Wednesday, August 31, 2022

Romance para violín No. 2 Opus 50


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Mendigo con la mitad de las piernas sobre el activo cruce de autos. Solo un instante para que un conductor distraído se las corte. Oblivion? ¿Olvido? ¿Qué piensa el hombre dormido? Mutilarse para vivir… tal vez, quizá el último recurso para asegurarse un lecho. Dudo que lo consiga. Tendrá que dormir, ya siendo un hombre a medias, en alguna suerte de vehículo que alguien le done. El sistema no perdona, va empujándote al abismo de a poco. Duermes en un rincón y te saca la policía; encuentras otro y te expulsan vecinos armados con ametralladoras. Queda trashumar las calles por la noche. Con suerte en la mañana se podrá dormir en una biblioteca, en un banco de plaza soleado hasta la noche del interminable paseo, arrastrando un carrito de supermercado o una vieja bicicleta cargada de bolsos llenos de cosas innecesarias.

 

Beethoven. Suave, y de pronto su magnificencia brutal, explosión de instrumentos. Corno y oboe, cuerdas. Paso otra vez dos horas después. En la esquina no hay rastro de sangre. Si algo ocurrió ya lo lavaron. Otros mendigos, tres, dos hombres y una mujer, se mueven como muñecos de opereta. En la oscuridad se escucha el castañetear de dientes, pocos, y rastros de cerveza y orina tocan la pelambre de una mascota suya que tal vez no sepa la diferencia entre miseria y no.

 

La noche. Romance para violín. Pero también Sandro y Brassens. Pienso en mi hermana muerta, en cómo se construye lo abyecto sobre los idos, que dijo y no dijo, que fue así aunque era asá. Jugaban a las cartas entre amigos y de pronto ella dejó la mesa, se puso de pie, voló hacia la sombra; ya no se la distinguió entre cuervos que chillaban sobre una rama de álamo, árbol del algodón, le dicen, porque arroja copos que semejan nieve en un calor de 82 Fahrenheit. La bandada deja el refugio, se aleja por el camino hacia Parker, mi hermana se va con ellos a pesar de que le digo que pondré su favorita canción de Leonardo Favio.

 

Romance de la luna luna. Bluegrass del puercoespín. Conduzco por casi cuatro horas. Observo al menos veinte mendigos en solitario y en colectivo. Cuando me detiene una luz roja trato de no mirarlos. Con las manos me están diciendo hola, aquí estoy, hambre tengo. Subo el volumen. Suenas las tres. Siempre llevo billetes de a uno y cinco. Voy entregándolos como óbolo al papa. Dios te lo pague. No pagará, Dios no paga porque no existe. Si paga, si sus dedos cuentan monedas, tal vez crea. Mientras tanto no es otro que un comerciante de cuadro flamenco, lejano y sepia, tanto que parece amor.

 

Otra bandada de cuervos sobrevuela encima. Más lejos una formación de combate en V de gansos canadienses. Bocinas del cielo en la noche. El lago de la encrucijada entre la avenida Belleview y el bulevar DTC apesta. Hace demasiado calor y no estarán funcionando los drenajes. Agua verde tomamos en una antigua caminata entre Parotani e Itapaya. Los cuervos ríen, me arrojan relojes para que tenga conciencia del tiempo. El maestro sordo no escucha su música, no le importa, estalla y se burla. Ya en casa llorará la pena de la discapacidad, que es tan parecida a la melancolía.

 

El bajo suena profundo y rasgado. Será Cachao, o Django Reinhardt. Pero  el canto es en inglés. El hombre, en la canción, le dice a la mujer que no comprende. ¿Acaso hay algo que entender? Esta vez los cuervos avientan Big Bens, para que aprendas. Y yo sueño. Con una cabaña como la de Thomas Hardy, con esos extraños techos oscuros de la verde Albion. Me detengo, ajusto el botón de cerrar el automóvil, me aseguro de que todo lo que debe estar en los bolsillos sigue allí. Entro en casa por la puerta lateral, miro la terraza para ver si está libre de ladrones, abro la casilla de correo con las ofertas crematorias usuales cuando pasas el límite de los sesenta años. Rutina. Me acuesto, son las cinco de la mañana. Me despierta una canción de Tormenta, Adiós chico de mi barrio. Con dos dedos abro la persiana y mi hermana María Renée está cantando en la cima del inmenso árbol que da sombra a mi ventana. Me acomodo como para concierto, sonrío. Te espero, me dice al terminar, adiós chico de mi barrio. Pensé que el agua de mis ojos eran lágrimas y no: llovía.

 

Hice huelga hoy, apenas me levanto y me pongo vertical. Prurito de vampiro, ¡oh dulzura del catafalco!

 

Quiero continuar con mi libro en ciernes con textos de la guerra de Ucrania pero no tengo fuerza. Comenzaría con un verso de Calligrammes sobre la belleza de las explosiones. Vuelva mañana, digo, o no vuelva, mejor. Pregunta Apollinaire dónde está Max Jacob y no sé qué otro. Me pregunto dónde estoy, que esta mañana vi mi cama tendida, no había yo dormido allí. Andaré desdoblado, como cuando era niño, y atravesaba las paredes de cristal creyéndolas paredes de aire.

31/08/2022 

Wednesday, August 24, 2022

Aniversario de Ucrania


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Entre una y dos de la mañana, la BBC pasó un soberbio programa de sesenta minutos acerca de Odessa, la perla del mar Negro. Una mirada a su única multiculturalidad, al arte que siempre la caracterizó. Y al vicio… Entre ella y Constantinopla se disputaban el puesto prominente en el antiguo oficio de las putas. Puertos de mar, entrada y salida abierta, ajenos a la ortodoxia del encierro. En la actividad de la noche perdí cortos pedazos de la crónica. Alcancé a escuchar que siendo atacada la ciudad en el pasado, los odesitas envolvieron el monumento a Catalina la Grande, su fundadora, con cintas protectoras. Hoy, seis meses de guerra, no se la ve. Se esconde detrás de una torre de bolsas de arena. Ella y sus amantes, pequeñas estatuas alrededor de la inmensa dama. Eso en Odessa; la emperatriz fue decisiva y brutal en acabar con los vestigios de la autónoma región de cosacos zaporogos, además de la destrucción de su capital, la Sich. Fue nefasta para los ucranianos.

 

Comentaban los periodistas que en Ucrania, hoy 31 años independiente, Odessa encontró dónde sentirse a sus anchas dentro de un régimen democrático, a pesar de que igual lo hacía ante la opresión zarista y la bolchevique, que es juego de palabras de un mismo sujeto.

