Friday, May 17, 2024

El juego del azar


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

“Vagaba sin cesar, perdido, sonámbulo, por aquellos bosques virtuales, por aquellos bosques de palabras, cabañas de palabras, prados de palabras. (…). Lo que me rodeaba no me interesaba. Todo lo que me interesaba estaba hecho de palabras”. Escribe Amos Oz, el que tenía su madre en Równe (Rovno, Rivne hoy, Ucrania), de donde era también Zuzanna Ginczanka. “Zuzanna Ginczanka tenía los ojos/uno de ellos enfermo y el otro azul/un ojo dolía en el verso/el azul era el de la felicidad” (de la poeta Dorota Chróślcielewska). Amos Oz nunca fue a Równe por miedo de que se esfumara el encanto de las narraciones de su progenitora. Pensé pasar por allí, camino de Lublín, con Natalia Aleksandrovna, mientras dejábamos Vinnytsia. Tanto por hacer quedó detrás. Tengo confianza de que el ángel de la muerte se abatirá sobre Rusia y despejados de cadáveres estarán los campos de girasol. Brillará Van Gogh entonces y los cuervos volarán felices con ojos enemigos colgando de los picos.

 

Aullido macabro de los bursak (tejones), burla de la naturaleza ante la idiotez humana. Con felpudos abrigos grises se confundirán en la floresta y no habrá otro ruido que el de siempre, no explosiones, ni siquiera el suave trajinar de finlandeses sobre esquíes yendo a matar rusos. Me hiciste escuchar ese grito, no había llegado el crepúsculo, el día agonizaba con calma y tu perfume de nombre imposible deslizado entre los árboles. Así nos quedamos, “hasta el alba pelirroja”, bellamente escribiría Vladislav E. Jodasévich. El rubio de tu cabello habíase hecho sangre y desperté con el chaschás de los tranvías. Café, monsieur? Oui, con avellanas. Sabía que al norte se hallaba Zhitomir y quería verla. Distracciones varias que truncaron trenes, vagones que aunque marchasen por antiguos caminos de muerte, lujuriaban en vida contigo, si eras una fiesta, serpentinas de mi pueblo, blusas floreadas e hidromiel.

 

Detenido el tiempo, haría contigo un retablo, deshojaría las páginas de Badenheim 1939, de Aharon Appelfeld, la mejor novela del Holocausto, evitando el porvenir. Cuartillas de sutil, casi imperceptible, paso de alegría a purgatorio, apenas brisa de tormenta, breve rocío en el aire antes de que el mar arrase Indonesia, helado que se derrite; agotaría el libro sagrado con la certeza de que miente. Ríen, la gente ríe; en la sombra se apiñan diablos, reconvenidos espectros que pugnan por otra oportunidad, lava que hierve, caldera que cae de la hornalla y abrasa piel. Acá el adagio de quien ríe último no cuenta, ni el de últimos primeros. No va más, la ruleta se soltó y gira, salta, salpica, cabecea y luego inmóvil. Il ne vas plus, repite sin cesar cierto marqués en Barry Lyndon.

 

Devuelvo las novelas a su sitio, biblioteca de fantasmas. Tal vez, no lo sabré, vuela por encima de la Torre Alpha, donde vivo, un misil atómico. Mientras tanto, hasta mientras en verbo popular, pienso en qué camisa usaré mañana, palpo el arroz para ver si ha enfriado. Quedan segundos, minutos se consumieron. Así ocurrió la creación, un bum majestuoso y decisivo. De igual modo el final, rápido, sin la grandiosidad de Verdi en réquiem. Incinerados los alebrijes de donde hacen cruces de palo verde, destruido el “duerme, amor” de Evtushenko, tu dedicatoria, Elisabeth, menuda letra de ratón, en la segunda página de La hermandad del anillo. Las masitas de la cafetería Zürich que compartíamos en la avenida San Martín serían similares a las que devoraban los ricos comensales judíos en aquel balneario austriaco de Badenheim, instantes previos a que partiesen con rumbo oriente las máquinas de Eichmann humo negro premonición. Ojos de David Bowie que no parpadean, pupilas de distinto tamaño, colores caninos.

 

Perros copulan en las esquinas de Cochabamba, quedan colados, atrapados sin salida en su deseo. Las brujas salen de las casas con escobas y marmitas de agua hirviente para separarlos. Nadie quiere pornografía animal; la desean pero entre cortinas. Se tiró al aire la moneda y el reverso afirmó: después del placer, sangría. A las ocho de la noche el cerro San Pedro se ha esfumado. La silueta simula vago trazo de carbón gris. Sin el gran Cristo plantado arriba, no existiría; aviones estrellados allí. No cerro sino espejismo. Hoy esta mujer que me acompaña tiene dos nombres, jugarretas de acertijo, pero, no, tres, ya que añado una en pensamiento, justo en la falda del mentado monte, tratando de hacer piruetas dentro de un pequeño Volkswagen conmigo para ver si juntamos jugos y bebemos cicuta del cáliz de la única religión.

 

Un par de niños recitan a Rilke. Tweedledee and Tweedledum contemplan desde el mundo de Alice los cuervos que vimos sobrevolando el campo, llevando en pico ojos todavía parpadeantes y algunos que lloran. Ocelos de artrópodo.

 

El viento anuncia fin del escrito. La mesa ha sobrecalentado. El jugo de papaya toma un naranja opaco y sabe algo a limón. Vuelan cortinas, parpadeo de faroles. El histérico perro de siempre ladra sin cansancio. Trémulo se reunirá luego el coro y para medianoche habrán acallado el canto de sapos imaginarios. Acequias de la infancia, nadadores ahogados en Alalay, en la laguna de Sarco. Pies en agua fría y de pronto descenso hacia el abismo. La muerte carece de ríos en este lugar, hay sequía y no hay barqueros.

 

Bowie sigue observando, creo que por error. Busca una mujer de China.

 

Voy apagando luces y cerrando puertas. El pasillo es lobo de boca sombra. A las siete de la mañana, escucharé a la muchacha de la limpieza, Ana, trashumando gradas y elevadores. Gotas de agua detrás suyo, podría creerse que bajó llorando los ocho pisos de este peculiar infierno.

 

Submarinos de oscuro tono guerrean en el fondo de la papaya. Diría que son lombrices pero no, a no ser que sean adjetivos.

