Wednesday, July 23, 2025

De lo eterno


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Hojeo Agosto 1914, de Solzhenitsin. Está en la biblioteca de mi dormitorio. En la segunda página, con lapicero azul, están anotados tres nombres: el de mi única hija entonces, Emily, el de Jenny, mi esposa, y el mío. Una fecha de octubre 1991, Cochabamba.

 

Me obligo a escribir. La modorra atrapa en silencio, a pesar de que dedico parte del día a un trabajo mayor, largamente pospuesto. A escribir otras cosas, los textos breves que han sido mi característica desde que tenía veinte años, cuando le leía a mi amigo Juan Araos en la penumbra de las chichas escritos cortísimos sobre Esenin y Pascin.

 

Abro el ordenador, abro el archivo de cartas de Irina, me pregunta ella si no le tengo miedo al despertar por la mañana. My beloved, sonríe… ¿Decir que una cosa y la otra murieron, que se están esfumando en el tiempo? No, para nada, lo efímero no existe, solo en pensamiento, en la confusión que creer nos trae en oposición a la realidad. Siguen presentes, en un grueso volumen de un autor ruso, en compilaciones de computador. Temer el fin es lógico. Pero caeríamos en gran contradicción al llamar fin a un asunto esencialmente de circunstancia, temporal. Nada muere, tú no mueres aunque ya no hables. Vivir sin la presencia es una cosa; que haya perecido, otra muy distinta. No hay de qué asustarse. Desde las supuestas sombras crecen luces también. Nos renovamos y nos mantenemos con lo que decimos fue a pesar de seguir siendo. El fragor de la guerra semeja una tormenta de verano. Luego los ríos se tornan plácidos, la mujer que amaste vive idilios contemporáneos y está bien. Tú vuelas por las nubes, ya viviste, te toca descansar. A veces el descanso aparece con empedernido bucolismo, a veces con largos cabellos femeninos. Negro el cabello de Irina, rojo el de Jennifer. Me suena aquella vieja canción, que escuchamos con Hervé en su dormitorio de la Sorbona: “negro es el cabello de mi verdadero amor”. Black Is the Color Of My True Love's Hair”. Olvida, olvida tanto como ella también lo hace, lo que quede será bueno.

 

Desdeño la guerra, el horrísono sonido de abeja mortal de los drones iranios. Recuerdo al general Samsonov, en Solzhenitsin, la campaña de los lagos masurianos. Corren despavoridos bisontes europeos de pequeños cuernos, parecen diablillos de mitos medievales de carnaval. Esta noche he retornado de caminar por el pasado, la mugre y los olores que no se transformaron por décadas. Hay otras luces, gente nueva y joven. Humea el anticucho como siempre lo hizo en la esquina de la Uruguay y Lanza. Mi chica Silvia trabajaba en una escuela primaria en esa cuadra, ella que olía a eucalipto y a retama. Que sí, vive, incluso sin saber yo por dónde está o qué hace en más de cuarenta años. La huelo todavía, bajando en moto desde Bella Vista buscando la carretera. Así me acordaré de este momento cuando pasen los años y ella seguirá viva, dando saltos en la orilla. Irina ha vencido a la muerte, es un detalle irrelevante y nada tiene que ver con la religión. Jenny vive con su esposo en un pueblito de Francia y toca música balcánica por las noches. Son dueños de un café y una galería de arte. Dice que en los estantes de su biblioteca están mis libros, los únicos que tiene en español, porque todavía quiere comprenderme. Un bello gesto, diría; yo tengo un cuadro suyo en mi sala y varios dibujos.

 

Veo a Ligia pasar neblinosa en las páginas de las redes sociales. No se detiene, de vez en cuanto suelta un saludo y por terceros me entero que todavía habla de nosotros. No lo digo por vanidad; otra vez, me parece otro gesto hermoso. Estamos juntos a diferente nivel, en las islas del Cabo Verde y en el samba de Cartola. En la adusta mirada de Mark Twain y barcos que parten de Le Havre a New York. Las noches de Denver y Aurora, los árboles del invierno construidos de cristal. ¿Y hoy? Hoy… hoy… igual, eterno, nada que agregar. En el altiplano boliviano no hay senderos que se bifurcan sino cordilleras que forman un abrazo y vuelven a juntarse en sólido poder de roca, en donde el rocío ahoga amores virtuales y forma torrentes con canoas de papel.

