Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Ni sé ya si la memoria se confunde, o se conjuga, con lo onírico. Visité Braga, claro, seguro. Adrián Antezana me esperaba en la estación de trenes. Una hora desde Porto, Oporto. Del Duero a la Edad Media, del fado al silencio –pensé- pero no fue así. Vino y pinga, como llama o povo brasileiro a la cachaça, ron de pobres. Era una fiesta, parafraseo a Hemingway. No París sino Braga, iluminadas sus rocas medievales, la supuesta santidad milenaria que da escozor en la espalda cuando se piensa en el horror de la religión y su saña. Escolaridad por otro lado, erudición, letras y el magnífico elixir de uva portugués como secreto guardado por monjes que serían maestros y asesinos a su vez. A la vez.
Esperé en São
Bento, de camisa roja cuadriculada. Polera debajo, como acostumbro, de jubilado
protegiendo los pulmones, o de elegancia de dandy paceño. De reojo miraba el
reloj digital de la estación. Trenes modernos, multitud. Hermosos azulejos
pintados con escenas históricas. Épica de una nación que se echó al mar pero
combatió en tierra a moriscos y africanos. El frío azulejo, de obvio tono azul,
se multiplica en las paredes. Esa pieza ornamental es gloriosa en Portugal. Fotografié
sin pausa ni desgano Santo Ildefonso, iglesia del siglo XVIII en Porto, porque
encarna la belleza tanto como la inmortalidad. ¿Arquitectos de Dios? Los
masones dirían que sí, todo es cuestión de compás y medida.
Desayuné
antes de ir, supongo, en uno de tantos cafés alrededor. Entusiasmado por el
inicio de un viaje que sería mi retiro a lo Rimbaud hacia el olvido. Error que
me cargué con dos maletas y no con una pequeña mochila de bersagliere que me
hubiese permitido mis lapiceros, un par de libros y ropa interior de Victoria’s
Secret que me compraría amor.
Se ha
nublado en la calle Clarkson mientras escribo y escucho a Balakirev. Tiempo de
preparar un ron de macadamia, rojo tinto, con Sprite, limón y hielo. Salir a la
terraza y revisar si la papa que sembré delante de la casa se ha podrido o
parió. Cuarteé el tubérculo como vi hacerlo en Pocona en los años 80, cuando
sembramos bajo el sistema de compañeros y tardamos tres días en cosechar
mientras bebíamos 72 horas un infame alcohol de caña. Veremos. Llueve y no
faltará agua, aunque este calor de verano parece marciano. Penumbra de las dos
de la tarde. Alivio después del fuego.
Lo nublado
se convirtió en torrente del cielo. Me recordó los imprevistos y pavorosos
temporales que se abaten sobre la urbe de São Paulo. Entonces arrastraba el agua toneladas de basura. Cambió, no
puedo decirlo. Lo asocio con el café caliente en copas de vidrio con agarrador
y funda de metal. El boliviano que me acompañaba pidió no sacar billetes
grandes, que aquí te cortan el cuello por poco, aseveró. Creo que murió ya; yo
sigo vivo. Cortado o ultrajado, lo ignoro, ni me interesa. ¿Poco apego por la
vida? La de algunos otros, por qué no.
De la estación de tren, Adrián me llevó a su casa. Su linda esposa y el
pequeño hijo colmaron las expectativas de amabilidad. Adrián pidió permiso para
la noche, para quemarla, inmolarla, sacrificarla a la fiesta nacional nuestra,
la patria grande que es chupa eterna y no otra cosa.
Nos acicalamos, y entre llovizna portuguesa, medio inclinada, comenzamos
el periplo de los bares. A esa hora todavía los parroquianos no dejaban el
hogar. Como en España, aquello comienza a las diez. Los bolivianos a las diez
de la mañana, costumbres ancestrales dirán, el imperio de Momo. También en el
norte argentino, quechuas lo mismo, mimetizados en otra pronunciación pero
enmarcados en la raza. Argentinos que a “chunku” dicen “shunko”, según
resaltaba mi padre, quechuista inteligente, refiriéndose al autor argentino
Jorge Ábalos que escribió una famosa novela, que llegó al cine, con ese título.
Del primer Shunko Ábalos vienen los que siguen, incluidos sobrinos míos, hijos
de la bella Matelé Coqueugniot.
De esa odisea alcohólica, que culminó a las seis de la mañana y a la que
siguió paz de tumba, hablé un poco ya en un texto sobre los tatuados, amigos
brasileros que habitan Braga, estudian, enseñan, y que retornaron a la pinga
con avidez. Hubo una muchacha judía dueña de bar. Hermosa como Rebeca y
peligrosa como Judith, la acosé sin descanso por diez minutos. Supe que el
sitio mataría al sitiador de hambre y no al contrario. Me retiré, no cabizbajo,
sino mirando con la nuca a la sin par María, patrona de un concurrido bar de
intelectuales donde nuestras maneras salvajes, cerriles y selváticas, no
cayeron muy bien dentro de la sofisticación progre de los eternos salvadores
del mundo, lenines con casulla de dominicos.