16/05/2024

 

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Imagen: Frida Kahlo

Wednesday, May 15, 2024

Derribar muñecos


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Stanley Ketchel, peso mediano, tira a la lona al inmenso negro, Jack Johnson, peso completo; Jack Dempsey, el “torturador de Manassa”, derriba siete veces al gigante Jess Willard en el primer round para derrotarlo pronto después; Max Baer, boxeador judío americano, hace caer en diez ocasiones al goliat italiano Primo Carnera, mimado del Duce. Jack Johnson finalmente destrozó al irlandés pero su hombrada ha quedado en los anales del deporte. Historias únicas que papá nos hacía leer en aquel inolvidable libro empastado en rojo, Los colosos del boxeo, qué habrá sido de él. Llevaba en cubierta y lomo la figura del titán Atlas.

 

Contaba mi padre que cuando hizo el servicio militar en la Muyurina fue campeón de peso welter. En cierta ocasión un oficial mató a patadas a un soldado indígena. Viendo lo furioso que estaba papá le sugirió que cuando terminase su período de servicio en el cuartel dirimieran este asunto “como hombres”. El día en que lo licenciaron, mi padre se le acercó y lo desafió a combatir a puño limpio ahí y entonces. El bravo guerrero que asesinaba conscriptos desarmados se negó con cobarde pretexto. Tengo anotados su nombre y el de la víctima, oprobiosas narraciones muy usuales en la carrera de las armas. Mi amigo Oscar murió a consecuencia de la pateadura que le dieron en el Colegio Militar. Esos, los mismos que corrieron ante el embate pila en el Chaco. No en vano, durante la época de la gran mentira, desfilaron por las calles con polleras, vestidos de chola.

 

Papá nos enseñó a pelear, a Armando y a mí, y a disparar rifle y revolver desde muy chicos. Esto último a mis hermanas también. Recuerdo acercarme al viejo en la plaza Cobija, plácida y florida, y decirle que dos pelirrojos del área me molestaban. La orden cariñosa fue molerlos y así lo hice. Armando saltaba de la Chevrolet modelo 50 y se metía al medio de un grupo que piropeaba a las primas a repartir puñetes. Un muchacho, Block, bastante crecido, iba a pelearse conmigo pero mi hermana María Renée me hizo a un lado, déjamelo a mí, y lo dejó sangrando. Hermosos recuerdos. Mi madre se espantaba pero dejaba hacer. Prefería leernos a Juan Ramón Jiménez por las noches, a recitarnos Los motivos del lobo y el Romance del conde Flores. Todo arrullado al final con “algarrobo algarrobal, qué gusto me dan tus ramas cuando empiezan a brotar”. Lo dicho: hermoso.

 

Eduardo Falú. Rubén Darío. Sam Langford, Rocky Marciano, el “bombardero de Detroit”: Joe Louis.

 

Extraño una buena pelea singular. Creo que la última vez fue en Virginia, en el restaurante Kantuta, boliviano, cuando lancé a un mexicano contra la mesa. A causa de Pancho Villa, a quien yo defendía y él hablaba patrañas. El ser compatriota del Centauro no le daba preeminencia sobre mí. Aquella fue su derrota, maldito pelón, como en Paredón, Ramos Arizpe, Coahuila, 1914. Se me hace agua la boca, para no mentir.

 

Fracasos de igual modo, por supuesto. Cuando los L se nos lanzaron encima en patota y nos cosieron a patadas en el suelo. A Armando le abrieron una brecha en la quijada con un anillo; yo, con mis ojos hechos anteojos de sol, soporté cabizbajo cuando la madre me reprochó diciendo que cómo era posible que hubiese llevado a mi hermano, que era un caballero y no un maleante como yo. Entiendo, mamá, y gracias, tenías razón. En tu memoria acabo de poner en el tocadiscos De Simoca, en voz del Chango Rodríguez. Pasamos por Simoca ¿recuerdas?  Y por Montiel, de donde me ha quedado el sabor eterno de un vino casero en jarra de aluminio. ¿O el chivito en cruz de Ojo de Agua? Mera frontera entre Córdoba y Santiago del Estero, tierras nuestras, las dos.

 

A Omar le gustaba aporrear tenientes y capitanes del glorioso ejército nacional en el Savarin del Prado cochabambino. No en vano era cinturón negro, escuela de Mas Oyama, y había participado del sudamericano de kyokushinkaikan en São Paulo. Había que escapar con apremio, ni tiempo de coleccionar los dientes esparcidos para hacerse un collar. Algo de bisutería natural no hubiese quedado mal. Me hace pensar en varios libros de Erich María Remarque. De regreso, más antiguo; Sin novedad en el frente, clásico; también los posteriores Tres camaradas y El obelisco negro, cuando daban soberanas cueras, el autor y sus amigos, a jóvenes nazis que presentían habrían pronto de ser amos y verdugos del planeta. Omar haciendo arrodillar a un vanidoso muchacho para que le besara el culo a riesgo de mayor castigo.

 

El puño limpio ya no existe. Tal vez los últimos practicantes sean los travellers del Reino Unido, que pueden ser gitanos, irlandeses, galeses, etc. en mixtura etnocultural. Hay un excelente documental irlandés al respecto: Knuckle (Ian Pamer, 2011). Brutalidad y poética. Solidaridad, orgullo, honor.  

 

Canciones del tiempo de Thomas Hardy…

 

Hay cosas que hubiera querido hacer en las batallas callejeras. No las hice y ya no. Nos apalearon en la calle España, enfrente del hotel Ambassador, multitud que arribó en dos autos, cuando enfrentamos el insulto de un bestia ensoberbecido apodado “Duque”. Le escarbé con un par de hebillazos la inmunda cabeza pero terminaron cosiéndome cuchilladas en la clínica belga. Otra vez hice llorar a mamá cuando aparecí en la mesa del desayuno con blanco turbante de faquir. Perdóname, no lo haré de nuevo, no público.

 

Si hubiera tenido un hijo hombre le habría enseñado a defenderse de manera violenta. Sobran horas para palabras y faltan minutos para desquitarse de cada felón. Me contaron que neutralizaron al Duque en la cárcel muchos años después. Mi amigo Chaly llegaba de Oxford y me traía un libro de James Joyce. Se fue a dormir a casa con el cuello marcado por cinturón. A mi esposa Ligia la tiraron al piso con un golpe en la oreja que le dolió por el resto de la vida.

 

Cuando retorné hace seis meses venía con una lista, algo corta hoy, de venganzas prometidas. Tenía a un tipo en el tope pero de pronto veo que una muchacha trae a almorzar a un vejete de lentes oscuros y bastón. Era él. Qué injusticia de vida, me arrebató el placer.  

