Tuesday, June 28, 2022

El Cuervo, Jalisco


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

“Una bandada de cuervos pasó cruzando el cielo vacío, haciendo cuar, cuar, cuar”

 

Olvidé preguntar a Teresa Trujillo Béas si en el rancho El Cuervo, municipio de Quitupan, estado de Jalisco, los había. Seguro que sí, ya que el parco Juan Rulfo los describe en esa imagen, no muy lejos hacia el oeste, en su Sayula natal, un tantito más allá de la vida y de la muerte.

 

Esta es la historia de Teresa, y de otras cuatro maestras jalicienses en su “año de provincia”, como llamamos en Bolivia al mandato obligatorio de enseñar en área rural. Año de espanto debiésemos decir porque El Cuervo, 27 temporadas atrás, era como el ingreso al Mictlán mesoamericano, la puerta del infierno.

 

Mucho hemos visto, y leído, acerca de esta zona que se convirtió con el mariachi en emblemática del país. Generalización, o reduccionismo, que intenta fraguar en un espacio grande pero no único, su inmensa diversidad. Pero valga para la exportación. Tal vez se necesita una muestra para explotarla en el exterior, y nada mejor que la música ranchera, de charros cubiertos de entorchados, de guitarrones, pistolones y tragedia para vender México al universo.

 

Que si la palabra mariachi deriva del francés marriage, como se ha especulado, no nos incumbe más que en la ilusión de creer que Teresa Béas, un día matrimoniada con Martín Trujillo, de Cocula, Jalisco, desciende de esos soldados franceses que decidieron quedarse en la región cuando pereció Maximiliano. Los Béas provenían de los montes Pirineos del Ariège y no sabremos cómo demonios se asociaron con las fuerzas del Habsburgo en la malhadada aventura mexicana. Quizá los arreó para Francia el Gran Corso, camino de España. Lo cierto radica en lo enriquecedor de las historias personales, cada una un mundo, cada mundo una narración.

 

Cuentan los indios coca que aquello de las fiestas galas en Jalisco es puro invento, en el sentido de que en ellos nace la canción mariachi. El asunto es mucho más antiguo y complejo, y hace referencias a los cerros que “cantan”, al ritmo sí de vihuelas europeas y de guitarrones con cuerda de tripa. Ya nos sacaron demasiado, aseguran, para permitirles esto más. Pero ahí quedan los descendientes, esos paliduchos de ojos claros cuyos ancestros fueron un día feroces legionarios.

 

A los dieciocho embarcaron a Teresa en una camioneta desvencijada en la plaza mayor de Cocula. Su destino: el Cuervo, nombre ignorado dentro de una zona salvaje. Las referencias hablaban de campesinado iletrado, de cuestas hermosas, soledad, pero al mismo tiempo del riesgo por el auge narcotraficante, que entonces, años 80, era tan dinámico como hoy, pero con la muerte no tan sistematizada y extendida según las estadísticas que rebalsan de cadáveres y sofisticaciones de tortura.

 

El vehículo recogió a las otras muchachas de municipios aledaños. Las discípulas de la filosofía educativa de José Vasconcelos iban a empaparse de país, penetrar los arcanos de México, siempre pre y post hispánico, siempre pre y post revolucionario. Las cosas cambian allí, pero se remozan y vuelven a aflorar como hierba mala. Los pelados siguen corriendo en huaraches y los petimetres comiendo pasteles de crema.

 

El Cuervo es un caserío, que de acuerdo a los informes cuenta en el 2012 con 232 habitantes. Poca gente para tanta actividad. Cuando visitando los pasos de Rulfo quise atisbar desde los altos de Sayula  las tierras hacia oriente solo vi cerros y llano, casi una maldición pagana interponiendo obstáculos al paso, a la mirada, al tiempo, vamos, para qué mentir.

 

Llegaron de a gatas, porque la camioneta andaba acorde con la época: desvencijada. La escuelita era un caserón blanqueado a cal, con una puerta enclenque para el supuesto dormitorio de maestros y un galpón sin ventanas y bancos que parecían construidos de leña salvada del fuego. Ni electricidad, ni agua. De una sucia manguera caían gotas de un líquido amarillento, que había que hervir y rehervir para no agarrar disentería. El tubo plástico venía de una fuente en el río lejos, que dependía de la altura que alcanzaba la corriente para que disfrutaran del goteo las ya aterradas normalistas.

 

Dos camas les ofreció el encargado que salió a recibirlas, no porque le habían informado, sino porque los visitantes no caían gratos por allí; para hacer hincapié en el mensaje, el tipo llevaba en bandolera un cuerno de chivo, AK 47 para quien no sabe, folklorizada con atuendos y coloridas lanas huicholes.

 

Dos camas para cinco, y tres frazadas. No había otra cosa. Y de la sierra en la noche bajaba el frío hijo de puta. Las maestras calzadas con medias de lana gruesa tenían que apelmazarse entre todas para dormir en rancio tufillo pero al menos con calor. Se quedaban ocho días corridos, sin bañarse. Luego tenían que agenciárselas para conseguir quien las llevara a Cotija, o en el mejor de los casos a Sahuayo, para de allí desperdigarse por sus pueblos y reunirse en par de días para la odisea del retorno.

 

Si por lo menos me hubiesen enviado a Chapala, pensaba Teresa Béas, la última francesa en aquel mundo de indios. Chapala significaba peces fritos, verduras horneadas, botes de paseo, aguas. Lo pensaba, cómo no, cuando se ponía en la boca el mejunje de soya en polvo retostada y con chile para darle algún sabor. La carne no caminaba por las mesas de El Cuervo. Nunca.

 

Jamás supieron cómo, porque El Cuervo no es pueblo de calles, los habitantes se enteraban de su llegada al disperso caserío. Los estudiantes aparecían uno a uno, por lo general con escuadra al cinto: revólveres, pistolas, grandes y pequeñas, que formaban parte de su entorno diario. Imaginaron las maestras que para defenderse en una tierra vasta y peligrosa, para cazar y alimentarse, para matar coyotes, para amedrentar al vecino. Costó mucho, fueron ocho meses, para que los convencieran de dejar las armas en casa y recibir a cambio lápices y cuadernos donados por el estado. Empezar fue lo difícil. Y Teresa no sabe, ni quiso saberlo, qué sucedió con las clases luego de que ella decidiera abandonar la enseñanza en el lugar. El martirio no se lleva bien con la beneficencia.

 

Las primeras noches se asustaron, porque el villorrio semi-desierto semejaba despertar de su letargo. La noche entera oían helicópteros, voces, ruido de motores, de ida y de venida. Sin ventana para espiar no se animaban a salir. Los niños evitaban hablar. Días, semanas, meses las hicieron comprender: El Cuervo sobrevivía gracias a la producción de marihuana, y los ranchos cercanos también. Los taciturnos hombres que por casualidad se cruzaban con ellas sin saludar, las cabezas gachas y el sombrero oscureciendo las facciones, producían sonido de metal al balancearse en el paso. Bien sabían ellas que se trataba de las ametralladoras escondidas bajo el poncho, de escopetas y mata lobos. Allí había una guerra no declarada y la tierra era de nadie. No autoridad, menos policía. El maltrato a las señoritas que enseñaban el abecedario a sus vástagos excedía lo ostensible.

 

Sin embargo no se veía nada. Humo sobre las casitas donde estaría calentándose el comal. Pero de las plantaciones ni vislumbre. El viernes les sabía a fiesta porque desde Cotija venía un paletero a vender sus productos: helados fabricados con dudosa agua y cuyo color daba impresión de pintura en la que se había revolcado los hielos. Rojo de frambuesa, amarillo de limón, chorreando y manchándolo todo con tintes que no salían ni frotándolos. Se relacionaron con el individuo, apenas un minúsculo asidero hacia un mundo que existía afuera. Tanto fue, que una de las muchachas terminó abandonando la profesión y yéndose a vender paletas por los municipios de la sierra. Cualquier cosa a la pesadilla.

 

No bañarse, que en principio alcanzó visos trágicos, resultó a la corta una costumbre. Cuando se ejerce violencia semejante, la de obligar a adecuarse incluso al salvajismo extremo, se pierden los linderos de la fe y se acepta todo como venga. La enseñanza se convirtió en carrera contra el tiempo, en la constante vigilia por algo, cualquier cosa, alguien, un automóvil, que significara noticias del otro lado, o que fuese opción de salir corriendo no importa por un día. Los ordinarios lápices apenas servían a los chicos para dibujar las letras. De Historia, nada; de Geografía, peor.

