Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Sigo con Diario del divorcio, cuaderno de viaje.
Catarsis después de 30 años de odisea alegre y de gris zozobra. El texto de hoy
está entre Madrid y Roma; me alejo un tanto de las estepas del este, de sus
mujeres ojos de tártaro azules y retorno a occidente, supuestamente menos
salvaje o mejor mimetizado. Divorcio de mí mismo, que esas santas que fueron
mis esposas no merecen martirologio. No son ni Jan Hus ni Gonzalo Pizarro,
aunque de profetas y guerrilleras tenían al menos un poco.
Madrid se
aleja por el camino que la acerca, cuando llegaba de Porto. Miguel
(Sánchez-Ostiz) me había dicho que no se hallaba alojamiento ni en barrio de
putas, que fuera a su casa, la suya y de Dominique, y de tótems negros que
elucubran aquelarres en la noche. Están acostumbrados; y yo también. Me he
adecuado a los gritos espectrales de los monigotes indios del Orinoco, a la
sonrisa inhóspita de las muertas del Gabón, a quienes al quitarles las máscaras
enviaron a universos de espanto. Pero decido que ya hablaré en extenso de estos
santos, el escritor y su esposa, y que me subo al avión hoy para ir de Madrid a
Roma.
No estaba
la ciudad imperial entre mis planes. Pensaba en salir de España hacia Francia.
Visitar en Lyon a mi sobrina Zara, eludir París, dejar una flor a Borges en
Ginebra, quizá Basilea, y luego Berlín. En un cuaderno de notas tengo viajes
con nombres y números, circunloquios geográficos de borrones y letras
superpuestas. El salto desde Alemania hasta Polonia, primero a la Polonia que
fue Alemania: Wroclaw, Poznan; Breslau, Posen. Luego Cracovia, Varsovia y la
fértil frontera de Bielorrusia y Ucrania. Largo viaje plagado de historia, de
obsesiones, de Elke y Agnieszka. En la tumba de Chopin, en Père Lachaise, hallé senos varsovianos, y la otra,
germana, escribía, y yo a ella, en mentira desmedida y desbocada. Fue relación furiosa
como color expresionista, tuvo estertores de orgasmo, arañó la supervivencia y
murió en acumulación de años cuando ella matrimonió a un anciano y el hombre
tuvo soponcios de celos y me alejé. Dolor expresionista. Pero décadas habían
pasado y las carnes se cayeron; solo quedó la vergüenza. De Agnieszka Wokroj no
supe nunca más. Quedaría de sirvienta de ricos a orillas del río. Era una mujer
del tiempo de George Sand, vestía de negro y besaba como si tomara expreso
amargo. Cuando se juntan el Oise y el Sena, en Pontoise, aprovecho para
sentarme en las orillas y saber que ese sol pintan los impresionistas por la
eternidad. Remojo los pies, los dedos, y por un instante la Galia deja de ser
la lata de cuscús de diez francos, la tajada de gruyere; entra en la piel con
sensación de bello desgano. El sueño se irá, igual a Versalles difuminado en
las luces. Así ellas; les he colocado un velo de santas sobre la cabeza loca,
un halo que las libere del falo.
Fiumicino. Me recordó la juventud, las fotos que vi del atentado en el
aeropuerto. Era uno de mis iconos de la desgracia. Hacia allí me dirigía. Ir a
Roma fue respuesta a una invitación de Marcela Filippi, traductora chileno-italiana.
Desciendo en Fiumicino. Dominique y Miguel me despidieron en el metro. El
último día gozamos del dadaísmo ruso en el Reina Sofía; cociné un fricasé
cochabambino, aunque lo llamarán paceño, y entre Osip Brik y la patasqa,
remojados en ají panca colorado, Madrid llegó a su fin.
Tengo una maleta bastante grande y una de mano. Hubiese preferido viajar
con mochila pero hubiera tenido que seleccionar demasiado, decidir entre dejar
relatos del café El Perro Vagabundo, de San Petersburgo, y la colorida ropa
interior que encargaron mis amigas ucranias. Al fin lo traje todo: Ajmátova y
calzones.
Tengo conocidos que dividen al género humano entre iluminatis y
reptilianos, soles y lagartijas para mayor precisión. Me considerarán caimán, o
dragón komodo, por la baba que me cae ante unas piernas largas sin medias o
ante Van Gogh. Lo usaré hoy, valga, porque Marcela sí es un ser de luz. Sin
conocerme me abrió su departamento, muy arriba, cerca del cielo, y paseó Roma
por sobre mí poniéndome una corona de espinas hechas de jazmín. Compartimos el
Café Greco, la Roma y la fama. Hablamos de Donatello, o era de otro, vida real imaginaria.