 

Uno no se librará, cierto insigne lameculo. Lo dañaré. Que su amo originario, o el otro gringo, lo reacondicionen para la siguiente paliza; llevará la de Sísifo.  

 

En París iba a un bar polaco, de un ex boxeador, con fotos suyas pegadas a las paredes. En el Quinzième. Me recordaba una novela de Nelson Algren y sus insomnes batalladores. Joaquín Ferrufino Murillo, juventud de alegre novio en Córdoba, enfrentándose sin saberlo al Mono Gatica y en otra ocasión al Indio Carbajal, pugilistas campeones. Ambos lo felicitaron por defender a su chica. Contaba sonriendo: me hubieran matado.

 

Julio Dueri, fraterno, gran puñeteador. “Canguro” Antezana, amigo de casa, gran puñeteador de la estirpe calacaleña, igual al querido y recordado Jaime Senzano.

14/05/2024

 

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Imagen: Jack Johnson 

Sunday, May 12, 2024

Nocturna visita


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Puerta de basta madera, pared de adobe. Se diría campestre, un fierro herrumbrado cruza el ingreso. Lo remuevo. Entro. Está mi hermana, años que ha muerto pero se mantiene joven, de treinta diría. Me da un beso, le agito el negro cabello, pregunto por su felicidad. Sonríe. A las cuatro de la mañana se esfuma; quedo mirando las líneas de luz en la persiana. Sé que vive aquí, en la totalidad de los ocho pisos, que si no nos vemos a veces es por el espacio tan grande. Me pregunto por qué vino, será por la guerra, por las desapariciones, el recuerdo tal vez, pasos que cada uno tuvo por su lado y jamás se cruzaron. El garaje está oscuro y sin embargo cada noche me acerco a él. Autos en silencio, siluetas, muro del fondo, del costado izquierdo, del derecho. Allí estaba la cocina, ahí el sillón de madre, la enciclopedia de padre, los guantes de box en miniatura en memoria de la juventud. El vidrio está frío, quito la frente de él y subo por el ascensor hasta el pasillo a oscuras. La luz automática se enciende al sentirme. Siempre reviso el número para no equivocarme. Entro. Primero está Ben Shahn y luego Kafka con Alfred Kubin. Luego la liturgia de preparar la mortaja temporal, acomodar almohadas, estirar las sábanas bermellón.

 

Noticias, lo primero, a ver qué ha cambiado en horas tan breves. Casi nada, rusos despanzurrados, torretas de tanque volando ígneas a modo de ovnis. Agua. La bebo. Apago la lámpara y duermo soñando con cazas supersónicos, bombas con cerebro propio, la muerte del zar, el desmembramiento del nuevo falso Dimitri. Un misil destroza a cinco traidores en Donetsk, ciudad industrial. En esta región se hicieron barcos, aviones. Grandes nombres nacieron en Ucrania, de los buenos y también perversos. De nada sirve la historia, llegaremos a su final matándonos como perros, escuchando a jerarcas, gemelos Trump y Evo, culpando al cielo de su mortificante labor de convertirse en amos millonarios, al intenso “dolor” del vicio desde el poder. Me duermo con el celular encendido. Hay tanto música como tararás de metralleta. Cuento las horas según me levanto, cuando mis dedos han sobrepasado el número de diez bajas enemigas, me alegro. Al menos la muerte, a esta hora, tiene sabores a guisa de coctel. Fresa o maracuyá, lychee o jabuticaba.

 

Converso virtualmente con el poeta Ricardo Camacho. Nos encontraremos en La Paz, el momento pronto o el momento justo. Promete “un recibimiento con ataúdes alegóricos, de acuerdo con tus galones”. Casi estaríamos leyendo El enterrador, de Robert Louis Stevenson…

 

Edgar Allan Poe en un Baltimore borracho que recuerdo a medias. Llovía y Baltimore apestaba. Sirena del tren a Nueva York, cerveza Miller etiqueta negra, draft.

 

En la estación de Kansas City, Missouri (¿o era Kansas?), rodeados Picha y yo de población afroamericana. Un bracero mexicano maltratado por el chofer del Greyhound. No entiende nada, mira al vacío, pequeño, que seguro viene de la sierra tarahumara. No quiero enojarme, pienso que de aquí salió notable jazz. Se lo digo a mi hermana. La acompaño desde Denver hasta Miami, tres días cruzando el medio oeste y la cuenca del gran río y las montañas. Deliverance, de John Borman. Pensar que dentro de semejante belleza abunda la abyección, que de esos árboles solemnes alguna vez colgaron negros, que el odio se acurruca en Knoxville como en Ivirgarzama y Bucha. Busco con la mirada para encontrar rastros de Sodoma y de Gomorra pero suena un cencerro de borregos cautivos que anuncian el fallecimiento de Dios. Mugen y berrean y chillan los cerdos, el arca del patriarca huele a excremento, el mayor despropósito de salvar lo insalvable, mitomanía de divinidades y santos. Susurro a María Renée que se acuerde del jazz, que no se llene de ideas falsas aun siendo reales y que sepa que su amiga Maju la espera al sur de la Florida para llevarla a comer filetes de pez espada.

 

Ofensiva rusa en Kharkiv. Si antes hubieran visto la ciudad ya de mucho atrás mártir. Calles de árboles y hermosa arquitectura. Iglesias majestuosas, oscuras y de ojos brillando. Santos que son pura pupila, poesía por doquier, cine, fotografía. Placidez de pueblos alrededor, casas que decoran los labriegos pobres con esmero, esa su riqueza. Mi linda Kharkiv, se lamenta Ekaterina, pero nosotros nos adecuamos a todo y venceremos, afirma. Salidas de alguien de sangre zaporoga, de por sí tales palabras son mortal condena para Vladimiro el Último. No verán sus pequeños ojos de bagre el fin de Ucrania. Reían los cosacos zaporogos y se burlaban mientras escribían al sultán, de acuerdo a Ilya Repin. Solo les costaba alzar sus medianos barcos y asolar la costa turca hasta Estambul. Hacia el este lo mismo, de abono quedaban moscovitas y chechenos. Como si matar fuese un problema. O morir. La tozudez indiferente ante la muerte es martillo que aplasta sin piedad. El mar de Azov será libre y volveré a beber oscuro café destilado en las terrazas de Mariupol, cuando Rusia sea un mal recuerdo y sus pingajos destrocen daguestanos y osetios.

