Tuesday, May 30, 2017

¿Por qué recomendarías a un lector de hoy Cien años de soledad?

Esta es la pregunta que la revista Casa de las Américas formuló a una treintena de escritores de todo el continente como parte de un dosier, dedicado a esa novela y a su autor, que aparecerá próximamente. Hoy, cuando se cumplen exactamente cincuenta años de la aparición –en la Editorial Sudamericana, de Buenos Aires– de dicha novela, la más conocida e influyente de cuantas se hayan escrito en esta zona del mundo, ofrecemos como adelanto algunas de las respuestas recibidas a aquella interrogante:

Juan Cárdenas:

Como dijo una vez Juan Rulfo cuando le preguntaron por su etapa de vendedor de neumáticos: No, yo no vendía neumáticos, explicó el mexicano, se vendían solos. ¿Es necesario recomendar a los lectores Cien años de soledad, un libro que, además de formar parte de todas las lecturas obligatorias de las escuelas, viene avalado por una fama que ha resistido ya cinco décadas? Cien años de soledad no necesita que la recomienden: se recomienda sola. Y pese a ello, podemos decir que, nos guste o no, la novela de García Márquez sigue siendo una fuente inagotable de imágenes de lo latinoamericano, desde los estereotipos hasta las figuras identitarias más complejas, desde los mitos de la exuberancia y el barroquismo for export hasta las alegorías políticas. Y además, no nos digamos mentiras, la novela sigue siendo divertidísima y se lee de una sentada.

Alejandra Costamagna:

Hay libros que no envejecen: Cien años de soledad es uno de ellos. Recuerdo haberlo leído a mis quince años y haber tenido la sensación de que cada página escondía una revelación; que el libro entero era una caja de sorpresas y que nosotros, lectores, teníamos la particular misión de cavar hacia el fondo de aquel misterio que era, a fin de cuentas, el corazón de un mundo ficticio. Eso es lo que provoca este clásico contemporáneo que, a sus cincuenta años, sigue vivito y coleando.

Rafael Courtoisie:

Cien años de soledad no solamente es recomendable, es insoslayable para que el lector del siglo xxi comprenda una Latinoamérica múltiple, heterodoxa, intensa; para entender sus contradicciones y la resolución de sus contradicciones. Pero además es una novela destinada a significar en el tiempo, a desplegar su polisemia, a decir cosas nuevas a generaciones nuevas: hay enigmas de esa obra que solo serán revelados por lectores del futuro, por lectores de dos o tres centurias más adelante.

Claudio Ferrufino-Coqueugniot:

Pues cómo ha cambiado el mundo. Ahora, en mis cincuenta, ando perdido porque el suelo que pisaba en mis veinte no existe más. Parafraseando a Nicanor Parra, ¿o era Neruda?, diría que «no soy el mismo del año veinte». Por supuesto que no, porque esa fecha, que traía con dramas propios una vida que en su dureza conllevaba ideales, no existe más. Y no son, o no solo, los años.

Aclaremos. El libro icono de Gabriel García Márquez no era en propiedad uno sobre ideales, ni sobre política a pesar de la historia de cien años dentro de otra historia de mil días, y otra y otra acumuladas hasta desvanecer las líneas que dividían la realidad de la ilusión, o el drama del sueño. Pero era algo sólido, el recuerdo, siendo etéreo como es por lo general. Pero ya no.

Habitamos, dentro de nuestras tristes, atávicas y pobres prácticas, lo cibernético. La humedad de la sangre pesa menos que ayer, sin que el retrato del mundo que habitamos haya mejorado un ápice. Nos hacen creer que sí; nuestros intereses están en el espacio exterior simbólico, en una nube, no tanto aquí, como si lo dramático del universo convulso no contara lo suficiente, como si fuera un mal sueño en medio de la futura felicidad universal.

Digresiones confusas para alegar que Cien años de soledad es un libro que debe leerse como documento a la belleza de la vida plena, plagada de odios, muertes y desaires, donde al menos parece que las riendas están bajo nuestras manos y que pase lo que pase intentamos no perder la capacidad del asombro y el goce que nos depara. Páginas-rastros de un mundo que fue, afirmándolo no con la usual nostalgia que el presente debe al ayer, sino como manilla salvadora ante una muerte desesperada, acelerada en un mundo que se ha recreado casi como una paranoia vil, sin memoria.

Andrea Jeftanovic:

Una vez leí en una entrevista de García Márquez que incluía la siguiente afirmación: «Por fortuna, Macondo no es un lugar, sino un estado de ánimo que le permite a uno ver lo que quiere ver, y verlo como quiere». Y es verdad: Macondo propone una atmósfera, un estado emocional continental, un estado de ánimo que oscila entre la melancolía por el origen violento de la Conquista, la naturaleza exuberante y la soledad de esas multitudes que no saben comunicarse.

La novela de García Márquez es la biblia latinoamericana, que explica desde el mito la genealogía maldita de nuestros orígenes, el homicidio original, el tabú del incesto, la guerra inacabable. Aureliano Buendía es nuestro Adán y Eva, es nuestro patriarca, el que enciende la chispa de esta red de paternidades y filiaciones complejas. Nosotros somos parte de esa estirpe maldita, que carga tragedias y fatalidades.

Fundar una ciudad es un acto divino, heroico, de rebeldía. Macondo es una ciudad mito y archivo, una ciudad que contiene todas las ciudades y todos sus conflictos. Es la ciudad utopía que promete otro horizonte, una segunda oportunidad a las gentes condenadas a cien años de soledad.

De algún modo, alguna vez lo escuché, que esta novela es nuestra Las mil y una noches, con narraciones encadenadas de personajes distintos, que repiten hasta la extenuación los nombres propios de una familia –los Buendía– provocando la sensación de que uno tras otro son los mismos o con leves variantes. La impresión de que estamos encadenados a la herencia genética y a la confusión cíclica de un tiempo arcaico. Una combinatoria al infinito de genealogías y herencias anudadas en la cola de chancho en las familias.

Martín Kohan:

Son pocos los libros que han conseguido, por sí solos, fundar un imaginario entero, trazar toda una poética, definir una tradición de género, incluso una sensibilidad. Por supuesto que hay antecedentes que hicieron posible Cien años de soledad (nada existe sin antecedentes que lo hagan posible), por supuesto que no surgió de la nada (nada surge de la nada). Pero ese libro produjo evidentemente una inflexión mayúscula en la literatura latinoamericana. Por eso se lo puede celebrar o cuestionar; lo que no parece sensato, según creo, sería pasarlo por alto.

Eduardo Lalo:

Pienso que muchos escritores de mi edad tienen una asignatura pendiente: releer a García Márquez. Cuando se publicó Cien años de soledad tenía seis años. Diez años más tarde, al comenzar a escribir, el autor colombiano poseía la notoriedad de una estrella futbolera. En cualquier librería se encontraban sus libros: desde los relatos iniciales al más recientemente publicado, y en muchos medios de prensa se le entrevistaba o aparecían sus artículos. Pocos autores son capaces de sobrevivir indemnes a una exposición tan desmedida.

