Monday, February 27, 2017

Los Virginianos de Claudio Ferrufino

JORGE SUÁREZ

No hay literatura sin crítica literaria. Esta observación, tan obvia, tan simplista en un primer examen, asume la dimensión de una rotunda verdad a la hora de analizar lo que pasa en la literatura boliviana. Nuestra producción bibliográfica es más importante de lo que se cree y, sin embargo, pocos lo saben. Se publican libros que, en muy raras ocasiones, merecen, así fuese en el marco de una modesta crónica, juicios de valor que, en resumidas cuentas, conforman un proceso crítico que define la mayor o menor significación de un texto que alcanza la estatura del libro.

Ese es el caso de VIRGINIANOS, poesía en prosa de Claudio Ferrufino, que se publicó el año anterior y no ha merecido aún, salvo alguna que otra referencia informativa, una crítica capaz de darle la proyección que tiene. No es un libro más, producto de esa grafomanía poética que menoscaba la auténtica literatura. Claudio Ferrufino es un extraordinario poeta. Constructor estético, en el sentido de explorar con la palabra el mundo, y nunca mejor utilizado este término, de hoy o de ayer, desde una soledad metropolitana que define el título: VIRGINIANOS.

Desde Virginia, donde vivió y padeció, Ferrufino intenta rescatar, o mejor dicho capturar, aquellos asuntos que le preocupan. Es, en ese sentido, un trotamundos trágico y lúcido. Pertenece a esa clase de poetas que no se arredran ante el infierno. “No, mientras las manos recojan una mirada, un vientre abultado, esta paloma negra que corretea por el pasto, a la misma hora en que se atestan los buses y los pasajeros hablan inglés”. Los VIRGINIANOS se perfilan en algo así como el prólogo de una escritura que está en camino de textos más logrados, quizá en el género de la novela o del cuento, que parece constituirse en su búsqueda más apremiante.

Ahora, en este hoy casi demente, Ferrufino descubre sus herramientas, modula su voz para su propio oído y quizá no sepa con exactitud hacia dónde ir. Se lo percibe como un prófugo, alguien que escapa en círculos y regresa, una y otra vez, al punto de partida. “Son los siglos sin movimiento. Estatismo extasiado de los cuerpos. La voz es como la niebla. Y la niebla se levanta en la mañana, cubre el horizonte, olvida el porvenir”.

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Publicado en CORREO Literario (LOS TIEMPOS/Cochabamba), 21/05/1992


Imagen: Copia de la publicación

Sunday, February 26, 2017

Madrid, Cochabamba, las dos ciudades de José Ramón da Cruz

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Que Pablo Cerezal y Claudio Ferrufino-Coqueugniot escribieran el libro es un detalle. El artista (José Ramón da Cruz) tiene el don, y el derecho, de apropiarse de la memoria colectiva y moldearla según su gusto, la circunstancia, el lugar y la bebida. Porque interpretar y crear desde, o a partir, de otras mentes, es como saborear un dulce trago de ron añejo en un vaso largamente utilizado.

José Ramón decidió llevar a la pantalla en forma de documental aquel libro (publicado en Bolivia, 3600, 2015, y en España, Lupercalia, 2016). Hablan los autores e imagina el cineasta los espectros. Entre un lugar y el otro, con dos, tres mares en medio, a las imágenes claras les sucede la borrasca, como que la realidad transita hacia el campo de lo irreal y la brújula pierde el norte magnético. Así las páginas se convierten en figuras, y otro arte, el cine, a través de su propio verbo recuenta una historia que ha dejado de ser privada para hacerse colectiva.

La muñeca Lewandoski (Raquel Arias Fermín) -curioso y extraño carácter que utiliza el director para recorrer la prosa-, personaje que me recuerda las muñecas colgadas en la niebla de la ciénaga en una isla mexicana, acelera el paso por callejas difusas que pueden pertenecer a las deleznables villas descritas o a nada. Pareciera, en principio, una marioneta de Jano bifronte, lo que estaría acorde con un libro escrito a dos manos (no a cuatro porque somos solo diestros), y sin embargo al rotar a tal velocidad muestra un rostro multiforme, atento a todo lado y desencajado porque hablamos de desencantos, un poco de tragedia y mucho de desastre. Una muñeca Barbie no congeniaría con el esperma de estas líneas, ni con la sangre y menos el llanto.

Pablo Cerezal dice, creo, que la ciudad es el latido de los perdedores. Son ellos, las barriadas escoriadas y no los parques floridos, los que atenazan en la sombra lo que podríamos llamar de algún modo el corazón de las calles. ¿La Lewandoski es un títere o un fantasma? Goya que pinta las tristezas de la guerra o, nosotros, la melancolía armada desde una mesa de bar y una lápida de sepulcro. Gira y gira el personaje quizá queriendo en este ateísmo recalcitrante susurrar un rezo.


En 2012, el escritor español Pablo Cerezal inicia un exilio voluntario en Cochabamba, Bolivia. Allí descubre la literatura de Claudio Ferrufino-Coqueugniot, autor boliviano exiliado, también voluntariamente, en los Estados Unidos de América. Las redes sociales favorecen la amistad entre ambos y, juntos, inician una aventura literaria sin parangón hasta la fecha.