Hace poco me contactó Luciano Mata, uno de los amigos brasileños de
entonces. De la cabeza a los pies el hombre ilustrado de Ray Bradbury. Cierto
que los universos pegados con tinta a su piel pronto se doblegaron a la falta
de coherencia que la pinga atrae. Las flores se hicieron espinos y el tamanduá
trepado al árbol, si hubo alguno, cayó en la fosa de la melancolía que es un
mar lechoso que ahoga.
De ida y de vuelta, a pesar del empeño cochabambino que pongo en la
fiesta, no dejé de observar los murallones, las sombrías torres, monumentales
templos. Mi mente, que bailaba cumbia o forró, fotografiaba sin embargo las
piedras cargadas de sufrimiento y de historia. Festejar no implica olvidar. Si
bien no era ahora tiempo de ponerse la faca entre los dientes para el degüello,
no se podía no pensar en ello. No he leído si Braga era solo académica ni los
entretelones de las guerras de religión. A veces es bueno no saberlo y dejar
remar la imaginación por aguas tan verdes como las de Yellow Submarine.
Porto tiene monumentales piedras talladas también. El barrio antiguo
sobre las colinas y sus vericuetos urbanos forman parte de ellas. Pero Braga es
quizá más esparcida, abierta, y los edificios resaltan como hongos del
amanecer. Converso con Adrián y me dice que disfruta de la pequeña ciudad, que
en ella tiene todo lo que le hace falta, además de la tranquilidad económica.
Ni para decir que es de espíritu sedentario; anduvo por los emiratos y el
Japón. La familia es el plomo necesario, ajustable, que mantiene tieso el hilo
de pescar. Con él, gracias y por, no solo la bonanza proviene de río revuelto
sino de aguas mansas. Algo que no supe hacer, que desequilibré con constancia
malhechora. Quedan las hijas, pero la pareja, siendo la argamasa fundamental de
la edificación, ha sido lavada como mezcla débil de arena y cemento que jamás
pasará de levantar un piso y deshacerse. ¿Castigo o bendición? Está nublado en
la calle Clarkson norte. Al fondo de los callejones de Braga siempre había un
imponente monstruo levantado desde la fe. Hombre de poca fe, siervo sin Dios,
oveja hecha cabra montés. A pesar de ello sé sentarme a observar con respeto y
una tranquilidad como de Valium, los delirios de la, otra vez, fe. Me sometirán
el día del juicio que nadie ha comprobado si sucede en serio, a la prueba de
caminar sobre brasas. Si no me quemo tendré santidad; caso contrario olerá a
parrillada, corte mitad argentino con bestiario boliviano. Entre suave e
incomible, mucho de sal y una taza de pimienta negra, que con la blanca nunca
aprendí a cocinar.
Dime tú, mientras reviso fotografías de Braga, si esas iglesias me
sobrevivirán. No cargan la certeza de lo efímero que concentro yo. Son piedras
y yo de carne, de arriba abajo pecado original.
Me atraen las torres. Miraba las puntas de la catedral de Amiens, la
torre detrás de ella, desde donde lanzaron a los niños en cruzada para que el
maestro Schwob contara sus huesecillos como chuis. Los vendieron en el bazaar,
a la sevicia de sultanes y orgiásticos mamelucos. Desconfío de estas paredes
tan tranquilas, donde uno sin mucho esfuerzo situaría alguna divinidad para
adorar. Torres de Braga que se ocultan. Lo bueno de la sangre, para quienes la
derraman, es que se seca y se transforma en viento. Con ella el simún que
atraviesa Palestina se tiñe de bermejo y parece que nada ocurriera, que el
mundo sigue un cauce indetenible de santidad.
Evaporo los humos de demasiada cerveza, las úlceras del potente ron
blanco y no tengo chiles picantes para cauterizarlas. Dormitando en el tren que
me devuelve a Oporto, mirando los increíbles ojos de una mustia portuguesa, los
muros de Braga, de un amarillo que les daban los reflectores, me obligan a
sentirme chico, a denigrar el día siguiente que consistirá en comer chorizos
con papa frita y peri peri, desayunar en el hipermercado de enfrente, recordar
mi casa en ruinas, las máscaras punu que volvieron a la tumba de donde las
arrebataron.
Espero en el aeropuerto de Gatwick, Londres, el avión que por cien
dólares me llevará a Porto. Por ahora no pienso en Braga sino en Lisboa. En
Vigo también por palabras de Paz Martínez. Son los primeros días de una
aventura que comienza formal, enloquecerá, y habrá un retorno pausado hasta el
nuevo ataque epiléptico de deseos y amores, de fiesta brava, baile y vino. La
monástica Braga será un bálsamo, lo admito, porque en medio del desenfreno
ponía como flashes de cielo e infierno sus inconmovibles piedras, voces de
coros antiguos, misas que todos necesitamos, el cómo va de cada uno.
Llaman al pasaje. Miro Londres debajo; poco puedo ver. Al otro lado del
mar me siento en un tren, es octubre, y el boleto dice que voy a Braga. He de
escudriñar la historia. Beber de ella. Encapricharme y ya de lejos escuchar la
lluvia mientras recuerdo y escribo, mientras escribo para recordar.
19/06/2021
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Publicado en la revista NÓMADAS (de Roberto Navia Gabriel), 29/06/2021