 

Sin agua para bañarse, las necesidades íntimas se realizaban en un cuartucho de madera, a cien metros de la escuela, en una falda desde cuya pendiente se podía ver aquello de lo que no se hablaba. El cagadero estaba perforado de hoyuelos en la parte posterior. Nadie lo corroboró pero eso olía a crimen, a alguien fusilado sin saberlo mientras dialogaba consigo en el momento más febril y menos decente de la vida de una persona. Gracias a esos agujeros, las maestras observaban a lo lejos los verdes campos de marihuana que sostenían a la población. Si eran tierras comunales, privadas, quién sabe. La pobreza de los campesinos no les daba trazas de ricos traficantes, a pesar de que las camionetas en las que cargaban las plantas eran la última moda de la industria de la Ford.

 

Había que huir de allí. Lo hablaron. Claro que tenían que presentar solicitudes de transferencia, y al hacerlo ser conscientes de informar lo mismo: las imposibles condiciones del lugar. Las cartas tardaron un poco. Una no esperó y se fugó con el heladero. Oyeron que pasaban la vida vendiendo paletas en lugares tan lejanos como Jilotlán de los Dolores, o en el tríptico de santos que si no recuerdo mal incluía a Santa María del Oro, San Cristóbal de la Barranca y San Martín de Bolaños donde finalmente los mataron.

 

Teresa Béas completó estudios mayores en Guadalajara y en algún momento, llamada por su consorte, emigró a Denver, Estados Unidos, donde la conocimos y donde ejecuta la chapuza de siempre amenazar con tequila sin jamás beberlo.

 

Así, por los azares de la vida, me interesé por un lugar perdido de este planeta hostil y melancólico. Y cuando tuve la opción de en una vacación visitar Toronto o irme al sur, hacia la nada, elegí esto, y husmeé -poco porque entraña gran peligro- estos rincones que todavía son de nadie. Y aproveché para visitar los fantasmas de Juan Rulfo, y conversé en secreto con su propio espectro.

_____

Publicado en CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE (con Roberto Navia Gabriel), La Hoguera, 2013  

Sunday, June 26, 2022

Escúcha me te


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Leo el parkour de Julia Roig y Pablo Cerezal. Madrid viernes del 22, hora de brujos. Estoy prohibido de copiar texto pero puedo desbordar emociones. Diálogo de ateridos del amor, de canes mutantes, que es lo mismo que demonios, que luego de la dentellada beben sangre y decoran página y muro con ella. A lo Pascin, a lo Esenin; tragedia no por drama sino por pasión.

 

Istanbul, Nápoles, en cada sitio hacemos lo mismo, da lo mismo morir aquí o allá; nacer no, esa es distinta marca de alegatos interminables. Amar es ubicuo. Haydn pasa de flautas a timbales guerreros. Sinfonía 100, marcha militar, adagio, allegro, allegretto, moderato, presto. Los obuses de Apollinaire resuenan en este parkour; los estallidos matan, musican esta bailanta de muerte y sin embargo se tienden puentes de “carne dura, maravillosa”; el verbo es un sexo en exceso, el deceso que da vida, cicuta que beben los amantes en las fuentes del placer. Ni sé qué digo, me ha narcotizado el hablar de poetas. Uno más uno no son dos, son lo que uno quiera, lo que el otro quiere.

 

Es sabio al fin el Génesis. Sí, el verbo sigue flotando sobre las aguas, aunque estas se escurran por el Sumidero de Chiapas; es solo destaparlas, desmalezar los cerros, hallar los cuerpos, la vertiente de y en tu carne más la mía.

26/06/2022

Thursday, June 23, 2022

México lindo y terrible


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Se entremezclan los pasos en el danzón, acertijo de piernas, o pronto caes o es tan tenue el toque del muslo de ella que de todas formas pereces. “Si Juárez no hubiera muerto, bailaría este danzón”. “Juárez no debió de morir, ay de morir”; al ritmo de marimbas chiapanecas probablemente no. No estaría muerto, andaría de parranda… Muchedumbre de instrumentos, complicada matemática. Mis amigos Teresa y Martín bailan Nereidas. Ritmo lento y sobresalto; pegados y separados, de lo señorial a lo casi popular. Las alturas de Simpson… En Estados Unidos conocí el baile. Ahora que el disco va a La Adelita, todavía en marimbas de Chiapas, le hago espacio a la noche. La almohada sola invita, los solos bailamos con la muerte, a veces danzón, a veces sonidera, hasta ponerla cansada a secar sus negras calzas.

 

Felipe Ángeles, general artillero. Mi tío, el coronel José Ferrufino Camacho, lo conoció en la escuela militar de Fontainebleau, Francia. Al fusilar a Ángeles, se fusiló la revolución. Ahora en el panteón de los héroes están juntos los irreconciliables Villa y Obregón. Y hasta se puede considerar que el perverso barbudo, Carranza, tuvo aciertos. Tanta crueldad, tanta ceguera. Francisco Murguía ordena ejecutar a Benjamín Argumedo. Al menos a bala, porque el mote de Murguía era “Pancho Reatas” por su peculiar gusto de ahorcar a la gente. A tal hombre, Argumedo, que osciló entre un lado y otro de las huestes rebeldes, ora al lado de Villa, y antes de Pascual Orozco, lo llenaron de “balitas” (para hacer una concesión a Rulfo). El corrido dice, voz del Centauro: “¿Dónde te hallas, Argumedo? Ven, parate aquí adelante, tú que nunca tienes miedo”. Tierra de hombres bragados. ¿Fue en la toma de Ciudad Juárez? Un hideputa periodisto me escribe que hablo humo, creyendo insultar. Humo tengo. Hay una niebla de cincuenta años en la estación de ferrocarril de Juaritos; ni suenan las ametralladoras. Enfrente duermen los gringos, binoculares prestos para divertirse observando cómo se matan los mexicanos. Pass me the mustard, please. Historia con hot dogs. Yo miro la escena desde el tiempo que no fue.

 

Antes de que a papá lo atacara el cáncer (le tomó quince años matarlo porque el viejo era bravo), habíamos pensado hacer un viaje a través de la revolución. No iniciaríamos en Júarez sino en Ojinaga, Chihuahua, al otro lado de Presidio, cruzando el río Grande. Lugar de aquella memorable foto de Villa cabalgando entre cañones. ¿Era Felipe Ángeles a quien se ve detrás? Pues México fue una constante de infancia. Leí a John Reed, recuerdo todavía las tonadas que se cantaban entonces y que él anotara:

“Si a tu ventana llega Porfirio Díaz, dale para que coma tortillas frías. Si a tu ventana llega Inés Salazar, cierra todas tus puertas, que va a robar. Si a tu ventana llega Maclovio Herrera, abre sin miedo alguno la casa entera”.


Obras de Martín Luis Guzmán, tanto El águila y la serpiente como Memorias de Pancho Villa; clavado tengo el número de páginas de aquel libro último, 911, y mi padre que me muestra orgulloso a sus amigos con el libraco mayor que mi cabeza de diez años. Humo, de humo me nutrí, con olor a pólvora de los obuses de Rubio Navarrete, con la furia de los rurales desollando mujeres, con Pancho Villa arrastrando entre espinas, amarrado a su caballo, al patrón que violó a su hermana. Tira humo el tren que se acerca al notable Abraham González, “don Abraham”, le decía respetuoso el caudillo, para despedazarlo, atado él al riel por la violencia de Victoriano Huerta.

 

Sonora, Durango, Agua Prieta, Columbus, Pershing, la Punitiva, ficciones del mundo real en mi cabeza, con pepitas de molle seco que caen sobre las páginas, y a veces una especie de miel pegajosa imposible de quitar. Ficciones que el tiempo sopló hacia mí. En la Convención de Aguascalientes, Villa propone la solución al drama nacional: “Que nos fusilen a los dos, a Carranza y a mí”. A decir verdad, Carranza tampoco era cobarde. Del mismo Martín Luis Guzmán está el detalle de sus postreros días hasta el fin en Tlaxcalantongo, mera sierra de Puebla. Sabiendo que iba a morir, el Primer Jefe no echó llantos. Bragados. ¿Entiendes, hijo de perra, acerca del humo rojo, del cielo rojo? No podrías con tus nalgas purulentas.

