Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Renán Tarifa
cantaba rancheras en un boliche hoy desaparecido de la avenida Oquendo. Alguna
vez caímos por ahí, sabiendo que como músico tenía derecho a trago, no
ilimitado pero lo suficiente como para entusiasmarlo y cantar el resto de la
velada gratis. Lo aprovechamos. Era una operación de comercio y ambos bandos
sabían regatear.
Subió de nuevo al
escenario. Arregló la casaca que el sastre había ampliado para soportar su peso
y dedicó, modulando la voz como los relatores argentinos: “Ahora una pieza para
todos aquellos que han estado en prisión, Escaleras
de la cárcel, de la deliciosa tigresa Irma Serrano, genuino amor del
maestro José Alfredo”.
“Escaleras de la
cárcel, escalón tras escalón, unos suben, otros bajan, a prestar su
declaración…”. Para qué más, la lírica despertó pasiones y en cada mesa se
enjugaban lágrimas o se echaba carajazos. En la nuestra, y siguiendo a
Kierkegaard que sugiere que cada uno teja su propia leyenda, se comenzó a alardear.
Ninguno fue tan cínico para afirmar que había sufrido prisión por sus ideas, o
que tortura se ejercitó en él, como en amigos que conocíamos a quienes sí. Conformábamos
un grupo de sencillos vividores, borrachos, mujeriegos sin mujer, enamoradizos,
peticriminales.
Historias van y
vienen, nostálgicas, anecdóticas, risibles, plausibles, volubles y
sintomáticas. Dependiendo del caso y del que lo contara. El mariachi pareció
sonar más distante. La conversación presta una importancia en la que uno se envuelve
y se escuda. De pronto nos hallamos en un mundo donde por un instante el
protagonismo está entre manos. Qué rancheras ni qué cuartos, “Ay, Sandunga,
mamá por Dios”; el entorno desaparece, tú eres la estrella rutilante, titilas
como un verso de Neruda, subyugas, seduces. Lástima que sea un ofertorio de
machos, porque tus palabras podrían acercarte al exquisito de un cuerpo de
mujer. La vanidad es una mala droga.
Escuchamos. De a
sorbos digerimos los relatos.
Pasaron treinta
años, o por ahí. Medianoche en casa y medianoche, creo, también afuera. No abro
la puerta porque el frío entra como puñalada gitana, de arriba hacia abajo. La
comodidad de estar sentado frente a una moderna HP, escuchando en el silencio
la respiración de las hijas, los suspiros del perrito que está tan gordo que
parece un chancho vietnamés pigmeo, blanco y negro, dormido como persona,
porque así lo cree; se siente miembro de la familia y tiene las mismas
prerrogativas, y no sé si se da cuenta que andamos en dos patas mientras él en cuatro.
Su afianzamiento con la tierra es superior, mayores su agarre e impulso. A
veces pienso que el perro soy yo, y que él juega con mi intelecto y mi
imaginación, haciéndome visualizar cosas que no son.
Escuché. Cuando
me tocó el turno, desempolvé el recuerdo de una fiesta francesa en Cochabamba.
Asistía una mujer sofisticada en su apariencia hippie. Nos conocíamos algo. En
las volutas del singani susurró que le gustaba. Salimos, nos metimos al garage
y entre un jeep Toyota y la pared consumamos un sexo ávido y veloz.
Reingresamos al
salón. Las visitas compartían un pase de coca, en la punta de una llave que
metían suavemente por las oquedades de la nariz. Wara, los Stones, hasta Joe
Dassin y Brel ne me quite pas. Nos cruzó la mezcla. Las mujeres se fueron.
Subimos al jeep, camino de la nada. En la avenida Libertador nos chocan de
atrás. Con el golpe estrello mi frente contra un saliente metálico y comienzo a
sangrar, mucho. Bajo, atontado, y grito que quién es el chofer (del otro carro)
y cuando me dicen soy yo, le reviento la cara y los dientes caen como reguero
de perlas. Aparece la policía, altisonante y pedigüeña; quieren plata. “Así es
este país de mierda”, pronuncio en alta voz, lo que conduce a mi inmediato
arresto por insultar a la patria.
Celda inmunda,
con tan poco espacio. Me sacan unos pesos para comprar pan, y la tajada del
capataz de la celda. Los doy. Me tocará una marraqueta al desayuno. Pido al
guardia orinar y me dice: “orine”. No hay dónde; me aguanto.
A la mañana
siguiente llega mi padre y me echa en cara mi vergüenza, lo bajo que he caído. Fui
su esperanza, aprendí francés, gané algún cinturón de karate, devoré su
biblioteca, desde Jorge Amado a Guillermo House. Papeleos, firmas. La
contraparte quiere daños y perjuicios. Sonríe el victimado con sardónicos
medios dientes. El comandante pide para la institución cincuenta pesos y dos
bolsas de cemento. Hay trabajo de mampostería allí; los albañiles son los
presos, los que no tienen madre ni padre, o no despiertan interés. Años después
penetro en la penumbra de un baño de bar y allí está aquel chofer. Le pregunto
por su salud y abre la boca para mostrarme: “mira cómo me dejaste”. Le palmeo
el hombro y salgo.
Son cinco o seis
veces que he dormido en celdas. Recuento: Cochabamba, Leadville, Aurora,
Glendale, Littleton, Englewood. Gran currículo y ninguno que exceda la simple
anécdota. Nada por lo que pudiera preciarme, o que siguiera el consejo del
filósofo danés. Asuntos de cantina, o disputas conyugales que en Estados Unidos
pesan como crímenes mayores.
