Friday, February 24, 2023

Invierno con Thomas De Quincey


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

¿Dónde estabas, Thomas De Quincey, con tu hirviente té y cerca del fuego de leña? ¿No mirabas que mi automóvil corría sobre el hielo a veinte y siete grados bajo cero mientras las zorras gemían como niños en el arbusto? Las ramas forman figuras goyescas. Los grises conejos se refugian en las hoyadas del camino para atrapar calor. En la radio tocan sonatas de Purcell. Solitaria viola da gamba entre los arabescos de la nieve en polvo de la tormenta. Esa que con el viento inventa formas, sílfides y monstruos, y trae de retorno el terror medieval a lo que se desconoce. Tú redactando tus estepas de Tartaria, o al señor Kant con las manos en los bolsillos en la hoy Kaliningrado, otrora Königsberg, joya de ciudad. El coche resbala, desciende la colina de la calle Holly con riesgo de estrellarse. Miro el objeto delante de mí: Ilse, bar alpino. Purcell y el clavecín, Purcell y el violón. Finalmente no me estrello, el auto se detiene bruscamente en la vereda. La noche pare edificios  en silencio, una lechuza que pasa rasante con algo con cola entre las garras. En los basureros de la Harvard corren ratas grandes como perros chihuahua. Otra vez grita una madre zorra su espantoso lamento. Noche sueño de pesadillas. Blanca nieve que ofusca.

 

Una línea vertical se yergue en el horizonte. La vemos negros sudados en el muelle de carga de los mercados de Gallaudet. Sudados y congelados, paradoja de la angustia. El tren de Nueva York se arrastra del otro lado del alambrado. Primer destino Baltimore, bares africanos de un naciente rap. Poe. Una sombra se descuelga del muro y un gorila devora mendigas viejas en la estación. Lomo de plata no es, oscuro como el tío Tom, como el mayoral Joe Day. Segunda estación Fidadelfia. Tercera Nueva York aunque esta barriada es más Jersey. Pienso mientras los parcialmente iluminados vagones desaparecen. La línea vertical se ha doblado. Dicen que es tornado, más bien creo reflector de luces magras. Purcell en mi bemol, en sol menor.

 

Francine se acicala y cae rendida en manos de un irlandés. Gloria sucumbe a un folklorista. Elke a quién no sé. Cuento los dedos y más mujeres tengo que dedos. Mis guantes rotos, faltan algunos. Cabizbajo, retorno de estación de metro a otra de bus. Camino el último kilómetro de las afueras de Alexandria bien mojado, perro de aguas. Me secaré, pasaré la toalla por la entrepierna al estilo de Madonna y sacudiré el jergón del sofá destartalado. Tiemblo. ¿Del frío, Thomas De Quincey? Del hambre. Se tiembla de hambre más que de frío. De amor más que de hambre. Se me acumularon todos, castigo capital por los pecados. The Yardbirds tocan una lúgubre canción. Duermo. Me despierta el maullido de un gato en algún lugar del ramaje del molle macho en casa. El colchón huele a rancio, unos helados fideos ramen en el sartén. Abro los poemas completos de la Dickinson. Cochabamba estará con sol; los amigos tirando al sapo con tejos de plomo. Los cañaverales crían serpientes, no te acerques. Cortando las cañas jóvenes y soplando en un extremo suenan pífanos. El pífano de Manet; dime, De Quincey, en dónde está mi infancia.

 

Tus ojos. Te miraba y eran celestes, los cerraba y eran marrones. Negros tus ojos, blancos de ciega que no me ves. Rosas tus pezones, marrones, negros, color de zanahoria, de betarraga, Beta vulgaris. Tengo sed de desierto; las fuentes se han secado. Hay un tren que retorna desde la tierra de Lovecraft. Va cargado de escarcha y chirria como el fatídico carruaje de Selma Ottilia Lovisa Lagerlöf. Leo lo que aparece, el carruaje de la muerte, Mishima, Thorfinn Karlsefni Thórdarson, sagas de Sturluson y Borges. Frío islandés. Me pica la nariz y al querer rascarla se cae, igual a un dedo congelado, color púrpura, de Jaipur. Es hasta hermoso y no duele. Después desgrano los dedos como maíz para mote. Un recipiente los tendrá rojos, azules, patascas (¿patasqa?).