23/07/2025

Sunday, July 20, 2025

Bombas en Kiev


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Retorno, décadas después, a Shklovski y los obuses sobre el empedrado de Kiev. En aquel autor era la Revolución Rusa; ahora es la invasión rusa.

 

Ayer, para salir de fiesta, calcé unos zapatos que usé por última vez cuando en Jarkov fuimos con Kate a almorzar a Panorama, en un altísimo piso. Ya no debe existir. Comí medallones de conejo con puré de papas. El vino blanco australiano costaba un montón, la misma botella que en Denver no alcanzaba ni diez dólares. Es lo que había y lo disfrutamos. Tanques en las calles ya el 2018, cómo no si en la cuenca del Don se combatía por años, cerca, bastante próximo para el terror.

 

Días atrás Anna escribe desde la capital ucraniana respondiendo a una pregunta mía acerca del incesante bombardeo de Kiev, donde se refugia siendo de Sumy, en pleno frente. Siete días de calma, responde. Procesiones de muertos, blancas mortajas, banderas amarillo azul. El nombre de la calma suele ser muerte. En la plaza del Maidan, la del largo obelisco con el ángel, la actividad es sin descanso. Es difícil conseguir comida pero la gente se niega a abandonar su ciudad. Muchos lo hicieron pero la mayoría decidió quedarse. Anna, abogada de profesión, retornó ella misma de su refugio polaco para enfrentar el peligro en Kiev. Su casa de Sumy ha sido arrasada, la memoria de sus padres, la infancia, la primera bicicleta. Tiene pesadillas con los kadirovitas en frenesí de violación durante las semanas iniciales del conflicto. Armados y barbados, sedientos, babosos, detrás del mito de la belleza ucrania, carta blanca del dictador enano: las mujeres son botín. Sucedió en Bucha. Horror del siglo en la supuesta educada Europa. Para los nazis hubo juicios en Minsk, en Jarkov, cuando cayeron. Tendrá que haberlos aquí, que cuelguen de los testículos como nidos de oropéndolas hasta que el sol los seque. Llamaron al medioevo, pues que lo tengan en piel propia. Justicia, pero inflexible.

 

Si pregunto a Anna qué haría si atrapara a un soldado del Kremlin, me da escalofríos. Pensar en cómo una inteligente abogada de mente occidental actuaría luego del dolor. No hay ni habrá pretextos. Lo triste es que a pesar de la alegría de un triunfo ucraniano quedará un continente militarizado. La línea Varsovia-Kiev será un muro inexpugnable de fuego. Muchos temen la historia, su repetición, y Alemania se rearma y coopera con Reino Unido y Francia en estrategia atómica. Los países chicos se sentirán vulnerables y tendrán que buscar padrinos. Todavía existen disputas territoriales muy antiguas que, teniendo un poder armado creerán políticos y militares se pueden dirimir por la fuerza. Hasta la victoria ha de resultar derrota para nosotros; triunfo de una manera u otra para el gran capital. Se arrojará ciertos miserables muñecos de trapo a la ira popular, Putin entre ellos, y con el circo sangriento parecerá que las cosas están resueltas. Error, aquí solo comienza. Recorriendo la cronología encontramos gente descreída. Así ardieron Berlín y París. Solo se puede especular sobre los límites y la extensión de lo que se viene al continente europeo. Auge de quienes invirtieron bien, inseguridad para el resto. Los corrillos intelectuales que suelen resolver todo desde sus poltronas han de verse abrumados por una realidad que desconocen. Ucrania, y Siria, Gaza, Daguestán, Irán y muchísimos etcéteras es y son el llamado a las armas. No será el Adiós a las armas de Hemingway, más bien el de pertrecharse hasta los dientes como hacía Hunter S. Thompson, el gran cronista. Sin ánimo, ni virulento ni malamente profético, pareciera que asoman tiempos bíblicos en los que el Verbo no correrá sobre las aguas; encima de ellas flotará sangre carmesí, roja como pétalos de rosa, naranja intenso del crepúsculo enterrándose en el mar.