Según me desarrollé como lector y escritor, me acerqué a muchos autores de las más variadas tradiciones literarias. Pensaba que García Márquez repetía una fórmula –el realismo mágico– que a veces me parecía una imagen del Caribe concebida para la exportación, que tenía poco que ver con la desolación, la marginación y el colonialismo que me rodeaba. Por ello, el último García Márquez nunca llegó a mi biblioteca y mis libros fueron escritos dándole expresamente la espalda a su obra.

Sin embargo, el primer libro que leí fuera de los deberes escolares fue Relato de un náufrago y poco después leí la saga de los Buendía. Antes de cumplir los veinte años, la releí en al menos dos ocasiones. Resulta impropio olvidar los primeros amores. Me queda el deber del rencuentro, luego de tantos años.

Pedro Ángel Palou:

Cien años de soledad, la más leída de las novelas de García Márquez, juega con la hipérbole, y procede por acumulación –en lugar de por destilación, como ocurría en El coronel...– porque el relato requiere esa verborrea incontenida e incontenible. La crítica canónica se ha equivocado al pensarla como novela fundacional, y se ha utilizado la lectura de la historia latinoamericana y la forma de la Biblia para probarlo, por ejemplo. Pero todo lo ocurrido en la novela ha pasado ya, la tragedia, el final. Es una novela apocalíptica. Cuando el último de los Buendía lee –al tiempo en que el lector mismo está leyendo y finalizando el relato–, la estirpe condenada de la que él es el último, el único sobreviviente, ha perecido ya. No es una novela exuberante sobre la América ignota, es una novela selvática –aún más, rizomática– sobre la imposibilidad de contar el pasado, la epidemia del olvido es tan dañina como la epidemia de la memoria, arca de la futilidad y de la muerte. En Cien años de soledad, nos costó tanto trabajo entenderlo, Gabriel García Márquez declaraba el acta de defunción de la narrativa latinoamericana y lo hacía con una Vorágine o una Araucana con elefantiasis solo porque la forma, sí, la forma, se había convertido ya en un problema a resolver, no en un continente adecuado al contenido. La novela es una metástasis, un cáncer, un tejido enfermo que necrosa mientras avanza inevitablemente hacia la muerte. El crítico peruano Julio Ortega en su necrológica para El País, intuye lo mismo, y declara con toda la novedad que esa hipótesis de lectura plantea: «Nunca me ha convencido que sus libros se deban a la genealogía. No se explican como la derivación de un paradigma original arcaico. Más bien, sospecho que huyen del origen, que es inexplicable, y somete al lenguaje a una relación perversa de causas y efectos. Estoy por creer que sus novelas se apresuran por traspasar el horizonte que abren de futuro». Hace algún tiempo discutíamos con Daniel Sada cómo seguir escribiendo después de Rulfo. «Destruyéndolo», dijo primero. Pero luego él mismo lo pensó: «Subvirtiendo su lenguaje, la forma». Esa fue su empresa. Pienso que García Márquez es tan difícil de subvertir porque él mismo destruyó lo latinoamericano fingiendo que lo inventaba. Toda imitación es un pastiche del pastiche. La única solución es repensarlo y trabajar en los márgenes de los géneros y los estilos, aumentando la empresa de desmantelamiento de toda mitologización territorial de lo latinoamericano, de toda ilusión de identidad. Hoy es la novela del boom que menos ha envejecido.

Luiz Ruffato:

Si no fuese por todo lo demás, ¿qué novela de la literatura universal tiene un principio y un fin dignos de figurar en cualquier antología? El lector sigue con pasión y deslumbramiento la historia de los Buendía, cuya decadencia se basa en «cuatro calamidades»: la guerra, los gallos de pelea, las mujeres de la vida y las empresas delirantes. La familia cofundadora del poblado de Macondo, lugar inhóspito situado en algún rincón de Colombia, entre la costa y las montañas, es una suerte de síntesis de la tragedia, individual y colectiva, que se abate sobre la América Latina, tierra donde el tiempo no pasa sino que gira en círculos. De penoso arrabal a centro progresista y de nuevo a villorrio decadente, Macondo se embelesa con gitanos charlatanes, se fascina con técnicas de cultivo de banano traídas por los estadunidenses, sufre con las interminables guerras entre liberales y conservadores, se intimida con la opresión, sea la causada por el gobierno o por la Iglesia. Y los Buendía se aíslan en su «casa de locos», entre incestos, pedofilia, parientes arruinados, otros enloquecidos, unos en busca de poder y gloria por medio de la guerra, otros que sueñan con descifrar el libro de la vida –en pocas palabras, la riqueza y la miseria de una crónica familiar común, que se torna singular por la forma en que es contada. Allí las personas vuelan, las lluvias duran años, los hombres y las mujeres se resisten a morir, los fantasmas conviven con los vivos, los trenes repletos de cadáveres corren por las líneas –pero nada es alegórico, todo es absurdamente real, cotidiano, banal. Todo es absolutamente contemporáneo, terriblemente contemporáneo.

Juan Villoro:

Cien años de soledad es un logro cervantino, no solo porque de manera insólita vinculó a la alta literatura con el gran público, sino porque su río de historias confirma la permanente novedad de un territorio y una lengua. El espacio imaginario de Macondo condensó los anhelos, las ilusiones y las penurias de la América Latina. Seguramente, lo más atractivo en esta saga que pasa de generación en generación es el tono narrativo, similar al de los cuentos legendarios. García Márquez buscó acercarse a la forma en que su abuela hablaba de sucesos remotos, como algo verdadero que había sido muchas veces contado, olvidado, corregido y vuelto a contar, una historia que llegaba con la fuerza del mito y dependía tanto de los sucesos originales como de las sucesivas voces que lo habían narrado, hasta llegar a la última, a ratos épica, a ratos irónica, que tenía la última palabra y apagaba la luz. No todas las anécdotas de la abuela se referían a sucesos trascendentes, pero todas eran contadas con ese estilo mitográfico. Cien años de soledad es el espacio de excepción donde la historia política y la historia íntima adquieren relevancia de leyenda. Muchas veces García Márquez aludió a su pasión por Sófocles. Los grandes temas de la tragedia están en Cien años de soledad, pero comparecen en la cotidianidad de un trópico ahogado por el calor, donde ningún invento puede ser más importante que el hielo. Los hechos mínimos secretamente definen el destino.

El hielo se ha inventado dos veces: en el mundo físico y en la imaginación, ya clásica, de Gabriel García Márquez.

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De LA VENTANA, portal informativo de la CASA DE LAS AMÉRICAS, 30/05/2017



Wednesday, May 24, 2017

Luq'usti

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Cuando la señora Marianela Paco, feroz Cerbero del rimbombante poder, aparecía con el sol de ocaso por detrás, yo imaginaba que era El Gato con botas en versión oscura. Pequeña, ensombrerada, no sé si con espada en mano o bastón de mando; Capitán Alatriste, me dije, pero no hay épica en semejante esperpento, otra de las muecas del Estado Plurinacional, tal vez una de las peores, beligerante, audaz, dictatorial, hombruna, cuasi fálica.