 

Finalmente nos sentamos, Thomas De Quincey, y te pido que me enseñes a escribir. Ansias de iletrado. Comparto ahora tu té y desde dentro de casa el invierno se ve distinto. Por ahí pasa un auto y resbalando se estrella contra el Ilse Bar. Estoy conversando con el maestro, pero ese sujeto que corre ardiendo como fogata me parece yo, parece que soy yo; soy yo.

24/02/2023

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Imagen: Somerset House from the River Thames, JMW Turner, 1798–1802


Monday, February 20, 2023

Platillero de la banda


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Cierta vez me preguntaron qué me hubiese gustado ser. Pensaron que mi opción de quién, más que de qué, estaría entre Günter Grass y García Márquez, pero no. Contesté que platillero en una banda. ¿No lo oyeron? Platillero, haciendo piruetas con los platos dorados, girándolos entre mis manos como si fuesen mariposas, en la celebración del Señor del Gran Poder, o del Gran Joder, vamos.

 

Lo recordé este amanecer lluvioso -llueve menos que en Macondo- mientras la casetera tocaba La Motilona, cumbia de Los Alegres Diablos. Chas, chas, que aquí viene el ritmo, platillo en la cabeza, media vuelta, giro y contragiro, arriba, con los dedos, igual a los negros basquetbolistas norteamericanos que de la pelota hacen un mundo que da vueltas sin parar.

 

Contemplo las bandas, uno de los espectáculos impresionantes del universo, esa mixtura, de aparente caos en que multitud de instrumentos aúlla al mismo tiempo en angustiosa fraternidad. He pensado, leyendo novelas tradicionalistas y mirando fotos de las sociedades geográficas, que nos han registrado en la historia -a los bolivianos- como nativos taciturnos mirando el horizonte. Por detrás crece la hirsuta paja, se levantan peladas tetas/colinas de piedra implacable y un hato de llamas pasta en los confines del mundo. Pero Bolivia es país alegre, despiadado en el desenfreno, incluso entre aquellos taciturnos amoratados por el frío que cubren la melena de cabra debajo de chullus de lana con increíbles colores y diseños. Tan alegre que me parece que la mejor representación del país, si tuviésemos que ponerle una concreta apariencia física, sería esa del platillero con un terno brilloso, blanco, gris metálico, rojo, algo chillón, discordante, que hace movimientos sensuales y cabriolas al mismo tiempo que produce música. Síntesis de un mestizaje que uno y otro lado tratan más que desdeñar, evitar.

 

Desde los platillos de la batería, que acompasan con suavidad las canciones y a veces se acarician con un ramillete, hasta los personales, algunos tan grandes como de un metro de diámetro; dorados, eso sí, porque hay que preciarse de una profesión sin duda más antigua que la de dar trasero por dinero, la de golpear dos objetos planos sin ritmo al principio y luego seguidos ya por otros sonidos que acompañan su básica y elocuente voz.

 

Cierto que el diablo, la diablada, son imponentes, que cuando salen del socavón o de cualquier bar de la avenida Siles donde festeja el pasante, en medio de estruendo de cohetes, poca cosa se les puede comparar, pero si alguien no ha visto un platillero de Bolivia, tronado por el alcohol más que por la veneración del virginato o señorío, sudado en su piel de cobre que brilla con el agua, no ha visto nada. Porque si este platillero ya asimiló el infierno del ritmo y alucina con un opio, el de la música, que nos lleva a Baco o, más antiguo, al fuego mismo primigenio, nada lo podrá parar hasta que caiga rendido, sonido de metal al suelo, y duerma cubriéndose del sol con un plato que se calienta al rojo y lo despierta para continuar. ¿Dónde? Siempre hay dónde y siempre hay cuándo y nunca por qué. Como la patria que ríe pero no se la puede ver. Ni tampoco cuando llora.