 

Siete días de calma en Kiev, asegura Anna, tal vez calma significa en esta era el envío de unas docenas de drones Shahed y no centenas de ellos. Calma si únicamente aparecen un par de muertos y no grupos. El humo de los pequeños ataques semeja hasta poético, un vivac a la intemperie del principio del mundo, indiferencia del hombre primitivo porque las bestias salvajes devoraron a unos cuantos y no a todos.

 

Muchachas ciegas cantan canciones día y noche en la plaza 14 de Septiembre. Blondie aquí; Gloria, de Van Morrison, un poco más allá. Esta escuchaba en boca del vocalista de los Doors, Cochabamba de ayer. Caminando por la calle de Semyon Petliura, el asesino, en Kiev, escuché en un boliche en la acera de la izquierda sus líricas: “Come on baby/Here she is in my room, oh boy”. Seguí colina arriba, me esperaban en un conocido restaurante georgiano, sobre la avenida de Taras Shevchenko. Era difícil creer que esas noches de bar bebiendo Guinness y donde se acercaban muchachas a preguntar que de dónde venía, terminarían con explosiones de bombas pocos años más tarde. Aunque lo había predicho, no por sabio sino porque era obvio. Sin embargo la gente no quería creerlo, jamás invadirán, no es posible, deja de especular. Canción de ciegos. Esta vez del tiempo de la música disco. Boney M, saltando y cantando, hey hey Rasputín…

 

¿Por qué dejaste Szczecin, a orillas del Oder?, le pregunto. Porque no quería ser empleada doméstica. De abogada a sirvienta. En vano sus clases especiales en el instituto de abogacía de Odesa, en vano todo. Durmió en la calle, en el profundo foso del metropolitano de Kiev. Al menos me salvé de los chechenos, hijos de su reputa madre, el infierno los castigue. Se persigna Anna, rubia y de fina belleza. En tres años destruyeron su existencia, ni idea tiene cuáles de sus vecinos sobrevivieron. Cumplirá creo que treinta y seis el catorce de agosto, o un poco más. No le interesa cumplirlos, primero lavar con sangre los calendarios, que chorreen igual a pesadillas del Bosco, que los hombres del este se conviertan en cuervos de mal agüero para ellos mismos. Entonces, tal vez, arda una vela en la superficie de un pastel de crema.

 

Escribe las veces que puede en una aplicación especial para mensajes, muy poco para ir delineando con precisión sus pasos. Apenas hay para comer… Llevo tapones en los oídos y rezo que por si cae un explosivo cerca de mí me arranque la cabeza de cuajo. Testa de María Antonieta.

 

Busco el nombre de su calle en la ciudad de Sumy y no lo encuentro. Hasta aquí llegaron los rusos con sus tretas. Obligarnos a perder la memoria, todo para que el falso zar, el mujik de escasas dimensiones, sienta que lo que la naturaleza no le dio se lo prestó la guerra. Cuánta equivocación. Ya está condenado a la usual muerte brutal que se aplica cruzando las fronteras de Kursk y Belgorod, territorio de los crueles. Poco le importa a Anna cómo suceda, solo quiere ver al monigote descuartizado en picas de delgado abeto.

20/07/2025

 

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Imagen: Sumy en la guerra 

Tuesday, July 15, 2025

Zamba para no morir


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

El frío trae reminiscencias de Herta Müller, de la Rumania de Herta Müller. Y si no el frío, el barro, el lodo quebradizo como espejos primitivos del desierto. Espero, me levanto, camino entre plataformas de madera que elevan con forklifts hasta alturas de diez metros. Detrás de esta madera clavada, trabajada hasta el cansancio, rota, golpeada, asoma humo de fogata que hacen los trabajadores, dentro de un turril, para calentarse.

