Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Irina promete llevarme hasta Gogol, a los secretos escondidos de la rutina. A besarme en salones que recreó Nikhita Mikhalkov de Turgueniev. Besos en la cueva del talento, amores sobre el terciopelo del genio. Cuando era niño imaginaba los campos de Cochabamba como los espacios solariegos de las letras rusas. Me decía, sin saber ni conocer, que existía una tenue mas profunda hermandad entre nosotros bolivianos, pueblo básicamente rural, y los de allí. Que en Mirgorod o en el Stepantchicovo de Dostoievski habíamos nacido, vivido, y que allí moriríamos. Se lo digo a Irina, a su largo casi metro ochenta y verde pupila de gato, y supone que perdí el juicio. Le recito a Rilke que me regaló mi madre entre tantas cosas, y sé, de antemano, que en esos campos donde se enterraron los soldados suecos se agita la tierra para recibirme. Descansar donde se soñó estar, mucho pedir…
Manu Chao canta qué horas son, mi corazón. Recuerdo que sentado yo en las gradas de Eisenstein, de Odessa, del Potiomkin, en aquella explanada al lado de la estatua de Ekaterina reina rodeada de amantes, alguien del gentío puso en la radio que llevaba el Clandestino de Manu Chao. Una muchacha me abrazaba y le decía me gustas tú, como en la canción. ¿Qué voy a hacer? Je ne sais pas, je ne sais plus. Je suis perdu. Abajo el mar negro tenía ese color. Por ahí estaba la estatua de Richelieu; las horas tenían otro tono, el aire sabía a piel frotada con flor de lavanda. Turquía estaba al otro lado. Y creí ver las luces de Crimea. Quería, quise, uno ve lo que desea.
Me he puesto como tema estoico y obsesivo el ruso. Lo voy a hablar así cumpla sesenta y dos cuando pueda decirte que más que una dacha quiero una isba donde cultivemos patatas, y que en las noches estrelladas de la estepa hablemos de nuestros próximos viajes. A París, deseas. Me gustará; pero accede a ver conmigo Bujara, y Kazán. Y el Cañón del Sumidero, en el México lejano sur.
Si puedo trabajar como esclavo quince horas diarias, podré como amante darte quince minutos de revolver tu cabello, sonrojar tus mejillas y pintar de marrón mío tu blanca piel de crema flotando en el borscht. Imagina, haciendo mochilas para partir hacia Rusia, empezando por Belgorod, siguiendo las huellas de los tanques de la horrísona guerra. Baikal, el río Amur, el filme de Derzu Uzala y los tigres del Amur dispuestos a sacrificarnos como sabrosas piezas.
Irina, creo que van setenta cartas intercambiadas. Poco nos conocemos y mucho hemos leído. Iba a verte en septiembre pero la peste no concuerda con la pasión. ¿O nada hay más apasionado que la plaga? Quizá me equivoco. Desde los idus de marzo que lo planificamos. Quedan, por supuesto, esas misivas con la romántica lascivia de Catulo y las veleidades de César. Aguardo, espero. La mies se secará en los campos de Poltava, vendrá la nieve, pero tu piel será la misma. Tu sonrisa igual y tus ojos. Te pediré susurrar en ucraniano. No lo voy a entender y no importa. ¿Que si hay amaneceres nuevos después del desastre? Siempre. Y este viento se llama Irina: la tempestad y el alivio.
29/08/2020