 

Papá nos enseñó a disparar desde muy chicos, incluso a las hermanas. Revólver de caño corto, rifle, y como suceso especial la Beretta calibre 32, una rareza que heredó Armando. Cierta vez había fiesta en casa. En la esquina se vio movimiento, hombres armados que subían las paredes. Padre, cuñado e hijos salimos disparando al aire, hasta que se aproximó un hombre púrpura que dijo ser de la secreta. Buscaban a Mario Jordán, afamado paramilitar que al parecer vivía allí. El viejo se disculpó con firmeza. El hombre púrpura, marciano, se alejó volando y todos se subieron a la nave espacial, sin Jordán, y desaparecieron del universo. Cuando lo real se dice ficción y viceversa. Pálido cordel de separación que con el sol no se puede distinguir. Literatura. En ocasiones disparábamos por ahí. Cuando papá se acordaba de sus enemigos, les rompíamos las tejas. Venía la tormenta, los tigres de la ira de Blake.

 

Digresión bélica ya que hablo de un país dolido y martirizado, donde la muerte suele ser más asequible que migas de pan. Enanas ahorcadas por los gringos en la película de Felipe Cazals acerca de la Expedición Punitiva (Chicogrande). Como en la leyenda de Ruy Díaz de Vivar, un hombre muerto cabalga amarrado a la silla. No es Villa, pero se quiere hacer creer a los enemigos que el jinete va en busca de él, alejándolos de su cercana presencia. Pancho Villa estaba en una cueva, herido. 

 

¡Viva Villa!, notable libro de Edgcum Pinchon. La edición de casa tenía la tapa suelta. Se leía más que la Biblia. Creo que separé aquel libro y lo dejé encajonado para mi retorno. Cuando con tristeza fuimos viendo uno a uno los volúmenes de la casa que ya no tenía padres, orfandad de los ladrillos, silencio de la máquina de lavar paralítica. Polvo de páginas, cada una con nombre y fecha anotados, cronología de pasos, de aprendizaje. Tanto México allí, cananas que el tiempo ha borrado.

 

Zapata, los Flores Magón, el general Buelna.

 

José Santos Chocano, poeta peruano, se embelesó con México, coqueteó con Carranza, lo sedujo Villa. Conoció a Villa en Torreón, 1914. Escribe:

Me brinda con licores, pero él bebe sólo agua. Le ofrezco un cigarrillo, y me da las gracias sin aceptármelo. ¿Cómo es posible —le interrogo— que no le guste ni el licor ni el tabaco? Me responde sonriendo socarronamente: —he pasado veinte años en el desierto y he aprendido a ser tan sobrio como él. Tal frase no era sólo feliz, sino verdadera. Villa tuvo siempre dos grandes obsesiones, poseer la hembra, matar al enemigo. Sobrio como el desierto, no se sentía atraído más que por el Amor y por la Muerte.

 

He puesto un alto a la música. Desde ayer que voy de la Huasteca al norte, de Guaymas al Sumidero. Sigo con el tin tin de la marimba. En Xela, Guatemala, en la garganta del bosque esmeralda, mi hija Emily vio mayas de mil años golpear la marimba con los dedos en cuyas puntas crecían bolas de jade.

 

Tengo amigos de Zihuatanejo, del borde entre Veracruz y Oaxaca, del Jalisco y del Michoacán rulfianos, de la Mixteca Baja, de Cuauhtémoc y ranchos de Durango. Siempre que voy a un restaurante, cien mexicanos por cada gringo, pregunto de dónde son. Y miento, descarado, de dónde provengo. Que de Sombrerete, Zacatecas, que del Bajío, que del bolsón de Mapimí  o de Gómez Palacio (hoy Gómez Balazo), que de Pascual Orozco, ahicito de los menonitas, bosque de pino y sombra de pino. No he llegado a las quebradas entre Chihuahua y Sonora, a las cuevas tarahumaras, al Cañón del Cobre, pero he acariciado azulejos talavera de Puebla, y hecho el amor a mi mujer en las cavernas debajo de la pirámide enterrada de Cholula. Tú y yo y si era calor de fuego o hielo de tumba, no recuerdo, solo la suavidad de tu entraña, el silencio absoluto, el coro de fantasmas mudos. Otra vez la luz del sol, subiendo hacia la monumental iglesia al tope de la colina. Debajo tierra y piedra, dicen que varias pirámides. Caminamos por los pasadizos excavados; a ratos una entrada cerrada con reja de hierro y candado. Si nos perdíamos allí momias hoy seríamos sin escuchar la sangre que desciende por las sacrificadas escalinatas de Cholula. ¡Ay, Cortés! Practicamos vida entre el polvo de la muerte.

 

El mar de Cancún es verde. De ida y de vuelta de La Habana brilla así, ópalo que asombró a España cuando las naves se acercaban a Tulum. Viajo con Stefano Varese, autor del inmenso libro La sal de los cerros que me autografió en una bella edición del congreso peruano. Nos fumigan al llegar y al salir de la isla. DDT sería, para lo cucarachas que somos. Pierdo a Varese en el aeropuerto. Aunque es casi medianoche hay demasiada gente y cúmulo de burócratas, ya en el DF. Mi vuelo a Houston sale mañana y debo tomar un hotel. Varios mini buses alertas para agarrar pasajeros. Da temor, cierto, con las historias del narco y cabezas colgadas de pasos a nivel. Pero no tengo otra, me animo. Veo la capital, los muros decorados de sarro, y me meto en cama con zapatos. Lo primero que toman los ladrones son los zapatos. Recuerdo, en hotel de putas en DC, poniendo las amarillas botas Manaco debajo de la almohada. Con suerte, porque a pesar de estar con llave el dormitorio me despierta una fantasmal vieja afroamericana y me dice cabrón te tienes que ir. Antes de partir rumbo a Colorado de destino final me asomo a una exhibición del INAH. Coatlicue, diosa de la tierra, creadora y destructora, inmensa, tétrica, sanguinaria. Tierra que amo y que gotea espinas.

 

No puedo ceñir a México en un texto. Treinta y tres años de mi vida viví asociado a las diversas culturas de aquella geografía. Aprendí a hablar en mexicano, y los bigotes me dan el pase libre para mimetizarme entre ellos. He escuchado mucho, aprendido. Esa riqueza ya es intrínseca, su música es parte de mi diario. La Sandunga, La llorona, El pajarillo jilguero, La Petrona, La Martiniana, El toro sacamandú, solo para hablar del istmo y del son, que al norte guardo mucho más. Y en la memoria queda aquel grupo norteño, amaneciendo ebrios en una mesa del mercado de Puebla nosotros, con el músico tuerto enamorado de mi hermana Elena (ese ojo maltrecho lagrimeaba con pasión de guitarrista) mientras le pido que toquen Caminos de Michoacán. “Cariñito dónde te hallas, con quién te andarás paseando…”

 

Aires de sotol, de vino, como llaman al tequila, de mezcal agusanado y colores del pulque moderno. Dulces de tamarindo con chile picoso. Órale, cabrón.

 

Sopes con chapulines. Tacos de ojo.

 

23/06/2022 

Tuesday, June 21, 2022

Colinas de Porto


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Porto, Oporto. Intento recordar el aeropuerto, llegando de Londres, y no puedo. Dudo que fuese algo inolvidable pero por lo general siempre presto atención a detalles. Podría ser la emoción; era el inicio de un viaje que no tenía retorno y ahora estoy sentado con un café con leche condensada y mordiendo unas galletas cerca de donde lo comencé.

 

Bajo de mi pequeño hotel, un cuartito en el piso arriba desde donde observo jóvenes en las escalinatas del teatro al otro lado de la calle. Comienza a anochecer. Otoño, pero está más que templado. Cada día paso por un restaurante popular, muy ocupado, y desde la vitrina veo infinitud de chorizos que entran y salen del parrillero. Siempre me digo que voy a entrar y no entro, y termino comiendo comida turca en una especie de Prado al fin de la colina, con profusión de entregadores de comida en moto, algunos turistas, y grandes edificios viejos en penumbra.

