en el papel de Józef Piłsudski. Tremendo actor. Fue Tugay Bey, Andrzej Kmita y tantos otros personajes del mayor cine polaco. Participó de aquella joya cinematográfica que fue La tierra prometida (Andrzej Wajda, 1975), basada en la gran novela de Władysław Stanisław Reymont, Premio Nóbel de Literatura en 1924, en una Łódź gris e industrial que desde entonces se me ha tornado en obsesión, algo como no moriré sin haber visto Łódź, que me recordó, además, una lectura de mi temprana juventud, cuando Ilia Ehrenburg en sus memorias contaba del poeta Julian Tuwim, que había nacido allí, y que amaba aquellos orines y charcos de su ciudad. Viajar de una referencia a otra, así uno construye los muros propios, la cueva, la celda, el nicho donde esconder tesoros. Pablo Neruda conduce a Ehrenburg, este a Tuwim, Tuwim a Łódź, sus calles a Reymont, en indestructible cadena de eslabones, del hierro al diamante. A Bruno Schulz, Zuzanna Ginczanka, Wislawa Szymborska, Olga Nawoja Tokarczuk…

 

Volviendo a Jerzy Hoffman. Esta cinta no alcanza la maestría de su trilogía histórica inspirada en la obra de Sienkiewicz. Esencia polaca de la libertad, fronteras cambiantes y centenarias, mezcla de culturas, razas y tragedias compartidas. Épica del triunfo como de la derrota. En los Lagos Masurianos fueron vencidos los caballeros teutónicos en 1410 por una coalición polaco-lituana. En 1914, rusos y alemanes combatían de nuevo en el lugar. Cada ápice de tierra de la región siempre estuvo bañado en sangre. La belleza de Volinia, la de Galitzia, esconden inenarrable horror.

 

Alguna vez escribí sobre la guerra polaco-soviética del 20. Si mal no recuerdo está descrita en la novela Así se templó el acero, de Nikolái Alekséievich Ostrovski, quien la terminó a pesar de su casi total invalidez y ceguera. Ostrovski, al igual que Isaak Bábel, perteneció al Primer Ejército de Caballería, el de Budionny, que combatió en ella. Libros muy distintos los suyos. Ostrovski, desde su lecho, dictó páginas de realismo socialista, de proletariado y revolución. Bábel, de las figuras de Pan Apolek en una iglesia perdida en los bosques. Se ha olvidado ya a uno mientras el otro persiste. Seguramente en la Rusia de Putin se continúa editando al bravo novelista discapacitado; de Bábel se hacen hoy ediciones completas en varias lenguas.

 

Ludendorff pensaba talar el bosque de Białowieża para alimentar su maquinaria de guerra. Hoy persiste, antiguo, bordeando Rusia Blanca, esperándonos a Natalia Aleksandrovna y a mí desde que descendimos de aquel tranvía en Vinnytsya, cuando los sueños eran seis años más jóvenes y los fracasos se convertían en victorias. Espectros de Hermann von François y Alexandr Samsonov, un libro que compré en la esquina de la Ayacucho y General Achá. Sigo considerando a Solzhenitsin como uno de mis grandes autores y a las miles de páginas de La rueda roja una Biblia moderna.

 

Todo me lleva a Polonia. La disfruté en el libro de James Michener y en cincuenta años de lectura. A pesar de eso sigue desconocida. Sus vértices son muy profundos en la historia de la vida y jamás alcanzaré siquiera a vislumbrar sus inicios. Como lo demás: Colombia en La vorágine, en Mutis y Roberto Burgos Cantor; Argentina en Borges y Don Segundo Sombra; Hungría en Mauricio Jokay; Francia en Hugo y De Vigny. ¿Dónde compramos más tiempo? Se acaba más rápido que la gasolina. Las filas de autos en el surtidor de la esquina se hacen largas. Se quiere cumplir con horarios y obligaciones. Sentado en la plazuela circular, sin automóvil ni trabajo, me veo tan ajeno ya. Subo los escalones que no del paraíso y me refugio en Anaïs Nin y Hermann Hesse. De este, la memoria de mi amigo Oscar Vallejo a quien mataron a patadas en el Colegio Militar. Me había regalado Demian en cierta aburrida clase de sicología. Es lo que más recuerdo de Hesse, un primer amor.