En “Madrid-Cochabamba”, el cineasta José Ramón Da Cruz adapta libremente la obra literaria homónima fruto de dicha amistad, indagando no sólo en la dura experiencia de sus autores, sino también en la relación entre hombre y ciudad desde la “existencia bruta” de elementos tan cotidianos como la música, el sexo, el desarraigo, el alcohol o la muerte. Ciudades tan distantes y distintas fecundan un desasosiego que, oculto tras los desastres de la vida urbana, se convierte en símbolo de identidad universal. La urbe como monstruo primordial… o como lejano resplandor”.

Un rezo un beso, jugando con palabras de sentidos tan distintos. Besar trae la afición del pecado; lamer, la de la muerte; cantar, la de lo eterno. Da Cruz alterna entre la límpida voz del joven Cerezal y la gangosa del viejo Ferrufino, canciones, la profunda garganta de Leonard Cohen despidiéndose, como si supiera que el chamuco lo rondaba mientras él quería seducirlo. Neil Young mueve las piernas y golpea el suelo; la guitarra sigue las líneas de Corazón de oro. Creeríamos estar en el campo de Ontario norte, cubierto de florecillas salvajes, y sin embargo vamos con el barquero hacia el infierno de nuestra propia mitología.

Lou Reed aparece. Un fulgor. Casi imperceptible su imagen se asemeja a la de la muñeca. Yuxtaposiciones. Las ciudades crecen ladrillo sobre ladrillo, barro sobre barro cuando la pobreza no alcanza a quemar la arcilla y es el sol el horno implacable y barato. José Ramón da Cruz transita Madrid, desnuda edificios en un ambiente que semeja viscoso a ratos. Y se lanza de lleno en el misterioso mestizaje de Cochabamba donde gente lampiña -y joven- se mueve, sea en un baile indio, en una romanticona entrega o con niños maromeros. Los pueblos viejos tienen ciudades; los otros, nosotros, gente.

José Ramón da Cruz, con un grupo extraordinario a su lado, con Ariel Soto-Paz (RODANTE FILMS) en Bolivia, ha refundado un libro rico en imágenes, con brea caliente para pavimentar las calles o convertir al mundo en espantapájaro emplumado. Los treinta minutos de su documental Madrid-Cochabamba (las variaciones Lewandoski) (MÍNIMO PRODUCCIONES) tienen el peso de obra de arte en sí misma. Los autores son un pretexto; los lugares, patrimonio común. Denme un pretexto e inventaré una historia, parece decir, una que en su caso, con la muñeca que interpreta Raquel Arias Fermín, esconde una pesadilla.

Hay vistas aéreas de las dos ciudades. Madrid con edificios de cuadras disformes como mondadientes sin centro fijo. Cochabamba, con el pico Tunari al fondo, valle con cerros poblados color de caca. Allí se vive, se ama y sufre. También se escribe y, con suerte, ahora digo, se filma. Entre nosotros se extiende un mar y somos tan distintos como el limón y la canela. Pero cuando el agua se seca estamos todos en el terrón inmenso desnudos y tan iguales el uno con el otro.
2017


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Publicado en TENDENCIAS (La Razón/La Paz), 26/02/2017

Imágenes: Muñeca Lewandoski

Tuesday, February 21, 2017

Hablar de la muerte en tiempos de Trump/MIRANDO DE ABAJO

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

¿Puede uno, cuando lo arrebata el dolor, olvidarse del entorno? Cuando se conduce por los inmensos caminos de Colorado, por la llanura que comienza aquí y se extiende hacia Kansas, al imperio antiguo de los búfalos, todo tiende en su monotonía de color herrumbre hacia la placidez, incluso si esas distancias antes insalvables son el límite entre la vida y la muerte, si conducir por kilómetros tiene como fin un hospital gigantesco en medio de la hoy nada y mañana urbe.

No la muerte, no ahora, no esta vez, pero su gusto a cerveza amarga, a India Pale Ale y su textura casi de turbión señala que ella, porque dicen que morir es femenino, ronda por ahí, noche de ronda, qué triste pasa, qué triste cruza, por mi balcón.

Quien muere descansa y el vivo pena, no al revés, por eso me creo fácil candidato al egoísmo eterno, al asueto gentil del fin de las preocupaciones. Mientras conduzco el Accord 2002, verde desgastado y seis cilindros, escucho música variada, desde calypso hasta corridos perrones, alternando la eficacia de los coros de Purcell que martillean el alma. Recuerdo, cómo no, uno recuerda a sus muertos cuando a la lista quieren añadirse otros; listado perverso, inverosímil, casi creer que la noche se hace imposible ante la idea de una nueva ausencia. ¿Cuántas podemos soportar, una, dos, tres?

La rutina dolorosa a riesgo siempre de convertirse en trágica. Ajustar la cremallera, cerrar la chamarra, abrigarse, a no olvidar los guantes que es invierno, ni esas gorras que se doblan en los extremos y me dan, con barba, un aire bukowskiano en un aquelarre de Goya, un laberinto cilíndrico donde minotauro y yo somos uno y ambos intentamos matarnos. Sería el laberinto de Minos la mortificación del suicidio… Divago, ante la perspectiva de que el otro se va, nos deja, cómo puedes ser tan implacable, tan egoísta si sin ti no soy nada. Las palabras no pesan, plumaje de viento, algodones que vuelan desde grandes álamos de tronco blanco.