 

Hacia el oeste pululan figuras diminutas de cascos amarillos. Hay un golpeteo incesante, de martillo sobre latón. Construyen plataformas de carretera, mientras un águila calva, ajena a tanta veleidad, deja que se levanten las plumas de su cabeza en el viento. Sin relojes, nadie podría decir que estamos vivos, que hombres y cosas se mueven. El cielo gris, los copos breves e intermitentes de nieve dominan el paisaje, el movimiento. Sin minutos, horas, el tren de carbón que pasa vociferando uh, uh, quedaría de estampa guardada en un cuaderno. Actividad incomprensible, febril, con qué rumbo, me pregunto.

 

He amado los barrios industriales desde siempre. En el Kilómetro Cero, de Cochabamba, bajo pretexto de orina, cruzaba el vano de las chicherías y me enfrentaba con el sol cayendo sobre durmientes de ferrocarril, encima de piedras talladas estilo Inglaterra que se usaron para edificar viviendas obreras. Amo la naturaleza, los árboles, los ríos cristalinos, pero más amo la tierra apisonada con aceite sucio, hierros dispersos, radiadores y llantas de bicicletas, burdos ladrillos derrumbados a golpe de combo, sillas desvencijadas, negras por las décadas de manos grasosas tocando sus cojines.

 

Hoy, Estados Unidos, en Aurora, Colorado, a diez minutos de manejar de casa, comienza el imperio de los talleres mecánicos, la casi desidia de abandonar las cosas por todo lado: un resto de carrocería cubierto de llantas viejas, grúas de pico de grulla recortadas en el vacío, goteando el invierno poco a poco. Brillo azul de soldadura, estrellas rojo amarillentas que el esmeril arroja y que se evaporan antes del suelo. Ropa almidonada, ya imposible de lavar, casi como estatua adosada al cuerpo.

 

Un jeep se detiene en el lodoso camino, entre esqueletos de automóviles, cables, basureros de metal oxidado que nadie parece necesitar. Una mujer mexicana, con botas texanas y acento hondureño ofrece comida a siete dólares. Con pan o con tortilla, pregunta, y destapa ollas humeantes donde se revuelven albóndigas en salsa coágulo de sangre. Con arroz, por favor, y frijol negro machacado. La mesa alguna vez tuvo color madera; hoy es ébano opaco. Blancas sillas con lepra marrón aderezada. La servilleta semeja una nube en cielo nocturno. Cebolla y cilantro… en la radio el acordeón imita las ametralladoras del narco.

 

¿Vivirías aquí?, me digo. E imagino un cuartito con dos o tres muebles sin lujo. Despertar, hervir el agua y rebañar la miga por los restos de huevo no cocidos en extremo. Abres la puerta y escuchas los sonidos del trabajo, de motores que se esfuerzan por arrastrar pesadas cargas. Otro tren atraviesa el horizonte que dista cincuenta metros de tu puerta. Disponer de un banquillo recogido en el basural cercano, de metal oscuro y con úlceras de tiempo. Apoyar el grupo de libros que traes contigo en una repisa amoldada para la situación, y entre tornos desvencijados y perforadas garrafas de butano dedicarte a leer, contento, sabiendo que en este bosque de desechos nadie podrá buscarte, nadie querrá buscarte. Cuevas prehistóricas de la edad industrial, soslayadas de principio a fin por un universo que corre alocado en pos del consumo.

 

Anónimo, tú que siempre despreciaste la fanfarria de las reuniones intelectuales, en medio de la simpleza de ratones campestres de larga cola gris corriendo a ocultarse entre cardos secos por el invierno, y que retoñarán con ímpetu en la primavera, incluso a cuesta de las dificultades, del aserrín de aluminio que empuja el viento y que brilla con ilusión de diamante al caer el sol.