 

Bakunin y Herzen escribían y complotaban desde Londres por el triunfo de la rebelión polaca de 1863 contra el Imperio Ruso. Incluso Mikhail Alexandrovich intentó llegar para unirse al alzamiento. Chopin en algún filme tocaba al piano la Polonesa Heroica. Visité su tumba en Père Lachaise. Ignacy Jan Paderewski, Mickiewicz, María Walewska, Jan Matejko, arte y belleza.

 

Trotaban los caballos de los ulanos sobre los adoquines de Varsovia y yo me he puesto a volar por otros cielos. Íntimamente sé lo que quiero narrar y me valgo de subterfugios para ello. Bábel hablaba que lo que importaba era el estilo y no el argumento. Alguien como él podía decir lo que quisiera; o no decirlo, maestro mudo en que se convirtió para sobrevivir.

 

He hecho planes futuros; no se puede hacer planes pretéritos. Tambalea el porvenir ante los vientos, la lluvia cae de perfil, golpea ventanas, vidrios con resonancia de órgano. Pero, fuera de eso, silencio, absoluto, afasia de tiempos modernos, cómo no caer en solipsismos cuando sombra alrededor.

 

Abro la puerta de entrada. Boca oscura, el departamento como nave espacial perdida en las estrellas, de zafado rumbo y comida estrecha. A pesar de eso no escribo ciencia-ficción. En una década quizá, sabiendo que esa época es improbable o no existe. Me sumerjo en el agua del cretácico de monstruos reptantes. Ayer hablaba del hombre de las cavernas y de cuánta alimentación se necesita para no morir, otra zamba.

 

Disfruto del cine histórico, de la similar literatura también. Me alegro haber traído conmigo Rumbo a Tartaria, de Robert Kaplan. Me ayuda a ajustar mis itinerarios ilusionados, no ilusorios. He estado averiguando cuánto costaría vivir en Uzbekistán y es bien poco. Mi jubilación alcanzaría con largueza unos meses allí. Al igual que Łódź, hay lugares que pertenecen a mi sueño: montañas de Tian Shan, desierto rojo de Kyzylkum, comer plov, pilaf, tan parecido a mi arroz con pollo. Bujara, Samarkanda, Tashkent.

 

Estaba en las lustrosas, por lo usadas, losas del piso de la capital eslava. He saltado un universo para hallarme en un bazar descarnando con la mano huesos de cordero. En Denver entraba a un restaurante de la avenida Colfax donde hacían magníficos pierogis. Entonces, y siempre, pensaba en Polonia. En esta encrucijada un camino lleva a Brest, el otro a Lublín y un tercero a Varsovia. No estoy allá ahora para decidir. ¿Pesará la frontera movediza, las señoriales calzadas o Isaac Bashevis Singer? Opto por la tristeza.

 

Non omnis moriar, mis magníficas posesiones

– manteles como prados, armarios como castillos inexpugnables,

hectáreas de sábanas, ropa bellamente tejida,

y vestidos, vestidos de colores muy vivos – me sobrevivirán.

No dejo herederos.

Que tus manos hurguen entre mis objetos judíos

Chominowa, de Lvov, esposa de un delator,

madre de un “volksdeutscher”.

Tal vez estas cosas sean de utilidad para ti y los tuyos,

pues, queridos, no dejo nombre ni canción.

Os recuerdo, como vosotros os acordabais de mí

cuando venían los de la Schupo. Recordadles quién era yo.

Así pues, amigos míos, alzad vuestras copas,

celebrad mi funeral y vuestras riquezas:

alfombras y tapices, fuentes y candelabros.

Bebed durante toda la noche y al amanecer

que empiece la búsqueda de piedras preciosas y oro

en divanes, colchones, mantas y cobertores.

¡Oh, cuánto provecho sacarán de ello!

Matas de crin de caballo, manojos de hierba de mar,

nubes de cojines y almohadas rajados

que mi sangre recompondrá, convirtiendo sus brazos en alas,

transformando en ángeles esos seres alados.

ZUZANNA GINCZANKA

08/02/2024

 

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Imagen: Zuzanna Ginczanka, nacida Zuzanna Polina Gincburg, asesinada por los nazis en 1944

 

Monday, February 5, 2024

Zorro come hombre


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Fotos de Kherson destruida. Calles y edificios que me recuerdan Odesa. Mi amiga Natalia, en Denver, me contaba acerca de su ciudad. Conversábamos sobre la gran rebelión cosaca de 1648 y de si el Quersoneso griego era la razón porque esta ciudad llevaba ese nombre o era que los griegos se referían al Quersoneso tracio, más cercano. Mientras los aqueos combatían cerca de las naves en Troya, otros cultivaban esa tierra mítica para alimentar los ejércitos. Casi no cabe indagar mucho; la mitología se aviva con el misterio, y da lo mismo para la imaginación/ilusión que hablemos de los tracios, hábiles domadores de caballos o de los confines de la tierra a orillas de donde habitaban los escitas.