 

Entrecierro los ojos porque no he dormido, no por veleidad de poetastro infeliz y exiliado que no soy. Por el sueño, y sabiendo que a través de él, de tanto pensar, de repetir una y otra un vinilo o un compacto inundado de platillos, he de convocar los fantasmas de ayer, cuando Bolivia pasaba penosamente de sociedad rural a esbozo urbano. Diablos, morenos, kusillos podrían ser los espectros de esa inevitable transformación. Si acaso la modernidad los acucia para renovar vestimenta, glorificar el milenio con aberraciones de mal gusto o lo que fuere, hay un espíritu que permanece incólume, anciano, que se sobrepone al tiempo y nos renueva a tiempo de devolvernos atrás.

 

Incluso en un entierro, cuando la banda toca un lento huayño de pena o ataca un bolero de caballos de guerra, suena el plato, espaciado, no enloquecido, de cuando en cuando, como una ráfaga de recuerdo con ruido de vidrio roto. Tubas, trombones, sensatos tambores apenas tocados y chas, chas, de a ratos, ya no el platillero con terno sino uno modesto, de camisa blanca, pantalón negro, avejentados zapatos de charol y olor a jabón de tocador con dejo de almizcle. Luego la pala deja caer la tierra encima del cajón, chas, chas, y el libro de horas se ha cerrado.

 

Platillero hasta el fin del mundo, obviando públicos y dioses, ensimismado, entusiasmado con dos soles amarrados a las muñecas como guantes de boxeo. Llevar el platillo a veces de sombrero, otra de abanico, y estrellarlo contra el otro y disfrutar como de cópula el temblor del bronce, mayor mientras mayor sea el diámetro, dorado porque tiene que ser, y fundido con sudor de herrero, gota de oro, pizca de plata y orín de burro.

13/05/2017

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Texto publicado en EL ORO DE LAS ESTRELLAS EXTINGUIDAS, Volumen 15 Obra Completa, Editorial 3600, La Paz- BOLIVIA, 2019.

Saturday, February 11, 2023

La Era de Acuario


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Marchan, uno dos, uno dos, botas camino de Vietnam. Mi amigo Frank, mientras acabamos una botella de Canadian Mist, tiene los ojos en las selvas, en descabezados niños guerrilleros muertos. Uno dos, dos uno, uno uno dos dos, marchan. Cuenta que mientras asaba ardillas en los bosques donde se escondió al retornar a Estados Unidos oía el crepitar del napalm, tapires que huían aterrados con medio cuerpo incendiado. Oigo, Claudio, oigo y marcho, uno dos, dos tres, cuatro cinco, uno uno. Marcho. El whisky barato tiene color de orangina. Quema. Pesa. La habitación en penumbras, sótano de Maryland, se llena de humo y gritos. Me quedo a dormir pero en realidad me traslado. Llevo un uniforme, marcho, marcho. Whisky, marcho mientras las Shirelles cantan Soldier Boy.

 

Con mucho alcohol en un jergón en el piso. Frank murmura entre sueños, no lo puedo entender. Cuando al quitarme las botas vio que mis calcetines tenían agujeros en la parte del dedo gordo, fue a su cajón y me regaló media docena de medias militares.

 

De Vietnam no trajo victorias pero sí una pequeña y hacendosa mujer de rasgados ojos. No de Saigón, de por ahí, de los arrozales donde las cobras se alimentan de vietcongs muertos. Le dio dos hijas y él corrió a la floresta de Maryland para no salir nunca más. Cargamos camiones, Frank suda, moja sus anteojos; se detiene a ratos para secarlos. Cajas de iceberg, de papas rojas, hasta de paltas chilenas. Dos, tres años vivió de lo que proveía el camino, animales atropellados por los carros a velocidad. Venado, ardilla, mapache, serpientes de agua, cuervos atrapados antes de alzar vuelo, distraídos con la carroña. En un techado de cartones y madera aguantó. Suelen ser tremendos los inviernos de la costa este pero aquí estaba, recibiendo órdenes de Joe Day, What the fuck are you looking at, bitch? Get your ass to work! Fuck you, Joe! Varios de ellos son veteranos: Ernst el viejo, Will, el mismo Joe, Tyronne. Todos negros y todos pobres, bueno, quizá Joe no al ser capataz, pero le gusta tanto la “mierda”, el crack, que no sé si le queda algo. Pussy alrededor, sexo femenino carente de lírica, mojado hoyo que alivia el mal recuerdo.