 

Cerveza en soledad, dejo las horas caminar sobre mí. La lager amarilla ha perdido espuma. Agito el vaso, me gusta que la cerveza tenga espuma, me gusta la espuma del amor. Tu sexo parecía canción de navidad, venerable efímera barba blanca, sin villancicos de por medio. Sudor de ti. El paseo de Oporto se nubla, la gente va raleando, los turcos comienzan a poner sillas sobre mesas. Tiempo de cuesta arriba. He mirado hermosas portuguesas, todas ajenas, vírgenes medievales que no miran ni al costado. Como caballos.

 

Al subir veo el ajetreo de los choriceros. La luz externa ya es mortecina, han bajado su intensidad para avisar que cierran. Mañana vengo, me prometo. Mañana voy.

 

Me desvisto. Los hoteles son carísimos. Esta sería una buhardilla; le inventaron un baño. Un plástico duro hace de pared para no mojar el piso, hay que eludir la llamada “taza”, burlona descripción del trono íntimo. Habrá diez centímetros entre el muro plástico y ella. Cada ducha lava todo el resto del baño; hay que secar. Ninguna municipalidad aceptaría eso, pero soy de Bolivia y me he acostumbrado a los “hechizos”, no me refiero a encantamientos sino a cosas hechas burdamente a mano, o fuera de cualquier lógica. Un ron Zacapa perfuma la oscuridad; gotas sobre los pezones aplacan maremotos. Un ron “hechizo” te manda al carajo, ron pendenciero, ron de piratas de secos ríos, jaja, como los almirantes de mi patria que nunca vieron mar ni nadar saben, solo bambolearse en el oleaje turbio de la chicha y el oprobio.

 

Duermo bien, con la ventana abierta. Hay brisa cálida que llegará del océano. Por más que intento no oigo fados, serenatas. Portugal es frío como sus bellos azulejos. ¿Cómo no ser triste con mujeres que miran al frente y nada más? Queda el fado, la saudade de la nada. Duermo. Sueño con chorizos portugueses en oleajes rojos de peri peri.

 

Seis sardinas doradas en la parrilla, papas fritas, helado vino blanco, ensalada rusa, lechugas. Entre el tren y el mar, en una calle de restaurantes a izquierda y derecha, de piel de pescado reventando en el calor de la brasa. Olores, aromas, una foto personal para la memoria. No como la cabeza no porque no sepa si es parte de la tradición hacerlo sino porque ni entrañas ni cabeza para mí, me dan escalofríos. El vulgo local cochabambino dice “calofríos”, y ay de que los contradigas. Abro la boca y el pescado me mira, no tiene párpados, cómo es posible, pregunta, y apuro el vino. Otra copa, obrigado. Las sardinas son de un gris metálico, hasta con rincones azules. Añado sal a la ensalada, la papa no ha sido bien cocida, pero en general el plato está sabroso, el ambiente perfecto, viaje de conocimiento y de placer. Sardinas frescas comí una vez, en los muelles de Castellón de la Plana, cuando los del sindicato de pescadores nos regalaban bolsas de ellas, para los miembros de la FAI, Federación Anarquista Ibérica, en cuyas páginas hoy se ensalza a Evo Morales. Borré la página, no la visito más, me quedo con los Solidarios, con Durruti, Ascaso y García Oliver, con los amigos de Castellón. Canta Chicho Sánchez Ferlosio. Ahora la revolución ya no es contra el poder, puede ser a favor del poder de corruptos y pervertidos. Un amigo escribe una elegía al porcino líder norcoreano. Los ojos de la sardina están muertos y ciegos. Los míos vivos, pero decido que también ciegos. No quiero ver ni saber. Deseo la sombra de un árbol. Un molle, y que no me estrangulen ni pobres ni maleantes, que tampoco ya dormir bajo un árbol se permite hoy.

 

Camino por los altos del río Duero. Fotografío acá y aquí. Al fondo veo el pez plateado, las riberas, casas de altos, coloridas con los rojoamarillos que se desvanecen crepusculares. Tomo una mesa y pido vino del Douro, cómo no, y ordeno un plato de carnes. Pienso que hace unas semanas me agitaba en desesperación, que el mundo ya estaba hundido, que era cuestión de horas. Ahora, lentamente, hago girar la copa, con pausa sorbo, el vino corre en la garganta como rebasando rocas, haciendo cascadas. En el café tocan Suzanne de Leonard Cohen. Es Portugal y el Duero corre allá, detrás de los arbustos de la quebrada barbada de verdes. Si ella está aquí, la que se fue, seguro, pero no se sienta en mi mesa, sorbe su propio vino verde y canta como una paraba pírricos triunfos de amor. Paraba azul, casi extinta. En mis ojos, cultivos de papaya a orillas del Caine, camiones llenos de polvo. No, no estoy allí, en las piedras de lo antiguo. Portugal. El Duero corre detrás de Suzanne que lleva calzones rojos de bandera comunista, la hoz que degüella, el martillo que aplasta mi sien hasta que tomo aspirina.

 

¿De cómo llegué a Porto? Lo sugirió una amiga que se deshizo en amor hacia Portugal. Aparece una ventana en mi ordenador. Una tal Julie, 26, muestra tetas globo terráqueos con polos de marrón casi oscuro, cerámicas que venden en mercadillos de terracota. No quiero conocerte, Julie, ni así con esos punzones que tocan la eternidad pero no soy hombre divino, ni Belerofonte ni titán. Apenas sorbo esta sangre de uva con bayas del bosque mediterráneo y tiempo no deseo hoy dar al amor ni a la carne, excepto al asado que nutro de sal y cierra mis labios en pico de beata rezando.

 

Hay más, mucho más, pero quiero detenerme en la terraza de este café de Porto, elevado por encima del río. Ahorrar el vino algunos años, recordarlo como amante que tocó la puerta mientras estaba descalzo, traía calcetines mojados de invierno y una espalda que era más dolor que huesos. Todavía canta Leonard Cohen mientras me alejo. En esta parte de la ciudad hay aire de pueblo, a pesar de que en general el puerto no es una luz de neón sino claroscuros de modernidad copulando con inquisidoras húmedas baldosas de negro piso piso negro y focos de escasa potencia.

 

Amarilla la sábana que cubre mis desvergüenzas. Si hubiera un grillo que cantara la infancia, si tuviera mis libros de joven, Stendhal y Anatole France…

04/06/2022

_____

Imagen: Rua 31 de Janeiro, Santo Ildefonso, Porto

 

 

Friday, June 17, 2022

Dadaístas rusos


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Veintiún mil seiscientas siete fotografías en mi teléfono. No lo puedo creer. Algunos miles son del iniciático viaje del 2018.

 

El museo Reina Sofía tiene un gran cartel: Dadá ruso, 1914-1924. Dominique, Miguel y yo, dejamos el metropolitano y entramos. Tengo ese hermoso ticket entre mis recuerdos, con una imagen de la exposición. Era domingo, creo, justo antes de irme a Roma. Estuve en casa de ellos dos por varios días, otra casa-museo, con intrigantes máscaras del África negra, estatuillas que podrían ser de bienaventuranza como de embrujo. Varios otros objetos. También Bolivia presente ¡y cómo no! si Miguel vive entre dos mundos, este de hogar y familia, el otro del asombro ante un mundo que nunca conocerás y que día a día se descubre. Dadá Bolivia, no como un movimiento artístico sino como realidad.

 

Portadas de libros de Mijail Larionov. Siento no haber anotado las cosas; a veces presumo de qué artista puede tratarse; la mayoría del tiempo, no. Me quedo con la belleza y la ignorancia que suelen bien matrimoniarse. Ródchenko, por supuesto, lo reconozco. La  foto de Osip Brik, tan famosa. Dibujos de personajes de la calle y época desde los dedos de Mayakovski. Extraño mundo que despertaba a nuevos paradigmas, que creyó mayormente en ellos, que los suicidó en tantos casos, los fusiló, encerró y permitió el paso de una burocracia afectada que sabía obedecer pero no el abecedario.

 

Fotografío una pared. Allí Igor Teréntiev, en 1919, anota: “Nunca pierdas la oportunidad de decir algo estúpido”. ¡Oh! ¡Ah! Quiero analizar qué quiso exactamente decir. ¿Verbo dadá?