 

Enciendes las hornallas que se ponen carmesíes mientras que tú, desafiando la cronología y la muerte, cantas quedo canciones de tu madre, como si este lecho fuera aquel, y escuchas tornarse la llave que anuncia la vuelta de tu padre. Pequeñas cosas, individuos singulares, ninguna multitud. Entre los escombros de piedra, madera y metal, no se asoman ni los fantasmas. A veces cruza por tu ventana el brillo maléfico del ojo de una rata, pero nada detiene el lento caminar de los escarabajos negros, sin pausa ni descanso, que pasan debajo de tu silla que carga con el camino de Swann.

 

Silencio. Hay tanto ruido que se produce sosiego. Tanto trabajo y hombro y sudor, y hervor de bolitas de carne en chile. Sigo la primera línea, la frase, la oración. Por magia se ha detenido todo, solo un insecto de coraza negro brillante avanza apenas. Mis pupilas lo siguen como rojos dragones de Kuala Lumpur.

10/02/14

 

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Publicado en Revista OH (Los Tiempos/Cochabamba), 23/02/2014
Publicado en Palabra Abierta, Los Angeles, California. 02/2014
Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Chuquisaca), 25/02/2014

 

Foto: Zona industrial de Aurora con los edificios de Denver al fondo

 

Thursday, July 3, 2025

Noches del Paraguay


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Vaslav Nijinski salta hacia el vacío. Vuelo de ave rapaz, de paloma asesinada. Leo un extracto de su diario en la página de Julia. Y comento aparte de aquella generación del ballet ruso de Diaghilev. Buenos Aires de adoquines brillosos...

 

¿Por qué comenzar un texto con imágenes tristes? Homenaje a mi modo a semejante artista. Asunción de tierra roja, a orillas del gran río. Un tipoy azul que irá supuestamente a Alemania, arpas paraguayas como ensueño, suaves, apenas perceptibles, iguales al negro cabello abundante sobre la almohada de la memoria, muchas veces falaz y a ratos concreta. De fondo, eterna, Ramona Galarza cantando la vieja canción que fue mítica en mi primera novela: Noches del Paraguay. De ahí, imágenes superpuestas, épocas de cabeza y en puzzle, pescadores del Paraná deambulando solitarios y ebrios por la avenida Barrientos, entre el Cero y la estación de trenes. Hay polvo. Lo había cuarenta años atrás y sigue girando en tiovivo fatal, más hoy que ayer me parece.

 

Islas de yararacusús. Camalotes, tierra falsa, sin asidero real. He visto las noches del Paraguay y eran como las describían los prisioneros pilas de la Guerra del Chaco encerrados en el Convento de Tarata. No propiamente los claroscuros brutales de Piranesi pero cárcel de todos modos. Otra vez me pregunto el porqué de la tristeza si un mar de cabellos se extendía por sobre la playa gris. Sería la sombra nefasta de Stroessner, ese sentirse observado de manera permanente. Y eso que fue antes de que ejecutaran a Somoza en sus calles, con un bazooka se alejó flotando hacia el infierno.

 

Imagino tantas cosas, la blancura de sus muslos, o eran nimbos en las aguas del río Paraguay, historias fantasmas de los últimos conquistadores en Villarrica del Espíritu Santo aguardando escondidos la llegada de los bandeirantes. Ni cómo fue ni cuándo importan, pero que fueron dos noches en que descansaron los grandes y terribles nombres: Ayolas, Irala, Cabeza de Vaca, el doctor Francia mucho después y solo quedaba el aroma de azahar luego de la victoria en Cerro Porteño, que otros llaman Paraguarí. Antes de la debacle, del fin del mundo, ¡ea, acostémonos que mañana no trae estrellas ni la noche alba! La liviandad de su rostro, más queda que la sandalia de Empedocles a orillas de la boca del volcán, dormía, ajena a mil Vesubios cerniéndose en tormenta. El avión calentaba en pista con destino a Madrid. La zamba reza: “agitando pañuelos te vi”. No alcancé a contemplar las lágrimas, gotearon dos como fuentes de sediento desierto y yo terminé en Atocha esperando el tren nocturno a París.