 

Dicen que en la Isla de la serpiente está enterrado Aquiles. ¿Viajarían tanto los argivos desde Ilión hasta allí para que Neoptólemo degollase a la hermosa Políxena sobre el túmulo de su padre? Otra vez, no importa. Es, de todos modos, hoy, un islote de valientes como lo fue el príncipe de los mirmidones. Casi enfrente se abre la boca del Danubio que nos lleva a Izmail, a Panaït Istrati, a los recovecos de Claudio Magris por el río-leyenda. ¿Qué otra cosa necesitamos para el asombro?

 

He pasado la tarde disfrutando del libro de relatos de Edgardo Cozarinsky La novia de Odesa. La contratapa reza en parte: “Los personajes de este libro, juguetes de sus pasiones tanto como de la Historia, conocen destinos errantes, novelescos. Entre Viena y Buenos Aires, Lisboa y Budapest, Odessa y Gualeguay, estos cuentos traman una red de encuentros y evasiones. En su carácter cosmopolita palpitan temas recurrentes: el contrapunto entre identidad nacional y personal, la ubicuidad de exiliados, nómades y apátridas. La nostalgia –por el pasado, por una patria imaginada o real, por el amor o la causa perdidos– puede transformarse en lucidez desencantada, en una entrega a los sentimientos más ambiguos, aun en cierta ira difícil de controlar”.

 

Profunda nostalgia ashkenazi. Leer a Cozarinsky no ha hecho más que avivarla. He mirado convertido en personaje del texto desde lo alto del bulevar Primorsky. Cuando el año dos mil dieciocho era joven, cachondo y explosivo. La mente ha volado hasta Murmansk y el mar helado, cien años antes de mis pasos ucranios. Cúmulo de imágenes y sensaciones, aprehender el universo en escasos grupos de palabras, moldear la forma a partir de una idea metafísica, inventar en silencio la multitud del ruido, recrear un mundo en otro, alternar ambos lados del espejo sabiendo desde entonces que no existe el reflejo sino un cuadro de Magritte. El domingo todavía se arrastra en sus postrimerías, se niega a morir a las nueve post meridiem. Un espumoso jugo de ciruela púrpura me acompaña, infaltable ladrido de perros. Hay uno, desconocido, que aúlla con tristeza prometeica. Lo acompaño observando desde mi ventana la tibia noche cochabambina, con algo de silueta montañosa a lo lejos porque esta oscuridad falta de ser tan negra como debiera.

 

El guindo caballo persa, afgano quizá, de mi escritorio me recuerda de manera permanente la historia de vanidad y engaño que significó el de madera en las playas de Asia Menor. Cuán vano llega a ser el desastre.

 

He eludido hablar de la guerra por un momento. Edificios arrasados en bucólicas calles de Kherson, lo aberrante de bombardear el sosiego. Anoche me introducía en el fascinante mundo de los leopardos. Quería saber sobre aquellos del Caspio que había visto en video alguna vez. De allí pasé a Java, Sri Lanka, al Amur e Indochina, hasta llegar al elusivo y casi extinto leopardo de Arabia, en Omán. En las imágenes producidas por las cámaras instaladas en el campo aparecieron diversos animales, la increíble hiena rayada que conocí en afán filatélico en una estampilla sobre naturaleza de Israel; también un magnífico erizo y pequeños zorros de largas orejas y grande peluda cola. Finalmente, un leopardo. Hermoso.

 

En 1975, el tío Manuel Guibert, que si no estoy equivocado era judío odesita, en Buenos Aires, me llevó al zoológico a ver su afamada pantera negra. De si era jaguar o leopardo no podría ya decirlo. Era para mí más importante que la Torre de los ingleses. Luego de eso, perecer no hubiera resultado tan dramático. Estaba en la capital para exámenes médicos de un extraño mal que me aquejaba y que por meses no habían podido saber qué era en Bolivia. Con mi primo Horacio, médico, caminamos entre los charcos de Pompeya hacia desvencijados hospitales con excelentes profesionales. Tiempo de represión. Como paciente he vivido mucho más largo que todos los que me trataron. Células del ERP pululaban por allí y por allí venteaba la muerte. “Pompeya y más allá la inundación…”.