 

Viktor Shklovski, 1924:

“Insistimos:

No convirtáis a Lenin en un cliché.

No imprimáis carteles con su retrato, ni manteles

Ni platos, ni tazas de té ni ceniceros.

Nada de estatuas de bronce de Lenin…

Lenin es nuestro contemporáneo.

Sigue entre los vivos.

Lo necesitamos vivo, no muerto.

Por esta razón:

Aprended de Lenin, pero no lo canonicéis.”

 

Se equivocó el gran Shklovski. Su libro Viaje sentimental es uno de mis grandes libros. Lo leo y releo. Tengo uno encajonado en Cochabamba, si no lo esfumaron con el resto de mi biblioteca; otro en Denver, para mi felicidad. Mundo de estatuas. Hoy mismo veía en Transnistria a Vladimiro Ilyich discurseando. De nada valieron los bronces caídos de los años 90. Poco ha cambiado en la coraza testa del estalinismo mundial. Pero hablamos de arte y no de ortigas. Digresiones del rencor…

 


Famoso cuadro de la jerarquía soviética. Lenin y cuatro ramas de individuos saliendo de él, aspas de molino, por supuesto orden de mando. Stalin está aún pequeño, a pesar de que tuvo cargos importantes pero la eterna desconfianza de Ulianov. Obra de Kliment Redkó.

 

Hay videos, narrativas en los muros. Cada uno de nosotros tres se guía por sus aficiones y parecemos desconocidos entre la muchedumbre que se ha puesto mascarones del soviet. Pero es una exhibición del avant garde y no comunista. Cierto, pero también una de ilusiones que en su mayoría perecieron a la mala. Me hago tomar por Dominique una foto con un artefacto de esquina de Vladimir Tatlin. Había pintura, diseño, arquitectura, arte gráfico, escultura, esbozos y borroneos, época de las más ricas que hubo en el arte en general y que ya en 1930 comienza a difuminarse. Dicen que el Rock and Roll pereció en Altamont; la vanguardia rusa lo hizo en la pistola de Mayakovski, en la cuerda de Tsvetaeva. Viaje a la exhibición del fin del mundo, a otro corto verano de la anarquía.

 

Dos horas tal vez, más. Nunca querría irme de allí, ni de Goncharova ni de Málevich. Afiches de revolución, de estética realmente revolucionaria, no bolchevique. En el libro El terror bajo Lenin Jacques Baynal, junto a Alexandre Skirda y Charles Urjewicz, aclara que lo de Stalin se formó, y fermentó, ya bajo el dominio del mujik calvo. Porque hay una corriente que quiere culpar lo posterior mientras lava los orígenes para preservar su mentira. Lo había predicho Bakunin, hablando de Marx. Nada más ajeno entre uno y otro que dadaísmo y sovietismo. Es como, y de manera jocosa lo cuento: ponía en un mensaje de texto “luna lunera” y el IPhone lo transformaba en “luna Linera”, mácula de oprobio sobre alba superficie en donde los gitanos fabrican collares, según Lorca. Distancia entre el floripondio y la cloaca, entre el hechizo del aroma y el hedor del estiércol.

 

Capto a Miguel (Sánchez-Ostiz) de pie al lado de un retrato de Tristan Tzara. De Robert Delaunay. Veo un Grosz, artistas de varios países que bebieron de las mismas fuentes. Sagrado no es Dios sino el arte. Este recinto es el monasterio convento de la belleza, incluso en las formas destruidas que aparentemente combaten la idea burguesa de lo bello. Hace poco mencioné en algún texto la construcción de la forma. La deconstrucción de ella entonces. De fondo, un grupo popular veracruzano canta y toca La sandunga. Pienso en Eisenstein, lo dadaísta en Eisenstein. Lo que México era para él, y Artaud, y Le Clézio, o Calvino, cada cual a su manera, es Bolivia para Sánchez-Ostiz; hoy mismo escribe sobre Pessoa y divaga entre brujos aymaras de su mítica La Paz.

 

Cada fotografía de la exhibición es para interminable conversación. La última de mi teléfono es de un adusto semicalvo poeta (según la dedicatoria de -otra vez- Delaunay, cuya esposa Sonia era ucraniana, y que no se puede leer bien. París, 1922). La siguiente toma muestra un monumental cuscús, sigue Madrid, pero esa será historia aparte.

 

La mesa de la sala de la casa es una vitrina. El vidrio cubre estatuillas africanas. “Son de Dominique”, aclara Miguel. Cada rincón un objeto mágico. Gente que ama la vida, el hombre y sus obras (leí a Franz Boas de muy joven). Me recuerda mi casa, la que el fuego del olvido arrasó como mal lobo. También allí miraba el ibis rojinegro desde la biblioteca, enfrente de un poster de Van Gogh, al lado de los caballos coloridos de Franz Marc. Una inmensa cabeza en madera negra, ibo, ponía piel de gallina. ¿Qué han visto las máscaras? ¿Qué veremos nosotros con las nuestras? El avión calienta motores. Mis anfitriones, parte intrínseca de la belleza, agitan las manos a la salida del metro. ¿Era KLM la línea con la que fui a Roma? Tan detallista soy que ni me acuerdo. Antes daban vino en los aviones. Aire, hoy. La sombra de la aeronave se muestra en los techos de Madrid. Me alejo. Pausado voy camino a Mayakovski.

17/06/2022

 

_____

Imágenes: Dibujos de Vladimir Vladimirovich Mayakovski 

Tuesday, June 14, 2022

Camus, The Cure, Francine…


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Pablo Mendieta Paz, hablando de Camus, me envía el enlace de Killing an Arab, The Cure, uno de los primeros discos que compré cuando llegué a Estados Unidos. Se lo agradezco. Hace unos días, buscando un compacto específico, puse a un lado una compilación de este grupo donde está incluida la canción (Staring at the Sea. The Singles). No la escuché por muchos años. Mientras manejaba, activé el enlace de Pablo y retraje muchas cosas: los departamentos de Arlington, las borracheras, cerveza danesa, Lennon, Cohen, Dylan, Hendrix y amigos, emparedados de palta con chiles serranos, mi anuncio en el City Paper para conocer mujeres. Era 1989.

 

1986, Francine baila Sunday Bloody Sunday. Desnuda es como la estrella del amanecer. Esta canción y Take a Walk on the Wild Side, del gran Lou Reed. ¡Cómo dolió aquel lado salvaje! Lo recuerdo; toco las cicatrices del placer y el llanto. Hablé con ella la última vez treinta y años atrás y me dormí. Las garras del alcohol eran mayores que el amor. Se esfumó. Aviones fueron y vinieron. Y cayeron. Si hubo nunca más este se presta, como si la piel se hubiese resecado al sol, animales cazados y despellejados, nosotros. Curtidos a la intemperie. En vano Prometeo aúlla amarrado a la roca. Ni el silencio responde, solo el vacío. Los griegos sabían de ese caminar por la nada, le inventaron lugares, no prosaicos como el Purgatorio. El ron de Barbados dentro de su botella tiembla sin razón. En su jugo: trabajo, caña cortada, sudor, miseria. Tiembla, cómo no. No es sismo, ni ha explotado el gigante volcán dormido de Yellowstone que enterrará en ceniza a Denver en minutos. Ya nadie va a encontrarnos, esta será Pompeya en el fondo del oblivion. Sin narrativa, ajena, sin silencio, vacía. Vamos, ¿digo aquí que el silencio no ocupa un espacio? No deseo pensar en responder lo que no sospecho. Especulación. Metafísica. Miro por la ventana. Matar un árabe. Pablo añade otro correo con una cita de Camus, de El extranjero: Aujourd’hui maman est morte. Ou peut-être hier. Je ne sais pas. Tiembla el ron.

 

Sobre una roca del Liriuni vas de vestido blanco y solo eso. No eres Prometea, pero de lejos se te ve herida. No has de robar el fuego, eres el fuego. Desciendes de la atalaya y muestras tu dolor cortado, la piel arrebatada de un libro abierto. Por el cielo vuelan eucaliptos aviones, el río Chocaya golpea las piedras y las convierte en cascajo. Hora de fiebre, desmayo del segundo. Largas hojas de árbol caen y se clavan sobre tu espalda, espadas de la intemperie. No te matan, te aroman, te froto el vientre con la hoja azul de Australia. Mi sexo ha tronado con la profundidad del didgeridoo, con rumor del entre suelo donde sueñan las hormigas verdes, donde Werner Herzog hace tocar a Beethoven para que lo oiga el desierto.