 

Se habló de teatro, de música, de gitanos y klezmorim. A ratos, retazos de canciones, tangos en yiddish, jazz “ruso”. De ver a Chejov saliendo de un hotel, escuchando lo que decía Trotsky de ella a tiempo de la primera revolución. Menciones a Sholem Aleichem, a la vivienda que compartían Eisenstein y Babel: el proyecto del filme sobre Benia Krik. Por supuesto se hizo presente la inspiración de este personaje de los Cuentos de Odessa, el criminoso Mishka Yaponchik, también defensor de judíos cuando el pogrom liderado por los patriarcas de la iglesia ortodoxa, más plebe eslava alcoholizada, iban a por destrucción y muerte. Poemas que Pushkin dedicara a sus calles y amores. La mítica canción La chica de Nagasaki, escrita por la poeta Vera Inber (1890-1972), nacida en Odessa, e interpretada por todos a lo largo de la historia. Prima de Trotsky, tuvo una exitosa carrera e incluso recibió el Premio Stalin. De ella comentaba su marido que sus labios olían a frambuesa, pecado y París…

 

Ciudad del humor, la irreverencia. La crónica viaja por el barrio de la Moldavanka, de judíos, griegos, turcos y pobres. Caminé esas calles con veneración que no tengo por los santos. Dimos muchas vueltas con Anastasia para llegar a él. Días después me di cuenta que siguiendo una línea recta estaba como a cinco cuadras del hotel. Hacia allí iba, con indiferentes trabajadoras del amor en las esquinas. Yo con abrigo negro de Maigret, sin sombrero, a perseguir sombras que Isaak Babel había olvidado escribir. No sé si el reportaje era una manera de homenajear el aniversario de la independencia de Ucrania. Aunque el conflicto bélico aparece en los noticieros, lo hace cada vez en proporción menor. No es la “drôle de guerre” francesa porque acá abundan muertos, pero hay una nerviosa estática, un monigote Putin ya derrotado, asesinando a sus congéneres y “amigos” y todavía peligroso.

 

De si hay o no un “ejército republicano” enemigo del Kremlin hoy en Rusia es posible. Pero a la perra neonazi de Darya Dugina la mató Putin. Tiene su sello, la marca que ya no engaña a nadie. Necesitaba alguien notorio aunque no decisivo para su teatro macabro y eligió a la hija de su mentor. No entiendo a la izquierda latinoamericana que defiende la retórica de razas inferiores, subhombres, ejecución pública de prisioneros de guerra, fotos de Nicolás II, besos a iconos, oraciones de rodillas de esta gente. Alexsandr Dugin, el padre, seudofilósofo, dice refiriéndose a Ucrania que son bastarda raza mezclada. Piensa seguramente en los cientos de años de forzada influencia tártara en la región, que ha dado en la amalgama de lo eslavo y lo turcomano y mongol, las mujeres más bellas del planeta. La hija andaba asediando al público con peroratas similares, de profunda violencia y odio. Pues, vale, ahí ardiste como taco al carbón en el fuego que avivaste. Y que vengan más. Lástima que no es justa venganza del dolor de Ucrania sino otra malvada jugarreta del dictador enano. Pero la guerrilla en Kherson y Zaporizhzhia va cargándose a la escoria colaboracionista por su lado. Lo que debe saber Putin, porque es parte de la cruel tradición rusa, que ya le preparan la mortaja. Él y sus hijas irán camino del mausoleo histórico en pedacitos.

 

Ekaterina corre al refugio en Lviv. Sale y escribe emails y vuelve a esconderse. No quiere dejar su país. Reclama a su memoria que le devuelva Kharkiv bella como siempre; Anna no quiso ser refugiada en Szczecin. Supongo que habrá partido a Chicago donde le ofrecían un trabajo para cuidar viejos. Así terminó la hermosa abogada de Sumy, bombardeada hoy 24 de agosto ochenta veces; Victoria y Kristina han vuelto a Kiev, de Trancarpacia una y de Odessa la otra. A ratos intercambiamos cartas manchadas con hollín de bombas. Irina, férrea en Poltava a pesar de las explosiones de ahora en Myrhorod, sobre el río Khorol, ciudad cada vez más lejos de Nikolai Gogol y más cercana a la muerte; Anastasia se perdió en el recuerdo de las escalinatas de Odessa y las radios a todo volumen del mercado de la Moldavanka. Vi fotos suyas en camello cerca de Giza, pero eso fue antes. Todavía me abraza en un atardecer de verde olor con color de mar.

 

Viajo en el tiempo. A la isba blanca donde un día soñé plantar hortalizas y escribir. Deseos de viejo, tal vez, pero una ventana a la llanura y penumbra de la tarde. Suena la brisa, ruidosos insectos llegan de la estepa. Un puesto de frontera, lo mío, casi rural a pesar de no tener alma campesina. Escruto los viajes rusos de Walter Benjamin y Stefan Zweig; los de Istrati y Kazantzakis, mientras ajusto los tornillos de la granada que hará saltar cabrones por los aires. La Ravachole, que viva el “son” de la explosión. Bailemos.

24/08/2022 


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Imagen: Odessa/David Burliuk, 1910

Tuesday, August 23, 2022

De los sueños


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Me telefonea una señora, hija de mi amigo Jesús. En México a los Jesuses les dicen Chuy, o Chucho. Su mujer, en Juaritos, le acaricia la cabeza, algo pelada en la cima, y le dice: no se agüite, mi Chuy. Pero Chuy se agüita porque pasaron los años y en su deslave arrastraron casi todo, incluida la hombría…

 

Acaba de volver de visitar la novia y sus hijas. Le pregunto si no lo molestan los narcos con la tremenda troca que trae. Me dice que va por la carretera rápida y que justo antes de Juárez, sale a la izquierda, maneja un poquillo y la pone en un garaje. Sería imposible de otro modo. El Rayo me cuenta que en Michoacán lo esperan, lo hacen detenerse. Por radio ya avisaron el modelo de auto y cuántos van. Su carro no tiene valor, no les interesa, preguntan, cobran una tarifa, le alcanzan un Gillette para sacar el sombreado de los vidrios, porque ellos tienen que ver, no les gusta el juego de escondidas. ¿O se lo quitamos nosotros?, sonríe el joven golpeando la cacha de su cuerno de chivo. No, no, ágil el Rayo se pone a trabajar. Lleva gallos a los palenques en México. Los cría en Denver, en una localidad al norte que creo se llama Henderson, tierra rural, pura raza y gringos mugrosos. Droga, heroína, hielo, puercos y chivos para barbacoa. Borregos también.