 

Si te lo cuento en tu visita, hermana María Renée, poco importa. Por eso has venido, para aliviar mis dudas occidentales, el absurdo miedo a las sombras, la falta de optimismo en la eternidad. No como cuestión religiosa, tú lo sabes. Sentémonos en tu acogedora cocina, ante la mesa de fórmica roja. Juegas solitarios mientras apuramos un trago. No hemos participado en batallas mas estallan obuses en el inconsciente. Hablabas de las mujeres, a quienes tanto querías, la inmensa figura de mamá detrás de todo. Y no te equivocabas. El tiempo hizo tabla rasa, dejó tornados batiéndose unos a otros entre el vacío. Nunca atrás la esperanza. El dolor siendo la mayor escuela del aguante, soporte de sólida empatía.

 

¿Qué son los objetos dispersos por el bosque? Parecen ramas. No, extremidades de soldados del imperio, mil por día, jamás recuperadas y expuestas al sol que en mayo comienza a calentar, a solidificar el lodo. Reunidas conformarían una pira funeraria en donde se incinerará para siempre al águila de dos cabezas. Hablo de empatía y, sin embargo, no tengo piedad. Que los maten a todos, a los dieciocho o a los sesenta, a todos sin distinción, que dejen tendal de huérfanos como lección decisiva y definitiva, que los siervos sepan liberarse o perezcan. Adiós, madrecita Rusia, no serviste para nada a las mayorías, siempre diste leche a beber a los poderosos, soltaste jaurías desalmadas de desharrapados de cuando en cuando, según convenía, sin nunca dejar de ser autocrática. Piara de esclavos, mujiks a los que el calvo Lenin detestaba. ¿Quieren morir por Rusia, los obligan a ello? Que mueran, pues. Papini inventaba que Ulianov le decía que un obrero valía diez mil campesinos. Ni uno ni el otro valen un penique, cargas de muertos vivos. Tinieblas y amanecer de Rusia escribió ilusoriamente el gran Alexei Tolstoi. Hoy solo tinieblas.

 

Crece el amanecer y dibuja la silueta de la cordillera del Tunari. Estoy tan lejos del frente, tanto tan lejos y triste a la vez que sueño convertirme en francotirador y anotar cabezas como si de canicas se tratase.

12/05/2024

 

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Imagen: André Fougeron, 1937

Wednesday, May 8, 2024

I Should Have Known Better


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Borro un párrafo en el que voy poniéndome, inútilmente, crítico. Cruz diablo, ni te me acerques de nuevo que perdí décadas en tareas inservibles. Pongo a John Mayall, blues de Londres entre los años 1964-1969. Mejor así. Mi hermano y su esposa salen a la cremación de un amigo. Alrededor del horno, si no recuerdo errado, hay plantas y flores de cartucho blancas. Pensé ir y la mañana me agarró dormido ¿qué cambiaría? La materia ya se transformó y no sabemos qué forma recuperará en un tiempo futuro. Los cementerios tienen poco de tormentosos, mucho de calmos. Nombres, apellidos, bustos, celebridades y gente común. Niños corren alrededor cantando por monedas tristes canciones de Simon & Garfunkel en español. Quema el sol, los arbustos ya eran de desierto y avanzan a serlo de averno pero incluso si este fuese el preámbulo de mundos sórdidos o dichosos no deja de ser atractivo. Tiene la paz de las iglesias, la modorra del no tener que hacer, nunca más, ya nada.

 

Hace dos días que no escribe Irina. Leo noticias de misiles caídos en su ciudad. Certeza de la muerte, su incansable rondar, arbitrio del azar. Le preguntaba anoche del agua; Poltava, como creo toda Ucrania, es inmensa en este recurso natural. Decía Sienkiewicz que los pastos de los Campos Salvajes crecían hasta tapar a un guerrero en su caballo en época de verano. Los tártaros se escondían llamándose con extraños gritos. Tierra negra. Le pregunté del agua y no contestó. Cuatrocientos kilómetros del río Vorskla discurren ajenos a las batallas. Bebo un vaso de paciencia y con lentitud voy vistiendo ánimos para el día. Han pasado seis meses y me falta desempacar algunas cosas, miniaturas y antigüedades; hacer un mueble para alebrijes que conseguí en Tijuana mientras buscábamos con mi primo Pablo comida de mar. Madera tallada somos, y coloreada, para descansar en repisas de recuerdos con belleza. Muda habita mi campana de Kiev.

 

Anoche, al lado de la brisa de la ventana norte, escuchaba Long Hot Summer, por The Style Council. Creo que es lo único que aprecio de este dúo porque, junto a Lou Reed, era lo que más gustaba a Francine. Puse la canción dos veces, luego salté a una película serbia que abandoné a medias. Leí sobre Zinaida Gippius y soñé con objetos de oro, raras imágenes que no venían de cosa alguna que hubiese pasado hace poco. Cuarenta canciones de John Mayall. Voy con el escrito por la doce del primer disco. Cajas recuperadas, como se ha hecho usual ahora, de mi antigua discoteca. De los años en que nació Emily, calles de la hermosa Washington DC, ciudad de gran amor para mí. Noto que no han sido abiertas desde entonces. Cuesta sacarlas para ponerlas en el aparato. No huelen a guardado. Sin embargo pareciera que hablan, me cuentan congojas que quería oír pero olvidé.

 

Un soldado invasor ruso pierde las piernas por la explosión de un dron. Otro filma la extensa llanura, una sillería en ruinas. Lo devorarán los cangrejos, mitad cadáver mitad alerta y la existencia ha de continuar por encima de los tiranos. Los pastos crecerán más altos y no habrá ruido de armas que altere el silencio, el grito de patos salvajes, caminata de avecillas de largas patas de los pantanos. El agua estancada muestra un bellísimo verde claro. El hombre tiene que ser lo que es: abono.

 

Escribía Zinaida Gippius:

La realidad y el sueño

se mezclan y se confunden,
cada vez más bajo
desciende el cielo funesto.

Camino y me caigo,
acepto mi destino,
con extraña alegría
y pensamientos sobre ti.

Amo lo inalcanzable,
lo que no existe quizá…
Mi criatura dulce,
¡mi única luz!

En el sueño siento
tu tierna respiración,
y este manto níveo
se vuelve ligero y suave.