A raíz de un texto mío acerca de la marcha indígena que llegó a La Paz, y cómo el momento aquel pudo haber sido decisivo en la historia boliviana, se suscitó un escándalo que tuvo de todo: gente que me apoyó (así no estuviese de acuerdo con lo que decía el artículo) en prensa y otros periodistos (con “o”) que se entusiasmaron en denigrarme para ver si con ello, con la lengua áspera de acostumbrados lameculos, lograban que Evo Morales les sonriera. Alguien me envió un detalle delicioso de lo que ocurrió a puertas cerradas de un renombrado matutino al respecto, diario que no tenía nada que ver en el asunto; detalle con nombres y apellidos de los que se opusieron a censurarme y chillidos feminoides de un resto que siempre lucra con la ya consabida lengua, rugosa de tanta nalga.  

Como sucede hasta en la ficción televisiva, en este Game of Thrones, la mayoría perdió. El jerarca los obvió solemnemente y ahora conforman una “sólida” vocinglería antimasista que ni trago ni creo. Lamieron el trasero de Goni, quisieron el de Morales sin éxito, y ahora mueren de sed anal tanteando en la niebla. Fuera de la triste historia queda la amenazante anécdota del chaqueteo. El eructo fascista, perdón, masista, no puede traer consigo carta blanca para quien grite hoy, a cual más fuerte, contra el impromptu de Morales que de breve no tiene nada y de improvisado, demasiado.

Pues en medio de este carnaval de lealtades reales y figuradas, gratuito, estaba la figura de la ministro Marianela Paco, que amenazó con enjuiciarme por las líneas ya citadas, que calificó mi novela Diario secreto como racista sin haber leído siquiera los derechos de edición. Fue tanta la barahúnda que aparte de una gentil invitación a la televisión, por Skype, con Sandro Velarde, poco pude decir acerca de las acusaciones que casi me equiparaban a Eichmann, aunque no supieran y peor leyeran los líderes nacionales sobre la Solución Final, que jamás había propuesto. Terminé hablando de una pandilla repentina mientras la ensombrerada se me escapaba de las manos -con lapicera- que ansiaban desterrarla al séptimo cielo con un manjar de epítetos y sarcasmos rosa que preparaba y que archivé.

Finalmente, no hubo juicio ni nada. El viceministro X no dio respuesta a mi desafío a debatir sobre la indianidad y la raza. La Paco no quiso mostrarse mejor de lo que era y mandoneó como le vino en gana a quien quisiera en nuevos y ajenos ámbitos. Pésimo o no, vaya como mérito suyo, que a los otros les falta vergüenza y les sobra tiempo para medrar. Aquella quedará como recalcitrante k'urpa de la historia mientras la inteligencia olañetista continuará rebuscando el hilo del poder para atraparlo y gozarlo.

Luq'usti es un vocablo quechua que indica que alguien lleva sombrero. Siempre me pareció que se usaba en forma despectiva, tal vez sutil revancha contra el conquistador. Y la ministro se suponía que no se sacaba el suyo ni para dormir, amén de otras actividades entre pecaminosas e higiénicas, eternizando nuestro bochorno de pueblo vencido, sometido al sombrero y al chicote para siempre. Pero, lo dicho, su memoria ha de esfumarse con el fin de lo que para muchos fue ilusión y quedó en espejismo. Suerte de Gato con botas, anécdota con ribetes fantásticos. ¿Las ratas intelectuales? Por ahí, siguiendo al flautista, al de turno y al próximo.
05/17

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Publicado en ADELANTE BOLIVIA, 05/2017 

Tuesday, May 23, 2017

Pence, peor que Trump/MIRANDO DE ABAJO

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Mister Donald Trump está de viaje. Primero Arabia Saudita, fuente de inversiones por un lado y auspiciadora de terrorismo contra los Estados Unidos por otro; luego Israel; después Francisco papa. Tres religiones de un soplido. Un megalómano lo puede todo, según… Cualquier cosa para evaporar los problemas caseros, que incluyen espionaje, corrupción y traición. Hasta ahora las investigaciones en apariencia no conducen a mucho, a un par de personajes como el histérico general Flynn quien de acuerdo a arriesgados analistas es solo figura secundaria, siendo el magnate con su familia el núcleo de la relación con Rusia, desde hace al menos una década, mucho antes de lo que por ahora resalta: la elección presidencial del 2016.

Los problemas se agravan. El señor Trump, el mismo que mientras preside el país teje las redes para mayor enriquecimiento, hasta el ilícito, aprovechando su posición, anda de capa caída. Que es tenaz y furioso valga en su descargo. A pesar de haber sido a momentos un gran perdedor, es hábil para recuperarse e incluso sobresalir en sus vericuetos económicos. Pero dada su palestra actual tiene sobre sí la mirada de gente e instituciones que velan porque los Estados Unidos mantengan firme la imagen que quieren repartir al mundo, algo en lo que él actúa a diario para destruir o disminuir.

Da la impresión de la inevitabilidad de su caída mucho antes de que termine su mandato. Mientras rebuzna en el exterior, en países que a pesar de odiar EUA se desviven por agasajarlo, un sino casi trágico se prepara para su retorno. Incluso si en el mejor de los casos pareciera que obtuvo transacciones de mérito en su periplo, los que se embarcaron en la tarea de sentarlo en el banquillo acusado no cejarán en el empeño de arrastrarlo a la caída, acompañados de una prensa inteligente, rica, muy bien informada y contactada, a la que el presidente declaró tontamente guerra para satisfacer un ego personal y el hambre “americana” de sus seguidores analfabetos o semi-letrados.

Se ha escrito, incluso, que dentro del Partido Republicano hay rumores de que se deben deshacer de él. Tipo pesado, vanidoso y bruto, no siempre conviene a la retórica derechista que lo acompañó en la victoria. Además de intratable, insufrible. Rumores que llegan a extremos de sugerir que se declare a Donald Trump no apto para gobernar y poner a Mike Pence, el vicepresidente en su lugar. Aguardan, quizá sin buscar, el pretexto perfecto para iniciarlo.

Pence es como lo ha demostrado la cáfila en el poder, otro embaucador; eso sí, con halo de santidad. Viene de aquella especie común en la animalidad del norte, ultra religiosa y conservadora a muerte, de aquella que a veces ya no se pone la capucha del KKK porque los tiempos se transformaron un poco, pero que guarda cruces ígneas y negros ahorcados en lo profundo de la psiquis.


El vicepresidente representa un peligro mucho mayor para el país en el espacio político. Finalmente Trump, a pesar de una impuesta retórica republicana, hará lo que convenga al imperio personal. Por eso está dispuesto a transar con rusos, chinos, árabes, judíos, hasta con norcoreanos si se diera la ocasión de lucrar y sin atención a dudosos detalles. Es elegir entre un corrupto y un iluminado (en el mal sentido) que desearía reencaminar las costumbres hacia el ascetismo (que no excluye riqueza) hipócrita donde los homosexuales son considerados enfermos. Pence apadrina la idea de tratar el homosexualismo con prácticas que implican tortura, que a través de dolor e imposición el individuo se “regenere” y participe de la sociedad creyente y pura. No solo lo dice, lo cree, y ahí uno de entre los muchos peligros que su ascenso traería, con el poder de su firma en mano y la convicción de que “América” es blanca, protestante, eterna.