 

Manu Chao, Clandestino. Sin quererlo se nublan los ojos. Noche de Odessa. Estamos con Anastasia debajo de las escalinatas de Eisenstein. Luces del puerto. Arriba brilla la estatua de Catalina zarina o zar, mejor. Multitud alrededor. Manu Chao, Clandestino, en la noche de Odessa. El mar Euxino tiene estelas de luz. Por ahí, en esa gran sombra, está la tumba del mejor de los aqueos, el Pélida, Aquiles, quien no puede vivir sin guerra, ni en 2022.

 

Una vida con hitos de canciones. No son mariposas amarillas, son marcas, avisos de neón. Killing an Arab: Brandywine Street, Tenleytown; Margarita Margaro, Theodorakis, bouzuki: Alexandria, Virginia; Andaluces de Jaén, Paco Ibáñez: Hall interior de la casa de Villa Moscú, piso de cerámica marrón rosa, tus pies descalzos, tu ropa interior que cae sobre la cabeza de Newton e inventa la física.

 

De noche eres la estrella de la oscuridad, grises tus tonos, azules tus vellos, tu vientre rítmico tambor, Orquesta Baobab.

 

Bienvenida a Tijuana. Los enormes eucaliptos de San Diego manchados sobre la corteza lisa. Lepra blanca. El rey enmascarado de Jerusalem, el rey de la máscara de oro de Schwob. En la sombra muere el eximio escritor acompañado de su criado chino. Francine entra a un rincón similar y nunca la veo más ciego de anteojos blancos de nube, Juno seduce a Júpiter entre los nimbos. Desde tu piedra de Liriuni extiendes tu vestido y vuelas; antes eras un ave, hoy un dron. Triángulo blanco del cielo y otro triángulo de en medio hacia abajo, negro a simple vista, campo de verde alfalfa. Solo puedo pintarte porque vuelas tan lejos como Leeds y ya los martillos del tiempo aplastan mis dedos. Me queda uno, con el que escribo. Antes de perderlo, recuerdo. Y con mi única oreja viva escucho las siempre canciones y me engaño creyendo que nunca he de morir cuando ya casi todo en mí está corrupto y seco.

12/06/2022

_____

Imagen: Marc Chagall

Saturday, June 11, 2022

Caffè Greco


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Fundado en 1760. Liszt, Goethe, Schopenhauer, Keats, Lord Byron lo visitaron. Una callecita de Roma. Un café bajo un signo no llamativo. Marcela Filippi había ya hablado de llevarme allí. Entramos. En una mesa grande varios árabes, una hermosísima mujer al centro. Gente de plata, era obvio, de alguna élite que goza de occidente sin desembarazarse de lo suyo. Wagner, Mendelssohn, María Zambrano… doscientos años y tantos. Paseamos por el lugar mirando las  fotos en las paredes, tengo por ahí la tarjeta entre mi archivo de recuerdos que a veces hurgo para ver si en lo cierto estoy y no divago o miento.

 

Por más que quiero recordar no tengo en mente qué pedí. Un café, por cierto, pero no sé qué tipo. Fotografié a la bella árabe a escondidas, y rincones del café. Tengo esas tomas entre casi quince mil del viaje. Marcela fue una cicerone excepcional. Días preciosos aquellos de Roma. Interminables caminatas. Pensando, lo clásico de ella podía visitarse en una noche, como hicimos. El auto a orillas del Tíber y andar hasta el amanecer, con asomo al Vaticano y ver de lejos el abrigo de la santidad.

 

“This could be the last time”, cantan los Stones en una rara compilación del año 86. Esa sensación de que cada cosa que veo es última, todo instante único e irreversible, que no hay vuelta atrás y que por eso hay que acumular memorias como billetes y nutrirse de ellas por las horas solas que siempre vienen, por lo inexpugnable de la muerte. Más tarde, ese día, o después, la anfitriona me regala un libro sobre Pablo de Rokha. “A veces encuentro a la muerte meando detrás de la esquina, o a una estrella virgen con todos los pechos desnudos”. “Cuando los perros mojados del invierno aúllan, desde la otra vida, y, desde la otra vida, gotean las aguas, yo estoy comiendo charqui asado en carbones rumorosos”. “Hace mil, mil años hace que no duermo cuidando los chiquillos y las estrellas desveladas; por eso arrastro mis carnes peludas de sueño encima del país gutural de las chimeneas de ópalo”. Trozos del poeta chileno, arreglados para que quepan en la estética del texto. Le quito puntos y separaciones, aferro la idea, le evaporo el aroma de incienso, le extraigo la angustia de la burla perenne, la aseguro con bisagras de acero de la acería de Mariupol a lo que aquí anoto, escriba de lo innombrable, Noé que en letras aparea los animales y los colores para que no se ahoguen en la marejada del olvido.

 

Marcela habla, cuenta del mar que adora, de su casa al lado del mar y de su compañera perra, del hijo Leonardo, del Trastevere que veremos y una historia de amor de su madre que es antológica y anecdótica. Pelear por el amor, atravesar océanos, aguas que traen tiburones y monstruos kraken que no salen del líquido sino que duermen con su rumor en el orificio de los miedos. No hay lucha peor, ni mayor beneficio, cuando el beso se derrite como jugo de granada sobre el pecho y uno cree haber alcanzado eternidad. Roja la sangre de tu boca, carmesíes los arcanos de ti, musitas, y aunque veas a la muerte meando en el muro cercano sabrás que no has de vencerla pero tampoco ella a ti porque no te conoce. No más que un dibujo de Linneo, de un animal cualquiera. Eres como ella misma, la Muerte, inexpugnable. En esta brega de iguales ha de vencer, dejará despojos por doquier sin alcanzar el corazón de la flor. El poeta ya ni cabeza tiene y sus manos son pasto de hormigas. Así y todo se sienta a la vera del cielo comiendo con gusto su charqui remojado en ajíes putaparió sobre rumorosos carbones. En estos detalles ni la muerte, ni Dios, tienen arbitrio.

 

No en vano el nombre de este café romano incluye el de “antico”. Antiguo pero no mustio. Huelen los granos que se tuestan. No hay demasiada gente, lo que es bueno. Los árabes y nosotros. La árabe y el voyeur. Bustos, retratos, cuadros, dibujos. La ida al baño es como de primera comunión entre ángeles de arte. Así hasta una necesidad es un vals musette.

 

Angostas calles de Roma. Medusa de Caravaggio. Ciudad de sombras, del callado Giordano Bruno, retostado en nombre de Dios. Pienso que en esta inmensa caminata no vi comida de calle. Tal vez se prohíbe porque las frituras en número de miles dañarían los monumentos. Asumo, no sé, pero me ataca ahora mismo este prurito cochabambino de la comida y equiparo en mente las dos ciudades y Cochabamba estaría chisporroteando sin descanso, alimentando la horda de las fuerzas ebrias durante la completa oscuridad. Roma es sobria y sombría, piedras talladas, monumentales, elegía del dolor eterno distraído con juerga mítica. Cochabamba es chola borracha bañada en jugo anaranjado de chorizos.

 

Me digo que he de llamar a Marcela para preguntarle de la tarde del Greco pero no, o recuerdo o Roma muere como novia primeriza. Rebusco, aparto de un dulce manotazo aquellos ojos negros y toco de nuevo las maderas talladas de la mesa. Dudo que originales sean, y es imposible que el autor del Werther dejara un chicle debajo. No importa. Carezco de ensoñación y me sobra curiosidad. Imagino, además, en la ofuscación de los nombres y los lugares, lo que pudo haber sido la época de cada uno. Invento mis historias y me las creo. Si había música de fondo no estoy seguro, a pesar de aseverar hace un segundo ser el master curioso.

 

Sorbo el líquido, negro aunque se diga café. Devoro pausado una masita delicada. Imprescindible en mis visitas a un mocha o chocolate caliente. Necesito algo dulce para equilibrar lo amargo. Aquí por lo general es una delicadeza danesa, o una madeleine. En el Café Greco sería pastel alemán, o suspiros italianos. Lo que fuera. Luego el aire nocturno en la terraza del noveno piso, arriba, o décimo u octavo. Alguna lectura en el dormitorio biblioteca que Marcela me ha asignado. Hemos hablado de traducciones; es su profesión. De traducidos y traductores. La genialidad del arte y las posibilidades de la libre interpretación. Libros, libros alrededor. Los versos no son álgebra, aunque el álgebra sea creación de poetas.