A ratos cambio el dial hasta la BBC. Aquí Londres, radio reloj, “el presidente Trump…”. En la esquina de Arapahoe y Easter han puesto bloques de concreto para desviar el tráfico. Hora de trabajar. Cruzando el puente y adentrándome en la pradera vería el caparazón del hospital donde duerme Ligia, bien recortado contra la luna que no tiene oposición en el llano. Unas ratas que parecen gerbos cruzan a ratos por la carretera, y esas matas secas que  ruedan desde los westerns de la infancia a la realidad migrante hoy. No sigo, desvío el camino hacia un caserío mal iluminado (Colorado es un estado donde no hay luces públicas en las calles) y arribo al trabajo, a sonreír porque un encargado no debe dejar de hacerlo. La pena se queda en el vestidor con el abrigo. La responsabilidad no acepta pretextos, por duros que fueren.

De Londres salto a la música klezmer; de Polonia hasta el Épiro y ya confundo músicas, lecturas, sangre, sondas, estómagos, esófagos, oxígenos, morfina, trajes azules, verdes, capuchas, máscaras, una luz que me cae en el rostro, casi como en prisión, y me impide dormir profundo. A ratos me entretengo con Por nuestra perestroika, novela de Alejandro Suárez, para invalidar el miedo.

A las dos de la mañana un tumulto sonriente pero serio afirma que hay que operar. A las cuatro vuelven a penetrar en el dormitorio arreglado y se me hielan los dedos creyendo en las palabras que nunca han de ser dichas.

Las horas pasan. Enfermeras de azul, el gremio de limpieza en marrón. De reojo miro el New York Times que no ha sido abierto y leo el nombre del demonio. Hemos entrado en época de averno. Podría decir que entonces los pájaros comenzaron a cantar y salió el sol. Este nunca se había entrado y los otros andarían lejos. Esa noche, sosegado, eludo las barreras y cruzo Arapahoe. Amarro los cordones de mis botas. Parecía tiempo de guerra, pero no gimen los heridos, ya no.

20/02/17

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 21/02/2017

Imagen: Instrumentos de disección sugeridos por Andrea Vesalius

Monday, February 20, 2017

Retrato del artista Pablo Cerezal como perro de la lluvia

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Leía en un banco a Joyce. El libro se había remojado noches atrás en cerveza. Estaba doblado. Los universitarios de la FUL corrían de un lado a otro; andaban siempre ocupados. El pretexto: la revolución no espera. Leía a Joyce. Francine me había abandonado. Y me moría mientras leía a Joyce pensando que alguien, algún otro, tocaría esas nalgas blancas, chuparía los rosas pezones y se hundiría en su vientre que en el crepúsculo tomaba tintes azules, como de lomo de ballena.

¿El tiempo? Era antes, mucho antes, pero para nosotros literatos el tiempo es plastilina, y también los personajes. Sin ser magia, cabalismo, mover las letras, intercambiarlas, sobreponerlas, inventa hombres, y dioses. Francine estaría moviendo su vientre azul, parecía un cuadro de Jawlensky, mientras un mestizo entusiasmado, raza entusiasta que somos, golpearía sus costados metódicamente hasta extraer de su pene el maná, el proverbio del que venimos todos, y que curiosamente, quizá para ocultar la vergüenza, llamamos amor.

Era antes, lo dije, y barbados jovencitos jugando al Che disminuían el pensamiento y la vida, los contraían hasta convertirlos en un simple cubo, no el de Rubik, aburrido y desesperanzador

Pesa la tarde. Mastico una galleta de nuez que denigra mis expectativas. Soñaba que con ella leería poemas debajo de un cedro, que hasta concedería a Gibrán páginas valiosas, pero no. La nuez apenas se siente; los caracteres árabes del envase me engañaron y, sin embargo, aparece una muchacha muy blanca con sandalias doradas y pelo negro. La observo desde el auto, Mirada de águila arpía. La radio castiga con un merengue, Supermancito, que cuenta la épica de dos boxeadores; De la Hoya y Trinidad. Las sandalias brillan y ella muerde una hamburguesa. La pegajosa nuez me ha recordado con dolor que envejezco y que las muchachas blancas de sandalias son como fatídicas galletas semitas, te arrancan los dientes.

…Marruecos, ya que los árabes han dado una voltereta, de la nuez a la literatura. Abro la novela del Hafa de Pablo Cerezal, español, madrileño, que de pronto habla desde la nube virtual que nos controla y echa gajos que se harán cultivo. Página tras página ¿o no era así? ¿o lo leí después de conocerlo? No se trata de una falsa cronología; una indisciplinada, tal vez. El hecho es que habla y nos entendemos en esa tierra de nadie que hay entre su castellano y el mío. Nos gusta Henry Miller y comienza bien. Los Trópicos, Anaïs que narraba que sentía la verga dura de Henry penetrándola. Juan Goytisolo, más que Flaubert, en la poética sucia y dolida magrebí. Conversamos de hachís, el chocolate, y le digo que en el ghetto, en los refrigeradores del Mercado, lo fumábamos dentro de manzanas verdes, Granny Smith, las agrias y jugosas, con una protección de estaño, claro, pero que dejaba penetrar el aroma, no duro como la verga de Henry en la memoria de la más hermosa de todas: Anaïs, pero bastante como para derribarnos entre papas dulces y repollitos de Bruselas. Cargadores éramos, estibando para los ricos de la capital lo que el mundo producía. El plástico que impedía el ingreso del aire a las conservadoras era grueso y hacía ruido al chocar.

Pablo está casado con Sabah. Casado con Marruecos. Escribe en Red Marruecos. Su desgracia es España pero también su fortaleza.