 

A Jesús lo vi el domingo. Se burló de verme caminar como “viejillo”. Pero anunció que no se sentía bien, que aguantaría en el jale hasta fin de año, o enero quizá, que con eso se compraría un tractor para cultivar las tierras que tiene en la sierra de Durango. Sandías, es lo que quiere. Hace un par de años lo intentó con melón, no sé si Honey Dew o Cantaloupe. Fracasó. No estando él ahí, el administrador le robó y fue pérdida de tiempo. Hoy lunes, fatídicas dos de la tarde, su hija anuncia paro cardíaco y embolia. Jesús estaba en cirugía. El tiempo del amor y de los sueños es muy breve, aunque sea el motor por el que funcionamos, por el que exigimos al cuerpo más de lo que da. Veremos si lo supera; me daría mucha pena que no. Dejará en la frontera cinco mujeres de negro. Espectros de Pedro Páramo y de Arturo Ripstein. En los palenques cantan tristísimas canciones de abandono. Que si sí pero fue no. Los gallos se descabezan con navajas atadas a las patas. En las riñas de gallos siempre hay un asador encendido. Los perdedores van directo allá, barbacoa de gallo derrotado, casi invocación a los oscuros dioses del silencio.

 

Lorca imaginaba que la muerte lo miraba desde las torres de Córdoba. En el norte te mira de todo lado, busca tu mejor perfil para segarte la vida. Piedras, piedras, dioses, diría Eisenstein. ¿Es arbolada la sierra?, pregunto. Puro pino. Con mi jefe íbamos descalzos a cazar al monte, nunca pedimos nada, éramos pobres pero bien felices. Mantengo a mis hermanas; ellas se quedaron en el rancho, nunca vinieron al norte. Yo vine de morrillo, chavalón. De pronto posee tierras, unas hectáreas pocas, nada que lo cambie del lado de los pelados al sector de los pelones. Fusilaron hace bien mucho a la revolución. "Ora, jijos del mosquito, que Villa tomó Torreón, pa quitarles lo maldito a tanto mugre pelón" (no recuerdo si lo cita John Reed o Martín Luis Guzmán).

 

Me apasiona México y chupasangre vampiro saco de mis amigos historias del más allá, no del otro lado sino de aquicito. Así he viajado por Guerrero y Veracruz, por la Mixteca y la Oaxaca y he visto sacar del barro antiguos “monitos” que representan feroces deidades con colmillos de caimán.

 

¿Qué piensa, si pensando está, Jesús en su cama de hospital? En la verde llanura de inmensas bolas que tienen la carne roja, algunas amarilla, que se transformará en billete y hará que su vieja lo quiera más, aunque las aguas se llevaron hasta aquello…

 

Mi hija me contaba de la Barranca del Cobre. Pasó unos días en una cueva tarahumara, como parte del currículo de su escuela expedicionaria. He visto todo con ojos abiertos en páginas que cumplen ya cincuenta años. También he caminado algo y he descabezado un gusano ahogado en el mezcal y he mirado pulque colorido.

 

Hay hijos de amigos que están en la neta en Sinaloa porque no hay más qué hacer para ganarse la vida. Emboscados por los cerros protegiendo al Mayo Zambada. Cuando el sol cae y viene la luna de guitarras y vino (tequila es el vino), soñarán también que hay otra vida, leerán las cartas que llegan del norte y algunos dólares de a veinte. Al día siguiente lo mismo: a vigilar. A ratitos a matar pero por lo general ni tanto.

 

Amigo Jesús, pues ahora sí en las noches estaré solo en el trabajo. Con el zorro joven que espera que alguien le arroje un pedazo de charque. Se me acerca, me mira, no compro charque, le digo, y le tiro unas galletas. Las come, por mañana si no por hoy. Y eso que tal vez mañana no esté, que se haya ido de fiesta y nos dejó a la intemperie, en una parada de buses que no existe, en medio de la tormenta que en las Montañas Rocosas llega como huracán. Yo no cultivaré sandías, ni colgaré Santa Ritas del portal de casa. Bastará si logro ver el Tunari. Lo demás viene en las horas sin voz, esas donde hablan los muertos, hacia donde vamos, sin boleto ni algazara, como tenue, imperceptible, acequia árabe.

22/08/2022


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Imagen: Diana Rosa/Big Watermelon

Sunday, August 21, 2022

Página en blanco


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

Igor Quiroga llama por teléfono pasada la medianoche mientras manejo en medio de lluvia torrencial. En la radio, Manu Chao. Memorias que viajan como en bote, mecidas hasta el sueño, o movidas hasta el espasmo. Nunca tuve la maldición de la página en blanco. Que a veces he garabateado cuartillas enteras sin sentido ni belleza es verdad. Pero nunca aterrado por ese albor enfrente. He estado con bellísimas mujeres sin resultado. ¿No te gusto?, preguntaban. ¿Cómo decirles que eran más bellas que todos los libros, de qué serviría? Las acompañaba al taxi entre mi derrota y quién sabe qué. Después, desde Alemania, una me envió una postal con un famoso cuadro de Goethe, pero uno de los pies del poeta era esqueleto. ¿Metáfora? Tenía yo veinticuatro años y mucho vino. Una mujer no es una página e incluso cuando no se escribe sobre su cuerpo letras bailan en su temblor. No hay yermo, quiero decir, no es lo mismo.

 

Siempre que me he sentado al ordenador, la pantalla se ha llenado de caracteres a los que como en rompecabezas voy armándoles una narrativa. ¿Hacia dónde irá el derrotero? Hacia la luminosidad de Sisley o la bruma, iluminada también, de Turner. Cuestión de combinaciones. Pintor sin paleta ni pincel, lo que no impide a veces hacer dibujos aguados o alegorías al estilo chino. Cuando de la labor de creador se pasa a la de orfebre, que hasta los diamantes en bruto suelen no ser atractivos.

 

Hablamos con Igor de los prolegómenos y el fin de lo bello en la escritura. De la hermosura incluso dentro de la tragedia, Celan recitado en francés… La tradición oral no escribía en texto sino en nubes, y así pasaron historia y literatura con aditamentos de cada actor. Implica que una página en blanco no existe para alguien que no sabe escribir. Ni maldición ni miedo. ¿Hablamos de veleidades o de que realmente el problema existe? No siempre se puede hacer literatura, como no siempre se puede bailar. Tantas veces escribo textos, algunos notables, en mente, y al transcribirlos jamás retoman el aroma original. El genio oculto en la lámpara de Aladino de cada cabeza pierde magia al parirse. Lo prosaico de la vida comparada con el silencio.

 

En cuanto al entorno para escribir depende de cada quién. Las mentadas flores amarillas del Gabo mientras su esposa trabajaba, y tantos ejemplos otros. Para mí quedan en anécdota; dudo que tengan alguna influencia en lo que se va a plasmar en palabras, pero puedo bien equivocarme, porque a mí me gusta escribir con música. Cada quien reacciona a los efectos que rodean adrede o por accidente.