La eternidad se acerca,
escucho la sangre que se enfría,
el silencio infinito,
la oscuridad y el amor…

 

¿Si tengo una única luz? No, ni de neón siquiera. Trashumo por urbes iluminadas a pesar de preferir la sombra. Termina el primer disco. He de levantarme para poner el siguiente y servirme un espeso jugo de frutilla. ¿Quién recuerda a John Mayall? Por décadas no he oído de él. Ni en nuestras multitudinarias fiestas de Denver, regadas del más puro y aromático ron de los caribes, con olores de horno que cubrían cien metros hasta la esquina y música fuerte, romántica, épica y bailable, de acuerdo al momento. Con lluvia o sol, con nieve cayendo en el tejado pizarra de la mansión Cass. De laika y rembetika al sensual vallenato, alternancia en la pena de la vidala y el salto al feroz son jarocho. Leonard Cohen estaba cómodo, bebía su cubalibre entre Mina y Raimon. Las jóvenes amigas de mis hijas gozaban del vodka de Finlandia. Denver no era Murmansk. Me frotaba la testa con tal agüita ardiente y ejercía el peine para dejar tiesos los cabellos. Cocinar y bailar sin que se mueva un pelo, prácticas aprendidas y ejecutadas.

 

Ahora, pronto, retorno a Denver, a treinta años de conducir por sus rincones. Vuelvo sin casa; por supuesto están las de mis hijas, pero mía no. Caminaré alrededor de mi terraza y quizá me contemple allí sentado, con trago en mano y un libro. Me pregunto si él, yo, me reconocerá. Preguntaremos qué hemos hecho desde entonces. El viejo Bill seguirá leyendo a Borges en su ordenador y llorará cada vez que lo hace. No creo que me acerque a saludarlo. Ni a nadie otro. Que la hojarasca se asiente y se haga polvo, que los bichos engullan a los conquistadores.

 

Solo espero que no murieras en el último ataque, mi Irina, me dará tanta tristeza, tendré que arrastrarla igual a cadenas forzadas. Iré, de todos modos, cuando esto acabe, a las orillas del Vorskla, a arrojar contigo o sin ti frescas margaritas amarillas sobre las aguas. Si sigues viva iremos por café con chocolates de Lviv. Si tu casa está vacía, el televisor apagado, sabré que el zar ha tenido su pequeña victoria, ha matado una hermosa mujer. Dice Esenin: “Con qué nitidez recuerdo entonces/La laguna cubierta de hierba y la voz ronca del aliso/Y que en algún lugar viven mi padre y mi madre”. Ahí está la eternidad.

08/05/2024

 

 

 

Saturday, May 4, 2024

Disparates de Goya


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

No son sombras sino figuras reales que orinan, vuelan, lloran. El dolor ha zurcido sus mejillas, el hambre ha destrozado dientes que no tienen otra cosa que masticar que sus propios huesos.

 

En un entierro, una supuesta alma deja el cuerpo y me pregunto si ella, el espíritu, será tan horrorosa como lo fue en vida. Pues el alma lo mismo, sale y grita arpía sedienta de sangre, desgarrando plumas y carne en los zarzales de la colina de San Sebastián, allí donde España violó y decapitó ancianas, ametralló acurrucadas hembras con clavos y demás objetos. Por sobre la cabalgata de Goyeneche, doblando el Ticti, venía enjambre de urracas blanquinegras con ansia de frescos ojos redondos como uvas.

 

No es imaginación, no, basta salir a la esquina, ir a visitar a mi amigo Daniel Averanga en la terminal de buses. Se escucha un sonido de algo que raspa y veo en el fondo del suelo, entre escupitajos y hormigas, un despiernado, apoyado el torso encima de un cartón con marcas de China. Se arrastra, resbala por la bajada, se pierde en la noche. Se asomará a una pared para excrementar, soñará entonces con madre, molles y alojas púrpuras. O no sueñan ellos, los míseros, o solo ríen a la fuerza como en Víctor Hugo. Preguntas que ni quiero hacer pero me quitan el hambre. Ni recuerdo qué comía jovial Daniel. Hablaba de nalgas y de Chesterton. Le sugerí Sologub, la broma, la sátira. Abundan entre los llamados rusos de entonces también estas manchas humanas que nada tienen de enigmáticas y tanto de vacías. O puede un medio cuerpo todavía aspirar el aire y percibir que escondida hay una mata de cedrón. Preguntas sin signos de interrogación porque son idiotas, prurito de la razón que no necesita producir monstruos porque ya habitan alrededor.

 

No era la fenicia Europa raptada por Zeus; en Goya había un caballo furioso que estiraba por la ropa a una mujer de pueblo. Rememora la imagen de cierta coja colgada por los brazos de una barra atlética. El novio la poseía por debajo de la falda. Álamos reales que aún existían en el camino entre Punata y Arani, plantados por mi abuelo. Con ese fondo se mecía ella a modo de piñata y aullaba nombres endemoniada. Un balde de chicha yacía derramado, habría sed y el lazo que ajustaba las muñecas pintábale la piel de oscuro. Terminó con el novio acezando hecho jumento maltrecho. De allí se fueron de la mano, la noche devoraba romance y tuve visiones gracias al terrible alcohol.

 

Un jeep UAZ ruso iluminaba el camino vecinal. Olía a sexo, maíz fermentado, culo… no azahares ni perejiles. Los parroquianos del viaje calzaban rostros claroscuros, abollados unos, hinchados los más. Se hablaba en lenguas no por manifestación divina sino porque la lengua estaba deformada por el trago. ¿Dónde estabas, Miguel Hernández? Busqué en la penumbra tu voz de amor hasta que dormí. Desperté en el baño de mi novia, inundado de hediondo elíxir amarillo. Acaricié sus glúteos y me marearon que caí en el precipicio de mis faltas y a gatas tuve que salir para caminar veinte cuadras. Si la recuerdo entonces… un santo Antonio de carey miraba a Dios. Lo creí volcado, puesto de cabeza, sacrificado como apóstol. Pero no, mi perspectiva no era la misma de siempre y en el barro dejé huellas cuadrúpedas porque no pude tenerme en pie.