22/05/17

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 23/05/2017

Imagen: 
1 Michael Ramirez
2 Habild

Sunday, May 21, 2017

Los mexicanos de Rulfo en los Estados Unidos

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Me ocurrió con los rusos, a pesar de que un buen porcentaje de los que llegaron a Denver en los años noventa eran judíos, armenios, kazajos, rusos blancos. Miraba a esa gran población migrante que de pronto había venido a ocupar puestos de trabajo en la gloriosa era Clinton, donde el dinero fluía a patadas y “América” era esa del sueño y la leyenda. Llenaron posiciones menores, de peones por usar una palabra, aunque no era la suya labor agrícola. Hice amistad, devoré borsch con crema agria y eneldo; los catliets ucranios eran oblongas albóndigas de inolvidable sabor, tal vez debido a la cantidad de masa grasosa; dulce es la muerte.

Observándolos, me pregunté muchas veces si estos podían ser aquellos de febrero y octubre del 17. De indisciplinadas costumbres, poco aseo, escaso interés en lo que convenía al colectivo; parecía que no. Claro que los hechos sociales no se guían por minucias como las de la aversión al agua o la borrachera perenne que en los edificios de apartamentos de Valentia Street teníamos con vodka. Poco a poco me di cuenta que sí, descendientes directos de los milicianos subidos sobre los carros de asalto para escuchar a Dybenko. Es más, eran ellos, muchos pequeños y esmirriados, lejos de la idea que tenemos del ruso, los que habían correteado a los alemanes hasta Berlín.

Pues lo de los mexicanos vino a ser narración similar. Mi vicio con la cronología y los héroes, en medio de una masa que hacía de rodillo histórico que permitía descollar a los líderes, me llevó a observar a los vecinos, compañeros de trabajo, al vendedor de elotes con mayonesa y mostaza en las tardes de otoño; la vendedora de pan dulce, la tamalera, cuyos rasgos eran tan dulces y tan fieros como soldaderas entonces, y tan serios y cojonudos ellos, los machines, vendiendo helados hoy o como cuando morían en las cuerdas de Pancho Reatas, según le decían a Francisco Murguía, constitucionalista y carrancista, ayer.

No cabía duda: los mismos pelados de la revolución. Chaparros, en su mayoría, gente por la que la patronal gringa no apuesta un peso, tan insignificantes aparentan ser. No encontré sino en un par de ocasiones bigotazos clásicos entre los norteños; mucho bigotito tipo sobaco de niña denunciando la sangre india, el pueblo labrador, hacia el centro y hacia el sur. Por un lado la humildad del que siempre ha sido pobre; por otro, el orgullo que caracteriza a su nación -en general- y que les hace despreciar la muerte por ser vieja poco cachonda y “jedionda”. Cuanto antes, mejor.

Los mexicanos de El llano en llamas vivían alrededor. Dichoso yo que trashumaba la gran literatura tocando a la puerta, escuchando el verbo, sin necesidad de acercarme a la academia. Leí a Rulfo entre los amigos coculenses de un Jalisco bordeando ya Michoacán. Sentí el polvo, lo olí, Sahuayo y Comala, un humo que se arrastraba desde el volcán de Colima para ennegrecer el cielo también pesado de cuervos. Pensé en Joaquín, mi padre, que me hacía leer a Martín Luis Guzmán a mis diez años.

En un festín de tacos: al carbón, de carnita, lengua, tuétano y ojo, contemplé en un mexicano sesentón a Pedro Páramo. Se apoyaba en la baranda de un centro vecinal para fiestas, con un fondo de piscina, y echaba pausadamente chile casi guindo sobre la carne humeante. Le pregunté de dónde era; no quién porque lo sabía de antemano. “Gómez Balazo”, respondió casi con rictus mientras le chorreaba el ají de árbol por el costado canoso de la barba y se lamía los dedos ensuciados por las diminutas tortillas. “Un gusto”, y me alejé. Solo faltaba el traje negro y viento de angustia. Pero esto era Colorado y lo negro del crepúsculo no lo es tanto como al sur.

Por supuesto Gómez Balazo no existe. Bueno, sí, pero se llama Gómez Palacio, ahí entre Durango y Coahuila. Y no es que Pedro Páramo se burlase de mí, de allí venía, de la muerte, y no huía de ella sino que la trajo consigo para cuando llegue el tiempo de noviar y acostarse.

Si Macondo fue de lluvia, Jalisco de polvo fue. Al ventear, lo que se levanta del suelo y vuela por el aire puede ser fina arena, ceniza, pueden ser muertitos que fallecieron con sonrisa en labios porque se les frotó el cuerpo con vino, por donde entrarían las balas. O angustiados. O indiferentes, remojándose los labios mientras les acomodan la soga. Aquí van a morir valientes…

Claro que son los de la era revolucionaria. En la noche puedo sentir los pasos cortos de gente que llevó eternamente huaraches. Los de Rulfo, seguro, si parece que sus páginas se escriben alrededor, mientras cuecen carnitas de color naranja en discos metálicos.

Cada uno de ellos, los mexicanos cotidianos, los que te traen atole con tamarindo y tamal con epazote y son dicharacheros, maliciosos, reidores, llevan detrás, se les nota, muy poco miedo y harto de tragedia. También crueldad, lo he percibido. También piedad.

16/05/17

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Publicado en TENDENCIAS (La Razón/La Paz), 21/05/2017

Tuesday, May 16, 2017

Autoritario en la cuerda floja/MIRANDO DE ABAJO

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Pareciera que el sistema norteamericano despierta del embeleso Trump. Poco duró la luna de miel, el sueño largamente escondido de una sociedad blanca, impoluta en fantasía, donde las hordas rednecks se aprovecharían de todo hasta que se acabase. Luego el fin, porque si hay alguien que desde los años 50 ha sufrido de mimo excesivo y se ha acostumbrado a no trabajar, a trabajar mal, a enfermarse de todo, quejarse, utilizar beneficios estatales, es ese grupo que votó por Trump, disminuido ahora pero no como reclaman ellos, por el olvido de los políticos, sino porque se aferraron a la era dorada después de la Segunda Guerra Mundial, cuando fue Jauja y se crearon los Cadillacs rosa. Aquello, debido en gran medida al expolio del mundo fuera de sus fronteras, tenía que sosegarse, sino acabarse. Cuando se necesitó trabajar, la población local no contestó como debía y sucedió la inmensa masa inmigrante que cargó el peso hasta hoy.

