PABLO CEREZAL
Retrasado en mis
felicitaciones... como en mi vida... como en todo... pero sincero, de eso
peco, al decir de muchos. Y si de pecado se trata ya es tarde para rechazarlo.
Más aún, de existir juicio postrer creo que hará peso, en la balanza, junto a
todos los que me impone la dictadura de la carne y algún otro que ahora no
logro -ni quiero- recordar.
El caso es que no
felicito, a tiempo, a Claudio Ferrufino-Coqueugniot, por su
cumpleaños, y comprendiendo el error lo intento enmendar con otro: apuro una
botella de Mencía y, junto a ella, las páginas de Muerta ciudad viva,
esa maravilla literaria que escribió el «homenajeado» y que, con exquisito
acierto ha editado en nuestro terruño la editorial Limbo Errante (gracias,
siempre, a los responsables, por hermanarme de nuevo con el autor, en la contra
del libro).
Y el intelecto,
como un Pollock de uva tinta y párrafos ensangrentados, se me
desordena y me recuerda una vieja entrevista en que me preguntaban:
Tu segundo libro se titula Madrid-Cochabamba (cartografía del desastre),
escrito compartido con el escritor Claudio Ferrufino-Coqueugniot. Para quien no
lo conozca, descríbeme a ese escritor.
A lo que yo respondía:
¿Describir a Claudio? A Claudio es imposible describirle. A Claudio hay que
leerlo. Claudio cultiva una de las prosas más sublimes y desconcertantes que tengo
el honor de conocer. Claudio degüella el verbo y juega con sus vísceras como lo
hacía Francis Bacon con los volúmenes. Es una máquina de aniquilar
clasificaciones literarias, un grande de los que muy de tanto en tanto aparecen
para descubrirnos lo sublime de la palabra sentida. Aparte, él, Claudio, la
persona, es de los que demuestran que antes se es animal que escritor, que para
escribir hace falta haber vivido, y que no por ser un Maestro has de ser
igualmente un imbécil. Deberíamos dejar de lado nuestro estúpido nacionalismo
cultural y saltar fronteras. Allende las nuestras -me refiero a lo que se
considera Occidente- se encuentra el arte más vivo que podemos disfrutar a día
de hoy. Claudio es uno de los muchos olvidados de la Literatura... porque es boliviano,
porque escribe por necesidad, porque no busca prebendas ni agasajos. A Claudio,
insisto, hay que leerlo.
Y ya no sé si
salir a comprar más vino... salir a robar dinero para comprar más vino, o
entregarme de nuevo al éxtasis verbal y sensorial del libro... ya lo dejé
dicho, por ahí: cirugía literaria de alta precisión... de esa que
expone, gloriosos e infectos, los órganos vitales de aquello que llamamos
literatura... aquello que llamamos vida. Porque la literatura será vida o no
será, más aún en estos tiempos de vivos muertos que cacarean en los rediles del
mercado a mayor gloria del beneficio inmediato y el vacío creativo, dispuestos
a vaciar mentes y bolsillos con algoritmos de nada y abracadabras de
mediocridad... lo mediocre vende, sí, así ha sido siempre. Lo excelso, por
contra, parece condenado a ser redescubierto por generaciones posteriores, más
atentas a la arqueología calma del arte mayúsculo que a la economía urgente del
panfleto. Algunos, hoy, ahora, hacen oídos sordos a todo el ruido mediático de
novelas más vendidas en Amazon y monopolios de la esclavitud
aledaños, también al griterío de articulistas más famosos por impostar
improperios que por su buen hacer al teclado. Algunos, hoy, ahora, hastiados de
lanzar novedades a la piscina que no tienen, buscan entre los libros de saldo
el saldo cultural de toda una civilización, para redescubrirlo, para gozarlo,
para comprender por qué tanto de lo que hoy se escribe y se lee es mediocre, y
tanto de lo que no se lee pero se escribe formará parte del saldo positivo de
las generaciones futuras. Todos ellos tienen la fortuna de poder acercarse,
hoy, ahora, a la obra de uno de los grandes, anticiparse a ese futuro imbécil
en que deberá ser redescubierta, sí o sí, la literatura flor y puñal de Claudio
Ferrufino.
El vino, perdónenme, tiene sus efectos, no todos benéficos, casi ninguno si se
toma en exceso, dicen, pero es que vengo de leer a Claudio y su prosa es
exceso, como la vida que merece la pena, ya digo... pero mejor me detengo aquí,
y retomo algo que también dejé ya escrito, en algún sitio:
Ferrufino escupe, vomita, orina, eyacula sobre la página para mayor goce del
lector inquieto. Y, de paso, descompone la gramática y nos enseña que se puede
adjetivar con nombres y nombrar con adjetivos, recompone la memoria para
recordarnos que es fragmentaria, disloca la naturaleza para enseñarnos que las
personas se cosifican, las cosas se animalizan y los animales se humanizan,
devasta el firmamento literario para bajarlo a la tierra y mostrarnos el origen
divino del hombre, sea este ratero, puto, alcohólico, mendicante o misionero,
da igual, todos caben, hay campo: todos están invitados a este gran festival de
la palabra y la sensación que es la prosa de Claudio Ferrufino-Coqueugniot, y
todos por igual se reflejan en sus páginas como en espejos valleinclanescos. He
leído después que Ferrufino ha cultivado géneros dispares como la poesía, la
novela, la crónica… ¡falso!: Ferrufino no cultiva géneros. Ferrufino, como los
grandes, es un género en sí mismo.
Sólo me queda,
Claudio, hermano, brindar por ti con la copa ya vacía, y prepararme algo de
carne cruda para la cena... ¡salud!
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De VISLUMBRES DE
EL DORADO (blog del autor), 14/03/2018
Fotografía: Pablo
Cerezal