 

La dosis de inspiración debe ceder al trabajo. Está bien como chispa inicial pero, en particular para un prosista, la lírica debe ir podándose a manera de rosal. Sin esos cortes precisos, estudiados y necesarios, no se podrá obtener la flor. En mi caso, y refiriéndome al ambiente necesario que rodea al creador, digo que aparte de la música lo mío ha sido una carrera contra el tiempo, escribir antes y después de trabajar; escribir antes y después de proveer. Soy conservador en eso y me viene de tradición. Fuera de lo que la pareja haga, el hombre tiene la obligación de traer comida a la casa. No hay medias tintas. Y si por desgracia el estibador escribe, pues tiene que ponerse parches para el dolor y robar luz a los dioses para crear antes de que la vida lo fulmine. Que vivir, cuidar, educar, suele ser más complicado que escribir. Y más difícil arte, sin dudarlo. Con ocupación y cansancio no hay tiempo de creerse dioses. Se hace lo que se puede porque además escribir nada tiene que ver con correr hacia la fama o con posar para el porvenir.

 

Por eso a mis amigos albañiles jamás les dije que escribía. Quizá lo entenderían pero, otra vez, en lo anecdótico, a pesar de que un artista tiene íntima relación con un trabajador. Para un mampostero o un ladrillero la vista de su obra terminada, la lógica y el talento empleados en su construcción si se quiere, comparten mucho con el poeta que escudriña la argamasa de sus versos.

 

Cuando Buenaventura Durruti hablaba de la creación por los obreros se refería a eso, que levantar ciudades, acueductos, hasta catedrales, es algo inherente a ellos, a la estrecha relación entre trabajo y creación o viceversa. Para quien sobrevive no hay páginas en blanco, no existe el lujo de quejarse de sequía si apenas hay agua, ni de sentarse a esperar el haz del Espíritu Santo. El látigo o el hambre le recordarán que tal situación está vetada.

 

No desmerezco otro tipo de creación, ni ningún entorno en especial, que todos son válidos, sino que asocio dos características de mi vida personal y las hago compatibles. Además de estar convencido, y me apoyo en la literatura norteamericana, de que la experiencia de vida sirve, ayuda, enriquece cualquier proceso creativo.

 

Siempre he  creído en la intensa relación entre arte y trabajo. Vale recordar las barricadas del París de 1832, en los pequeños mercados que ya no existen, cuando el gran Víctor Hugo ponía de fraternos combatientes a poetas y proletarios. No en vano, cuando murió, una multitud de gente modesta, un millón o algo así, lo acompañaron por las calles.

 

Es más “fácil” para los músicos, cuyo arte está más cercano a lo popular que lo literario. En la escritura está la llaga de clase representada en el saber leer. Un esclavo puede hacer música pero no escribir libros. Puede ser Leadbelly pero no será Jorge Luis Borges.

 

La llamada termina, con referencias al kadish y a tanto más. Igor Quiroga es un exquisito de la literatura. Ruth Brown canta So Long. Escribo apenas, casi amarrado a la silla, porque si bien mis manos rememoran letanías hebreas, mi espalda late como un monstruoso corazón que han aplastado las cajas.

24/07/2022

 

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Publicado en Revista 88Grados, 18/08/2022

Imagen: Carta de Keith Haring

Wednesday, August 17, 2022

Petit Pays


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Estoy como Marat en la tina, sin rastros de puñal. Sales, vapores. Si me hundo un poco, veinte mil leguas de viaje submarino; si más… Séneca.

 

Ni siquiera aviones de juguete sobrevuelan estos dos por dos metros. Llueve; la calle Clarkson toma color de Buenos Aires. Papá Joachim París, tradicional caboverdeano, voz de Cesária Évora. Una botella de Mouton Cadet se acaba. Duró una semana después de la fiesta.

 

¿Bailamos? No sé bailar lentas. Muy fácil, izquierda rodilla dos, uno. Jamás aprenderé. Ni a fumar. Trigonometría, logaritmos. Ahora es diferente, Petit Pays es ágil, hombros, caderas, el agua se mueve, océano en discordia. Caen por la borda los marinos, se hunden envueltos en sogas gruesas; recuerdo una vieja canción del folklore norteamericano acerca del destructor Reuben James hundido en las heladas aguas de Islandia por torpedos alemanes. 1941. Allí viven desde entonces, en el fondo, hombres azules de la incierta memoria, conviviendo con extraños y gigantescos tiburones llamados “durmientes”. Una de las canciones más tristes, y más bellas, que he escuchado. Puedo imaginar a la muerte llegando hasta mi tina de agua más que tibia. Incluso la sangre como acuarela, pero no el gélido abrazo en la oscuridad húmeda, cuando al terminarse lo último que el ojo ve es alquitrán.

 

El feroz Jacques-Louis David pinta la muerte de Marat. De fondo suena Petit Pays. En la Costa de Marfil bailan monstruosos personajes de la tradición guro, de la baule también, con máscaras de lagartos de inmensa boca y paja cubriendo los hombros.

 

Mi amigo Yefim quiere regalarme ternos de su hermano fallecido. Ellos dos jamás retornaron a Pavlodar. Los manzanos de su jardín kazajo estarán en flor. Abre el ropero, huele a alcanfor. El agua alrededor tiene olor a alcanfor. ¿Preservo así mis recuerdos, con engañosas bolitas blancas?

16/08/2022


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Imagen: La muerte de Marat/Jacques Louis David

Tuesday, August 16, 2022

Salman Rushdie en Nicaragua


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Siete años después de la revolución de 1979, Rushdie llega a Nicaragua. Invitado de honor con privilegios. Sin embargo, y a pesar de sus simpatías ideológicas, traza un retrato que prefigura lo que vendrá. Ni lo dice ni intenta hacerlo, pero es una lectura hacia atrás con vista al futuro. Siete años después, las preguntas se acumulan más que las respuestas. El novelista traza con maestría periodística  su trashumar por una región todavía en llamas. The Jaguar Smile, a Nicaraguan Journey, muestra la realidad de una larga ilusión, donde la poesía –pueblo de poetas- convive a diario con la muerte; la sonrisa con la crueldad. El título viene de una tonada popular en la que una muchacha monta en un jaguar. Cuando regresan, ella está dentro de la boca del animal y la bestia sonríe. Muchas las interpretaciones posibles, hasta la conocida de que el jaguar es el imperio, los Estados Unidos, que va a devorar a la joven revolución sandinista.

 

Escribía en La Paz, en agosto de 2015, un posible inicio de este artículo que decía: “De fondo una estatua ecuestre de Tacho, tirano padre, pero con una característica: tiene el rostro cambiado; es una estatua de Mussolini, vendida, seguro, como chatarra cuando terminó colgado de las patas al lado de Clara Petacci, su amante. Siete años de revolución. Entonces. Hoy la revolución cuelga como el Duce, de cabeza, sin zapatos.” Rescato una impresión primera: Rushdie se encuentra en zona de fantasmas, buenos y malos, de demonios y héroes que al estilo de la Ilíada conviven y manejan los destinos de los vivos. Dice el autor: “Encontré que para hablar de los vivos en Nicaragua, era necesario comenzar con los muertos”. “Sandino vive”, está escrito en las paredes. Escrito en la sangre, tanto que solo la imagen de su sombrero despierta la lírica popular. La historia se resume en un objeto de alas anchas que cubría excesivo la cabeza del líder, aquel que soberbio reclamaba pagar diez centavos por cabeza de americano. Vaya valor, el del coraje, y el del precio.

