Wednesday, October 9, 2024

When Johnny Comes Marching Home


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Dion and The Belmonts, muertos; The Diamonds, muertos; The Shirelles, muertas. Cuando la 2nd South Carolina String Band toca y canta la antigua canción de la guerra civil norteamericana, When Johnny Comes Marching Home, sabemos que el deseo de que regresen con vida aquellos idos no es posible. La cantaban ambos bandos, desde 1863, y el millón perdido de hombres ya marcha por caminos desconocidos en donde, supongo, ni música hay. Leo a Stephen Crane, a Walt Whitman para saber de su rastro. En páginas y versos no existe cosa alguna fuera de la imposibilidad de vencer al destino.

 

Thoreau murió durante la guerra. Antes escribió un alegato en favor de John Brown, quien asaltó un depósito de armas en Harpers Ferry, West Virginia, para iniciar una rebelión anti-esclavista el año de 1859. Recuerdo lo apacible de la confluencia de los ríos Potomac y Shenandoah allí. Fue nuestra primera parada antes de iniciar el viaje por las boscosas colinas del estado, diseccionando la historia. Al único, por lo hermoso, valle del Shenandoah retorné repetidas veces. Naturaleza y sonido de cañones mimetizados como truenos. El temible manco, Stonewall Jackson, atravesando campos que vi tan plácidos mientras recolectaba mustias hojas durante el otoño de 1989. No sé si volveré. Ni sé si Johnny tomó el camino a casa, a la alegría de los padres y al delirio de los perros. Yo regresé tarde a donde nací. Tarde. La greda se había ido, tarántulas y mariposas. No volvía de una guerra, aunque quizá.

 

Suena el danzón en domingo por la mañana. Doy unos pasos fantasmales, apenas sintiendo las aéreas caderas de mi acompañante. Bodas de oro, interpretado por los Hermanos Castro ¿Cuba, México? Elena y Omar partían por el camino a Veracruz. Ligia y yo nos quedábamos en el valle. ¿Cuánto ha de ello? Un conjunto mariachi de calaveras, terno negro, camisa y blancos dientes, se dispone a tocar. Iglesias coloridas contrastan con el albur de la muerte.

 

Estribillos del tango. Uno creería que es para dar aliento en medio del pesar y no. Escasos retazos de voz acentúan la pesadumbre y su aura de fiebre.

 

Visité  Shiloh, Antietam. Ajeno a los expertos que explicaban cargas de caballería, artillería, tipos de obuses, largos fusiles con aun más largas bayonetas. En una lectura pública leí dos textos de guerra: Antietam y Falsuri. Años ochenta, el estruendo de la guerra pervertía el amor, en Maryland como en Illataco. Bustos de piedra y otras materias; José Miguel Lanza, inmensa cabeza en camposanto. De allí en carro espectral hacia la bahía, inmersos en bosques interminables plagados de aullidos. Igual a los alces cegados por la nieve que corrían por la selva de Laurentides. Yo, como siempre, con ofuscada mente, sobria a veces para darme cuenta que estos devaneos viajeros reflejaban un intenso abandono en que voluntariamente había sumido mi historia.

 

Aquella que era isla durante la noche y playa pedregosa durante el día. Mientras yo pensaba en la Valadon y la pintura parisina, y a veces en la de turno lejos de mí, en azules lagos de hielo, enfrascada en minucias de vida que no me interesaban en el fondo pero que me hacían llorar. Extraños seres somos. Trashumaba el campo de batalla sabiendo que el soporte del suelo estaba conformado por huesos, dispersos, quebrados, sufridos. El banjo no deja de sonar, ven a casa, Johnny, que la mies ha amarillado y necesitamos cortarla. Ven que en el horno se cuece pan de centeno.

 

Feria de las vanidades. A ratos deseo perderme y no saber más de nada pero no puedo. Mi futuro también se decide en el matadero de Kursk. Acaricio mis muslos como caballos ancestrales. Si me fallan no habrá ni ida ni habrá vuelta.

 

En un filme lituano, de los orígenes del folklore y sonando una flauta de pan, dice el personaje que el pozo ha enmudecido, que ya no responde a su voz. Nada como la penumbra báltica, casi el límite de dos mundos, de ahí mi fascinación por Finlandia, los poemas y narraciones lituanas de Lubicz Milosz, la grandeza cercana al horror en la inmensidad de la floresta de Carelia. Diría que similares pero estaría mintiendo: el bosque atlántico de las Carolinas y la Virginia, subiendo al norte a los de Nueva Inglaterra, poco tiene que ver en espíritu con la fantasía nórdica. Tengo como labor leer varios volúmenes de una colección de literatura de la región. A ratos desespera esta ausencia de tiempo, la inminencia de quedarme ignorante para siempre en la mayoría de los temas, de haber picoteado por aquí y por allá sin aprehender nunca el vórtice de la tormenta.

 

En Veliky Novgorod, Milana contaba de la innegable presencia del Báltico. Reminiscencias de antiquísimo pretérito, la saga del príncipe Nevsky y tanto que no cabía en los oídos, las huestes de Rurik, el camino de Riga. Decía yo, no en oposición sino en charla, de las colinas de la Virginia occidental, de la masacre de Matewan y las luchas sociales. Puse en el tocadiscos Good Bye, Joe Hill, por Rosalie Sorrels, que cabía al tema ya que había mencionado al poblado de Matewan. Otra vez la penumbra, el titilante flujo de la muerte. Despierto a las dos y me pongo a escribir. Es el siglo veintiuno y no hay la romántica algarabía de las velas sino una clara luz halógena. El quinto piso semeja un largo nicho. Supuestamente viven vecinos orureños al frente pero jamás los escucho. Solo yo y los mosquitos. Los danzarines morenos caminaron quizá por esta sombra y fueron penetrando los recovecos del Dante.

 

“La nieve descendía por el aire negro”, escribe Johannes V. Jensen, Premio Nobel 1944. A veces salía del trabajo y conducía el auto resbalando a casa, a despertar a Ligia y mostrarle los árboles de cristal, la noche día de cuando cae hielo y se apodera del espacio una luminosidad única. El aire negro iría acumulándose en el piso días después, haciendo de la magia conglomerados de oscura mugre. Así la vida.

 

En este viaje me he traído de mis cosas guardadas el daguerrotipo pintado de un niño en silla. Quien lo ve conoce el espanto. Le permito deambular por estas soledades, sentarse en el sofá que mira a los Andes. También un gorro de niño afgano, pesado, cubierto de monedas y otros objetos metálicos cosidos a su superficie. Un par de máscaras, Ada Falcón. Picante de chile chambo de Panamá…

 

When Johnny Comes Marching Home, eterna música del norte, interpretada de mil maneras. El hijo pródigo, el guerrero, víctima de una época, héroe y mísero, cuando la épica cede a la belleza pero al mismo tiempo hunde una y otra en el lodazal del olvido. Mis remos son de madera feble, se han de romper.

09/10/2024