 

No vio otra vez a su familia, no la buscó. Un día faltó al trabajo. Apareció al día siguiente y lo expulsaron a empujones, casi tirándolo fuera del dock. Jamás lo volví a encontrar. Está en mi mente, claro, siempre, cuando contemplo mi historia en cinta sinfín. Mis pupilas no envejecieron como el resto. En ellas guardo el humo de roedores asándose entre árboles de hoja caduca en algún lugar entre el norte y el oriente. Suena un tango ruso. ¿Emula aquella tristeza? O poca la suya comparada a correr entre piernas desgajadas cuando los cañones del Tet caían sobre la trinchera.

 

Usé aquellos calcetines de campaña que me regaló. Me sirvieron para el terrible invierno del 89. En la penumbra de mi dormitorio escuchaba a Bob Dylan, los Everly Brothers, Del Shannon. Estoy aquí, me decía, aquí donde he estado tanto en libros, donde en los bosques de Thoreau se mueven refugiados asesinos, buenos asesinos algunos, del sudeste asiático. En Whitman, en Emerson, en The Red Badge of CourageStephen Crane.

 

“No tiene memoria ni miedo ni esperanza/más allá de la hierba y las sombras a sus pies”. Hart Crane.

 

“No era la Muerte, pues yo estaba de pie/Y todos los muertos están acostados (…)” Emily Dickinson.

 

“Quizás te consideres un oráculo, / portavoz de los muertos o algún dios. / Yo llevo treinta años esforzándome / por limpiar de fango tu garganta / y no he aprendido nada”. Sylvia Plath.

 

El metro nos lleva a Takoma Park, ¿O era Silver Springs? Maryland, de todos modos. Ya cuando el sol de marzo calentaba la espalda, cuando los dardos del invierno no crucificaban el rostro ya no más, pensé en mujeres. Nam, Vietnam, se aletargó, despertó el cuerpo, dejé que el Reuben James se hundiera en las aguas heladas, los marinos pegados al suelo oceánico y yo pegado a tu cuerpo ni sé cómo te llamabas, rubia que gemías. Carol, sí, Carol. Tu gato se lamía las patas y la escalera de Arlington que llevaba a tu pieza habíala yo pintado con los colores de Gabrielle Münter. Luego te llevé a comer comida china, de cincuenta centavos el cucharón.

 

Si todavía estaba vigente la Era de Acuario no puedo decir. Pero el aire venía de allí, aquello estaba todavía muy cerca y los hippies no se habían aburguesado tanto como para el oblivion. Hair, triste maravilloso film, con música de The Fifth Dimension. De la rubia caí en piernas de la antropóloga judía. Gritaba y el sexo era con luz y ventana abierta. Después encendía, ella, un cigarrillo, y hablaba de Teresinha, Brasil, y de caimanes de barro.

 

Subía el zipper y bajaba por la colina de Adams Morgan. Me emborraché en el Montego Bay, con Red Stripe, cerveza jamaiquina. Hasta el vaso olía a ti, ese aroma entre de zorrino y azahar.

 

¿Si era la de Acuario cuál es esta otra? Pasaron treinta y añadidos años. Supongo que el vendaval los dejó muertos, amigos y conocidos, entre el mejunje de alcachofas y reefer; entre remolacha y hash. Frank llevará décadas de calavera. No iba a vivir mucho. Nadie carga el horror por demasiado tiempo. Recuerdo cuando nos escondimos en aquel sótano de Maryland, detrás de la mesa, porque caían misiles rusos y dejaban el dormitorio como retamas sangrientas. Sombreritos negros entran a los apartamentos por oleadas, pequeñitos, guerrilleros enanos como decía Boogie el aceitoso, alegando que no había niños en Vietnam.

 

Oh, Summer of Love!