 

El drama de no anotar lo leído para un texto posterior está en que quedan impresiones generales; se pierde la sal de la lectura, los detalles. De pronto sucumbimos, poco a poco, ante un mal de nombre germánico y olvidamos, aunque a veces quisiéramos olvidar, páginas, horas, clamores y silencios. Me ha ocurrido con esta crónica rushdiana, escrita en un alto de la redacción de Los versos satánicos. En algún lugar, el escritor hindú conversa con Sergio Ramírez, novelista en posición de poder entonces y toca un punto fundamental en la tragedia latinoamericana: la libertad de prensa, que a la corta es libertad de opinión. Se preocupa Rushdie de que el sandinismo vencedor coaccione y castigue la disidencia. Ramírez señala la necesidad de hacerlo. Nicaragua vive bajo acecho, lo conquistado puede ser perdido. Hoy, Sergio Ramírez anuncia que de aquella revolución no queda nada. Me gustaría que se adentrara en los vericuetos de tal desmoronamiento, no solo de los económicos y la corrupción del dinero, sino del error de intentar levantar algo nuevo, y mejor, dentro de márgenes que contradicen el derecho esencial de ser libres. Sobre todo en un pueblo de poetas. Se remarca en la crónica que allí el guerrillero, el tendero, el aprendiz de mecánico son poetas. Los ministros lo son, también Daniel Ortega, presidente… y su esposa.

 

Máscaras. Máscaras sangrantes con un hoyo de bala en la frente. El FSLN iba, muchas veces, al combate con los rostros cubiertos de máscaras rosadas. Dice Rushdie: “Una cultura de máscaras es una que entiende mucho acerca del proceso de metamorfosis”. ¿Tuvo Nicaragua que transformarse en un Gregorio Samsa, que es una manera de llevar la cara cubierta, y esperar? En nuestro continente la espera viene cuajada de sangre. Rictus de dolor escondidos bajo un trapo para que no se vea que nos van derrotando… Kafkiano no, real.

 

Aparece Ernesto Cardenal, poeta de la revolución. Solentiname, Solentiname, reproducía el cassette en casa de Pilar Crespo. A pocos años de la toma de Managua oíamos en sesiones regadas de chicha, instrucciones en música de cómo armar y desarmar una ametralladora. Versos del estallido, del obús, de la granada, tan caros a Apollinaire, a Shklovsky. Leía a Cardenal, El estrecho dudoso, el fervor de los españoles queriendo hallar en el lago Cocibolca la entrada del mar hacia Cipango. En La sonrisa del jaguar, este poeta sacerdote se arrodilla ante Wojtila, Juan Pablo II, para ser regañado por sus ideas. El poeta llora; el cura se mantiene de rodillas. Conversan Rushdie y Cardenal en el opulento baño de Hope Somoza: Neruda, Cuba. El hindú menciona a Armando Valladares, poeta preso en “la isla”. A pesar de que criticaron a Rushdie de conformismo y simpatía por el régimen, creo que toca puntos importantes de conflicto. No ceja.

 

Preciosa lectura. Plena de interrogantes. Abundante en color. En Nicaragua está la muerte, pero la muerte es amiga. Y el sombrero de Sandino hace de paraguas en la tormenta.

07/10/15

 

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Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Chuquisaca), 12/10/2015

Texto incluido en FEVER (Volumen 14 Obra Completa), Editorial 3600, La Paz, 2021

Saturday, August 13, 2022

La luna y el esturión


Claudio Ferrufino-Coqueugniot
 

 

Luna de esturión. Se suponía que iba a ser roja, montañas Sangre de Cristo. Solo es brillosa. Noche del 11 de agosto, amanecer del 12. Super luna para los pescadores del pez fósil. Tiempo del perigeo. Los Ojibwa salen en la noche iluminada en busca del monstruo que alimenta. Los Anishinabeg, la gente de  Odaawaa-Zaaga'iganiing, la tribu de los Lac Courte Oreilles, a orillas del lago mar. Al mismo tiempo anuncian que desde las perseidas, constelación de Perseo, se derramarán como cada agosto las lágrimas de San Lorenzo, santo de Huesca. Dicen que las vertió cuando lo asaban en una parrilla por órdenes del pérfido Valeriano. Cuentan que Lorenzo en medio del tormento pronunció lo siguiente: “Assum est, inqüit, versa et manduca” (“Asado está, parece, dale la vuelta y come”). Llora cuando nadie lo ve, cuando conduzco por las calles de Centennial y estamos a solas él y yo. Lluvia de meteoros.

 

Recuerdo dos programas de aquella estupenda serie televisiva River Monsters acerca del esturión. Uno era en el Amur y el esturión tipo beluga, el mayor de todos. En la memoria tengo que el peso del ejemplar era de mil kilos, deseo dos mil. Los que fueren, esa maravillosa criatura con ciento treinta y seis millones de cumpleaños está desapareciendo. ¿Cuántos tigres quedan en el Amur? Tal vez al último lo mató Dersu Uzala, cazador enano. En nieve profunda hay profusión de rayos naranjas, una máscara china que sonríe amenazante, un voluminoso gato muy ágil para su peso. Hoy la nieve cae y cubre: durmientes de ferrocarril como abrojos, sendas y repuestos de autos devorados por el orín. Se hace un manto blanco, intocable mortaja por donde los felinos no caminan más. En el fondo del río ancho, cuando el barro se junta a las escamas de roca y el lodo tiene dos ojillos vivos imperceptibles, duerme el último beluga. Matarlo dará de comer a un centenar, a un millar. Luego el agua va a discurrir sin remolinos, agua aburrida a desembocar en el fin de la historia. Cuando ellos no están solo hay réquiem.

 

El otro era un esturión blanco. Desde el cielo se avistaba un monstruo antediluviano. Leo acerca de doscientos cincuenta millones de años. Una cifra u otra es demasiado para contarla con los dedos. Desembocadura de ríos en el paradisíaco noroeste norteamericano, tal vez la geografía más bella de un país ya hermoso en mucho. Sombra de cuatro metros debajo del agua, con pico y aristas. A esto va el pescador sobrecogido por la naturaleza. En la floresta viven peludos homínidos y la vida en apariencia no vale nada. No valió la de los nativos, pocos quedan, coloridos en las máscaras de los Tinglit y los Haida, en las hermosas representaciones de orcas asesinas y tótems de cabezas sobrepuestas.

 

Me impacta esto de la luna de esturión. Vivimos al margen de la belleza, corremos por lo trivial, enloquecemos con parejas que son esbozos humanos. La luna brilla, tal vez esté carmesí en otra posición del mundo. El pez se extendía en gran superficie que cada vez decrece. Un día esta luna será la luna sin esturión, y estará blanca como novia, lívida similar a muerta.