 

Veo un terrible reporte acerca de las bajas rusas en el frente oriental de la guerra de Ucrania. Es tal la cantidad de cuerpos insepultos que unos no se arriesgan a limpiar el campo por miedo a perder la vida y a otros no les interesa. El hombre siempre ha sido materia desechable para Rusia. A quién le interesa que las esposas de los mobiks se manifiesten con rosas rojas en Moscú. Un furibundo fascista de la televisión estatal les pregunta en pantalla: sus maridos son héroes y ¿ustedes, qué son? No se puede cuestionar al líder supremo, no hasta que lo ejecuten como a los Ceauşescu. Rosas rojas para tu tumba, quizá cantaba el bolero.

 

Pero eso es materia común. La imagen de Matadero Cinco (George Roy Hill, 1972), basada en un libro de Kurt Vonnegut, del cuerpo ya plano de un soldado fallecido por el que pasan por encima los tanques resulta pan diario. En esta guerra se han visto orcos, que tal vez fueron hombres, partidos por la mitad volándose los sesos. Compañeros muertos amontonados reemplazando bolsas de arena. La muerte llega de arriba y toma fotos de desesperados ojos antes del fin. Peor que el grito de Munch en un interminable puente de horror.

 

En tales campos hay vida salvaje. Los animales eluden la matanza escondiéndose de día, aunque a decir verdad nadie duerme y la iluminación de las detonaciones llena el horizonte de luz artificial. En medio de esos claroscuros se han visto grupos de zorros alimentándose de rusos muertos. Salen de sus orificios y retornan con carne en demasía para las crías. Sería una sátira macabra burlarse pero tampoco asoma piedad. No hay sentimientos contradictorios, al fin todo se resume en la odisea humana elemental: ellos y nosotros; ellos o nosotros. Y que los zorros sobrevivan mientras la peor especie se destruye.

04/02/2024

 

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Imagen: Christoph Paudiß, 1666

Thursday, February 1, 2024

Abrir un libro cinco años después


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

He levantado un libro que abrí por última vez en un viaje en bus entre Odesa y Kharkiv, inolvidables 18 horas. Luego lo cerré, entré a mi hotel del quinto piso cerca de la universidad de Jarkov; después vino Kiev y tanta vida. Ahora lo he reabierto en las páginas que dejé: recuerdos de Konstantin Paustovski sobre Isaak Bábel.

 

Voy acomodando los volúmenes que recupero y otros textos importantes. Acabo de poner en el cuarto compartimiento un árbol genealógico de muchas páginas sobre Les Coqueugniot, armado por mi primo Robert en Francia. En la última página estamos los bolivianos, mis hermanos y yo, descendientes de esta antigua rama en el fondo de la historia. La primera entrada es de 1614 en Allerey (Côte-d'Or), Borgoña-Franco Condado, del matrimonio de un Jehan Coqueunnot, y la segunda relacionada a una tal Simonne Coqueugnot en 1615. Mucha vida sangre y lodo pasados, seguro. Apellido proveniente al parecer de “coq de village”, gallo de pueblo, “celui qui parle fort, qui est orgueilleux, voire vaniteux même un peut sot, qui sait parler aux filles”. Bueno, uno de los tantos orígenes de una planta que sin duda fue maleza tanto como roble.

 

La noche trae voz de mis hijas. Ambas llevan mi apellido compuesto. La ley norteamericana permite tener arbitrio sobre cómo quieres llamarte. Cambiar de nombre no es raro ni complicado. Imagino que en la burocracia plurinacional algo así llevaría tres décadas y doscientas firmas y cuatro mil errores. No culpemos a unos que todos hemos crecido así: comunales y masistas y la laya de representantes de nada, doctores, voceros, esperpentos, molinas, molinos… A lavarlos con aguarrás.

 

Me tienta el vicio del divino marqués de enterrar para la posteridad a sus jueces y calumnistas cediéndoles posiciones de oprobio en sus páginas. Pero me aguanto; no aguantaré cuando vea a algunos enfrente y querrán altoperuanamente estrechar manos. No, que los años de estibador sirvan para algo, para sacarles la vil cabezota de un recto bien dado a la nariz. Sonido de huesos de pollo quebrándose en boca de mastín, pómulos como globos aerostáticos, labios a la manera de los kayapós del Brasil, a otros mayores del Sudán. Violencia a ritmo de cumbia, que piedad no hay para perros.

