Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Ska en el
tocadiscos. Primero Kingston, luego Londres.
Se pone gris el
día; se agrieta el cielo. Me transporto treinta años atrás, apoyado en una
pared de adobe caliente. Quienes no han sentido ese calor jamás entenderán por
qué un puerco asado en un horno redondo de barro sabe tan bien. Horneo la
espalda. El sol quema los ojos llenos de alcohol. Brillan. Aprehenden el
instante que se muere el mismo rato.
Julio, Julius,
está apoyado en una baranda que mira el río, bien lejos, en San Juan del Sur,
Nicaragua. El estrecho dudoso, el otro canal, donde no se ven chinos. De tan
pequeños se esconderían en la maleza, asustados por los fantasmas caribes que
salen cuando se viene el ron.
Abrí una Pacífico Clara, Coahuila, mientras
espero que se cocine la carne para una mankakanka de pesadilla. Es la una y
estará lista a las tres. Desafío el clima, la distancia, el tiempo, la memoria
con un plato que aprendí de niño y que me sale bien. Asado en olla, diríamos,
castellanos medios que somos, medio extremeños y medio vascos, y bastante
indios lampiños brazos que tengo. En kanka se comieron mis antepasados de
Inquisivi a los chuquisaqueños. A rememorarlo.
Julio, Julius,
está acostado con una mujer morena, con la espalda en una pared blanqueada a
cal. Quillacollo, casi Chulla, por la fábrica Manaco. Criamos patos para
cambiarlos por chicha. Julio se acuesta con una mujer tostada y yo con una
blanca. Él y ella ríen. Trepo la pared para escaparme y caigo. Me cobijan y me
curan con sexo alrededor de las heridas. Pomadas antiguas, salvajes, únicas,
primarias. El trago. La jarra tiene un líquido amarillo lechoso que hederá a
muerto por la mañana, igual que mi boca. Pero me besas, bebes conmigo en mis
labios lo que queda de borrachera. En el cuarto contiguo, pintado a cal que el
mío es rosado, hay risas. Soy trágico y gozo este sexo como la muerte. Luego
duermo y despierto hastiado, queriendo escalar paredes mayores.
Un micro cansino
nos retorna. Veo la catedral de Cochabamba. Me das tus manos que quiero y
detesto. No está bien querer para alguien que se precia de poeta. A destruir.
No son estas
pasiones malsanas y deliciosas de lo que quiero hablar. Agarro la foto de
Nicaragua. Recuerdo poemas del cura Cardenal; incluso lo veo torpemente
arrodillado ante Wojtila pidiendo perdón. Cuando Armando vivía en Nicaragua me
decía que abriésemos un comidero allá, en San Juan del Sur. Le pregunté por las
mujeres. No bonitas, pero culonas. Ferrufinos mala casta, gritaba la casera a
mi padre y a mis tíos cuando desvalijaban sus chuspillos.
Julio Dueri,
cochabambino, árabe también. Hombre por encima de las denominaciones. Estábamos
en grupo, borrachos, frente a una chichería cuyo nombre, justo hoy, se me ha
olvidado. Estaba, creo otra vez, en la Uruguay. Ya ni importa si me equivoco:
la geografía a veces trasciende, otras es referencial. Nada más atractivo que
una puerta metálica para ejercer gratuita violencia. Hablan hoy de indignados,
pues éramos la indignación. A patearla, abollarla.
Los militares
vivían su gloria. Desde Natusch caminaban con paso de parada. Estaba Vildoso
entonces. De El Parralito, ya me
acordé, salieron, también en grupo, oficiales del ejército que chupaban a
puerta cerrada con sus esposas. La autoridad, para darse ínfulas de exclusiva,
ordenaba sacar a todos y servirlos a ellos. Pues les jodió la noche una jauría
de perros hambrientos, anarquistas, rateros. Nos fuimos a los golpes. Jimmy
Issa se agachó para evitar tremenda roca que arrojara una de las damas. Cayó
sobre la cabezota de un teniente. Dolían los nudillos y las rodillas se
estresaban al topar la pierna con músculos y huesos. Optaron entonces, uno de
los milicos, por sacar su arma de reglamento y se la puso a Julio en el pecho.
Se hizo un intervalo. Silencio. Entonces Julius le dijo abriendo los brazos y
estirando el pescuezo que tirara. Dispara, maricón, cabrón, dispara. No disparó
para desgracia suya porque allí lo desmayaron. Corrimos, como locos, cuadra
tras cuadra hasta refugiarnos en el portal de San Juan de Dios, iglesia en el
libro clásico de Nataniel Aguirre.
Por eso, por la
pistola amartillada y sin fuego, mi amigo disfruta del paisaje nicaragüense.
Ron y salud. Ron y Coca Cola.
Así pasaban los
días, con jarras pequeñas y machu jarras, con panes de a peso. En la calle
Antezana ya no había riña de gallos. En su lugar construyeron un mamotreto neo
clásico y neo todo. La taba no sonaba nunca más como disparo cuando caía de
culo. Bar Quito, las garrafitas, el cuartito, nombres propios que poníamos en
algunos casos sobre los reales que colgaban de la puerta. A Gloria la traía su
exmarido y se sentaba con esas tan largas piernas frente a mí. Cuán largas,
cuán largas…
Raúl hacía
disquisiciones en francés. Trataba a la Beauvoir de puta y apostaba para el día
del juicio final. A él, como a varios otros, le llegó. La última chupa, la
despedida, la del estribo; le pegamos la carne cortada que se abrió al golpear
contra una mesa con servilletas, cinta scotch y le tiramos vodka encima, para
la infección. Raúl asomaba por la universidad con el cabello trasquilado y
moretones. Había estado, según él, en combate pugilístico.
Nos arrastrábamos
igual a soldados en trinchera desde la esquina de los kioscos de la Aroma hasta
una carnicería enfrente para secuestrar carne y secuestrar el hambre. Pedíamos
a las vendedoras callejeras de pollo frito que nos tostaran esas piezas sangrientas
en el mar de grasa que desechaban. La Beauvoir es una puta, decía Raúl, y
nosotros pendejos.
Julio se fue a
los Estados Unidos, unos días antes que yo. Filadelfia. Compró una
identificación y una residencia falsa, “chuecas” se llaman. Anduvo de short en
verano y de abrigo en invierno. Nos encontramos en los mercados, entre zuchinis
podridos y papas de Idaho. Había una mujer de Nicaragua, la “chupavergas”,
según Julio, y su boca era como las guindas gigantes de Colomi, en los altos
cochabambinos.
Escribiría más
pero significaría privarme de una fuente extensa exquisita y brumosa de las
andanzas de mi amigo. Cuando el genio falta, las buenas historias suelen cubrir
los orificios. Me acuerdo de él, desnudando a un ebrio en el sur, al mismo
tiempo que un ex policía adscrito a nosotros se medía los zapatos de la víctima.
Lo he visto en el amanecer noche de Gallaudet con una caja de lechuga iceberg
sobre los hombros. Fuck you, bitch, increpaba a Joe Day mientras este se
agarraba los huevos y le decía que le partiría las nalgas con terrorífica verga
negra. Nos divertíamos así; entre pobres la brutalidad invita a risa.
Mi hermana Elena
pone en su portal de Facebook que te quiero mucho Julius. Y cómo no.
Ska en el
tocadistos. Ahora Londres, después Kingston.
12/01/17
__
Texto incluido en
LA PICARDÍA EN COCHABAMBA (Edición de Ramón Rocha Monroy y Gonzalo Montero
Lara, KIPUS, 2017)