 

Cierta mujer negra, en la esquina del bulevar Colorado y la calle East Colfax, exhibía senos tan largos como zapatos de basquetbolista, negro también. Maltrechos blancos, africanos, chicanos, cada quien con su mínimo feudo de hamburguesa de a dos dólares, ni miraban. Cofradía la suya, cada parada de bus una, historias inverosímiles y desquiciantes. Imágenes de brutal pasión, chorizos picantes de Louisiana, promiscuidad, extirpando de basureros públicos restos de cigarrillos y papas fritas bien mascadas. Escondido en bolsas de papel madera, el licor malteado que poco cuesta. Mientras la policía no vea de qué se trata, aun sabiéndolo, todo está bien, marcha. Al lado, albañiles mexicanos comen tres taquitos por diez dólares bañados en chile rojo. Chile verde y cebolla picada y a veces rábano. Hacen lo suyo, se comen seis, nueve, y de vuelta al cansador oficio de techeros, cubiertos de cabeza a pies, poleras de manga larga para que no queme el sol, envueltos rostros momias y sombreros con cola al modo legionario. Treinta y cinco grados Celsius y el alquitrán del techo añade muchos más. Horno a la intemperie, mejillas quemadas, manos de color puerco. Y dólares, dólares en el bolsillo mientras los mendigos se acuchillan por un trozo de pan.

 

Goya no conoció los bolos de coca, hombres y mujeres deformados y abotagados. Tal vez hubiese sido demasiado, horrores de otra guerra con centurias de caídos, víctimas hoy dispuestas al sacrificio con supuesto intenso contento. Esa sí galería de disparates. Niñitos bien siguen la estela y acullican creyendo que por la verde baba avanza la rebelión. Qué dirían si viesen los grabados del insigne sordo retratando lo que el rebuzno político ha tenido a bien llamar resurrección, retorno. Mejor el canibalismo fúnebre de los malgaches que devoran a sus antepasados que este ruin vegetarianismo. Un quebrantahuesos los ha arrojado de arriba para romperse entre rocas. Pero se levantan y andan, Lázaros del siglo veintiuno ajenos al espanto porque ya lo son en sí. Fanfarria, banderas, maldiciones y jallallas, tragedia de un pueblo al que no han permitido liberarse. En eso estaba correcto el joven Ernesto Guevara cuando desde su motocicleta anotaba que la extinción de esto era urgente y necesaria. Hoy es hostia de neocuras que bendicen la cópula entre esperpentos balbuceantes para poblar la tierra de más homúnculos y menos golems.

 

Disparates, pero coloreados, también los de Borbón. Faltaba para ellos la sombra porque no la había, se la donaron a los pobres para solazarse con ella. Explota en el carnaval el festejo de máscaras, desde Bahía hasta James Ensor, de Oruro a Otto Dix. Maestro Goya, tus ojos han contemplado lo hermoso, el blanco cuerpo de la de Alba, pero debajo de la almohada dormitaba sucio lujo de desastres. Lo raro que incluso allí crecen sonidos de fiesta. También bailan los monstruos, tocan flautas y visten laureles. Había una casa verde al fin de la avenida Guillermo Urquidi que se transformaba en Aroma. Vendían la peor chicha. Cruzando la calle, muy cerca, el triángulo del mercado de la coca. En esta casa se reunían mujeres tenebrosas, caras marcadas por el horror. Solíamos ir con Julio a bailar algunas tardes. Risas desdentadas, pútridas gargantas. Mi amigo y yo zapateábamos y rebotábamos en la cueca. ¿Quieres ver mi antebrazo, papá? A ver, muéstrame. Todas habían estado en la cárcel de mujeres de San Sebastián. Del dorso de la mano hasta el codo tenían cicatrices de cuchillo, una tras otra, escalón tras escalón. Recuerdos de tortura algunas líneas. Otras para recordar martirio. En las celdas la gente anota días con rayitas de carbón en la pared, ellas lo anotaban en sus brazos. Regalos policías. Esa casa debió ser colonial, por el tejado y las paredes. Bajábamos la cabeza y quedamos dormidos. Al despertar quedaban pocas, la cueca calló. Trastabillando comenzamos el largo idilio de caminar hasta el otro extremo de la ciudad, a Cala Cala, con Julio quedándose en la calle 16 de julio, fecha de la revolución paceña.

 

No he ido a ver si todavía existe ese lugar. Ya aquellas son flor de cementerio. Todavía está en la esquina el mingitorio público de Caracota y siguen vendiendo especias de variados tonos. Calle Lanza abajo deambulaba borracho el sargento Terán, el de La Higuera, cuando el tiempo presumía de joven y al sur de la Punata cargas de papa abiertas ofertaban papa runa.

 

Tanto Julio como yo partimos a los Estados Unidos; creímos haber abandonado los fantasmas. Se arriman con dolor de cabeza, tocan los vidrios, uno piensa en sonido de llovizna y al abrir la persiana revive la carcajada.

03/05/2024

 

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Imagen: Francisco de Goya/Disparate matrimonial

 

 

Wednesday, May 1, 2024

Tristes aires


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

A eso de las dos de la mañana me puse a ver un filme: The Sign Painter, decía la traducción al inglés pero en español lo llamaron El pintor de sueños (Viestur Kairish, Letonia, 2020), puedo entender por qué.

 

Recuerdo las páginas de Diez años que estremecieron al mundo, de John Reed. En ellas hay muchísimas referencias a destacamentos letones que tuvieron importancia durante los días de octubre del 17. Era parte del imperio ruso, entonces. Esta película abarca un período de 1930 hasta la liberación en 1944. Casi pongo la palabra entre comillas, no por disminuir lo brutal y trágico de la ocupación alemana sino porque la ruso-soviética fue igual.

 

No entraré en detalles de la cinta. De ella puedo decir que hay una brisa triste, porque todo pasa en apariencia sin demasiado estruendo, melancolía del tiempo ido, memorias, seres queridos también del tiempo presente, de la inseguridad acerca de lo que vendrá o puede venir, o de lo que nunca ha de suceder aparte del continuo dolor. Los cuadros de este joven pintor, cuyo oficio era pintar carteles, son eso, retratos expresionistas, plagados de tristeza y de deformidades adrede que desmitifican la alegría de vivir. Alguien, contemplando el retrato de su novia, comenta que tiene muy lindas piernas, es bella pero que sus tetas parecen de cabra. Detalle que rompe la ilusión del instante, no vivimos en el paraíso sino en el infierno y lo que abunda allí es pena y grotesco.

 

Cartel tras cartel, tinte tras tinte. Cada grupo humano, político, que se entroniza en el gobierno del pueblo cambia nombres de calles, transforma figuras y decora el entorno como prueba de identidad con un determinado color. Pasan nacionalistas letones, ocupación soviética cuando entre nazis se dividen Polonia y los países bálticos. Ocupación alemana, con el llamado de fraternidad racial de los germanos a los letones. Retorno de los soviéticos en la “guerra patria”. Supongo que el director nos deja imaginar el resto, donde a pesar de la fanfarria comunista no ha de borrarse aquel halo gris que se ha adueñado del aire ha ya mucho.