La derrota de Vietnam fue sintomática. Los soldados norteamericanos gozaban de increíbles privilegios: recibían filetes de res desde los Estados Unidos, cerveza Budweiser, agua embotellada, droga. Entre la heredada sífilis de sus ancestros, prostitutas y una inmensa soberbia, no había lugar para la consabida épica. Vietnam fue un paseo de muerte, nada heroico de este lado. Los héroes morían en el terreno opuesto, escondidos y cultivando hortalizas en túneles, con sandalia y bicicleta, hambre y miedo. Tres millones de vietnamitas murieron y cincuenta mil norteamericanos, pero estos salieron corriendo, dejando indulgencias, prerrogativas, la ruina de su crimen y su vicio detrás. La desesperación arrojó helicópteros al mar. Saigón era una fiesta. No podían ganar; no ganan ahora en Iraq, ni en Siria, menos en Afganistán por lo mismo. El rodillo económico que sostiene al imperio en su conquista no alcanza más, falla el factor humano. Estos fallados, gente que con facilidad podría ser definida en términos raciales despectivos porque las deficiencias son colectivas, no solo individuales, forman la base electoral del delincuente Donald Trump. Viven, como el mismo cacique, de ilusiones. El Make America Great Again es falacia insalvable. Buscan chivos expiatorios, nos buscan para ser más claros, ciegos de no reconocer que somos su sustento, que sin nosotros, tendrían un Vietnam interno, derrota de tal proporción que arrastraría el país hasta el infierno.

Pues el show comienza a decaer, las bambalinas se hacen añicos. No hay duda que el sistema sobrevivirá, los jerarcas que mandan desde la sombra ven que su apuesta no ha sido fructífera, que el amañado Trump, otro mimado de la historia, no sirve, tiene veleidades de rey. Hay que purgarlo. Pasa, sin embargo, que el Partido Republicano es un foco purulento de corrupción, regentado por dudosos cabecillas: Ryan, McConnell, y que tiene inversiones políticas que tal vez lo protejan. El sistema ha detectado un alerta y va a solucionarlo de la mejor manera posible, incluso dejando huir a Trump de una muy merecida cárcel, por maleante y por traidor, lo que le valdría en este último caso, una perpetua prisión federal. No creo que se llegue a tanto. La fugaz llama encendida de la “América blanca” no será apagada sino ocultada de nuevo, hasta la próxima, si la hay.

Ahora hay que decorar el escape, con una retórica igualitaria, políticamente correcta, racial y religiosamente abierta, que muestre que los “valores” norteamericanos no se esfumaron, que el efecto Trump tan nocivo no fue suficiente. Tenemos que creerles, no queda otra. Además, para ser justos, hay muchísima gente liberal y activista en Norteamérica para considerar que sí se puede mejorar. La cosa está en que derrotar el status quo es tarea titánica. El hecho de que el magnate Trump no esté pudiendo lograrlo lo muestra. Que lo entierren con su gorrita roja, sus colgantes carnes rosadas y con cincuenta balazos de las armas que adora, bien distribuidos en su cabezota infame. Así tal vez consideraremos un futuro.
15/05/17

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 16/05/2017

Fotografía: Vanity Fair

Saturday, May 13, 2017

Toninho Ferragutti

PABLO MENDIETA PAZ

A propósito de que mañana viernes 12 de mayo el maestro Toninho Ferragutti estará tocando en el paulista JazzB junto a Cassio Ferreira, saxo; Vinicius Gomes, guitarra; Cleber Almeida, batería; y Thiago do Espírito Santo, bajo eléctrico, me ha nacido el propósito de hacer una breve semblanza de este talentoso compositor, arreglista y uno de los acordeonistas más completos de Brasil, si no el mejor; y, por otro lado, comentar sucintamente su décimo álbum, grabado en enero de 2016 bajo el título de “A Gata Café”, un abanico de diez piezas compuestas por él mismo que se erige en todo un homenaje a la música. La carrera de un ecléctico Ferragutti, ejercida en fecundas tres décadas, ha transportado a este músico nacido en Socorro, ciudad interna de São Paulo, a lo más eminente de un arte combinatorio de ritmos tan diversos como el choro (antiguo género musical carioca no tan conocido como sus ilustres sucesores, la samba y la bossa nova), el vals, los ritmos del Nordeste, el jazz, la música instrumental y, por supuesto, la samba; más allá de que, como artista nato y divulgador de esas raíces profundas de Brasil, haya sido Toninho Ferragutti, o es, un depurado intérprete de la música culta o erudita. Si la enseñanza musical de su padre, el saxofonista Pedro Ferragutti, fue vital para internarse en el ancho escenario de la música, su interés por ella cobró temperamento mayor tras su ingreso al Conservatorio Gomes Cardim, en Campinas, donde las lecciones de armonía de Cláudio Leal Ferreira, y de acordeón de Dante D´Alonzo, lo estimularon para abrazar decididamente la carrera de músico profesional. Ya en ese tren, trabajó con figuras de la talla de Gilberto Gil, Elza Soares, Edu Lobo, Paulo Mora, Denise Kalafi, Lenine, Nico Assuncão, entre otros grandes, amén de presentarse como solista con la Orquesta Jazz Sinfónica y la Orquesta Petrobrás; y acompañante, además, del lanzamiento de cincuenta álbumes. Más adelante, ya plenamente consolidado como extraordinario músico en un escenario colosal como lo es el brasileño, grabaría con el saxofonista Roberto Sion el álbum “Oferenda”. Quizás haya sido este un “momento musical” auténticamente anunciador de una carrera meteórica, pues luego aparecería su copiosa producción, como “Sanfonemas”, primer disco de larga duración con composiciones propias. Grabado en solitario, este eslabón de magníficas creaciones fue nominado para un Grammy Latino; motivo más que elocuente para que su nombre y su música sonaran superlativamente en el mundo artístico. Vendrían después -no en estricto orden- “Nem sol nem Lua” (Ni el sol ni la luna), “Comum de dois” (Común de dos), “Festa na roça” (Fiesta en la ciudad), “O sorriso da manu” (La sonrisa de la mano), “Como manda o figurino” (Como manda el vestuario), “ColecãoMPBaby-Vol.2”, “Trio 202 ao vivo” y “A gata café”. Una “Gata café” intensa, exquisita, plena de vitalidad y frescura, confirmadora nuevamente del espíritu ecléctico de Toninho Ferragutti, pues la música, oscilante, se bambolea entre rítmicos choros como “O Mancebo” y “Chapéu Palheta”; una canción-samba como “Santa Gafieira”, la que, según el compositor se toca hacia el final de la noche, como una despedida; la melancólica e íntima “Bipolar”; un delicado vals, “A gata café”, que da título al álbum, y cuya esencia se enlaza a la danzante “Com a Búlgara Atrás da Orelha” por las historias reales que ambos encierran; una “Beduína” que sale del molde por su textura oriental, ya que fue escrita en homenaje a su esposa, la artista plástica de origen árabe Cinthia Camargo, quien, a su vez, es autora de la bella pintura que ilustra la tapa del CD “A Gata café”; “Nem sol, nem Lua”, un tango que aunque naturalmente escapa a lo consustancial de Brasil, exterioriza una aureola, un brillo singular como propio de ese país por la estructura rítmica, definitiva y ricamente estilizada. Tanto la pieza “Egberto”, así como “Cortejo do Rio do Peixe”, rinden homenaje y simbolizan con gloria, resplandor y rítmica motivación lo suyo, su privativa naturaleza. En tanto “Egberto” es una delicada ofrenda a Egberto Gismonti, “un pilar de la música instrumental brasileña que continúa inspirando a mucha gente”, a muchos artistas, “Cortejo do Rio do Peixe” es una composición que hace referencia al río que atraviesa la ciudad natal del músico, y que él contempló desde niño... En fin, si la soberbia e inmaculada excelencia de esta producción rescata fundamentalmente toda la pátina, o carácter casi indefinible de un Brasil apoteósico, deslumbrante, toda ella es, asimismo, una muestra sublime de una desbordante y protagónica sonoridad jazzística, como una gran cadencia sincopada. En todo el magnífico trabajo, el quinteto conformado por el propio Ferragutti, el saxofonista Cassio Ferreira, el baterista Cleber Almeida, el bajista Thiago do Espírito Santo y el violinista y guitarrista Vinicius Gomes, obsequian, a tope, genio e ingenio en el empleo de materiales del jazz, logrando efectos que avivan una embriagadora emoción estética... Un entusiasta y profundo agradecimiento de mi parte a Toninho Ferragutti por haberme obsequiado tan generosamente este su décimo CD, a través del movedizo polímata y amigo de siempre Claudio Ferrufino-Coqueugniot. Gracias a los dos, y doy por descontado que la presentación de mañana en el JazzB de São Paulo “vai ser um sucesso completo". (Se consultaron principalmente dos fuentes: Wikipedia y una crítica de Carlos Calado).