 

He mirado anoche la luna al menos cincuenta veces, escudriñando por un coletazo de pez que moviese sus manchas. Quedó allí, subiendo y bajando por la oscuridad, ojo a la izquierda, a la derecha ojo, mirada arriba, abajo mirada. Solloza el santo de Huesca por sus costillas tostadas, nunca sabría aquel que al otro lado del gran líquido hombres morenos, color de asado, preparaban redes, flechas, lanzas y utensilios de comer para salir a buscar la bendición de la carne. Al santo le pesaba que estando el plato ya preparado, él, no hubiese comensales de dispuestos platos. Asar para no comer tiene que ser pecado. Y que en Roma se comía carne humana no lo dudo, hasta cruda y huérfana de sal. La muerte lo llevó al cielo sin tormentos, al mar de estrellas donde Perseo acecha inmemorial a Medusa que va convirtiendo todo en piedra. Tal vez ella tuvo en los ojos al esturión e iba tallándolo en roca hasta que este huyó hundiéndose en el fango. Trabajo a medias. En el universo superior o inferior, en perigeos o apogeos, se contemplan unos a otros, ajenos a la miseria humana y su hato de días insomnes y ridículos. La luna permanecerá cuando no estemos. Nadie podrá nombrarla con mote de pez o de gavilla de heno. Astro color de grano, a ratos.

 

Los indios de orejas cortas se aprestan al festín que demandará trabajo. En otros mares al sur, en una isla donde desapareció el hombre y quedaron sus moais, se despellejan entre ellos orejas cortas y orejones. Ni uno ni otro ha de quedar, cuando se corte el último árbol de Pascua habrá perecido el postrero hijo. Si tigres y esturiones dejan de moverse, se plasman como memoria en viñetas coloridas, la hora habrá sonado. El despertador insiste, pero no despierta, mata. No será más “es hora de ir a trabajar” sino “es hora de morir”. Beso la luna de julio que es la de heno y me abrazo a la dorada de esturión que viene anoche. Yo todavía sueño, la miro y aúllo. Cofradía de vampiros, carniceros hombres lobo con fauces de dientes de sable, suaves como amapolas.

11/08/2022 

Wednesday, August 10, 2022

Kiev en el teléfono


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Primero de agosto. Trato de descifrar en la foto del teléfono de quién es la estatua de este hombre sentado, posiblemente escritor, con el sombrero al lado. Estoy en un barrio, en la colina alta, lleno de edificaciones con placas metálicas en los muros recordando visitas ilustres. Algunos tienen decenas de ellas. Lástima que de ucraniano no sé nada y poco puedo deducir su identidad. Si uno ve el listado de gente que nació, vivió, visitó Kiev, da para asombro. El hombre sentado, en metal supongo bronce, está en un parquecito de entrecruzadas calles. La principal es la calle de Mykhailo Kotsiubynsky, autor ucraniano de principios del XX, pero mirando las fotos en internet creo que no es él. Además la firma expuesta en la roca del monumento evidentemente no la suya. Ya averiguaré. Preguntaré a Viktoriia.

 

Me siento al lado. Estamos fríos y estáticos los dos. Miramos fijo. La ciudad está atareada. Yo he salido a caminar desde temprano, a explorar kilómetros a la redonda la magia de estas calles tan antiguas. Desde mi departamento en la Tolstoi hasta el río Dnieper, bastante lejos. De ahí hacia el otro lado, hacia arriba y abajo. Tiempo tengo. Hasta la noche que no me acompañaré, quizá. Siempre busco rastros de la Ajmátova, la novia que quise y no tendré. Me la quitó Modigliani, como si no le sobraran alargadas sílfides. Pintar no puedo; viajar en el tiempo, tampoco. Me gusta ver cine de ciencia ficción más que leerla. Así nunca subiré a esas naves para irme al tiempo atrás. En vano la busco (a Anna) en las páginas de H.G. Wells, en las cavernas de Verne, en la perdida ciudad de Z, no lejos de donde he de morir. Ella no viene, asiste al fusilamiento de Gumiliev, se entristece, escribe cuando tiene hambre y escribe al tomar té. Otoño, pero día soleado, nada que ver con un entorno de decaimiento, el verde del césped desmiente las grisáceas ojeras de los ventanales de alquiler. Eso no me ayuda. Calor en mi espalda como en los adobes puestos a secar. Ni qué hablar de mi acompañante férreo, no suda porque no suda el hierro, pero que calor tiene, igual que yo, seguro.

 

Con el dedo sigo mis pasos por Kiev. Encuentro varias preciosas fotos de arboleda añeja. Jardín Botánico A.V. Fomin. Se me hizo íntimo. Las tardes las pasaba allí, al menos un momento. Recogía un café en la parte de abajo, donde mi calle termina y se bifurca, y me iba a sentar debajo de inmensos árboles que derramaban semillas. Cómo pensar en la guerra en tal paz. Imposible. Imaginaba mujeres, las recordaba, contaba con los dedos mis errores y me sobraban dedos. Modorra de estirar las piernas. Ni siquiera abrir el libro de bolsillo que cargo en la chamarra. A ratos un jubilado pasa por pasadizos aledaños. Desciendo los mosaicos de piedra de la acera y me hago de otro café, arriesgo un poco y camino una cuadra para comprarme una masita dulce de nombre imposible. La señalo con el dedo. Y retorno al parque, a gastar el tiempo que me he regalado a mí mismo luego de treinta años de trabajo físico. No dolía la espalda como lo hace hoy, pero se sentían años en las corvas. A mis cincuenta y tantos, producto de la brutalidad. Pero qué importa ahora. Remuevo con el pie los restos de la floresta pulverizada. Un perro negro atraviesa el bosque buscando a su dueña. Me levanto, cierro bien la chamarra y decido subir hacia la universidad para sentarme de nuevo en el parque enfrente, con la estatua de pie de un Shevchenko cagado por las palomas. Cuando me dé hambre buscaré una tasca tártara para comer pastel de carne con cerveza. En Kharkiv lo hacía, no lejos del hotel: cerveza en vaso plástico y pastel uzbeko que preparaban a la vista dos ágiles muchachas de ojos horizontales. Aquí en Kiev había más sofisticación, desde el anuncio de platos de la tradición tártara, vaya exotismo. Afortunado yo, en realidad, y libre. Pleno de nostalgias, sí, de casa y mujer, de seguridad hogareña, pero postergué demasiado huir de aquello, de anquilosarme y bambolear nietos en las faldas. No digo que esté mal, pero no entonces, no ahora ni todavía.

 

Gigantesca ciudad, Kiev, muchísimas imágenes de mi libre albedrío, hasta el sofisticado mall llamado Gulliver a donde me lleva una muchacha de vestido negro y sombrero. Nada que me impresione, parece Estados Unidos, pero concedo a la alegría de otros que nada pierdo y gano un beso.

