Esta es la
pregunta que la revista Casa de las Américas formuló a una
treintena de escritores de todo el continente como parte de un dosier, dedicado
a esa novela y a su autor, que aparecerá próximamente. Hoy, cuando se cumplen
exactamente cincuenta años de la aparición –en la Editorial Sudamericana, de
Buenos Aires– de dicha novela, la más conocida e influyente de cuantas se hayan
escrito en esta zona del mundo, ofrecemos como adelanto algunas de las
respuestas recibidas a aquella interrogante:
Juan Cárdenas:
Como dijo una vez
Juan Rulfo cuando le preguntaron por su etapa de vendedor de neumáticos: No, yo
no vendía neumáticos, explicó el mexicano, se vendían solos. ¿Es necesario
recomendar a los lectores Cien años de soledad, un libro que,
además de formar parte de todas las lecturas obligatorias de las escuelas,
viene avalado por una fama que ha resistido ya cinco décadas? Cien años
de soledad no necesita que la recomienden: se recomienda sola. Y pese
a ello, podemos decir que, nos guste o no, la novela de García Márquez sigue
siendo una fuente inagotable de imágenes de lo latinoamericano, desde los
estereotipos hasta las figuras identitarias más complejas, desde los mitos de
la exuberancia y el barroquismo for export hasta las alegorías
políticas. Y además, no nos digamos mentiras, la novela sigue siendo
divertidísima y se lee de una sentada.
Alejandra
Costamagna:
Hay libros que no
envejecen: Cien años de soledad es uno de ellos. Recuerdo
haberlo leído a mis quince años y haber tenido la sensación de que cada página
escondía una revelación; que el libro entero era una caja de sorpresas y que
nosotros, lectores, teníamos la particular misión de cavar hacia el fondo de
aquel misterio que era, a fin de cuentas, el corazón de un mundo ficticio. Eso
es lo que provoca este clásico contemporáneo que, a sus cincuenta años, sigue
vivito y coleando.
Rafael
Courtoisie:
Cien años de
soledad no solamente
es recomendable, es insoslayable para que el lector del siglo xxi comprenda una
Latinoamérica múltiple, heterodoxa, intensa; para entender sus contradicciones
y la resolución de sus contradicciones. Pero además es una novela destinada a
significar en el tiempo, a desplegar su polisemia, a decir cosas nuevas a
generaciones nuevas: hay enigmas de esa obra que solo serán revelados por
lectores del futuro, por lectores de dos o tres centurias más adelante.
Claudio
Ferrufino-Coqueugniot:
Pues cómo ha
cambiado el mundo. Ahora, en mis cincuenta, ando perdido porque el suelo que
pisaba en mis veinte no existe más. Parafraseando a Nicanor Parra, ¿o era
Neruda?, diría que «no soy el mismo del año veinte». Por supuesto que no,
porque esa fecha, que traía con dramas propios una vida que en su dureza
conllevaba ideales, no existe más. Y no son, o no solo, los años.
Aclaremos. El
libro icono de Gabriel García Márquez no era en propiedad uno sobre ideales, ni
sobre política a pesar de la historia de cien años dentro de otra historia de
mil días, y otra y otra acumuladas hasta desvanecer las líneas que dividían la
realidad de la ilusión, o el drama del sueño. Pero era algo sólido, el
recuerdo, siendo etéreo como es por lo general. Pero ya no.
Habitamos, dentro
de nuestras tristes, atávicas y pobres prácticas, lo cibernético. La humedad de
la sangre pesa menos que ayer, sin que el retrato del mundo que habitamos haya
mejorado un ápice. Nos hacen creer que sí; nuestros intereses están en el
espacio exterior simbólico, en una nube, no tanto aquí, como si lo dramático
del universo convulso no contara lo suficiente, como si fuera un mal sueño en
medio de la futura felicidad universal.
Digresiones
confusas para alegar que Cien años de soledad es un libro que
debe leerse como documento a la belleza de la vida plena, plagada de odios,
muertes y desaires, donde al menos parece que las riendas están bajo nuestras
manos y que pase lo que pase intentamos no perder la capacidad del asombro y el
goce que nos depara. Páginas-rastros de un mundo que fue, afirmándolo no con la
usual nostalgia que el presente debe al ayer, sino como manilla salvadora ante
una muerte desesperada, acelerada en un mundo que se ha recreado casi como una
paranoia vil, sin memoria.
Andrea
Jeftanovic:
Una vez leí en
una entrevista de García Márquez que incluía la siguiente afirmación: «Por
fortuna, Macondo no es un lugar, sino un estado de ánimo que le permite a uno
ver lo que quiere ver, y verlo como quiere». Y es verdad: Macondo propone una
atmósfera, un estado emocional continental, un estado de ánimo que oscila entre
la melancolía por el origen violento de la Conquista, la naturaleza exuberante
y la soledad de esas multitudes que no saben comunicarse.
