Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Viento de
Huracán. Barre Denver, Capitol Hill, antiguo barrio rico. Caen ramas. Las
viejas casas se estremecen, ululan, parecen búhos encerrados. Pongo el sillón
contra la puerta de la sala, mis siempre listas maletas para la puerta de mi
dormitorio atrás, la que da a maltrechas gradas de ladrillo donde me siento y
veo hormigas caminar por un desierto larguísimo, más extenso que el Takamaklán.
Florestas serán los pastos que apenas se elevan un centímetro del piso. Habrá
monos, serpientes colgantes, un espacio que desconozco y está ahí, al que aplasto
día a día, sin saber si debajo hay arroyos, peces de oro y de plata. He visto
zorros brincar en medio de la noche, sin motivo, tan alto como un metro. Veo
conejos, menores que los zorros, pero también un metro arriba y chasqueando los
dientes. Ritos de qué, de dónde, no hay ciencia que pueda penetrarlos. ¿Qué
hace a la zorra realizar una carambola aérea como en un show? No está comiendo,
no hay macho alrededor que quiera conquistar, solo mis ojos marrones, cafeses,
que observan, contemplan, sueñan. Pasa un coyote volando.
La noche y
tú, tan trillado este romance, pero a esas horas son la noche y tú e incluso
con la muchedumbre de ruidos prima el silencio. Escuchas el motor ronronear o
toser. El termómetro marca cincuenta pero se siente frío. Tus ojos están
acostumbrados. Tus dos matrimonios conjuntos duraron treinta años, veintitrés y
siete, números impares de una tómbola bella y siniestra. Pero el trabajo duró
más, no tanto pero bastante, y cuando crees que te aliviaste de ello retorna
con saña. Lo digo porque cuando la mente se acostumbró a la idea del ocio, esto
implica un ataque.
No he
tenido energía ni ganas de ponerme los pantalones. Devoro, si se puede decir,
un tallarín con cecina. De tres días ya, no importa. Quiero animarme a una
botella de tinto argentina que dice “tenaz”. Cincuenta por ciento cabernet
sauvignon y la otra mitad malbec. Me gustan estas mezclas, en vino y en personas.
Gime la puerta del salón, el viento quiere violar este espacio donde suena
quedamente Caballo viejo en versión
desconocida. Pienso en Colombia. ¿Qué será de mi amigo don Juan? Negro de la
secreta en Barranquilla, que contaba que en Venezuela tiraban las monedas a la
calle como inservibles. Años de petróleo, dinero, lavadoras en las calles,
autos a medio uso para quien los quisiera tomar. Vendrá tiempo de vacas flacas,
aconsejaban, pero igual la gente arrojaba monedas a las bocas de tormenta.
Andaba Juan de espía. Mientras comíamos un rib eye envuelto en tocino que yo
había freído, en el tercer piso de mi apartamento en la Peoria, detallaba cómo
perseguían a los falsificadores de billetes, cómo los blanqueaban al agarrarlos
luego de secuestrarles el dinero. Era un hombre interesante. Ya habrá muerto.
La última vez lo vi tocando la puerta del K24, donde yo vivía. Lo miraba desde
el automóvil parqueado. Me dio pereza, dormitaba, y agaché la cabeza para
esconderme. Se fue alejando por el parque, dobló en la piscina comunal, y nunca
más lo vi. Por las noches repartía diarios en el Club Valencia, a donde habían
ido a parar los rusos. Han pasado quince años al menos. Como hace diez, la
señora Mireya y sus hijas repartían otros diarios a las tres de la mañana en el
mismo lúgubre edificio. Quedaban rusos, pocos ya; subieron en el escalafón
social. Es penumbroso, escaleras aquí y detrás y enfrente. Rincones donde no
sabes qué acecha. Colgaba lo que creyeron piñata descomunal, entre el ascensor
y una de las puertas batientes. Era una eslava ahorcada; la lengua quiso ser
rosa y se tornaba morada. Un ojo azul; otro gris. Corrieron hasta la salida del
1300, no pararon hasta encender el auto y subir por la avenida Florida. No
llamaron a la policía. Alguien encontraría a la mujer antes de salir al
trabajo. Suena Caballo viejo, ritmo
de porro lento. Los zorros bailan en el aire, algún cuervo grita nunca más,
nevermore, jamás jamás. Huyen tres mujeres de Chihuahua. Si estuviéramos en la
Sierra Madre… ojalá estuviéramos. No hay aire en los pasadizos del Club
Valencia, cuatro pisos y algunos penthouses en el quinto. El cadáver no se mece,
está quieto, aguarda.
Don Juan se
refería a su hija como “águila”. Era astuta para conseguir préstamos de la
gente y no pagarlos. Me pidió varias veces y siempre pretexté algo. La esposa
de Tito lloraba por cinco mil. Esa perra me engañó, Claudio; le creí porque
éramos paisanas y se lamentaba. Tito, colombiano pequeño y calvo, estuvo en la
cárcel de Utica, en Nueva York. Reclamaba haber tenido conversaciones con el
Hijo de Sam que lo saludaba: “hola, colombiano”. Lo metieron por medirle el
aceite a un prieto acelerado en la calle, con un lápiz de veinte centímetros. Narraba,
mientras tronaban los tostones entre los dientes, en una calle 14, de Aurora,
que se gentrificó y alberga doctores hoy, ya no exconvictos. Otro que
desapareció. La vida es como la policía secreta de mi amigo Juan. Tuve
problemas con el hermano de Tito, Gustavo, alcohólico que se emborrachaba en el
mítico Hangar Bar. Su mayor insulto hacia mí era llamarme “pastuso”, por lo
indio. Así les dicen a los de Pasto, departamento de Nariño, fundada por el
conquistador Sebastián de Belalcázar.
Qué mejor
melancolía que Roy Orbison. El primo Waldo. El bar racista en la esquina de
Clarendon Bulevar. Cucarachitas que pasean por la alfombra húmeda. Cerveza en
el lavadero de ropa. Metro de medianoche, metro de mediodía, baba sobre el
pecho, cansancio, dólares, sexo eventual con negras de callejón. Repollos, aguacates,
papa roja y papa púrpura. Dream, dream baby. Cuchillos arrojados en medio del
invierno del 89, las manos en el fuego, hasta que olieran a asado para combatir
la helada. Conservo mis primeros guantes. Les faltan dedos, están maltrechos,
forman un amasijo. Tela expuesta al esfuerzo, al dolor, a sollozar por un mundo
abandonado que no retornó.
Cuento mis
años, todavía con diez dedos, los cuento seis veces y recuento porque creo que
me equivoco. Quiero mentirme. No que me sienta acabado pero me niego a creerlo.
Años pasaron, individuos, mujeres, la muerte cosechó y la vida sembró. ¿Pretty
Woman, dónde estás? O lo inventé y sigue el Arca flotando a ver si un día
encuentra un mundo.
Duerme. Al
despertar olerás membrillos que cuecen para jalea. Sabrás que todo fue nada.
29/04/2022
_____
Imagen: Alfred Kubin, 1901