RAMÓN ROCHA
MONROY
“Muerta ciudad
viva” es el título de la novela más reciente de Claudio Ferrufino Coqueugniot,
uno de los escritores más representativos de Cochabamba y de Bolivia, publicada
por Editorial El País, que se presentará en la Feria Internacional del Libro.
La he leído con
urgencia, como leo la obra literaria de Claudio, y me ha parecido que pertenece
a esa novela incesante que es toda su creación narrativa, porque en ella hay,
como en pocos casos, una continuidad asombrosa de alguien que vivió, sintió y
pensó con intensidad desde su niñez.
Como contraste,
alguna vez Paulovich dijo de este servidor que tenía cara de buenito. Yo
entendí cara de cojudo, como la que se atribuye a los sordos, que sonríen sin
entender nada mientras los ciegos tienen cara de avispados, porque viven
alerta.
Claudio no es
así. Sus ojillos tienen una mirada penetrante y astuta. Su físico no te lleva a
engaños, pues enfrentarse a él debe ser azaroso. Su sonrisa y su risa tan
escasa son socarronas, su aguante alcohólico es legendario y es difícil
calcular qué está pensando porque es hombre que vive en guardia.
Tenemos muchos
amigos en común pero incluso compartimos una habitación en un psiquiátrico y no
nos dirigimos la palabra.
Sin embargo,
siempre lo leí con entusiasmo y cuando ganó el Premio Casa de las Américas lo
enlacé a Editorial El País para que publicara su libro en Bolivia porque sabía
qué estaba recomendando. Un hombre de vida tan dura en los Estados Unidos, como
la del personaje central de “El Exilio Voluntario” tiene en “Muerta ciudad
viva” una visión descarnada, desilusionada y escéptica del país y de la ciudad
de donde somos oriundos. Yo me había acostumbrado a la imagen festiva que mi
carnal Alfredo Medrano y los habitués de El Tornillo teníamos de Cochabamba,
imagen que procuré hacerla mía como si viviera en el mejor de los mundos
posibles, pero la experiencia del narrador de “Muerta ciudad viva” es distinta,
marginal, sin un peso en el bolsillo y a orillas de choqos de chicha infame y
servida en tugurios de mala muerte, donde uno encuentra mendigos y maleantes
pero también universitarios y mujeres bellas que los acompañan en busca de
aventura y sexo. Uno de los capítulos que me seduce titula Brebajes, página
159, donde hay un cuadro simbólico de toda la novela: “Pronto estaban
desterrados del planeta, masturbándose en los sillones, mientras la anfitriona
danzaba y abría las nalgas para echarse sonoros pedos. Cada vez que lo hacía
acercaba a su culo un encendedor y una bocanada de fuego salía de la raya.
Risas. Julio de un platillo iba cortando con tenedor y cuchillo trozos de jabón
de tocador que engullía con gran satisfacción. El líquido se iba reduciendo y
le aumentaron una botella de agua de colonia que estaba por ahí.”
Eso, la
desolación de la madre que llegó de la Córdoba civilizada a un país irredento
en su pobreza, los barrios marginales donde malviven y malmueren ex hombres y
mujeres, y universitarios cuya pobreza, pese a que pertenecen a la “ciudad
letrada”, sólo alcanza para gastar unas monedas en una chicha alcoholizada y
“horrorosos espacios de degradación y mugre”, esos son los ambientes en los que
transcurre buena parte de la narrativa de Claudio, aunque la vida de inmigrante
y trabajador de los mercados de “El Exilio Voluntario” no deja de ser atroz por
el esfuerzo y la soledad, que parecen una penitencia por un pecado que no tiene
perdón.
Pocos escritores
hay en Bolivia y el mundo que tengan el imaginario doloroso, escéptico y
rebelde de Claudio. Para ubicarlo habría que leer a Petronio, Rabelais, Lautréamont,
Bukovski, Henry Miller, Céline, Cioran y Jaime Saenz. Y luego hablamos.
El autor es Cronista de la ciudad.
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Publicado en OJO
DE VIDRIO (columna del autor), Los Tiempos (Cochabamba), 31/10/2013
Fotografía: Martín Chambi