La novela de
García Márquez es la biblia latinoamericana, que explica desde el mito la
genealogía maldita de nuestros orígenes, el homicidio original, el tabú del
incesto, la guerra inacabable. Aureliano Buendía es nuestro Adán y Eva, es
nuestro patriarca, el que enciende la chispa de esta red de paternidades y
filiaciones complejas. Nosotros somos parte de esa estirpe maldita, que carga
tragedias y fatalidades.
Fundar una ciudad
es un acto divino, heroico, de rebeldía. Macondo es una ciudad mito y archivo,
una ciudad que contiene todas las ciudades y todos sus conflictos. Es la ciudad
utopía que promete otro horizonte, una segunda oportunidad a las gentes
condenadas a cien años de soledad.
De algún modo,
alguna vez lo escuché, que esta novela es nuestra Las mil y una noches,
con narraciones encadenadas de personajes distintos, que repiten hasta la
extenuación los nombres propios de una familia –los Buendía– provocando la
sensación de que uno tras otro son los mismos o con leves variantes. La
impresión de que estamos encadenados a la herencia genética y a la confusión
cíclica de un tiempo arcaico. Una combinatoria al infinito de genealogías y
herencias anudadas en la cola de chancho en las familias.
Martín Kohan:
Son pocos los
libros que han conseguido, por sí solos, fundar un imaginario entero, trazar
toda una poética, definir una tradición de género, incluso una sensibilidad.
Por supuesto que hay antecedentes que hicieron posible Cien años de soledad (nada
existe sin antecedentes que lo hagan posible), por supuesto que no surgió de la
nada (nada surge de la nada). Pero ese libro produjo evidentemente una
inflexión mayúscula en la literatura latinoamericana. Por eso se lo puede
celebrar o cuestionar; lo que no parece sensato, según creo, sería pasarlo por
alto.
Eduardo Lalo:
Pienso que muchos
escritores de mi edad tienen una asignatura pendiente: releer a García Márquez.
Cuando se publicó Cien años de soledad tenía seis años. Diez
años más tarde, al comenzar a escribir, el autor colombiano poseía la
notoriedad de una estrella futbolera. En cualquier librería se encontraban sus
libros: desde los relatos iniciales al más recientemente publicado, y en muchos
medios de prensa se le entrevistaba o aparecían sus artículos. Pocos autores
son capaces de sobrevivir indemnes a una exposición tan desmedida.
Según me
desarrollé como lector y escritor, me acerqué a muchos autores de las más
variadas tradiciones literarias. Pensaba que García Márquez repetía una fórmula
–el realismo mágico– que a veces me parecía una imagen del Caribe concebida
para la exportación, que tenía poco que ver con la desolación, la marginación y
el colonialismo que me rodeaba. Por ello, el último García Márquez nunca llegó
a mi biblioteca y mis libros fueron escritos dándole expresamente la espalda a
su obra.
Sin embargo, el
primer libro que leí fuera de los deberes escolares fue Relato de un
náufrago y poco después leí la saga de los Buendía. Antes de cumplir
los veinte años, la releí en al menos dos ocasiones. Resulta impropio olvidar
los primeros amores. Me queda el deber del rencuentro, luego de tantos años.
Pedro Ángel
Palou:
Cien años de
soledad, la más leída de
las novelas de García Márquez, juega con la hipérbole, y procede por acumulación
–en lugar de por destilación, como ocurría en El coronel...– porque
el relato requiere esa verborrea incontenida e incontenible. La crítica
canónica se ha equivocado al pensarla como novela fundacional, y se
ha utilizado la lectura de la historia latinoamericana y la forma de la Biblia
para probarlo, por ejemplo. Pero todo lo ocurrido en la novela ha pasado ya, la
tragedia, el final. Es una novela apocalíptica. Cuando el último de los Buendía
lee –al tiempo en que el lector mismo está leyendo y finalizando el relato–, la
estirpe condenada de la que él es el último, el único sobreviviente, ha
perecido ya. No es una novela exuberante sobre la América ignota, es una novela
selvática –aún más, rizomática– sobre la imposibilidad de contar el
pasado, la epidemia del olvido es tan dañina como la epidemia de la memoria,
arca de la futilidad y de la muerte. En Cien años de soledad, nos
costó tanto trabajo entenderlo, Gabriel García Márquez declaraba el acta de
defunción de la narrativa latinoamericana y lo hacía con una Vorágine o
una Araucana con elefantiasis solo porque la forma, sí, la
forma, se había convertido ya en un problema a resolver, no en
un continente adecuado al contenido. La novela es una metástasis, un cáncer, un
tejido enfermo que necrosa mientras avanza inevitablemente hacia la muerte. El
crítico peruano Julio Ortega en su necrológica para El País, intuye
lo mismo, y declara con toda la novedad que esa hipótesis de lectura plantea:
«Nunca me ha convencido que sus libros se deban a la genealogía. No se explican
como la derivación de un paradigma original arcaico. Más bien, sospecho que
huyen del origen, que es inexplicable, y somete al lenguaje a una relación
perversa de causas y efectos. Estoy por creer que sus novelas se apresuran por
traspasar el horizonte que abren de futuro». Hace algún tiempo discutíamos con
Daniel Sada cómo seguir escribiendo después de Rulfo. «Destruyéndolo», dijo
primero. Pero luego él mismo lo pensó: «Subvirtiendo su lenguaje, la forma».