Él vive en una Bolivia que yo había abandonado. Me corrieron los brujos escupiendo alcohol hacia la noche. La noche que me despedía vinieron cuatro mujeres. Una se quedó. Sobre su vientre miraba hacia atrás y me sonreía. Ven, dijo, pedía, igual que la muerte sigue llamando, la que me va arrebatando a los queridos, uno a uno, en espiral hacia mí para que nunca termine mis páginas. Pablo vive con niños pobres y es, como ellos, otro funámbulo que se mece en palos endebles recogidos de un mundo mal construido. Así goza y escribe, en un circo al que no le falta color pero que truena y graniza. Hablamos, sin idea de la gravedad de la voz, del tono, del tiple. Ni siquiera la trampa de una cámara en el ordenador. Nos conocemos de palabras. Nos leemos. Nuestras ciudades se acuestan como mi amiga, de estómago, para mirarles las corvas, las estrías que las decoran de tanto mal parir.

Hay una cita, fechas de azar y de conveniencia. Pero entonces Pablo tropieza con indigenistas putañeros y niñitos bien, igual putañeros. Todos quieren ser lo que no son, más de lo que son, prostituidos en mente y cuerpo; el alma no se les repartió cuando en el génesis se dio dádivas a los animales. Al león lo hizo feroz, inteligente al zorro. A estos les echo un espumarajo de duda, ni los consideró para el séptimo día. Así los heredamos, bien hijos de la gran puta.

Con ellos lidió y Bolivia se fue escurriendo al abismo de la cloaca, por donde se van, literalmente las monedas. Universo de firmas y sellos, de timbres con multa. Si poco falta que nos empaqueten y nos manden por bote, huesos ya. Ni que fuésemos san Expedito, el pobre santo cuyas reliquias llevaban un sello de expedición rápida y que las monjas, madrecitas, hermanitas, creyeron su nombre de pila y rebautizaron.

Expedito Pablo Cerezal. Ni ese lujo le dieron. Lo hicieron aburrirse en oficinas, aguantando la perorata de los necios hasta que lo echaron, criminal que es quien escribe y para desgracia suya recuerda. Ahora Pablo está en Madrid en esa puerta soleada por donde el sol parece no asomar.

Me propuso un libro, uno que amara y denigrara nuestras dos ciudades. No hay comparación, se dirá, entre Madrid y Cochabamba, pero en el cieno todo tiene el mismo color. De noche todos los gatos son pardos, decía en efluvios de cerveza Omar, convertido en profeta del escarnio. A la propuesta vino un seguimiento efectivo, la necesaria actitud empresarial en buen sentido para que las cosas funcionen. Pablo, acostumbrado a lidiar con bolivianos, se estrelló contra la inercia cochabambina y, para mérito suyo, se escribieron memorables páginas entre Vallecas y Cala Cala por su esfuerzo. Madrid-Cochabamba es el libro de Pablo Cerezal acompañado. Lo reconozco, libro escrito entre correrías y ajustes, de lejos, atrevido porque eliminaba tiempo y distancia. Lo eterno es eso, acabar con el tiempo y el sistema métrico; si hasta parecemos esos santones del sertón que combatían al metro con la misma beligerancia que a los soldados. Tiene alma de mártir este poeta vallecano, el único de su barrio que no se lanza a las graderías a hinchar vociferante por el equipo de la banda roja. Mártir, ermitaño, anacoreta; “antiguo punk”, le han dicho con ánimo hiriente, merecida medalla que desconocen los imbéciles.

¿Si nos hemos visto? Una vez, por unas horas, en el Café Fragmentos de Cochabamba, regentado por una amiga brasilera cuyos senos impactan tanto como su carácter. Pablo apareció, pequeño el hombre, y barbado. Parecía cohibido, no uno de los drugos perversos que retrata y que posiblemente fue, los de la naranja mecánica u otros más modestos de la berenjena hispánica. Nos abrazamos. Presentaciones sobran entre dos viejos punks, dos ácratas tan venidos a menos que tuvieron que escribir porque se les mojó la pólvora. Vamos con la época, repiten las tías, que son como madres pero con intención de amigas. Y la bomba se convirtió en pluma y la Ravachole en escritos subversivos que no dañan a nadie pero que brillan, oscuros como son.

Miriam vestía de negro y trajo una y dos y seis jarras de caipirinha. Pablo observaba sus botones plateados que apenas sostenían fantásticas tetas a punto de derramarse. Luego, por efecto del aguardiente con limón, estuvo quedo, mudo. Sonreía, sí, para anunciar que todavía no estaba muerto, que andaba de parranda. La mirada se hizo lánguida, los ojos vacuos. Callé, borracho, y me susurré en el oído: Homero, Milton, Borges…

No estábamos solos. Amigos sugirieron mandarlo a casa. Tambaleándonos lo acompañé a un taxi. El chofer, sombrío aymara, no habló. Lo amenacé. Como que no llegue a casa te busco y te mato. Llámame, Pablo, le dije fuerte, soslayando el pobre hecho de que ninguno de los dos tenía teléfono. En el futuro próximo me escribió. No lo había matado el nativo, que motivos tendría para deshacerse del conquistador. Gracias a ese ignoto perdonavidas tenemos un libro conjunto, una obra de arte sórdida, jocosa, triste, luminosa. ¿Y Pablo?, preguntaron. Lo puse en el taxi y semejaba un perro mojado.

