ELENA FERRUFINO COQUEUGNIOT
Relataba Schwob
la historia de un rey enmascarado. Sus antepasados habían cubierto los rostros
de los habitantes del palacio desde los albores del reino. Y vivían así, con el
alma oculta, sin conocer facciones humanas. Mas, un día, un mendigo anciano clavó
en el rey la duda, la necesidad de saber lo que se ocultaba detrás de los
rostros metálicos. Sucumbió a sus ansiedades y optó por descubrir su faz.
¡Espanto! Conoció que era leproso... Dejó el palacio y, con los ojos
perforados, salió por fin al mundo.
Habitantes de
nuestros propios reinos, nos cubrimos los sentidos con peculiares disfraces.
Exhibirnos desnudos sería casi demente. Podríamos sorprendernos vulnerables...
No obstante, como el mendigo del rey leproso, el autor de Virginianos,
nos revela, en cada texto, que, fuera del nuestro, existen universos de
maravilla; de facciones disímiles; de rasgos descarnados. Y es que Claudio
Ferrufino-Coqueugniot fue siempre un visionario. Un escrutador de
profundidades. Jugaba, desde la infancia, con guerras, poemas y fantasmas en la
soledad de su fantasía inalcanzable. Erudito, almacenó datos. Conoció de cerca
los misterios de los ayeres del mundo. Visitó lugares sombreados por el olvido.
Manipuló sables, cimitarras, guillotinas. Hizo rodar cabezas y despertó corazones
al calor de sus susurros. Bebió con grandes y pequeños. Fue alquimista de sus
noches. Amó. Provocó lágrimas. Despertó pasiones. Se hermanó con todos los que,
como él, en algún lugar y en algún momento descubrieron que, luego de la
búsqueda, del desenfreno, de la desazón, "todo secreto radica en estar
solo".
Comenzó
escribiendo poesía. Poesía desnuda, nueva, ardiente. Incursionó también en la
prosa. Escribió cuento, ensayo y, sobre todo, como Baudelaire y Lautréamont,
descubrió la fuerza de la prosa poética. Mantuvo por varios meses la
columna Textos para nada en un periódico local, que puede
servir de preámbulo a sus Virginianos. Ya en Ejercicios de
memoria, Claudio Ferrufino-Coqueugniot, intenta develar los misterios del
mundo; aquéllos que él saboreara; aquéllos que poblaban su presente.
Viajero
apasionado. Sorteó países y destinos. Escribió sus gozos, sus pesares. De
ahí Anja Becker, de Münster, Apuntes para dos soledades,
cartas, poemas, notas... De ahí también los Virginianos, nacidos
del juego entre el sustento y la existencia del poeta en Norteamérica. En esta
serie de textos se conjugan los tiempos, las épocas, los hombres, las mujeres,
las artes, los dolores, las ausencias. Entrar en su universo es trasladarse de
sur a norte y de este a oeste de los hemisferios, sin olvidar ningún sol,
ninguna niebla, ningún otoño. Este viaje alucinante se unifica con la visión
del hombre, pues así como Jim Morrison "escribe con sus huesos en las
piedras", Claudio lo hace con su "carne en los papeles". Y la carne
de Claudio es la piel del Poeta, la voz del ser que gime en los subterráneos de
Washington. Es el grito de los negros de "sexo oscuro"; es la visión
de "una botella sola bajo la noche que llueve" y es también la mujer
de cabello rojo que "se pasea por las húmedas noches de Maryland". Lo
cierto es que sería imposible recurrir a todas las imágenes que enriquecen el
derrotero de este viaje. Hay que vivirlas una a una. Hay que gustar de su sabor
vivificante.
A medida que
nuestra fantasía es transportada por las geografías, conoceremos hombres y
situaciones diversas... La soledad de Stalin, las brujas de Schwob, el delirio
de Morrison y la paleta de Malevich. Y, más aún, compartiremos, en cierto modo,
las mujeres de Claudio, las mujeres del mundo. Aquélla cuyo "sexo bordeaba
el crepúsculo de azul"; o la que camina "con sus manos en el hijo del
vientre y con sus ojos claros". Y no es que los Virginianos sean
precisamente una autobiografía. Sí, lo son, en el sentido en que la pluma del
Poeta descubre los otros ojos del mundo, los que él necesita ver; en la medida
en que Claudio deja de ser un hombre secreto y descubre su propia imagen, ante
nosotros. No lo son, porque cada uno desentraña la única, la verdadera unidad
del hombre; de todos los hombres: la angustia. Borges afirma que "la
desdicha es uno de los elementos de la poesía". Nadie, como el Poeta,
puede descender al submundo del ser, donde los estragos y las pasiones se
hermanan con la muerte. Y es, quizás, lo que Kundera llamaría la necesidad de
"levedad", lo que hace que el hombre común se esfuerce por apartarse
del "peso" de la fatalidad. Peso que parece seducir al Poeta con
inaudita pujanza. En estos textos, como en toda la obra de
Ferrufino-Coqueugniot, los temas recurrentes de la adversidad, la muerte, el
tiempo, la familia, cobran vida de manera abrupta. Y las "pisadas silentes
de la noche" encuentran su eco en el magistral uso del lenguaje que
ostenta el autor. No es difícil recordar, al leer la fuerza de su expresión, a
Isaak Bábel, o la exquisita prosa de Schwob.
Claudio afirmó
alguna vez que era un "artesano de la imagen". Y cada uno de
los Virginianos lo atestigua a su manera. El Poeta manipula el
lenguaje, lo seduce, lo moldea, le da la vida que ha perdido en aras de una
"comunicación" que se extingue con los días. Su lenguaje claro,
preciso, cortante, adquiere un valor particular, un sabor diferente.
Sustantivos se hacen verbos; verbos, adjetivos; adjetivos se sustantivan en
combinaciones que le agregan a nuestro viaje un placer inesperado. En un
espacio reducidísimo, las imágenes cobran la fuerza que buscaban ya los
parnasianos con el uso del soneto. Y el deleite surge, precisamente, porque el
autor nos golpea a su antojo y, fuera de darle a la obra un valor estético muy
particular, compromete al lector con los universos que nacen en cada texto. Que
son siempre diferentes, sin dejar de ser siempre los mismos. Todas las épocas
cobran vida. Todas las emociones explotan. Todos los hombres se dan la mano en
un tiempo sin tiempo; sin principio ni final...
agosto, 91
Introducción
a Virginianos, Los Amigos del Libro, Cochabamba, 1991