Esa fue su empresa. Pienso que García Márquez es tan difícil de subvertir
porque él mismo destruyó lo latinoamericano fingiendo que lo
inventaba. Toda imitación es un pastiche del pastiche. La única solución es
repensarlo y trabajar en los márgenes de los géneros y los estilos, aumentando
la empresa de desmantelamiento de toda mitologización territorial de lo
latinoamericano, de toda ilusión de identidad. Hoy es la novela del boom que
menos ha envejecido.
Luiz Ruffato:
Si no fuese por
todo lo demás, ¿qué novela de la literatura universal tiene un principio y un
fin dignos de figurar en cualquier antología? El lector sigue con pasión y
deslumbramiento la historia de los Buendía, cuya decadencia se basa en «cuatro
calamidades»: la guerra, los gallos de pelea, las mujeres de la vida y las
empresas delirantes. La familia cofundadora del poblado de Macondo, lugar
inhóspito situado en algún rincón de Colombia, entre la costa y las montañas,
es una suerte de síntesis de la tragedia, individual y colectiva, que se abate
sobre la América Latina, tierra donde el tiempo no pasa sino que gira en
círculos. De penoso arrabal a centro progresista y de nuevo a villorrio
decadente, Macondo se embelesa con gitanos charlatanes, se fascina con técnicas
de cultivo de banano traídas por los estadunidenses, sufre con las
interminables guerras entre liberales y conservadores, se intimida con la
opresión, sea la causada por el gobierno o por la Iglesia. Y los Buendía se
aíslan en su «casa de locos», entre incestos, pedofilia, parientes arruinados,
otros enloquecidos, unos en busca de poder y gloria por medio de la guerra,
otros que sueñan con descifrar el libro de la vida –en pocas palabras, la
riqueza y la miseria de una crónica familiar común, que se torna singular por
la forma en que es contada. Allí las personas vuelan, las lluvias duran años,
los hombres y las mujeres se resisten a morir, los fantasmas conviven con los
vivos, los trenes repletos de cadáveres corren por las líneas –pero nada es
alegórico, todo es absurdamente real, cotidiano, banal. Todo es
absolutamente contemporáneo, terriblemente contemporáneo.
Juan Villoro:
Cien años de
soledad es un logro
cervantino, no solo porque de manera insólita vinculó a la alta literatura con
el gran público, sino porque su río de historias confirma la permanente novedad
de un territorio y una lengua. El espacio imaginario de Macondo condensó los
anhelos, las ilusiones y las penurias de la América Latina. Seguramente, lo más
atractivo en esta saga que pasa de generación en generación es el tono
narrativo, similar al de los cuentos legendarios. García Márquez buscó
acercarse a la forma en que su abuela hablaba de sucesos remotos, como algo
verdadero que había sido muchas veces contado, olvidado, corregido y vuelto a
contar, una historia que llegaba con la fuerza del mito y dependía tanto de los
sucesos originales como de las sucesivas voces que lo habían narrado, hasta
llegar a la última, a ratos épica, a ratos irónica, que tenía la última palabra
y apagaba la luz. No todas las anécdotas de la abuela se referían a sucesos
trascendentes, pero todas eran contadas con ese estilo mitográfico. Cien
años de soledad es el espacio de excepción donde la historia política
y la historia íntima adquieren relevancia de leyenda. Muchas veces García
Márquez aludió a su pasión por Sófocles. Los grandes temas de la tragedia están
en Cien años de soledad, pero comparecen en la cotidianidad de un
trópico ahogado por el calor, donde ningún invento puede ser más importante que
el hielo. Los hechos mínimos secretamente definen el destino.
El hielo se ha
inventado dos veces: en el mundo físico y en la imaginación, ya clásica, de
Gabriel García Márquez.
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De LA VENTANA,
portal informativo de la CASA DE LAS AMÉRICAS, 30/05/2017