21/01/2023

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Publicado en REVISTA 88 GRADOS, 12/02/2023

Imagen: Armando Ferrufino Poggi

Friday, February 10, 2023

Little Darling


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

La muerte sobrevuela el frío con densas alas de cuervo. Una lechuza enana grita desde la punta de un aspen deshojado. Las únicas sombras de la calle son mapaches, a veces mendigos, a ratos ciervos perdidos en la ciudad, llegados por sendas de arroyos desde bosque y montaña. Osos negros también, más por comida que por confusión.

 

The Diamonds cantan Little Darlin', 1957, aunque me gusta más la versión de The Gladiolas, del mismo año. La habré escuchado en la infancia porque cuando la oigo sonar me traslado. La sin nombre produce golpes de aire con las oscuras alas del destino. Viene, claro que viene, pero hoy la repelo con la “pequeña querida”. Más que el cuerpo quiere la memoria; ahí radica el real destrozo. No he de cedérsela aún, todavía me pertenece, la recreo, la invento, tejo el pasado con el presente y junto el aroma del comino a tus cabellos de azafrán. Me gusta la mujer con perfumes caros. Y me gusta que huela a arroz tostado, a cebolla en caramelo y con entrebrazos semejantes a maraña de mangles. No peco de ortodoxia. Amo el sexo femenino rebalsando los calzones, floresta de luna que ofusca la noche, pero las horas han traído otras épocas y mientras más limpio se muestre el tesoro más ávidos andan los cazadores. Sin afeitar en la cama de la calle Venezuela; afeitada en la magra jungla de Bella Vista. No eres única, cuando te hablo de tú son ustedes, y no es que se entremezclen los placeres y su recuerdo sino que entre todas hacen una magnífica Carmina Burana de voces y el reloj se detiene. Un cucú canta en las colinas de Singen; el mismo cucú pero otro susurra en los adustos ladrillos de Leeds o muestra un inolvidable cíclope debajo del algarrobo de Colcapirhua. ¿Y así quiere cazarme la muerte? Cuando me protegen los duendes del amor, cuando son muchas las faldas en las que puedo esconderme jugando al cobarde. Ella ni me buscará y menos encontrará en el exquisito fuego del incienso.

 

La vida se agita debajo de los hielos.

 

La otra vuela en círculos como lo hacía en el campo de guerra de Shiloh.

 

Anoche, mientras manejaba, iba construyendo un texto que olvidé horas después. Quedaron resabios, despojos literarios, buenos para armar un quilt. Sí, recuerdo que me puse de tarea comenzar a transcribir mis Cuadernos de Norteamérica, originales que creí perdidos en tanta diáspora. Pero están, ahí están, doscientos o trescientos escritos breves, flashes del país a partir de 1989. En ellos, como tampoco hoy, hay mística. No me seducen Pachamamas ni Odines a no ser como referencias. La emoción no acepta sagrados ni bridas. Pobre de ti si cedes a la creencia de lo superior. Todo es nuevo y nada permanece. Esa la metáfora del Diluvio. Cuando el pobre Noé vio que se construiría de nuevo lo mismo destruido, se emborrachó. El Verbo navegaba sobre las aguas; el vino, agua. Las trompetas de Jericó sobrecogen como las momias chachapoyas colgadas de los riscos. Me dices ven y abres las piernas. El verbo flota sobre las aguas. Abreva el mulo para no morir de sed.

 

Danza circasiana. Luego derviches. Gabriel contaba que los “cholos” jefes bailaban cumbias lentas con hombros y brazos como de zopilote. Cholos del narco, cabeza casi escondida entre omoplatos levantados. Puro machos, danza de hombres y pistolones. Un revólver abre sus muslos a la muerte.

 

Pequeña querida, canción de cuna casi. Me produce la misma sensación escuchar Pretty Woman, en voz de Roy Orbison. Puede ser Cochabamba en 1965 o Arlington, Virgina, en 1989. Sugieren que el tiempo es una abstracción. Me gustaría creerlo pero me confiesan que los dedos de una que amé hasta la insania se curvan en forzados corazones. No se curvan por amor sino por ruina.