 

Serían las cuatro cuando terminó. Abrí las cortinas para mirar al impertérrito Tunari. Concierto de perros: es Cochabamba; algún borracho rebotando en desniveles de las esquinas con su automóvil. Luego silencio, vaho de Letonia, la carta que me escribe anoche Irina que cuando termine la guerra dejará de ser una “criatura”, un animal, para retomar su rol de persona. Cuando los obuses callen.

 

Leo un poco de noticias sobre la farra eterna de los populistas, proclamas, soflamas que los indígenas aquí, los obreros allá, mineros y campesinos. Los apago de mi vida con un interruptor, en todo lado lo mismo, esperpentos, hediondos espantajos. Pesadumbre, por supuesto, de los que contemplan la vida ajenos a cómo “esos” manipulan la suya, deciden su presente, mienten el porvenir. No hay fuego tan grande en el mundo como para incendiarlos, no suficiente napalm para hacerlos polvo, no Sodoma ni Gomorra siendo que Dios ha muerto y nos hallamos al arbitrio de maleantes. Secanos alrededor, dispuestos al azar. Después de la guerra mundial los noruegos fusilaron a Quisling, los búlgaros a alguien similar, los húngaros a un cura traidor, los franceses a Laval pero nunca hay cuerda suficiente para colgarlos en montón, aunque no desmiento el gusto, café en mano, en ver ahorcar a Saddam Hussein. No sucedió con Kissinger, que también lo merecía.

 

Mucho cine por las noches, retornando a la magnífica década entre 1996 y 2006 cuando era mandatorio ver un filme por día. Drama e historia; la comedia no se me da. Diez años de imágenes, narrativa, sucesos históricos, elucubraciones. Dušan Makavejev, Barry Lyndon, Margarethe von Trotta en Rosa Luxemburg, Jerzy Hoffman y Wojciech Jerzy Has. Arturo Ripstein: Rulfo y los palenques.

 

Mientras viajábamos por Puebla y Cholula; por La Habana y San Francisco. Sangre baja por las escalinatas de la gran pirámide; puerco asado con arroz congris en un atolladero de barcos podridos en Cuba. Canta Celina González: “qué linda está la mañana en esta verde pradera…”. Tras la huella de Lawrence Ferlinghetti, North Beach, Kerouac, el Café Vesuvio donde tenemos una foto de los dos con nuestros rostros superpuestos por misterios de la luz. Era el 2008, seguro. Te había enviado dos docenas de rosas rojas que te entregó mi madre hacía poco. Los aviones sollozaban, los coreanos vendían desayunos. Tu cuerpo sin ropas igual a un modesto cuadro de fin de siglo. Pasillos de hotel largos y silentes. Otra vez Letonia, inmensa aflicción, nieve que en apariencia cubre el mal, interminables bosques. Pronto un avión mío aterrizará en Denver otra vez. Pensé que no volvería pero quiero sentarme en un restaurante redneck con mis hijas y pedir Corned Beef Hash, que se me terminaron las latas que me trajeron.

 

No cierro la cortina, sé que por ahí aguarda Riga, preciosa ciudad si puedo soplar fuera de ella su melancolía. He hablado de sangres, de autos de fe con cabrones apilados; recuerdo la sombría estatua de Giordano Bruno en la noche del amanecer en Roma y me doy cuenta que si no siento frío es porque llevo calcetines puestos. Que glorificar la muerte de los otros de poco sirve sino de dulce aperitivo. Al fin o a la larga apoyarás tu espalda en la silla, abrirás un delgado libro de un escritor alteño, descenderás el calor del té con agua fría y poco habrá cambiado. O nada. O mal sueño es que imagina que despierto a las dos y ya no duermo.

 

Ni siquiera oigo el paso militar de una columna de hormigas oscuras. No resbalan en el jabón e investigan las teclas del ordenador. De cuando en cuando aplasto una, cuando se ha subido al dorso de la mano y anuncia un extraño objeto. De niño me las comía, ácidas. Me las prohibió el doctor.


Hallarse en la noche con el relato del fin del mundo, naciones enteras que han sobrevivido en medio de él, siempre desgarradas, penando, sin posibilidad de futuro, con la seguridad del fin atroz. Ni para decirle a Oriana Fallaci: “deséame una buena muerte”, en voz de un combatiente vietcong.

 

Decía: hallarse en la noche solo, apenas ladridos de canes en celo o hambrientos. Elecciones que uno hace. Efímeras alegrías de los que han de morir: sueña un personaje femenino de la película y ve a los hasidim bailando alegremente klezmer por las calles. Sombreros y trajes negros, ellos que son tan circunspectos en la oración y tan desmedidos en el baile.

 

Por el interlocutor converso con el conserje, ha pasado el día en su asiento observando rostros dignos de Ensor. Cada cual un drama. Unos huelen a comino, otros a ajo. Hay tantos pisos en este edificio que los aromas del brebaje italiano se diluyen. No hay niebla y es como una niebla. Se ve alrededor pero si no existe nada no hay alrededor. Absurdo. Aires de tristeza corren hasta aquí desde la hermosa Letonia. Lagos que parecen de cristal, cabellos rubios de amanecer con rocío. No quiero ya ser animal, necesito ser mujer. El estruendo de los obuses acalla tu voz, un Iskander destruye una casa, ha matado a un perro e iluminado el cielo.

30/04/2024

 

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Imagen: Riga  

Sunday, April 28, 2024

De chinos, sandías, paraísos sociales y viva la izquierda


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Combato el finasteride con sandía. Equilibro en lo posible la química moderna con la sapiencia milenaria y pervertida de los chinos. Del éxito mejor no hablar porque me he vuelto adicto a la soledad; estamos yo y los Andes y Yayabo en instrumentos de la Orquesta Riverside. Corre brisa, desde mi dormitorio puedo ver el Tunari pero desde la sala el bosque que queman con asiduidad los hermanos protectores de la Pachamama. Matricidio, digamos, azuzados por el vértigo de convertirse al capital, de usar falaz retórica para alcanzar el objetivo final de ser igual al odiado. Pobre naturaleza humana que brega por llegar a la cima de lo que siempre fue ajeno, enemigo incluso, pero meta al fin de obviar el útero, de olvidarlo y vilipendiar su memoria para mimetizarse, sin poder hacerlo bien, con el otro detestado. Drama nacional. O plurinacional; baile de máscaras que ya no significan nada. Se ha inmolado la tierra, el recuerdo, en aras de la ganancia, si mal habida mejor. Aquí no hay originales ni amaestrados sino un largo vertedero que desemboca en la pluma del Dante.