Había un rostro desencajado, anuncio de una exhibición. La ciudad despertaba y
habíamos caminado toda la noche, desde Trajano hasta Tito, pasando por los
Dioscuros guardianes de la subida hacia Marco Aurelio.
Fuente de Trevi. Piazza Navona, apuntalada por los muertos de Domiciano.
Roma valdrá varios textos de esta fuga, el viaje al fin del divorcio. Vino
tinto de sangre, con burbujas. Tiré monedas según costumbre. No pedí nada
específico porque deseo el absoluto. Me retraté con Giordano Bruno. Foto
oscura, esa, que arreglaría la técnica pero que dejé así, no porque sea
premonición, lo dudo, sino de homenaje a la tristeza.
Aparcamos el auto cerca de supongo el Tíber. Añosos árboles en las
bandas. Un agua que brilla al compás de los faroles. Ni ancho, pero era el río
de la historia, el que mandó a la humanidad camino de la laguna Estigia, y que
dio tanto en arte y pensamiento. Pedí ver la loba. Desde niño me corroía la
obsesión de Rómulo y Remo, en mala producción Hollywood. Encima de una columna
de piedra amamantaba a los niños, Caín y Abel del nuevo mundo. Más bien
pequeña, opacada entre los monumentos. Pero la veía, toqué el frío de la piel
de roca en la base. Cerré los ojos teniéndolos muy abiertos, vino una ventana
de sol, un norte cochabambino, un niño que distrae la mente entre Francisco
Villa y los hermanos romanos. Cincuenta años idos, la loba sigue en madriguera.
Roma devoró a los niños del mundo, los Borgia cortaban con sierra larga
manejada por dos a desventurados que habían hurtado un pan. Cocodrilos nadan en
escasas aguas coloreadas de sangre debajo del coliseo. En el horror queda
belleza, la imaginación, por cruel que fuera, de quienes trasladaban mundos
para entretener. Lagartos gigantes no creo del Zambeze, pero del Níger al
menos, o del Congo. Leones que mastican cabezas, trompetas de un fin del mundo
que se alarga por cinco mil años ya y parece nunca venir. Búfalos cafres bajo
el cielo del mediodía, y largos etíopes que no sonríen. Loba de Roma. Hace poco
vi un filme contemporáneo, El primer rey.
Sin la invención angelina de mundos idílicos muestra a Remo, y a Rómulo, en
estado casi primitivo, cubiertos de pieles como seguro fue. Sobre ese cuero
crudo nos levantamos todos, los oradores del foro y las fauces de antropofagia
de Germania boscosa.
Lo dicho, Roma vendrá con otros detalles. Hay mucho que decir de días
intensos. Aparcamos en el Tíber el automóvil y lo dejamos flotando a la deriva.
¿Medianoche? Por ahí. Por Roma caminamos seis horas sin parar. Marcela parecía
oficial japonés de infantería. Aguanté entre el dolor de espalda y la
magnificencia. Me sorprendí al ver una ciudad peatonal. Pocos vehículos. Me fotografié
a entradas del Vaticano. El Papa estaría en onanistas oraciones a vírgenes que
abundan. El Dios de los Papas tiene tetas o largos atuendos de guardia suizo.
Lo que no se ve no se dice, pero sabemos. Fuera de ello, la plaza de San Pedro
marcaba la noche. Tenía lo suyo y podría contarlo después. ¿Viste al santo
padre?, preguntaron. Mi santo padre, respondí, duerme su vozarrón de tigre en
el suelo. Era un justo.
Luego, desde aquel piso elevado, vi otra Roma. Vendría el desayuno, pan y
salame, pan y queso. O huevos con jamón, no lo anoté. Leí un par de páginas de
la amplia decoración libresca del departamento de mi anfitriona. Londres,
Oporto, Madrid… Ahora Roma. Vendrían Kiev y Estambul. Recién comenzaba el
incendio de los compromisos, el juramento de fidelidad a mí mismo. Las lágrimas
que inundaron sábanas comenzaron a drenarse, cayeron como lluvia en el lavabo,
se iban con pasta de dientes rosada y se archivaban en hemeroteca que sirve
para escribir pero no, ¡no señor!, para penar. Roma o Morte, Garibaldi, la
lectura se mezcla con alucinaciones que acoge el cansancio. Abandono las
páginas, abro los ojos cerrándolos, y pienso en mis hijas.
20/12/2021
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Publicado en REVISTA NÓMADAS, 12/01/2022