09/06/2022

Wednesday, June 8, 2022

Anastasia llega al hotel Alarus


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Te escribo, aguardo por las ocho de la mañana. Llegué ayer. Gris aeropuerto de Odessa, modesto, amado, ido. Esquina de la Preobrazhenskaya, tú sabes dónde, esquivas hierbajos por las calles de la ciudad de Babel, de Isaak Babel no del zigurat. Vienes con largos delgados jeans. Largas piernas, zapatos de tenis, el pelo recogido en breve moño, chamarra azul brillosa. Mis ojos llegan a tu nariz, no puedo besarte porque mi boca toca el vacío en donde nace tu cuello, delgado, azul, jeans de cisne. Labios, delgados, sin maquillaje ni rouge. Me acuerdo de ti en el Hotel Chelsea, no, perdón, otra vida aquella, Alarus hotel, de octubre otoño en la ciudad de los árboles decadentes pero persistentes. No sugiero nada, me tiro en tus brazos que no aguantan mis noventa kilos. Necesitas el caballo del atamán Holovaty para cargarme. Rocío en las piedras construidas. Si pienso que atravesé los dos países de jamones colgados hacia el oeste, y que en Fiumicino escapé de las bombas que mi memoria pone a cada paso. Pero la idea era fija, Odessa estaba marcada con signo de meta. Cierto que eran citas con bellísimas mujeres que hablaban lindo, pero sobre todo un encuentro conmigo, que pasaría acompañado. Soy Anastasia, dijiste, y tus orejas eran fuentes del paraíso. Te olí, perro que soy te olí en pensamiento por todo lado, entre tus piernas, entre tus nalgas, olí. Qué feo decir orejas pero qué otra cosa podría llamarlas, mi inventiva hoy carece de brillo. Qué perfume, pregunté bien tonto. Lo dijiste y no me acuerdo. Sí el aroma, profundo que soñé morirme en nuestra primera cama y no despertar de muerto. Tus manos en los bolsillos, das pasos de torero sin tragedia de matador. Agacho la cerviz para creer que no sueño, que el olor que viene desde la Moldavanka es de barcos hundidos con su carga de trigo. Hueles a cereal, te diría, Anastasia, como burdo poeta de mercado. No sé ser romántico, deja que mis manos hablen por mí, te toquen apenas los dedos, permite que simule ser mago y pronuncie un encantamiento.

 

Preguntas qué quiero ver primero de Odessa. El monumento a Isaak Babel, respondo. Y allí vamos y nos fotografiamos. Babel inmenso en metal donde me apoyo. Nunca he de olvidar Odessa y es él, detrás de todo, en el centro de todo, sus libros que leí una y otra vez por diez años, en intervalos de chicha y de musgos húmedos de sexo local. Cuando la resaca me tiraba en cama, donde cada bocado o líquido era devuelto, cuando hay amargo en los labios y quema la garganta, esos resabios que tienen que salir porque envenenan, color de oro, por cierto, el brillo del oro de las estrellas extinguidas del gran Georg Trakl, líneas que robé para titular un hermoso libro de desafíos y penas. El brillo del oro de la muerte, del hastiado hígado que no desea continuar.

 

A Babel y a mí nos gustaban las mujeres. Tendría paz de ser presente, en mi caso, esta aseveración en pretérito. Todavía me faltan hecatombes, vahídos y desvaríos, supongo; el tiempo no ha domeñado impulsos, herrumbrado algo de las bisagras, no más. Tienes el cabello rojo, Anastasia, no tanto como mi primera esposa, pero cielo rojo de “solo, sin tu cariño, voy caminando”, de la canción mexicana. Lo acaricio. Estamos ante la gigantesca estatua del atamán, a la vuelta de mi hotel. Con tu abrigo carmesí te apoyas en mi hombro para espantar el otoño. El caballo del guerrero tiene sus fauces sobre nosotros, destila hierro candente, cae sobre el cerebro, lo ofusca, y te tomo y deseo que sea noche para pecar.

 

Me cuentas de tu padre, de tu profesión vinatera. Mejor ni lo conozcas, aseguras, poco sociable, del hampa de la Moldavanka. Allí solo hay judíos y bandidos y mi padre no es judío. En un banco de aquel barrio de Mishka Yaponchik, sobre quien Babel retratara a Benia Krik, me gusta estar contigo. Según ella es todavía vecindad peligrosa. Odessa es un puerto y hay contrabando y droga, meretrices que parecen afroditas en el juicio de Paris. No doy más de placer, me recuesto sobre el banco verde, tomo tu mano blanca larga fría y cierro los ojos. Si me viera mi padre, aquí en la barriada del crimen, con el mar cercano y acompañado de una bella. Casi literatura, le diría. Casi paraíso, opinaría él.

 

Hay mucho que contar desde que apareciste con tus botines amarillos de constructor, tus estrechos pantalones, piernas de Modigliani y rostro de Filippo Lippi. Pides almejas. Llegan en plato, humeantes con queso derretido encima. Vino blanco. Cerca de la catedral, en uno de tantos rincones parques de Odessa, ciudad vegetal. Nunca he probado algo mejor, tan delicado. Me das de comer con tenedor, como a caniche adiestrado. ¿Hubo alguna yerba aromática encima? Quiero creerlo con curiosidad de cocinero. Del vino seco al moscato. Moscatel helado que dejó sabor dulce para la eternidad.

 

Nos fotografiamos en las escalinatas famosas. La noche ha venido tenue y fresca. Visitamos las estatuas de Ekaterina la Grande y de Richelieu, damos unos pasos por el parque griego. Las luces del puerto iluminan las partes altas de las grúas y los edificios. Una masa oscura se ve al otro lado. Tiene que ser Crimea, quizá una isla, dudo que Turquía se pueda ver desde aquí.

 

Envuelve la oscuridad. El lugar común de que es un manto parece lógico. Los dedos de tus pies brillan albos, diez largos lápices de dibujo. Agarro uno, muevo la cortina y anoto para no olvidar: Odessa, octubre de 2018. Los bulbos de la iglesia ortodoxa sobre la avenida perdieron su color de helado. En la esquina un corrillo de putas aguarda por autos de faunos intempestivos y torpes. Se suben los abrigos para cubrir las orejas. Hace frío. A cuatro cuadras comienza la Moldavanka que a esta hora estará activa. No hay bastante iluminación en las calles. Si la hubiera, el sueño perdería pátina y no está bien; no aquí.

07/06/2022

_____

Imagen: Monumento a I.E. Babel, Odessa

Sunday, June 5, 2022

Borges en la terraza de la calle Clarkson


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Vine de tomar un café con mi hija Emily en Dazbog, café ruso con un gran cartel: No a la guerra en Ucrania. Luego a casa. Iba a quitarme los zapatos pero decidí leer algo de Zweig en la terraza. Comenzaba cuando llegó mi vecino, escritor de la radio pública, jubilado, que enseñó en Harvard, que vio el 86, en Harvard, a un viejito de bastón del brazo de una hermosa joven cabello azul. Lo vio pasar. Alguien salió de una de las oficinas y preguntó: ¿lo viste? Era Borges.

 

De ahí me pidió esperar un momento, él vive en la casa separada de atrás, solo. Sale temprano con su maletín de cuero y lo veo caminando apresurado siempre. Volvió con su laptop, y leyó, en inglés, un poema de Borges. Un par de veces secó lágrimas. Perdón por lo emocional. Lo había leído por primera vez en Creta, junto a un relato. Habló de Homero, del mapa del Laberinto, de Odiseo, Palas Atenea, de la sangre en las manos. De Circe y las negras naos de Troya. Derivamos hacia un tema que nunca dejará de causarme asombro, la Ilíada y los libros alrededor de ella. Telamón y Tideo, padres de los héroes Ayax y Diómedes. Salónica, ciudad donde no se puede dormir, tan viva está. Rembétika, el subsuelo y Esmirna. Istanbul, puertas que invitan a ser abiertas y que al cerrarse terminan la historia. Otra lágrima cuando Borges menciona Northtumberland.