Tom Waits, apoyado en el centenario adobe de San Francisco Solano, sugiere: no pongas “perro mojado”, pon “perro de la lluvia”. Pablo Cerezal, el perro de la lluvia, claro.
07/15

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Epílogo para la edición española de MADRID-COCHABAMBA, Cartografía del desatre (LUPERCALIA, 2016)

Imagen: Banksy

Sunday, February 19, 2017

Bajo el volcán con Claudio Ferrufino-Coqueugniot

PABLO CEREZAL

Andaba jugando en la ducha con Munay. Mi hijo es más maduro que su padre. Por querer enredar, aún más, el cordel afelpado de su sonrisa, he ejecutado un paso en falso y me he roto la cabeza contra el grifo. Afortunadamente no he caído. Eso hubiese sido peor: podría haber arrastrado a Munay conmigo, haberle causado algún daño. Nada de eso ha ocurrido: él ha reído con fuerza, la crueldad es asignatura instintiva y temprana.

Así que casi me mato, en la ducha, jugando con mi hijo, y una brecha que me devora la calvicie da fe del asunto. No quiero que se me escapen las ideas, por la brecha. Justo pensaba, antes de entrar al cuarto de baño, en rematar con tinta cibernética el fresco de un día ya lejano en que también, por poco, no me mato en la ducha. Por aquel entonces era distinto. Munay tenía un año menos y estaba dormido desde hacía largo rato, arrullado por la inocencia de su corta edad y por el duermevela avizor de su madre. Aquella noche caí en la ducha, como hoy, y tal vez el motivo sea el mismo.

Vengo, estos días, releyendo Bajo el volcán, de Lowry, y quizás por ello me atrapa el síndrome del Cónsul, cerveza, vino, y gintonic esta misma tarde, para terminar la tónica, que quedaba un suspiro, cualquier excusa es válida, estoy en Madrid, España, y en España se celebra cualquier cosa, como en Bolivia, con alcohol. Yo ya no recuerdo que celebraba hoy, tal vez la amistad extraña y sincera de Emilio Losada, otro Poeta que conocí gracias a las redes sociales, de idéntica manera que a Claudio Ferrufino-Coqueugniot. Al final, hoy, lo único que celebré fue mi propia irresponsabilidad: no era momento de ducharse con Munay, es evidente. Sabah, ajena a mi enajenamiento, ha acudido presta para socorrerme: te pondré hielos en la cabeza no ni lo intentes no queda ni uno los usé para el gintonic ya te vale pero no te preocupes no hay problema te traeré una bolsa de guisantes congelados. Ya lo dejó dicho el propio Claudio: Pablo está casado con Sabah. Casado con Marruecos. Y Marruecos es tierra de injusta carestía y remedio urgente. Allí no se precisa alambicada modernidad para socorrer al prójimo. Pongo mala cara. No es por el dolor. Es que odio los guisantes. Lo tuyo es muy fuerte, me espeta ella, y tiene razón.

Guisantes en mi cabeza, hurgando la herida, queriendo fermentar aromas de guiso en mi cerebro. Quizás surja un rico plato de guisantes con jamón, tan español, con más grasa que carne, se trata de mi cerebro, que nunca fue músculo ni fibra ni materia aprovechable. Sólo pura grasa. Mientras se cocina el guiso me siento al teclado y recupero aquella noche, cuando pude al fin abrazar a Claudio.

Había sido tiempo antes, otra noche, cuando di con él, en el ciberespacio. Lou Reed acababa de morir. Las sombras jugaban a dibujar palomas de sonrisa amable contra las paredes despedazadas en sol de una Cochabamba caníbal. Lou Reed había muerto y Cochabamba parecía no enterarse. Un paseo por el lado salvaje, venus in furs, el satélite del amor y el amor estrellado, como satélite fuera de órbita, contra el empedrado grosero de la calle España, calle de los bares, no podía ser menos: España, nación de orfebrería alcohólica y levantar el sombrero por airear las envidias que, muriendo por lo ajeno, alumbran calvicies y malos presagios. Y a mí las ideas se me escapan por la brecha con que ha decidido redecorar mi sien el juego niño de Munay… o mi jugar a la niñez olvidando la edad que amedranta el rostro de mi carné de identidad. Bajo el volcán, decía, Lou Reed, Cochabamba y el fundador de una ONG que me había decidido joder la vida llevado por su incapacidad para hacer nada más que no sea vivir del dolor ajeno… miserias de la cooperación internacional: ¿a qué pretenden colaborar, tantos, más allá de al propio enriquecimiento?, ya lo contaré en otra ocasión, este no es momento, aunque cualquier momento es válido para los que hacemos de nuestra vida barro de letras. Y en ese barro tomó vida, de improviso, la efigie anarco del alquimista del verbo andino: apareció Claudio, y pude leer en algún lugar que se le consideraba el Henry Miller boliviano. Llevado por tan dignos presagios, devoré su literatura de puñal y seda. Y nos encontramos en la red. Él glosaba al desaparecido Lou Reed. Yo también. Coincidencia doble: Miller y Reed, ¿será realmente boliviano? Eso me pregunté. Uno sigue cargado de prejuicios, sepan disculparme. Aquella noche inicié un nuevo viaje, uno de los más fascinantes, esta vez en compañía de alguien a quien no conocía. Escribamos algo juntos. Hagámoslo. Dale. Así comenzó todo. Así el barro fue erigiendo un busto bifronte de amarga poética ebria. Claudio vivía en los states y escribía sobre su ciudad de origen: Cochabamba, en la que yo vivía mientras escribía sobra la que acunó mis primeros desvelos: Madrid.