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Fotografía: Folha de Londrina

Wednesday, May 10, 2017

Maduro y la opción decisiva/MIRANDO DE ABAJO

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

En Venezuela se está jugando más que lo suyo propio. Evo Morales observa, y su séquito “inteligente” todavía más: tal vez esta de una forzada Constituyente es la opción necesaria para eternizarse en el trono. A pesar de que difieran las variables, en el campo político pareciera que de acuerdo al resultado de Caracas podría darse una versión boliviana incluso con mayores perspectivas dada una población acostumbrada a obedecer sin chistar al patrón de turno.

Dependiendo del petróleo, que sin estar bien ha repuntado hasta un límite que permite supervivencia a la élite dictatorial, Nicolás Maduro podría hundirse en el lodo hasta el cuello, con la macabra disyuntiva de ahogarse o morir ahorcado. Es en esta área que legisladores norteamericanos han comenzado a mover los hilos que a través de la subsidiaria venezolana en los Estados Unidos, CITGO, lograrían presionar tanto al país que los chavistas se alejaran del poder sin lucha. Muy difícil, ya que el vicepresidente, Diosdado Cabello, jerarcas militares y otros tienen cuentas pendientes con la justicia del norte por narcotráfico. Será pues victoria o muerte, en la mejor tradición castrista, con muerte de seguro y cárcel para los infelices que sobrevivan la debacle.

Es fácil ser agorero del desastre, pero en Venezuela creo que no hay diferente salida. A pesar de que en Libia desechar a Kaddafi no dio excelentes resultados sino al contrario, se esperaría que en Sudamérica la parte trágica no alcanzase tales niveles de violencia radical; al menos se descartan motivos religiosos en la guerra de facciones. Por ahora hay una endeble unidad en la MUD que opondría al caos cierta solidez política al menos en primera instancia. Lo triste está en que dado que el ejército es decisivo en el continente, la revuelta obligatoriamente tendrá que pasar por él, sea de manera de insubordinación de mandos medios o por obligación hacia la presión de los Estados Unidos que todavía no se ha involucrado con ganas en la disputa.  

Si sucediera que el gobierno Trump decida participar en la preocupación de lo que pasa en Venezuela, o sospechar que su inestabilidad pueda tener consecuencias que afecten la seguridad nacional de EUA para intervenir con un inmenso poder intimidante, la retórica “revolucionaria” se vería justificada y el actual enfrentamiento pueblo indignado versus gobierno pasaría a liberación contra imperio, lo cual desvirtuaría por completo la brega de una gente hambrienta necesitada de terminar con el opresor que la castiga. Eso busca Maduro y el grupúsculo de países alineados detrás suyo (en frente Bolivia, y con sombrero), cambiar el discurso que favorecería su empeño por permanecer a ojos de un mundo ajeno y desinteresado y habitualmente enemigo de la injerencia norteamericana.

¿Cómo evitar esto? Sin las armas, la complicidad del ejército, es dudoso que la larga lista de muertos en las protestas pueda per se debilitar casi veinte años de un ya solidificado latrocinio. Lo mejor que le cabe a Maduro es esta internacionalización del conflicto local porque no da resultados concretos. Restricciones económicas, congelamiento de cuentas personales, etc., no bastan para debilitar un régimen que se nutre hasta lo último del erario patrio. Tal vez, como ya fue dicho, restringir las importaciones de crudo por parte de USA volcaría la balanza, pero ello exigiría una voluntad que míster Trump no tiene ahora y que no conviene al espíritu del movimiento popular.

A esperar entonces un terremoto, un milagro, un agotamiento espiritual que haga desfallecer a una de las partes y entierre a la otra. Pulseta que sin duda tiene fin; no puede ser eterna. Pero no conocemos sus alcances, el hasta dónde la capacidad de los venezolanos de soportarlo sin irse a las manos: una tercera opción, la guerra popular en completa desigualdad de condiciones. Que ha ocurrido, sí; no es garantía de derrota pero su costo suele ser muy elevado. Lo decidirá el estómago y se lo apropiará la política, según siempre sucede.
08/05/17

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 09/05/2017

Imagen: Nicolás Maduro y Diosdado Cabello, los actores bolivarianos, por Pancho Cajas

Tuesday, May 9, 2017

Hacia dónde ir/CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Ya van por la veintena los doctorados honoris causa del presidente plurinacional, Evo Morales. Y su círculo íntimo ha hecho del áspero roce con la cultura vicio palaciego. Extraño en un gobierno que predica revolución cultural, desgajarse de los resabios occidentales. Obviar, por supuesto, la letra de molde, la escritura, la tecnología, y lo que viniere del odiado occidente. Sin embargo, y con facha contradictoria como los socios chinos comunistas, desean instalar satélites, o el canciller visita la Casa de las Américas en La Habana para una mano de charla con Fernández Retamar y Fornet. Lectura magistral, según leí, de la no necesidad del Partido, y etcéteras que cuestionan en superficie y profundo la estructura ideológica de la isla.

No me dejo caer en el falso patriotismo de enorgullecerme yo y enorgullecer a mis hijas por los logros del mandatario. Este mundo se nutre de bazofia; el lodo infecto de la traición y el interés lo cubren todo. Y no me creo la historia de que en Morales se premia al continente indio; el deseo radica en de alguna manera liberarse del peso del crimen, la memoria del larguísimo abuso al que se sometió y se somete aún a los pueblos nativos. Paternalismo, además, cuentas de vidrio que entregar al salvaje a cambio...

