Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Creo que la única literatura que nos
marca es la que leemos de niños.
En 1969, mis padres me regalaron una
edición de “La Ilíada”. Leí con avidez sus páginas y lo he vuelto a hacer
veinte veces a lo largo de mi vida. La Guerra de Troya tocó profundamente mi
sensibilidad. Desde tal instante pensé que yo era “Héctor, de tremolante
casco”. Esa idea no me abandonó jamás: de ahí quizá la soberbia... “Héctor,
matador de hombres”.
Mas no es de mí de quien voy a hablar.
Durante el siglo XIX, un helenista alemán, muy rico y obsesionado por sus lecturas de Homero,
partió hada Anatolia en busca de Troya, contando únicamente con la guía de los
poemas homéricos. Enrique Schliemann (1822-1890), desafió el mundo con un sueño
infantil entre las manos.
Con la puntillosidad inherente a su
condición de germano, fue analizando, paso a paso, la supuesta ubicación de
Troya según Homero. Cuando estuvo seguro, comenzó sus excavaciones en una
colina, túmulo de ciudades superpuestas. De acuerdo a la cerámica y objetos del
tiempo de la guerra (2000 a. C. aprox.) paró el trabajo y dio a conocer su
hallazgo. A pesar de su artesanal manera de comprender la arqueología, y de destrozos
causados en las ruinas, Schliemann merece un gran sitial en la historia.
Otro hombre se hubiera quedado estático
en su gloria, pero Enrique Schliemann era un soñador, un romántico. Se le metió
Micenas, la patria de los Atridas, en la cabeza. A través del mismo
procedimiento -el estudio del poeta ciego- Schliemann descubrió Micenas, con su
Pórtico de los Leones. Encontró una tumba, “la tumba de Atreo”, y un tesoro.
Supuso que era el tesoro de Agamenón y el mundo conoció a este legendario rey
por una mascarilla mortuoria en oro. Mas tarde se supo que no podía ser de
Agamenón, pero ese es otro asunto.
Schliemann
convirtió los sueños en joyas que brillaban, en muros donde aún se escuchaba el
sonido de las espadas.
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Publicado en TEXTOS PARA NADA (Opinión/Cochabamba), 27/10/1987
Imagen: La máscara de "Agamenón"
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