 

Alas negras de cuervo, densas. Me escondo de ellas detrás de un fantasma femenino que desciende por la avenida Florida en noches de tormenta de nieve, siempre caminando hacia atrás. La cuervo madre no le presta atención; tampoco a mí que marcho aferrado a ella mirando de reojo para no caer. El espectro está más helado que invierno. Más solo. Mi calor al juntarse se evapora, como si fumara a escondidas.

 

Niños, fumamos tallos de lacayote creyendo ser la última rebelión. Sentados en poyos de eucaliptos, de molle y sauce. Sauce llorón de enfrente. Tiene un moscardón de cuerpo negro y cabeza naranja, como si lo hubiese pintado Warhol.

10/02/2023

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Imagen: Jean-Michel Basquiat/Riding with Death

Tuesday, February 7, 2023

Un año de guerra


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Desde la barra del Charlie Brown's miro las piernas de la checa Nikki mientras sube a un taburete para bajar botellas de Fireball. Tatuajes; índigo sobre nieve. En la naciente de su pecho, negro sobre espuma. Cierro los ojos y bebo un largo amargo trago de Guinness soñando que esos senos descansarán en mi almohada.

 

Febrero de 2022, un calvo enano, con las botas del gato de la historieta, desea emular a Pedro el Grande, quiere inundar el llano de Poltava, por donde atraviesa el Vorskla, de sangre de los descendientes de Iván Mazeppa que se enfrentó junto a Suecia al zar. Pero las botas le quedan grandes al reyezuelo; no triunfa, enloquece como hacen los mediocres, y cae por la cuesta sin fin que termina en la guillotina. Ahorcado debiera ser, o garrote o verdugo cogotero importado de El Alto boliviano. También un paredón, llano abierto mejor, donde el bufón será ejecutado por una docena de tanques. Giran las torretas, ajustan la mira, y Vladimiro Vladimírovich Putin no es nunca más, ni rastro de su inmunda calavera.

 

Vi un extrañísimo video donde un soldado ucraniano vestido de San Nicolás deseaba buenas navidades al invasor. El juego de luces lo puso la explosión de los HIMARS. En medio del claroscuro, la barba blanca y la gorra roja del enviado de los días felices resultaron fanfarria de muerte. Al final de los haces de luz de los obuses, dedicados con esmero y odio a los rusos, los cuerpos de estos saltaban en difíciles piruetas. Luego quedaron regalos esparcidos por el campo, en posiciones de no creer, en muecas que la naturaleza no provee. Feliz Navidad, putos, zuka blyad. Entonces se abrieron botellas y se brindó con sangre, pero no era la llanura poltava sino las ruinas de Luhansk las de tinte carmesí. Papa Noel agarró los ciervos salvajes y enfiló hacia el norte, a encerrarse en su torre de roca nórdica hasta despertar otra vez, en otro año, y tal vez la misma guerra. De los arneses colgaban testas bashkires, yakutias, y alguno que otro criminal eslavo con canicas azules en lugar de ojos siendo que finalmente era esta una fiesta familiar.

 

Ciudad cosaca de Bajmut. Soledar. Dice Prigozhin que cuenta con destacamentos caníbales, no sé si se referirá a los negros que trajo del Malí. Puede ser, que hubo señores de la guerra en Liberia, que en la mesa tenían despojos enemigos para alimentarse. Manera de aterrar, por supuesto, a los voluntarios ucranianos cuya peor pesadilla sería decorar el borsch que sirven a los wagneritas. Los encargados de relaciones públicas de Kiev debieran atacar y presentar un menú que incluya el muy orureño plato de rostro asado pero que no sea de carnero sino la cabeza de Yevgeny Prigozhin aliñada con tunta y con gajitos de romero saliendo de las orejotas.

 

Dice el amo de los mercenarios Wagner que tomaron otro poblado en el Donetsk, el llamado Sakko i Vantsetti en recuerdo de los asesinados anarquistas. Mostraron hace un par de días una fotografía de cuatro de sus miembros enfrente de la “única casa en pie”. La estadística soviética dice que en 1989 Sacco y Vanzetti (Са́кко і Ванце́тті) tenía 19 habitantes, 12 hombres y 7 mujeres. El censo ucranio de 2001 los redujo a 3. ¿Cuántas casas tendría el villorrio para que estos posaran enfrente de la única que sobrevivió? ¿O 3 vivían en 300 inmuebles? El mundo paralelo del sovietismo/fascismo acepta hasta lo inverosímil.