 

Frágil instante de vasos que se entrechocan. La canción menciona el Guairá pero no reconozco que se relacione contigo tal tierra. Solo la noche del Paraguay, suelo rojo y crepúsculo de profundo bermellón. Me ayudas a elegir el vestido color índigo sabiendo que adornará a otra mujer. No lo comentas, apenas acerca de los bellos detalles de la vestimenta india. Se arrastra la tarde, cansina pero febril, se diría que carga aire de mortaja pero nada más lejos de lo real.

 

Noches del Paraguay, en voz de Ramona Galarza, me recuerda a Ligia. Esta historia sucede con mucho en un pasado sin su presencia. Pero, sin embargo, mientras redacto El señor don Rómulo ella cambia el disco de antiguas cuecas en piano y batería por las canciones anotadas, por trasnochados espineles que aparecerán en las páginas de una novela del Valle Alto cochabambino. Esta misma ciudad que muestra con el Tunari atrás la soledad de las almohadas. Hierve el agua para café hasta que se evapora. Desaparece el agudo silbido anunciante. Chocan salud un par de tazas agitadas en el vacío. Suena el ascensor, abre sus puertas, tiempo de los nombres secretos. Los libros escritos y publicados se llenan de polvo; las noches paraguayas también. Alguna radio a lo lejos toca bachata, los perros están hoy extrañamente mudos, tal vez un mal egipcio ha corrido por las calles de esta villa veleidosa, del adobe deleznable. No lo puedo decir.

 

Cuánto pesó en la escritura de aquel largo y primerizo libro plagado de errores. Me hizo acordar el sueño inquieto, al regresar de Europa, en aquel hotel de Asunción esperando que patearan la puerta abajo y me llevaran a los refugios del dolor por los libros que traía, de las comunas ácratas de Aragón, de la gesta majnovista, los exabruptos herejes de Oskar Panizza, los afiches anarquistas de Amsterdam, ejemplares de Senza Patria y material de la Federación Anarquista Ibérica al lado de corridos zapatistas y canciones revolucionarias en yiddish de los guerrilleros de Vilna. Siempre fui un hombre de suerte a pesar de que no me faltaron golpes ni sobraron heridas. La puerta no cayó y dormí entre la pesadez tórrida del río en verano. Soñé con diminutos pin metálicos del Che Guevara que escondía en la solapa de la chamarra. Soñé con mi perro Choki, de marrón casi amarillo. Con Julius Fučík y Joseph Roth. Ella ya no estaba cuando retorné y nadie podía darme razón de su ser porque jamás conocí a alguien otro cercano. Al amanecer un bus de la compañía aérea nos llevó al aeropuerto y aterricé en Santa Cruz de la Sierra como última escala hacia destino. Más que nostalgia tenía cansancio. Madrid, París, Arras, Lille, el bosque de Compiègne. Orléans, el Larzac, Perpignan, Figueras, Gerona, Barcelona, Tarragona, Valencia y Castellón. Cuenca…

 

Quién sabe el porqué de una cita con el pasado como esta. Influencia de los libros que producen locura, un documental acerca de la guerra de la Triple Alianza y la tragedia del genocidio paraguayo. Reminiscencias de momentos en que creí tener en manos un libro ambicioso. Aire, humo, delirios. Tu voz que decía: te veo a las nueve, corazón; el tiempo detenido entonces, tieso, denso, reloj que no marca las horas, huérfano de tictacs, de cucús de la selva oscura germánica a la que jamás llegué. Ajusto un abrigo y salgo. No he entrado hace mucho pero olvidé detalles de la vida diaria. Un alto a la lírica, dar cuerda para que las manillas comiencen de nuevo a girar.

 

Pasó una estrella fugaz o era Nijinski en un segundo salto arriesgado. En el delicioso pan tostado de La Coruña extiendo la mantequilla casi derretida. Ni observo a los parroquianos, me concentro en el pan casero y su consistencia, en los sabores sutiles. Fluye la vida, hay que permitirle fluir.

03/07/2025

 

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Imagen: © Roberto Dam