 

Mientras tanto yo con mis evaluaciones frutales y el beneficio paradisíaco que proponen: tetas apuntando al cielorraso, un cafecito inane en paños menores, sonrisas fingidas, caricias de manos como leyendo el reverso de lo que leerían los gitanos. Ha sido un gusto, muy rico, delicioso, caliente como chocolate y fresco de helado de canela. Que no sea la última vez, tú sabes que te quiero, salúdame a tu esposo. Que se repita ¿no? Escucharemos música y trataré de conseguir buena marraqueta y quesillo garantizado para terminar nuestra efímera y sutil cofradía. Besos, chau, que descanses y sueñes que el ángel de la guarda asoma desnudo a tu ventana y te asombra con notables ejercicios onanistas. Luego vuela y de pronto lo ves caer: era Lucifer.

 

Avanza el domingo. En el de ramos, que desde niño me gustaba, compré palmas entrelazadas para dejárselas a mis padres y hermana. Imagino cómo estará mi anciano departamento de la calle Clarkson. Incluso con la intensa nieve disfrutaba de su terraza. Salía a leer y terminaba contemplando el aire, automóviles, perros, muchachas y transgéneros. Barrio hermoso, compraba pan de tres quesos, focaccia con cheddar y jalapeños, con olivas negras y orégano. Los alternaba con Walter Benjamin, Heinrich Mann y Franz Werfel, mi rama judeo germanófila. Por el ventanal del living entraba a mi reducto, cerraba cortinas y a cortar shallots, idear un guiso como construyendo un poema, de esos que hacían sonreír, no los llorosos de una amiga poeta que en su cátedra leía algo y sollozaba de inmediato. La clase convertíase en maremoto y los bajeles, de banderas rojas la mayoría, huían por vanos de puertas mal cerradas. La pobre, mojada, húmeda de cabeza a muslos, reunía aquellos papeles malévolos, llenos de tristeza y se iba a casa a esperar cualquier villano que adarga en mano, lansquenete criollo, atravesase la verja de hierro con ilusiones romances. Hablar de poesía… Tango El pañuelito, 1920, orquesta de Roberto Firpo. Da para el lloro.

 

Me dice Jesús (a los Jesuses los llaman Chucho o Chuy en México) que le han informado que los chinos venden bolsas de cáscara de sandía seca en sus gigantescos mercados. Entramos. Cochinitos asados, grasosos y anaranjados, cuelgan de garfios. Los patos lo mismo, con patas y pico que en China no se desecha nada. Extraños vegetales, frutas, peces de todo tipo, muertos y vivos. Los que todavía pertenecen a este mundo te miran con azoro. Luego aparece un cliente, señala al pobre animal y delante tuyo con un ancho martillo de madera le hienden la cabeza y se acabó. A la sopa será, moqueca de pescado o ceviche. Discuten pequeñas mujeres orientales a los gritos. Me equivoco: están congeniando. Gente de toda etnia, los mercados asiáticos y de Oceanía sobrepasan a sus pares norteamericanos con mucho. Bellas paquistaníes obedecen a sus capataces vietcong, carniceros de los de Bin Laden pasean con delantales sangrientos. Decenas de gatos dorados, el Maneki Neko, mueven la zarpa izquierda bendiciendo al público, plástico Made in China, o quizá Taiwan que en este espacio importa el dólar, no la geografía continental.

 

Pues, contaba, que con Jesús vamos por el santo grial del sexo. Nos informamos en la red del viagra natural de infusiones de té con la famosa cáscara. Nada. Nueve de la mañana, tampoco; ocho, menos. Madrugan quienes añoran el poder de la “única” razón. Habrá que viajar a Ica, en la costa peruana, en donde vi inmensas plantaciones de la fruta. Y en Palpa. No dudo que hoy siglo veintiuno los mercaderes de Beijing aguarden la cosecha allí. Desesperación china por el coito, casi razón de ser. No lo encuentro en Confucio ni en el arte de la guerra. ¿De dónde viene semejante complejo? ¿De los comunistas? Bastante tiene esa escoria de qué ser culpada, vaya a saberse, tal vez también de esto. Se atragantan con cuernos de rinoceronte, con glándulas de torturados osos himalayos, con los últimos huesos raspados de los tigres del Amur. Patética carrera por dudosa identidad varonil. Pudientes, compran muchachas de rasgados ojos azules en Ucrania; en su tiempo, según vi en una dramática película, secuestraban chicas en las ciudades para venderlas en aldeas campesinas. Como se hace, lo he escuchado, en Bolivia para alimentar el vicio de los mineros del oro en la región de Carabaya, para saciar su instinto animal de baba verde, sagrada hoja y alcohol, viva la revolución.

 

Descorazonado, Jesús enciende la gigantesca Ram para partir hacia Juaritos. Los narcos ya lo conocen, les deja regalos y no se detiene en el camino. Va al encuentro de su morra, veinte años menor, con la que tendrá que frotarse como trapo viejo. No lo ayudaron los chinos, ni el presidente López Obrador, conocido con el apodo de “El Cacas” debido a algún comentario escatológico, tonto y cansino de los que suele parir.

 

Pues, domingo de sarcasmo. Santa ironía. Abanicándome con los poderes jerárquicos, con los municipales, con los de cualquier tipejo que creyó en el abracadabra de sus dirigentes. Mencioné la poética como arte del plañido. “La plañidera, la plañidera”, cantaba bellamente Leonardo Favio. Iba a buscar unos versos de Georg Trakl pero no cabrían en esta burla. Recuas por las calles, rebuznan y copulan con aterradores gritos de júbilo. Prefiero cerrar los postigos que caso contrario el infierno del Bosco me invade y ni la sobria armadura del conde de Orgaz podrá detenerlo.

 

Bebo mi helado jugo de sandía, no es de rojo bolchevique y no tiene efectos que combatan el finasteride. Me evade, al menos por el momento, de las urracas como Grabois al sur y sus eunucos provinciales distribuidos por doquier con verborrea trágica y la famosa bolsita verde que esconde en ella su supuesto corazón.

28/04/2024