Fue después, ya casi finalizado nuestro Madrid-Cochabamba, que pude conocer, en persona, a Claudio. Él volvía a su ciudad natal para saldar dolorosas cuentas, inesperadas, indeseadas, con el pasado. Yo aún andaba batallando contra los estalinismos migratorios, para poder regresar a mi lugar de origen.

Seis de la tarde y Munay ya se entrega a su pesadilla de ojos de trapo negro y palomas que no levantan el vuelo. Sabah está cansada. Hemos intentado encontrarnos con Claudio, para acompañarle con nuestro intimidado pésame. No ha sido posible. Llamo desde un locutorio al teléfono de su hermana, y el propio Claudio me conmina a reunirme con él, esta vez sin falta, en el Café Fragmentos. A las 8 de la tarde, ahí estaré, no tengas duda, Sabah no podrá asistir, ya andará cantando a Munay nanas de algodón magrebí.

Había soñado en numerosas ocasiones poder conocer a Claudio, poder abrazarle y compartir trago con él, celebrando la victoria de nuestra amistad de kilómetro y adverbio. Escribíamos y nos escribíamos como lo hacen dos amigos que mucho han compartido. Eso somos, al fin: hemos compartido memorias, presentes y miradas al cielo del mañana para ver si amanece despejado. Pero aquella ocasión no era la más propicia. Yo no sabía cómo comportarme ante el dolor de un hombre hecho de fierro y ternura. No sabía cómo no sentirme fuera de lugar en esta celebración del dolor en que él oficiaba de irreverente sacerdote.

Llegué al Fragmentos a la hora indicada. Donde imaginaba encontrar sólo a Claudio, como mucho, también, a Ligia, su bella esposa, hallé una reunión familiar que iría creciendo al ritmo de los relojes, las jarras de caipirinha y las botellas de cerveza. Estrechamos el cariño en un abrazo ausente de palabras. Las palabras, ese breve ejército de sensaciones en que, militando, nos habíamos conocido, decidieron desertar en aquel momento. Tampoco es grave, ya no hacían falta palabras. Su mirada fiera se rompía en esquinas de llanto contraído. Su sonrisa franca escondía esos mundos que le habitan y que tan magistralmente sabe plasmar en sus textos, para burlar a la muerte.

Claudio dibujaba sonrisas de siglos, trasegaba licores, repartía abrazos, y susurraba sensaciones. Yo permanecía atento y agradecido. Formaba parte de una reunión familiar. Yo, que no era familia. Lo fui enseguida. Lo era desde el primer momento. Así pude sentirlo y aún hoy. Abrumado, bebía, toma otra caipirinha, Pablo, sí, claro, por qué no, una más, otra más.

El dolor por una pérdida es desarreglo de los sentidos que no prescribió el doctor Rimbaud. Él se refería al que acaece a posteriori, cuando el licor es marea en que intentamos ahogar la melancolía. Pero, irremediablemente, flota. Claudio tripulaba la nave, su mirada desprestigiaba recuerdos tiznándolos de anécdota brutal. Bolivia es un país de poetas, Pablo, ¿aún no te has dado cuenta?, tienen todos palco en ministerios y prensas, y una carcajada feroz desarreglando las arquitecturas enmohecidas de aquel patio en que unos y otros comentaban cuestiones que a mí se me escapaban, mañana es Urkupiña, vamos caminando hasta allá esta noche, sí, de rodillas, a ver a una virgen que ni lo es ni nunca deseó serlo, como todos los que hasta allí se acercan, que sólo les mueve el trago, sentimiento muy cristiano desde que aquel bendijese su sacrificio con vino peleón, y en ese plan, la irreverencia de sus páginas hecha piel en sus labios y sus recuerdos, sus bigotes profusos como sudados de escarnio, brindis o apetito, quién sabe. Y yo sin saber si sonreír o ingerir más alcohol. Quizás sonreía. No lo recuerdo. Sí bebí más elixir brasilero, mucho, demasiado.

Miriam iba y venía con jarras y cervezas, regalando sonrisas y tintineo de pezones que quieren despertar aullidos a la noche y mordiscos a los perros de la lluvia. Claudio piensa que mi mirada se perdía en la senda sinuosa de sus pechos. Pero de ser así, todo es posible, lo hice para evitar la deslealtad de contemplar embelesado a su hermana Elena, la persona con la que más hablé aquella noche, creo. O a su hija Zara, tu sobrina, Claudio, que a falta de hacer bandera de sus pechos de respiración y sonrisa, enarbolaba el sosiego inteligente de su conversar, y asomaba el pausado diptongo libanés de sus labios a los barrotes de una mirada que para sí quisiera cualquiera de los dictadores que son y han sido. Lo siento, Claudio, espero no te ofendas. En cualquier caso, puedes estar tranquilo: no está, ni estaba, uno, para lances amatorios, que el amor me esperaba en casa sin imaginar que llegaría en estado de mayúscula ebriedad y deseando romperme la crisma contra la bañera para airear el chaqui que me aguardaba al día siguiente. Una buena brecha airearía la segura resaca. Así pensaba, por eso me desplomé en el espacio que hacía las veces de bañera. No recuerdo cómo logré salir de aquel taxi en cuyo interior de chatarra y silencio me acomodaste, pero evidente que lo hice, conseguí abrir la puerta de casa, evitar la coreografía felina de Angie con torpes pasos de bailarín desestimado en las pruebas para figurantes de una nueva versión de West Side Story, y dirigirme al cuarto de baño, donde logré derrumbarme y casi me rompo la crisma, como hoy, con Munay, en la ducha. Nada ocurrió, más allá de los gallos acuchillando mi roncar emparedado entre los azulejos de la ducha, al amanecer… y aquel soberbio dolor de cabeza.