 

Sacadas las ansias asesinas (un poco) observando a los arribistas de siempre, que de lameculos de Morales tornáronse en detractores, retorno a aquellos caminos por distintos raiones y oblasts de la Ucrania que mencionaba Gilbert Bécaud. La Plaza Roja está vacía… Aquello de la tierra negra no era un mito, terrones color de ébano sobre todo mientras más se acercaba la frontera rusa. Observaba los tejados de las casitas, los colores en que estaban pintadas, aquel bucolismo aparente pronto a romperse. Estaba emocionado, no solo por quien me esperaba sino porque habíase hecho realidad el sueño niño de recorrer sus caminos. Imaginaba Premujino y Trostyanets, al muy ruso Bakunin y al ucraniano de origen, Tchaikovski, cuya casa en este último pueblo fue destruida en marzo del 2022 por la invasión putina y marcadas sus ruinas con la ominosa Z de los orcos. Entonces no lo pensaba aunque ya le había dicho a Victoria que su hijo crecería para morir en las trincheras contra Rusia si no salía de allí.

 

Pero los árboles de Kharkiv olían a otoño en el país de los sueños. El abrigo gris de mi pareja flotaba por los costados cuando de la mano caminamos los pasadizos del parque Gorky. Entonces dejé de leer, archivé el libro que tengo a mano hoy en el bolsillo lateral de mi maleta. No era ya tiempo de literatura, había conseguido lo imposible, materializar decenas de lecturas en una mujer que caminaba erguida sobre botines negros, cuyas caderas en el laberinto de espejos se multiplicaban para enloquecer.

 

¿Dónde está Rusia?, pregunté. Me señalaron Belgorod que es en realidad Bilhorod y ucraniana, como el Kubán y varias regiones que hoy ocupa Vladimiro y que eventualmente tendrán que ser devueltas a la Gran Ucrania que saldrá de todo esto. El conquistador conquistado, Gengis Khan de barro, diminuto y cobarde, el que asestó el golpe final a su país, emperador de opereta, juzgado y ahorcado como payaso de feria. A cuartearlo y dar rienda suelta al festín medieval de sus miembros esparcidos por la tierra que martirizó. Y a toda su cohorte lo mismo, llamas y púas del fin del mundo. Para ellos eternidad de infierno; al elegante Peskov, vocero, el mismo castigo que los polacos dieron al hijo mayor de Tarás Bulba. Allá, sobre la mesa de tormento, podrá aullar con elegancia por el tiempo que quiera y jamás diré que paz en su tumba sino sal, que no crezca ni hierba encima del túmulo de los cabrones.

 

Parece que en más de cinco años este libro no terminado se llenó de romances y oscuros renglones de odio. La belleza suele ser ambigua. Dejemos al verdugo y descendamos del taxi en un parquecito donde me hubiera gustado leer a Herzen. ¿Por qué a él? Porque sus memorias, como las de Ehrenburg, son gran literatura y porque estaba feliz con la mano blanca tuya que había dejado el guante para entrecruzar mis dedos. Con el traductor del teléfono quise decirte cuán bella te vi de espaldas y lo inolvidable de tus pantalones que escondían semejantes tesoros.

 

En la villa rural del gran músico que Moscú nunca reconocerá como ucraniano, nieto de combatiente cosaco zaporogo, creo que en la región de Sumy, no ha quedado nada que valga la pena de verse. Tabla rasa. Tenía que viajar a Sumy, incluso guardaba anotada la calle en las afueras del centro urbano. Cientos de cohetes siguen cayendo sobre objetivos ridículos por inexistentes. Trostyanets debió ser un precioso villorrio donde solía descansar el genio de Tchaikosvki, cuyo real apellido era Chaika (gaviota). Los orcos atacan la vida, lo bello, montan sobre espeluznantes híbridos de lobo, bien visualizados por Peter Jackson. Los campos del este de Ucrania gozan de abono a patadas, sobre la podredumbre insepulta crecerán girasoles, siembran sus semillas las viejecillas, las depositan en orificios de bala, en bolsillos de repulsivos violadores cuyo castigo fue el jamás retorno. Están prisioneros hasta el fin del mundo. Falta la cabeza del porquero en cuyos ojos desesperados y luego vacíos insertarán a punzón flores de crisantemo.

31/01/2024