 

En Gulliver, deliciosa tarta, café. Verla a ella modelar vestidos que iluminan su belleza. Ha caído la noche sobre Kiev. Un taxi espera para salir a veinte kilómetros de la ciudad, a los pueblitos que rodean la urbe, los que se han hecho tristemente famosos en este año. La estepa parece no tener fin. Si entrecierro los ojos, las luces de las casas de extramuros son mis luciérnagas.

 

¿Telefonito, telefonito, qué has de mostrarme ahora que no me acuerde? El gran arco que da al río, imagen emblemática de la capital. El también famoso monumento de una pareja soviética; los navegantes que fundaron Kiev. Estos parecen eslavos. En el centro de la ciudad hay otro hermoso monumento a Rurik y los escandinavos. La epopeya de bajar desde el Báltico al Negro. O eran desesperados o eran poetas. No los dos, porque un poeta desesperado se ahoga, no puede manipular velas ni cortar con espadas.

 

Cerca del río un edificio de color verde crema, de una planta. Representaba para mí la Europa Central y Oriental. Parecía salido de una película. No sé por qué pensé en el Convento Smolny, muy diferente, en Lenin y el tren de Finlandia, en San Petersburgo y las enormes distancias entre pueblos hermanos. Al fin, el Dnieper. ¿Cómo explicarlo? Un universo de lecturas, miles de imágenes, el tacto y la pasión de la vida entera. Sienkiewicz sobre todo. E historia, libros de historia, crónicas, ensayos, poetas y prosistas. El bastón de mando de Bohdan Zynovii Mykhailovych Khmelnytskyi, el recuerdo de su encuentro en la estepa con un húsar polaco que le salva la vida de un grupo de asaltantes. El cometa de 1647. Presagios. Cruces ígneas en el cielo. El trigo que ha tomado color carmesí al caer el sol. El silencio de la estepa antecede al martirio. Cascadas de sangre caerán de los palos ensebados, cucañas de muerte.

 

Estoy en el vestíbulo de Santa Sofía y no entro. Un rumor casi religioso rueda por los resquicios de mi alma. Prefiero mantener inviolado aquel espacio, no quiero despertar lo que no sé. Tomo asiento en un banco de madera, al pie de una iglesia de medieval madera, imagino a los mongoles asolándola; más que el espacio de Dios es este un bastión de guerra. En esas cavilaciones estoy hasta que una muchacha gitana y sus cuatro niños me preguntan si puedo comprarles el supermercado. Soy italiana, dice, pero es roma. A media cuadra está la tienda. Eligen un montón de cosas, chocolates para los niños; pago veinte o treinta dólares. Quiere besarme las manos. Vuelvo a los torreones de madera del Altísimo contra la Horda de Oro y pienso.

 

Decido caminar a casa. Me ubico, mi cabeza tiene dotes de brújula. Voy tomando fotos de grandes edificios en penumbra. Hace un poco de frío. Subo los escalones hasta el piso quinto. El vecino está ahora con Credence en su tocadiscos. No lo conozco, solo oigo. En la mesa de fórmica de la cocina acomodo una taza de humeante café y tuesto chorizos con huevo revuelto. Pesado pan negro; pesado. Venga la noche.

 

 

Tantas tomas de lugares tantos. Comidas también. Delgados embutidos fritos con pickles de pepino más cerveza ligera y dorada local. Infaltable pan oscuro, sólido como un ladrillo. Arenques fríos y pepinillos al vinagre. Pido que añadan papa frita. Cordero asado al estilo turco, en cama de arroz con azafrán, delicioso. Alrededor de mi barrio, en la avenida transversal a la mía. El cordero en el 133 de la calle Saksahanskoho, lo anoté. No he visto en Kiev tanta comida callejera como en Odessa, pero sí más vendedores de frutas y verduras. He escrito tantas veces ya acerca de las granadas cuarteadas, pareciera la fruta preferida. Además de los cafés servidos desde automóviles abiertos parqueados en alguna esquina. Viejitos de a pie, parejas, sentados en cajas de madera ofreciendo café en vasitos de plástico, siempre con la anciana poniendo el azúcar y batiéndolo con mínima cucharilla. Lo envuelvo en servilleta para no quemarme, o en mi pañuelo, y voy observando buses repletos de gente, con emperatrices colgando de las puertas, sin tocados de armiño sino simples pantalones vaqueros al fin de las horas de trabajo.

 

Entro a una tienda de recuerdos. Matrioskas de todo tipo y tamaño, con rostros de Putin en grande y reduciéndose hasta el más pequeño: el calvo Ulianov. O lo opuesto, siendo el menor el actual monstruo del Kremlin. Estoy seguro que esas piezas desaparecieron, destruidas, quemadas como invocando el mal para los enemigos. Compro unos huevos de madera en miniatura con iconos pintados. Una campana con el nombre la ciudad, algunos magnetos para refrigerador. Quiero una camisa ucraniana porque me gustan sus diseños. Lo postergo para otro rato.

 

Vine a conocer un par de mujeres con las que mantenía correspondencia y hoy me distraigo en las calles, no en los hinchados labios que crean para hacerlos seductores. No me seducen. Comida de costillas con salsa dulce. Calle de Symona Petliury, Simón Petliura, nacionalista ucraniano asesino de judíos.

 

Otro día contaré más. Suenan las cuatro en Denver. El centro caribeño al lado del parque botánico está cerrado. No imagino salsa de Willy Colón en la crepuscular Kiev. A no ser que cuando se hace oscuro, ébanos cubanos salgan de sus escondites y meneen a bellísimas ucranias con cintura de carrete de hilo.

01/08/2022

 

 

 

Monday, August 1, 2022

No conocí a Léo Ferré


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Estados Unidos y Canadá juegan un partido de lacrosse, juego indio, nativo americano, muy transformado por supuesto. Pasa el domingo, una y veintitrés de la tarde. Absoluto silencio. Cuando llegué a las cuatro de la mañana, el vecino de polera negra terminaba varias botellitas plásticas de bourbon de a dólar. Lo saludé pero era una bola de carne balbuceando letanías. No estoy ya a esta altura para escuchar borrachos. Dejé de escucharme a mí mismo en casos así. Y eso que no hablo mucho. Susurro tu nombre, mujer anónima, a tu oído. C'est un jour comme un autre, la Bardot canta y cuenta que John Lennon se amilanó ante ella. Supongo que quiso decir que hombría y arte cayeron como lluvia gota de una hoja de parra. Eva y Adán. Ella, la serpiente, sabia y adecuada. El otro, pobre, solo posee costillas. Goyesca imagen de un mísero cachondo corrido por las meretrices. La Biblia es una gran ironía, la burla de un colectivo, el retrato nada ambiguo de lo que somos.  