Imaginé a Claudio inaugurando el día con puñetazos de nostalgia, derribando mesas y licores, inventándole sostén a unas sillas sucias de noche y tabaco. Me dolía la cabeza, pero mantenía la lucidez suficiente para avergonzarme por mi deleznable comportamiento. Pasé el día tumbado, jugando con Munay y Angie, jugando con mi melopea.

Ahora que casi termino de escribir, me avergüenzo de nuevo. Elena leerá esto. También Zara. Espero no se alarmen. En mi descargo puedo asegurar que soy inofensivo y que, si por un casual dejase de serlo, la edad evitaría mayores dislates. Sólo espero que no decidan unirse a las tropas burocraticogubernamentales para impedirme la entrada a Bolivia, caso de que quisiese regresar. Tendría entonces que quedarme en Madrid. En tal caso lo asumiré, y te esperaré aquí, Claudio, hermano, que nos resta mucho que hablar y compartir. Tu sobrina, por supuesto, tiene también aquí hogar y frazada, por si la vida, esa puta, decide vestir de frío su piel de futuro y fiebre.

Munay me mira y se ríe. Aún no es consciente de lo que es estar bajo el volcán… que nunca lo sepa.

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Epílogo a MADRID-COCHABAMBA, Cartografía del desastre, edición española de LUPERCALIA, 2016

Fotografía: Martín Chambi

Friday, February 17, 2017

Diario secreto

ÁLVARO VÁSQUEZ

Queda un sentimiento de satisfacción al leer las últimas líneas de “Diario Secreto” de Claudio Ferrufino-Coqueugniot. Un texto que no desmerece en absoluto la bien ganada reputación del resto de su obra.


Libro duro, en forma y fondo, con lenguaje descarnado, agresivo. Cuenta la historia de un psicópata, sobre todo en primera persona, lo que permite seguir el hilo conductor de los pensamientos de quien si fuera descrito solo desde fuera, merecería fácilmente el adjetivo de monstruo u otro similar (Que podría merecerlo, pese a todo. Dependerá de cada quien).

Pese a ello, no es un texto que origine rechazo por su violencia. Me arriesgo a decir que no lo hace porque habla, se comunica con nuestro propio lado oscuro; porque de la mano de la narración acaso llegamos a intuir que bajo ciertas circunstancias podríamos desencadenar un vendaval tan sangriento como el que atestiguamos en los 43 capítulos de la novela (personalmente, gustoso hubiese prescindido del último, de apenas 4 líneas).

Y parece que el autor intuye esa casi complicidad del lector, cuando ya al encarar el final del texto, ordena al narrador que dirigiéndose a un personaje que le grita su desprecio y asco, asumiéndose superior/mejor, le diga: “… Y vas a ayudarme. No porque me pesen las cosas que hago, sino para convencerte de que no somos tan diferentes, tú y yo”.

De yapa, me llevo la tarea de buscar una obra del Marqués de Sade, y una hilarante (al menos para mí) referencia a Messi y Maradona.

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De la página de FACEBOOK del autor, 17/02/2017

Tuesday, February 14, 2017

Algunas palabras preliminares (a LOS HIJOS SOÑOLIENTOS DEL ABISMO, de Geovannys Manso)

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Luego de las peripecias de intentar viajar a Cuba desde los Estados Unidos, finalmente lo logré. Había pedido permiso al Departamento del Tesoro, encargado del embargo, para viajar con fines culturales, como jurado del premio literario Casa de las Américas, a La Habana. Contestaron con un patético: «no creemos que hay suficientes motivos válidos para su viaje». Tomé la opción de los duchos: la ida a través de México. Como resultado, aparecí a los pocos días en la bellísima tierra cubana, en una ciudad indescriptible.

En ambiente que quizá no tenga par, de amistad, de gentileza, de tradición si se quiere, los jurados comenzamos a trabajar en la Casa, en Cienfuegos y de retorno a la capital. Debo decir que me sorprendió el nivel de las obras participantes. Lo he dicho en prensa: hubo novelas que no fueron siquiera seleccionadas cuya calidad excedía mucho material impreso y comercial en la América nuestra. Y ahí cabe destacar el papel —valor— fundamental de este premio en las letras latinoamericanas y los nombres que ha dado a la historia.

Entre las novelas que se me asignaron había una —la que preferí—, no voluminosa, dinámica, ágil, atrevida, con párrafos breves y páginas y páginas de oraciones que representaban ideas y modelaban un personaje. Entre densos libros, de sólida argumentación y destacado tratamiento narrativo, me incliné por Los hijos soñolientos del abismo, de Geovannys Manso, escritor villaclareño de quien no había escuchado antes, por el desafío estilístico y su paradójica sobriedad, amén del suspenso por llegar al desenlace.