Fernando Morales (casualmente) llegó a Virginia en el invierno del 90. Conocido de amigos lo convocamos a reuniones que la emigración sostiene para no perecer. Que no es lecho de rosas y más bien olla de grillos, a decir verdad, sustentando ese viejo adagio de que no hay peor enemigo en el extranjero que tus propios paisanos. Máxima que se aplica a todos, porque lo he escuchado de indonesios, de mexicanos, de brasileros…

Igual, de a poco, hallando, porque no faltan, alma caritativa que te tienda una mano, Fernando inició un trabajito que consistía en quitar la vena oscura que cruza el cuerpo de los camarones, y que espanta a las elegantes mujeres que sostienen copas de dulce moscatel en las fiestas del Willard Hotel.

Trabajo infame, con mandil blanco que pronto se cubre de tinta, de sangre, jugos, o lo que fuere de tanto bicho inmundo que sacan del fondo del mar, viscoso, en apariencia putrefacto ya de vivo, y que cocido en agua o limón hará las delicias de los que suelen gastar sus excedentes en comer bien, y cagar mejor.

Yo trabajaba a una cuadra, estibador de gigantescos camiones. El tiempo en que el superhombre de Nietzsche se concretiza en el músculo del trabajo, los huesos duros y consistentes de la juventud, la desfachatez del que no tiene nada que perder y que en su miseria es orgulloso.

Nos encontrábamos en lo del coreano, un bolichito que sin duda era mina de oro. El dueño, de un villorrio cerca de la línea de demarcación con el norte, desplazados sus padres por el conflicto de Corea, contaba atrocidades, que sin preámbulo culpaban al comunismo. Bolivia, ah, Bolivia, repetía. Al parecer un enemigo suyo que le robó la novia que le había sido asignada para esposa escapó a Bolivia con su amada. Hay mucha plata, amigos, mucha plata, amigos, recalcaba, si ustedes me consiguen la dirección. Intentamos explicarle que muchos coreanos se multiplicaron en la geografía nacional, que sería casi imposible ubicarlos. Tus compatriotas son recelosos, y no informarán a un par de locales acerca de uno de los suyos.

Debe ser relojero el cabrón, y se alejaba meneando la cabeza. De pronto reaparecía con un plato de mollejas de pollo -todavía las detesto- que eran a qué negarlo exquisitas, prepararadas en estilo chino yuan, chuan o no sé qué putas.

¿Por qué robármela, por qué, si cerca de la frontera se podían comprar muchachas del norte por menos de cincuenta centavos de dólar? En todo lado es lo mismo, señor coreano, le decía, acá, en los mercados de la capital más poderosa del mundo las negras sidáticas te performan un blow job por ese mismo precio. Para confirmarlo, a eso de las cinco, cuando los warehouses cerraban parcialmente por algunas horas, veías a los salvadoreños recostados en los asientos de sus autos de segunda, lata de cerveza en mano, mientras una cabeza rizada asoma una y otra vez, de arriba abajo, pelándoles la verga. Así olvidaban la guerra civil los soldados que llegaban de El Salvador. O así la recordaban.

Fernando se hizo de un departamento pequeño en un barrio “nuestro”, latino, donde no te llaman a la policía si pones la música fuerte, si bailas. Una vez por semana, con el cheque, iba en busca de cópula hacia el centro de la ciudad. Esas excursiones de vez en cuando eran colectivas. No hay mayor soledad que buscar entre putas de un país extraño, una que al menos disimule un interés por ti, de dónde vienes, qué haces y por qué viniste. Por lo general un acostarse, moverse y subirse la bragueta para bien abrigado penetrar la boca del metro y regresar al rincón que consideras tuyo, donde Fernando guardaba una banderita de Bolivia que le habían entregado en la escuela el día en que Bánzer recibió a Geisel y nos obligaron a los niños a gritar “Brasil, Brasil”, Brasil maravilloso…

Pasaron los años. Nos separamos. Él se hizo ducho en desvenar, con puntiagudo cuchillo abría un tajo en el vientre y estiraba la línea negra hasta dejar al camarón azulito, puro, lavado y listo para ser expuesto al vapor y servido con cocteles de rico. Así hizo plata, privándose de todo, menos de un polvo los sábados en la noche, veinte, quizá cuarenta dólares que mermaba al ahorro dice que para no enloquecer.

El sueño lo mantuvo lúcido. Quería volver, poner un “negocito”, estudiar leyes como tanto quiso. Casarse con la vecina que en cartas le decía que lo esperaba, pero que mientras tanto la ayudara a pagar su universidad, las recetas de la madre enferma, el accidente de un tío, el quince de la sobrina, el viaje a Arica para traer mercadería. Gastos que descontaba él de sus comidas; en lugar de dos latas de comida de gato, que untada en pan no sabe tan mal, una, para el bien de la amada y la construcción del futuro. Un novelón.

Volvió. Entonces ella no estaba. Dizque asuntos de salud de la supuesta suegra en Buenos Aires. Escribió que llegaba, que traía ahorros, plata como nunca antes vieron. Bajaba la cabeza y se olía los camarones, ya pegados a su piel para siempre, engrapados con su alma.

Mientras esperó el retorno de la muchacha se matriculó en San Simón, Derecho. Un mes, dos meses. Sintió el desdén. Auguro que era complejo suyo porque se obsesionó con que hedía. Despliegue sabatino en la Cancha buscando piedras pómez que podrían rasparle el estigma de los camarones. No era el trabajo, en sí, vergüenza de él. El olor…

Jamás instaló el “negocito”. Puras trabas, firmas, documentos, papeles, que el licenciado o el curaka, que espere su turno. Qué ha cambiado acá, se preguntó. En la televisión, Evo Morales sonreía agitando su manita regordeta ante la indiferencia de unas potosinas vestidas de negro que mandaban a sus vástagos detrás de los transeúntes por limosna.

Ella nunca volvió. Le avisaron que Buenos Aires no existía. Que vivía en El Alto con un avezado mercader aymara. Esta ya no es mi tierra. Nada tengo que hacer aquí. Para entonces no asistía más a las clases de Derecho Natural, obsecuentes arcaísmos.

Fernando Morales tomó un avión. Descendió en Miami y se subió a otro hasta la capital. En su antiguo trabajo le dieron menos horas. EUA nunca sería la misma después del once de septiembre. Lo sabemos, nos dijimos por teléfono, mientras entre otras cosas relataba que se había comprado un juego de cuchillos japoneses con filo tal que un tajo en el vientre de un camarón ni se notaba. Cocino ahora unos al vapor. Viene una amiga, camaronera también. Guatemalteca.

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Publicado en CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE (con Roberto Navia Gabriel), La Hoguera, Santa Cruz, 2013

Friday, May 5, 2017

Mujica, fraile de la contrarrevolución

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

El señor Mujica creyó a pie juntillas la patraña de ser el viejito bueno de la revolución. Taimado calculador, utiliza su real o pretendida pobreza para dárselas de moralista. Es otro, y me refiero también a Evo Morales, que jamás me sedujo. Lo adusto de mi abuelo y lo descreído de mi padre se juntaron para crear este escribidor que da de palos a diestra y siniestra por igual y que se entristece de no tener más brazos para apalear más. Y a sor Mujica me gustaría azotarle unos cuantos, créanme. Práctica fascista, dirán, a pesar de que mis látigos se construyen de palabras y oraciones, frases, no rezos, no malinterpreten, que no hay santo ni santa de mi devoción ni dios a quien le queme cirio. No ayer, no hoy, ni en el día de mi muerte; el día de mi suerte, me corrige la salsa.