 

Leo Ferré viva la anarquía, muy cerca de la Place de la République. En ella, debajo de aquella estatua, vivan también la revolución turcos y kurdos al unísono. Incluso cosecho un par de besos, masculinos, de “camaradas” que nunca conoceré. Será que parezco turco. “Igualito a mi tío Kostas”, me dicen en el Québec helado. Era París y mi pobreza me permitía baguettes y medio kilo de queso perforado. Cuscús que cuesta una moneda, diez por los diez marrones francos.

 

Escucho Brassens.

 

A mi lado Salvatore Siracusa y aquel grandote, obrero, cuyo nombre no recuerdo. Ambos de Senza patria, publicación ácrata italiana. Ha pasado la Internacional. Se recita a Verlaine en el teatro estrecho. Ferré, pelón y melenudo, paradójica cabeza. Qué puta voz. Cierro los ojos. A la mierda Bakunin y Malatesta. Tengo una nostalgia grande. La de Aniversario de Franz Werfel; la de Proust; la de Fournier en El gran Meaulnes. Pongo nombres para acompañarme, para que el escrito no quede solo, no en este abandono que guardo con fondo de Léo Ferré, vaya lujo.

 

Elke Kalkowski no quiere que imprima su nombre porque su hombre se irrita. Pues que el tipo se ponga un supositorio, que ni se le ocurra penetrar mi memoria porque va a incendiarse el culo. Escribo y no escribo lo que y no que me da la gana. Nunca fui tribal ni gregario. Raza, nacionalidad dejo de lado, y todo lo demás que me atribuya cualquier característica ante la sensual voz de la Birkin. Decía que de fondo Ferré, y yo totalmente estúpido, como mi vecino pero sin bourbon, atolondrado, drogado de falsa lírica. En lugar de estar en la farra de despedida con él, de gozar de su voz cascada, de saludes a la anarquía y al grande, y gran cornudo, Mijail, el de la finca de Premujino.

 

En lugar de eso, a cambio de la perdida voz de Léo Ferré camino por las vías del tren. Ménilmontant. Nanterre. ¿Gané algo arrastrando penas? Podía haber disfrutado de mucha gente buena; el hecho de ser anarquistas les daba algo de santidad. No hubiera sido la fama o la grandeza, esas viejas de negro y bolsa llena no me caben, sino la riqueza de una tarde de arte. Si se hacía o no se hacía la revolución, quién sabe. Georges Balkansky ya estaba anciano y era muy fino para el máuser. Su esposa llevaba una boina parisién y fumaba con boquilla. Federación Anarquista Búlgara en el exilio. Lo que el viento se llevó.

 

Franco, la Muerte. Grimau. Lorca.

 

Lo he escrito tantas veces. Pero se puede escribir lo mismo eternamente. ¿O no es la vida eso, la reconstrucción de la penuria? Calcetines rojos; camisa y pantalones negros. Zapatos también. Vive l'anarchie! ¡Vivas tú y viva tu madre! Vieja puta, pero que viva ¿qué hacer? Cualquier cosa porque sonrías, porque me dejes ver el naciente de tus senos y ya desmayado me pongas la cabeza sobre ellos enroscando mis cabellos en cafuné portugués y yo finja morir para verlos sudar quedo hasta que la punta de mi lengua bebe tu sal y te das cuenta que ni siquiera dormido estoy y menos muerto. Sal del mar de piel, de los volcanes impetuosos de tus tetas. Así vestía Léo Ferré aquella tarde. Buenos anarquistas ellos, sonreían, llegaba la era de las flores. Me abrazaban y besaban. Las mejillas de Siracusa de cuero forjado. Pero supongo que es natural entre hombres buenos. A pesar de que el maestro Bakunin aconsejaba librarnos del gobierno de los hombres “buenos y virtuosos”.

 

Mientras me alejo por los rieles de Ménilmontant, Ferré sigue de fondo. Recita a Baudelaire y no tengo un perro franco para comprar pan. En la casa en que me alojan veo en un rincón un fajo de libras esterlinas. La hermana del dueño acaba de regresar de Inglaterra. No lo toco. Podía, pero no. No por la moral de no robar que ratero he sido, de los pequeños pero ladrón al fin, sino porque a veces me atraganta la decencia. Bueno, Ferré murió hace creo diez años. Nevermore, nevermore gritan los cuervos en Denver. Nevermore nevermore parece que me hablan y miran desafiantes. He puesto la marcha de Radetzki, interpretada por la Luftwaffenmusikkorps. Es marcha que usan los prusianos chilenos en sus soberbios desfiles militares. Memorias de Joseph Roth, cómo no, de su bella mujer loca. La tristeza es el ajenjo que no bebemos pero igual nos mata. Tristeza andina de paja brava. Tristeza de los cachubes de Günther Grass, el negro bosque de Goldkrug. Viena del Prater en crepúsculo.

 

Reviso lomos de libros que jamás ya leeré. Quiero, pero el reloj de arena es inflexible. Busco para saber si el Yampol de Bashevis Singer es este de Ucrania en guerra. Seguro que sí. Polonia se extendía tanto al sur.

 

Hay en el análisis genético que me regaló mi hija Emily mucho misterio. Aparte del consabido y notorio porcentaje de un veintiocho por ciento indio, un sinfín de detalles habla de cosas inescrutables. De un dos por ciento ashkenazy ¿de dónde? Y pienso que en este ignoto ancestro está mucho de mi afición por el este. Mucha de mi melancolía. Yampol y Bar. Taganrog y Kamenyets.

 

Parece que el tren de las afueras de París, que me alejaba de Léo Ferré y de la rebelión, me ha arrastrado hasta el Bug. Paris canaille.

 

Pasan los días, pasan las horas, pasa el agua debajo del puente Mirabeau. Tiro piedras al Oise, tengo hambre. Mendigo diez francos y en un bar me compro un sándwich de jamón y una cerveza. Abren el baguette, untan mantequilla, jamón y papel alrededor. Rico. Digo a mis hijas emparedado de jamón estilo francés, sobrio, modesto, sabroso. En Norteamérica son barrocos, les caen verduras por los costados, chorrea la mostaza, queda mayonesa en las manos, el cilantro con tallos es difícil de mascar.

 

Léo Ferré y ahora dónde te encuentro. La sensatez me tomó cuarenta años y a tus calcetines rojos los devoraron los gusanos al terminar tu carne. Me pregunto si la voz es el espíritu. Deduzco que los mudos entonces carecen de alma. Busco en la Biblia el sarcasmo, la mujer de sal; el pretérito es rico pero la memoria salmuera. Y lo que busco es cal viva, piedra alumbre, sebo de víbora, grasa de coyote. Herboristas que preparan venenos, casi como el envenenador de Catalina de Médicis en La Reine Margot. No se suda agua pero sangre.

31/07/2022


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Imagen: Léo Ferré por Richard Bellia, 1985