En Leadville
regentaba un restaurante, el New West Café, donde aparte de cocina
norteamericana ofertábamos con mi socio peculiaridades como el ají de fideo
valluno, con nombre adecuado en traducción inglesa. Una amenaza que en Bolivia
no pasa de usual bravuconada: “te voy a matar”, me costó el negocio, una noche
de prisión con luz roja permanente sobre la cabeza, la separación con mi esposa
y la odisea de abogados, jueces y juicio. Me prometí que no me expondría a tal
humillación otra vez y me mentí.
Luego detalles,
una y otra vez, arrastrado por dos matones, con las esposas cortándome las
muñecas. Me habían buscado en el trabajo. Les dije que ya sufrí arresto y corte
y les mostré los papeles que lo afirmaban. Esta es otra denuncia, parcos, y
dese la vuelta y afuera. Pido a los amigos que avisen a mi hermana, que vayan a
sacarme. Tengo que recostarme de lado para evitar el dolor. Miro los
carteles: avenida Santa Fe, Hampden, Oxford, Belleview. Nos detenemos en el
centro de detención de la ciudad de Littleton. Me ponen con otros cinco
personajes, en fila, mirando al grupo de policías. Arrojan una suerte de
bañador delante de cada uno y a desvestirse, sin dejar nada. Mierda, recuerdo
que en el apuro por salir vi que no tenía un calzoncillo listo y agarré uno de
mi mujer, grande y rojo. Caigo en cuenta ahora mientras aflojo el cinturón y
voy bajando los jeans. Los otros detenidos me miran de reojo y una mujer
policía suelta carcajadas. Me he echado encima, sin quererlo, un baldón. Nos
ponen juntos, el grupo completo y me remito al ostracismo de una esquina con la
gran posibilidad que los otros me crean maricón.
Felizmente no
dura mucho, tres horas a lo sumo. De allí me trasladan, con alguien desconocido
en un bus enrejado. Para ello me ponen cadenas en los pies y manos, y otra que
conecta ambos enrollando primero mi cintura. Animal de matadero. No me dejan
hablar, explicar nada. Lo explicarás ante el juez.
El bus cruza la
ciudad, el grupo de ciudades que inventan una urbe, hasta que llego a un
descampado donde se levanta un horrible y gigantesco edificio marrón. Un poco
de burocracia y me entregan uniforme naranja, el de los felones: crímenes
mayores. Los que visten de azul son vulgares rateros, alcohólicos, traficantes
de poca monta. Dentro de la tristeza que implica estar aquí y así hay un dejo
de superioridad ante los otros. El color te hace peligroso.
Penetramos a un
patio. Los presidiarios están de recreo. No veo a nadie de la raza. Tal vez
uno; me le acerco a ver si habla español. Me dice que es indio apache. Me quedo
a su lado, balbuceando tonterías acerca de Victorio y de Jerónimo. Termina la
hora libre y nos arrean a las celdas. Me han colocado junto a otro felón canoso
que duerme ya en el camastro de arriba. Voy acomodándome, limpiando la
almohada, cuando suena el altoparlante para presentarme con el guarda. Son mis
amigos mexicanos que han venido a buscarme. En una sala de espera, adormilado;
recién me sueltan a las cuatro de la mañana, y con Danny y otros dos nos vamos
directo a repartir periódicos. No se puede perder el jale, como le dicen.
Semanas después
una juez judía recrimina a la fiscal las incorrecciones de mi arresto y me
permite salir libre, sin cargos ni multas. Me asombra este país.
Transcurre un
año. Nos fuimos de vuelta a Bolivia. Tenía pendiente con la ley cumplir visitas
mensuales a un oficial a cargo mío. Me cago. Pero Bolivia aparte del olor a
eucalipto en los amaneceres del valle carece de todo. Y regreso. Mi abogado
aconseja presentarme y entregarme apenas llegue. Tengo sentencia de 180 días de
cárcel. Quizá si demuestro buena voluntad me ayude.
No me encierran
en celda. Me dan una silla y llenan las formalidades. Que me he entregado
voluntariamente e informan de fecha y hora precisas para enfrentar al juez. En
esta ocasión es uno irlandés, de cabello negrísimo. Mira los documentos y
menciona la evidencia que pertenezco a otra nación, que podía haberme quedado
allí sin tener que pasar por esto. No en vano leo libros: le respondo que amo a
los Estados Unidos, que quiero quedarme aquí, y que para eso debo cumplir con
mis obligaciones con él, aunque signifiquen pagar una condena de prisión. Hay
público. Rechacé un traductor. El juez levanta los ojos y dice contundente: “Le
agradezco, señor, gente como usted es la que ha hecho grande a este país. Se le
conmuta la sentencia y los gastos de corte. Puede retirarse y vivir su vida de
decente ciudadano como ha demostrado ser”.
Esa fue mi
historia. Los amigos se desinteresaron. Les resultó muy larga. Ahora coreaban El rey. Quise añadir que la primera vez
que visité un juzgado me compré un terno, zapatos, y asistí elegante. El ujier
que iba a leer en voz alta el número de ingreso de mi caso, me pregunta si soy
el abogado defensor. No, replico, yo soy el criminal.
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Publicado en CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE (con Roberto Navia), La Hoguera, Santa Cruz de la Sierra, 2013
Imagen: Piranesi