 

Vuelve a Creta. Desciende de griegos sin hablar la lengua. Está ante la tumba de Kazantzakis, lo llevan a la parte posterior. Unas líneas del escritor que dicen que no espera nada, que no teme a nada. La Carta al Greco, Cristo redivivo, Zorba, Anthony Quinn y Theodorakis. Pasa otro vecino, embrutecido por el reefer, dando tumbos. Agarra el monopatín eléctrico y desaparece. Vuelve con paquete de cerveza, choca contra las paredes, rebuzna y desaparece.

 

Seguimos. Menciono a Schwob. Oyó de él sin leerlo. Del libro que tengo conmigo, todavía en la poesía, confiesa que ama a Joseph Brodsky. Osip Mandelstam, el hombre que escribía sabiendo que era su sentencia de muerte mientras otros hacían garabatos. Hablamos de Pasternak, un poco de Pilniak y Ajmátova. Por supuesto de Babel y de Odessa, la belleza del decaimiento.

 

El clima cambia, de un calor impresionante pasamos a un espléndido aire de lluvia. Le cuento que el clima de Cochabamba es parecido al de San Diego, sin el mar. California, San Francisco. Big Sur y Henry Miller. Comento que escribí ayer sobre mi largo abandono de la literatura norteamericana. De Marilyn sugiere que el único que lloró en serio fue Di Maggio, que era sentimental aunque tonto. Un amague burlón a los hermanitos Kennedy. Arthur Miller.

 

Pregunta sobre Buenos Aires. Le hablo de los bancos de madera del antiguo metropolitano, de mis tardes sentado en Miserere, del ajetreo prohibido de Constitución. Emma Zunz, El Sur, cuchilleros que se desembarazan de la mano herida. En Borges, el facón tiene mítica de espada escandinava. Recuerdo a Kipling y la saga de Thorfinn Karlsefni. Le agradezco la conversación, no suelo hacerlo. Yo tampoco. Eremitas somos y debiésemos escondernos en el Monte Athos, o en aquel monasterio en medio del Sinaí, un pequeño ojo en el infierno, donde el aroma de pan recién horneado es tan antiguo como las pirámides.

 

Mika Waltari, Sinuhé el Egipcio. Qué agradable conversar sobre las obsesiones, la cábala de los nombres, el hechizo de los tiempos, la construcción de la forma.

 

Borges amaba a Yeats. De Yeats leí poemas y leyendas irlandesas. Derivamos al pintor Arnold Böcklin, ni sé por qué, relacionado con el autor argentino. Resalta la Isla de los muertos y yo su autorretrato con la muerte. Han pasado dos horas. El hombre ha llorado por Borges. Mis ojos murieron en la sequía pero no el espíritu. Nos levantamos. Agarro mi libro, mis dos libros que ni abrí, y él cierra el ordenador. Se va por el pasillo lateral, el que tiene flores azules. A sentarse en su silla mesa solas. Ando en lo mismo. Oigo al vecino lanzar coces arriba, mugen las gentes que atraviesan la calle, faunos y langostas saltan y sobrevuelan encima de la carroña. Tipos manejan a gran velocidad, la baba les explota en las mejillas. Mejor me encierro, digo, que este Jardín de las Delicias me es conocido ya y hoy no quiero condescender con molinos y molinas de aspas giratorias. Dejad a los asnos su imperio que acá no entra nadie. Que copulen y paran bestias enanas que han de crecer, ya qué más da para los lustros restantes. Inmensa pena de dejar a los queridos en este fango. Pasa otro desnudo aullando, tiene patas de cabra y cola de cerdo. Escribe Mandelstam: “Y un coro enmudecido de pájaros nocturnos/Atraviesa el silencio”.

05/06/2022

_____

Imagen: Arnold Böcklin/Autorretrato

Saturday, June 4, 2022

Seis de la mañana en Londres


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

¿Sinclair Lewis? ¿Dónde leí esto anoche? ¿O lo escuché en la BBC? Son las seis de la mañana en Londres…

 

Debo volver a los escritores norteamericanos. Los he abandonado por al menos dos décadas: Sherwood Anderson, Faulkner, Erskine Caldwell, Salinger, John Kennedy Toole, Hemingway... Tal vez el nombre vino en un documental sobre Daphne du Maurier, que era inglesa, pero no estoy seguro. Por asociación femenina, entonces, pensé en Úrsula K. Le Guin. Hay tanto por delante que es inútil regresar los pasos; la clepsidra se ha volcado.

 

Cuando leí Gambito de caballo, de William Faulkner, me dije que no debía intentar siquiera escribir porque nunca podría hacerlo igual, pero uno es tenaz, tozudo y contumaz y seguí. Me ayudó no tener el que es gran error en este gremio: vanidad. Así, como “buen trabajador” (Miguel Hernández), fui construyendo lo mío que si queda o no queda poco importa. Al ladrillo no le interesa si es parte de un palacio o de una choza, solo se aferra a la argamasa, a los otros, y allí envejece: hizo lo suyo. Este es un arte, claro, pero también un trabajo, labor tan dura como la de la albañilería, nada que lo separe del resto. Para crear hay que ser piedra bruta, si habrá diamante lo dirán la posteridad y la suerte, pero no ese el fin; no escribo con metas ostentosas.

 

Pavos reales abundan, la mayoría escoria aunque hubo grandes, pocos, también. Pero los pavos al aviario y nosotros a lo nuestro. Seis de la mañana en Londres; once de la noche en Denver. Comienza el día, “así alucinado”, y pongo la radio para la penumbra en que la lluvia entra por las dos ventanas y hay brisa helada que hace del principio de verano, invierno. Kenya, Somalia, Sri Lanka, la guerra, las guerras. Malawi… Me acostumbré a los nombres por mi pasión filatélica, a los detalles. Recuerdo la primera estampilla que me regaló mi madre: un par de dromedarios del Líbano; luego un sello francés de 1964, mint (nuevo), con el retrato del rey Jean II, llamado el Bueno. Ese hobby me introdujo a la geografía, a la historia y sinfín de otras cuestiones interesantes. Desde hace unos años duerme debido al trabajo. Ya desempolvaré las más de cincuenta mil que conformaban mi colección, con unos álbumes especiales dedicados a libros y autores.

 

Me han puesto un ultimátum: terminar un libro este mes. Ya estaba marcado con fecha para publicarse. No es que lo olvidase; he ido añadiendo páginas pero me diversifico demasiado. Me decía mi madre, cuarenta años ya de eso: deja de aprender y escribe. No le hice caso, no mucho, para llegar a descubrir ahora la verdad del lugar común de que las madres si lo dicen, lo saben. Tarde, mamá, sin que esto sea ocaso. Cortinas cerradas, guitarras de Laurindo Almeida y Baden Powell.

 

El sábado ha despertado a mediodía. Tengo que dejar de vivir de noche. Cinco dedos de luz, cada dedo una hora, a pesar de que odio escribir con premura. “No me den prisas, camarada Voroshilov”, le decía un cosaco del Primero de Caballería al comandante en el frente de Polonia. Lo contaba I. E. Babel. Pues las prisas ya están, no tengo caballo ni fusil, ni obuses que estallan como rojos capulís. Me siento, bebo un trago de agua. Escucho voces de vecinos, grita un perro. Una botella pide ser abierta y la niego. Agua y pan, convicto de pecado, de ganas de crear y desidia para intentarlo. Veremos qué sale, este texto es solo el anzuelo, alisto el arpón para la ballena rosada, aunque mis monstruos acuáticos son más bien de jardín japonés, de líquido manso y nenúfares.

 

Seis de la mañana. La BBC sigue con la usual retahíla de desgracias. Una ardilla se descuelga desde una inmensa cómoda desvencijada tirada en la calle; comienza el verano de evicciones, televisores arrojados por ventanas, cabizbajos osos de peluche, aroma de fracaso y tristeza sepia. Apenas termine estas líneas saltaré a Oporto, bajando del avión de Londres, y comenzaré aquel viaje, a recordar los cuartos de hotel y qué suave era la mejilla de Anastasia mientras mirábamos el acorazado Potemkin, desde las gradas de Odessa, sobre el oscuro del fin del mundo.

04/06/2022