Preguntarme el por qué la elección ante un cúmulo de novelística diversa y rica alude a mi condición de lector, antes que jurado. Y es que los capítulos de esta extraña producción literaria cargan tal soltura que la noche en que la empecé y la terminé fue un paseo por una prosa admirable, cargada de ideas, plena de sensaciones, donde la pausa no está dada por vacíos de calidad o inútiles rellenos, sino por el aire que debe uno tomar para continuar en una carrera que se debe terminar para conocer su epílogo. Difícil tarea la del autor, tomando en cuenta que no hay una estructuración argumental clásica, y sí experimentación verbal, usufructo de materiales de ciencias como la medicina, de lógica matemática, de profundidad filosófica y sarcasmo natural.

En un diario que marca los días, semana a semana, y que alterna con historias que no pertenecen al detalle cronológico, Geovannys Manso escribe una novela inteligente, de gran desenfado y humor, negro y ácido a menudo, con conversaciones intertextuales y flashes del pasado en una perspectiva de presente vacío: «Miró a su alrededor, y descubrió que sí: que el vacío existe».

No prosigo porque sería quitarle esa intriga que persigue al lector a lo largo de las páginas. Hoy, que las redes sociales se han extendido como un manto que lo cubre todo, siempre que he «compartido» algún fragmento, ha causado asombro.

Y es que —sin dudas—, estamos ante una novela compleja, filosófica, intelectual, cotidiana, febril, irreverente; espejo en el que no todos queremos vernos, pero al cual observamos de reojo.

Jurado Premio Casa de las Américas, 2011

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Prólogo a Los hijos soñolientos del abismo (mención Casa de las Américas 2011), novela de Geovannys Manso en LETRAS CUBANAS, febrero 2017 

Welcome to Orinoca/MIRANDO DE ABAJO

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

El Poopó se ha secado. Los escasos miembros de los urus viven atormentados por sus poderosos vecinos aymaras. La quinua que se produce, la buena, no es más para los niños; se va afuera, a las mesas gourmets de acomodadas capitales del mundo. No hay servicios públicos, solo sequía, polvo, mugre, llamas que se sacrifican de cuando en cuando (sus estómagos parecen inflados globos de feria a la intemperie). Leo a Nathan Wachtel, erudito francés de esta región olvidada de Bolivia. Sé que en esa planicie yerma y aburrida anida la pobreza, como sé también que gracias a la fraudulenta filosofía cultural de la coca, el narcotráfico y el contrabando se enseñorean por ahí.

En ese lugar, en Orinoca, en el polvo, se ha levantado un edificio millonario, museo en apariencia porque de lo que se trata es de entronizar en el mundo de los seres maravillosos, mágicos, al sátrapa boliviano Evo Morales Ayma, felón común con indulgencias concedidas por él mismo. El monstruo de concreto y seudomitológicas imágenes no tiene otro fin. Para ello contrató personalidades del arte y la intelectualidad que supuestamente le dieron espaldarazo ideológico al asunto. No existe asomo de materializar la indianidad ni nada por el estilo, así se expongan cosas relacionadas con nuestro ancestro bastante bastardizado. La idea está en eternizarlo, aunque no tiene, ni lo tendrá, atisbo de gloria eterna en su llano transcurrir por el corrupto mundo.

El espectro del lago desmitifica cualquier mejunje hechicero que quemen los amautas. Si existió alguna vez una tradición ya se ha perdido. Este neoindigenismo, de corte delincuencial en primera instancia, y fascista de fondo, basa su retórica en algo tan trivial como el enriquecimiento ilícito, tráfico de estupefacientes, contrabando y diversas opciones que tiene el caudillo y sus sicofantes para pasar a postrer vida nadando en oro. Y si hay quien lo siga, quien se disfrace de filósofo con traje a medida como el nuevo canciller, o la larga cola de adictos al ano señorial, pues no valen más que las monedas que les arroja la ignominia. Triste, tres tristes perros, diez, doce, cien u otro número con significancia.

Pensemos: ¿Es esta construcción la entrada de Orinoca al mundo, y si sí con qué motivo sino el de ilustrar la cuna del mentado? Qué hay de especial en ello, siendo que Evo Morales es el funesto destructor de todo lo que lo indígena hubiera significado. El color de la piel o el traje no implican otra cosa que circunstancias insalvables o modas; no tienen mayor explicación de lo que existe detrás. Lo que debiera importar de esto irreversible es la cercanía del otrora Poopó y desnudar la falacia de la defensa medioambiental del “proceso de cambio”. El lago seco muestra más que la careta gigantesca de llama enfrente.

Poco tiempo ha de pasar hasta que el viento cubra de tierra cenicienta los muros. En un sitio de pobreza infernal como aquel, al menos las paredes del museo servirán de refugio para que el pueblo orine y defeque bajo alguna protección. ¿O no lo vemos a diario, en cada rincón del país, que cualquier esquina o pliegue urbano tengan esa utilidad? Lo escribí en una de mis novelas, a modo de ejemplificar este drama humano y de salud colectiva, que cuando llegaba el tren del sur, el que subía de la Argentina cruzando Villazón, ya al amanecer en la estación de Oruro, los viajantes observaban un sui géneris panorama: el de cientos de culos apuntando a los vagones de toda la gente que cagaba a la intemperie por falta de opciones. Creo que una manera de proclamar la gloria del cacique estaría en construir baños públicos. Si desea, como lo he visto en una fotografía sobre su gemelo Donald Trump, podría imprimir su vivo rostro en cada urinario del Partenón masista.

13/02/17

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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 14/02/2017

Imagen: Caricatura de Pancho Cajas