 

Huliaipole vio nacer a Néstor Makhno. Ha estado desde inicios del conflicto en la frontera de la invasión. Está asediada ahora que se han puesto fechas para la conquista del Donbas, a pesar de que esto es Zaporizhzhia. La dorada estatua del batko sentado dudo que exista más. Pero vive su espíritu; Huliaipole ha resistido y sigue. Madrid no fue la tumba de Franco, pero Huliaipole lo será para el tirano Putin y el fascismo consagrado por los curas ortodoxos y la hueste izquierdista, Lula da Silva y Roger Waters entre ellos, que con la lengua no dejan que el ano del jerarca se seque y arrugue. Que en una jugarreta literaria algún poeta zaporogo, a manera de Tolkien, resucite a los desaparecidos guerreros del Ejército Negro y arrasen hasta Moscú con la escoria colonial. El Cáucaso solo espera una señal de triunfo viniendo de Ucrania para lanzarse sobre los imperiales y aniquilarlos. Luego largas cuerdas y juicios sumarios. Como adornos de fin de año, generales, políticos, oligarcas, toda la élite rusa colgando en el otrora bello camino entre Belgorod y Kharkiv. Los seudo periodistas del gobierno putinista cabeza abajo, al mejor estilo Duce, dulce sabor de la venganza. Hasta que se transformen en charque y el clima los deshaga; también la memoria.

 

Danza macabra, no la de Camille Saint-Saëns, no hay belleza en ella. Igor Mangushev, neo-nazi ruso del grupo Wagner, sostuvo, tiempo ha, el cráneo de un supuesto defensor ucraniano de la acería Azov en Mariupol en un concierto de heavy metal. Deseó el infierno para la población ucraniana. Hoy yace con un mal tiro en la cabeza, de esos de los que no hay salida, luego de recibirlo a quemarropa en la villa de Stajanov, en Luhansk. Los dados se arrojan: a veces sale un seis, otras un uno. Nadie se libra en la democracia del fin. En la oscuridad eterna que le toca de nada sirve el alarde. Ya estás muerto, Mangushev, con tus himnos y tus delirios de raza superior.

 

Stalingrado. Mucho se la menciona hoy. Más me interesa la depresión de Kate y su única comida diaria en el refugio. Victoria pasea por España a expensas de un chino, creo. Irina mira la televisión. O duerme. Me cuenta de series que desconozco. Una niña besa la tumba de su padre, la foto de su padre extinto en batalla. Putin está aterrado. Los esbirros rebuznan, llaman a la ministro de Defensa de Germania “señora Ribbentrop”. Puedo entender el, otra vez, macabro significado de las cruces pintadas en los tanques alemanes corriendo de nuevo por la estepa. Pero en el contexto del horror que Rusia desató es un feble argumento. Hitler está más cerca de Vladimiro que del canciller Scholz.

 

Miro sin emoción alguna cómo los drones despedazan enemigos. Triste saber que a eso llegamos, a la bestialidad siempre escondida. Hombres de las cavernas, crueldad antes que razón. No lo oculto, lo acepto, como acepto saber que esta especie nunca fue diferente y que la sangre no es la de la pasión del Cristo sino la del culpable a priori Caín. Si Caín no mataba a Abel, Abel mataba a Caín, simple álgebra del martirio. Nunca tuve un arma de fuego en casa, a pesar de que mi padre nos enseñó a disparar desde muy chicos. Y nunca fue porque sé que si comienzo a disparar ya nada me ha de detener. Todavía pienso, aunque los dedos se muevan autónomos deseándolo. Todavía me asombro ante la belleza. Así moriré, negando lo que en el fondo somos: apocalípticas bestias.

07/02/2023

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Imagen: Dibujo de Lander Zurutuza