Su jugada está en oponer a los santones que él postula: la Kirchner, Evo, Maduro, Fidel, tipejos como Macri, Leopoldo López y nombres menos conocidos. Malevolente Mujica, como si no hubiese opciones, tal vez no muy presentes, o conocidas, pero por cierto reales. Si no tienen a Cristina tienen a Macri; o Lula o Temer, amenaza. Astucia y mala intención que lograron que sobreviviera largos años de encierro no sabemos en qué condiciones. El foso de la cárcel donde parece que nada se ve, también guarda secretos en sus matices de negro. Lo he dicho antes, y me duele haberlas perdido, guardaba en papel declaraciones de un esbirro de la dictadura militar que no fue dadivoso en su opinión de El Pepe. Su rendición a las autoridades no tuvo atisbo de épica y morir en gloria, evidente, no formaba parte de sus aspiraciones inmediatas.

Que un individuo plante lechugas o maneje escarabajo no alcanza para determinar su valor. Esbozarlo, quizá, pero no radiografiarlo. Mujica viste la misma ropa, a qué negar su modestia, pero le encantaba abrazarse con el monigote de Chávez cuyo acercamiento a la revolución era similar al mío hacia Dios. Nunca habló mal de Nicolás Maduro, y es explícito en su gusto por los tiranos. Llama “hermano Evo” al autócrata Morales, fraternidad que vergüenza debiera darle.

No puede afirmar Pepe Mujica que lo que ocurre en Venezuela a diario: marchas, hambre, muerte, son un complot entre Donald Trump y Luis Almagro, supuestamente correligionario suyo. No está la mano del imperio, o no aún (gracias a ustedes señores de la mala izquierda -si buena hay- hará presencia), en esos jóvenes que arriesgan su vida enfrentándose a la bruta milicada chavista y al paramilitarismo a sueldo que defiende la inmundicia. El expresidente uruguayo casi ha creado una capilla donde habita él como virgen santa con luces de neón. Trampa perfecta para intentar sostener la larga mentira, eternizar el enriquecimiento ilícito, las nuevas aristocracias como la de Barinas, el narcotráfico, la estulticia de los representantes bolivianos que lo único que llevan con soltura es el sombrero español, tan descolonizados son. Mujica miente y mueve la cola retocada de buen caniche revolucionario. Carga aire de beatitud, porque estos marxistas bastante de cura tienen. Solo hace unos minutos, y con el embuste de la Constituyente en tierra de Bolívar, el narco Elías Jaua apeló al “amor” de los hombres para justificar la movida. No olvidemos que Hugo Chávez se convirtió en penitente llorona y gemía con aullido de perra para evitar la muerte. Ni santos ni decentes, ni siquiera el buen Pepe cuya sonrisa no es la enigmática de la Gioconda sino la de usurero, agricultor además, con un ramito de tomillo entre las nalgas para evitar hedor.
03/05/17

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Publicado en INMEDIACIONES (Revista digital), 04/05/2017

Imagen: Roberto Fabelo/Chicharrón

Wednesday, May 3, 2017

Diseccionando mensaje y palabras/MIRANDO DE ABAJO

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Manejar por años un blog suele descubrir muchas cosas, entre ellas el estado de ánimo de la gente a través de qué lee y qué quiere leer por épocas. Hay, y no solo en Bolivia, un cansancio por cierta sofisticación verbal, por la apropiación de un individuo o un grupo del estado, de la palabra, la moral, el derecho. Eso, para el montón de gente que siempre permanece abajo, fatiga. Por eso cuando el asunto rebalsa el vaso, estos, que son la mayoría, reaccionan volcando, así sea de manera nominal, aparente, ficticia, la percepción de la realidad. Es algo que Donald Trump y Evo Morales, no sé si de manera personal o a través de consejo, entendieron muy bien. A los indignados hay que entregarles lo que piden, siendo el plato principal el oprobio de aquellos que se creyeron por encima de leyes y circunstancias, o que se sometieron con excesivo rigor al status quo que por bien que venga nunca es completamente colectivo.

Volvemos al blog. Cuando hace diez años y pizca, Morales subió al poder, este cansancio se había apoderado de gran parte de la ciudadanía, incluso de aquella que por esencia es reacia a grandes transformaciones y sigue el paso de la norma casi más que con rutina, con desidia. Hasta aquellos sintieron que era tiempo de desperezarse e intentar nutrir el campo político de ideas renovadoras. Creyeron, porque analizar la historia que esconde procesos similares era demasiado embrollo, y alimentaron un monstruo que venía claro y transparente no solo a remplazar lo antiguo sino a empeorarlo. Frustración, derrota fueron los brazos unidos para entronizar al señor Evo en la presidencia y hacerle creer que la famosa silla le pertenecía ya y para siempre.

El lenguaje de los textos venía a ser hasta lírico, incluido el verso odiador y racista que respondía a su contraparte con un mismo discurso. La multitud no deseaba leer, ni oír, lo que no fuese encomio para un falso estado de cosas. Una suerte de balance infierno/paraíso. La historia se repetía pero los actores ni querían darse por enterados de que algo similar, en algún otro lugar, había ocurrido. La venganza es inmediatista pero destapa rencores largamente rumiados en la oscuridad de a veces siglos. Jauja era, y jauja permanecería porque lo actual implicaba la expiación del pecado pretérito, tal vez hasta del pecado original; el haz de luz caído sobre el cabello mal lavado del líder hizo que aparte del coro de extasiadas damas hasta los varones gritaran que se alumbraba una nueva era. Burda religión.

Fueron tanto la mísera muchedumbre como los preclaros pensadores, sensatos, analistas, opinadores, políticos, escritores, artistas, periodistas los que cayeron igual a chorlitos en la maraña sensual del “cambio”. Sentado yo frente a la máquina de escribir, anotaba y comentaba el festín desde una visión cínica y descarnada. Me tiré al país encima; los amigos dejaron de hablarme y por poco no aparecía a vista de todos vestido de uniforme negro con calavera en la gorra. No, no, por dios, no queremos escuchar nada. Solo el canto de los pájaros.

Diez años después, el pajarraco sigue cantando y los arrepentidos cacarean mejor que los resueltos en combate singular por verse quién es más opositor y quién menos. Los rostros risueños y la alegría angelical de entonces mejor si se la esconde porque sí viene a ser hedionda mácula para quienes no quisieron comprender.

El discurso que suena hoy, el que el público se desvive por escuchar, es el del exabrupto, igual al de entonces cuando los achachilas parían este engendro. Ligero pero contundente, nada de retruécanos intelectuales; al pan pan y a la chicha chicha, sin “innovar el tropo, la metáfora” (Vallejo). Lo veo a diario, en el trajín de leer, seleccionar y copiar textos que añadiré a mi sitio. Está bien, estaría bien, si se hubieran entendido sus limitaciones. Lo contrario es otra cesárea: corte, dolor y parto.
01/05/17

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 03/05/2017


Imagen: Giorgio de Chirico/Le mauvais génie d'un roi, 1914–15