IVÁN CASTRO ARUZAMEN
A mi
hermano Elvis Castro Aruzamen
y
nuestras largas charlas sobre el exilio voluntario
La
situación de los inmigrantes en la actual aldea global no solo es precaria sino
que son despojados de los derechos más elementales que todo ser humano tiene.
Como dice el filósofo cubano Raúl Fornet-Betancour: “la inmigración no es el
«problema». Si hay un “problema” con la inmigración, estaría más bien en la
manera cómo respondemos o nos comportamos ante ella”. “Y es que la globalización
neoliberal no se orienta en los principios de la justicia y la igualdad, sino
en una lógica de mercado capitalista que se concretiza en la expansión de los
intereses del capital de las empresas y grupos hegemónicos de los países ricos.
La globalización (neoliberal) no universaliza la humanidad; globaliza sus
intereses; y es por eso que, en su figura neoliberal, la globalización es
incompatible con un proceso de universalización de la justicia y la igualdad”.
En este contexto se ubica la novela de Claudio Ferrufino-Coqueuniot, El
exilio voluntario. Adentrémonos en su lectura…
El
exilio voluntario,
novela de Claudio Ferrufino-Coqueugniot, se adentra por los vericuetos, no de
ciudades fantasma o alegóricas –Macondo o Santa María– sino esa que nos ha
tocado vivir a finales del siglo XX e inicios del XXI; los recorridos
nocturnos, la prístina aparición de una madrugada, la incursión en un
prostíbulo o los ajetreos sexuales de un curioso en tierras movedizas de una
cultura ajena y la búsqueda de trabajo para sobrevivir, son las señas de una
ciudad, devastadora de sueños y tremendamente cruel con lo humano; El
exilio voluntario no es sino una abominable experiencia de
desesperanza frente al sueño americano; Carlos Flores, un universitario que
deja el provincianismo de su ciudad por el norte opulento, es el vivo retrato
del no ser en ese mundo –el norteamericano– tejido por la ambivalencia y el
consumismo desenfrenado.
El exilio
voluntario es una novela del invierno humano. Sí. He recorrido este invierno
del errante Carlos Flores, entumecido por el frío de Virginia o Arlington;
Claudio Ferrufino- Coqueugniot, con su Exilio voluntario, es ya,
dentro de nuestra novelística, una nueva rúbrica literaria, como un viejo
maestro de la libertad, la cultura, la crítica, la acracia y el sexo; por
supuesto, no es un Henry Miller –en su tiempo fue considerado el pornógrafo más
violento de Europa y América– a la boliviana, no, lo que Ferrufino-Coqueugniot,
hace es abrir la novela en Bolivia a un estilo de prosa desmedulada, informal y
lírica, rompiendo con el rigor de la novela estructural indigenista, minera, de
la guerrilla; fue Wolfango Montes Vanucci, en Jonás y la Ballena rosada, que
incursiona en el desmontaje de esa novela estructural, por medio de una prosa
descarnada y llena de humor; este rompimiento, del Exilio voluntario, con esa
novela puritana de las décadas anteriores a los 80, no sólo postula una
renovación estilística, en su modo y manera de abordar la cotidianidad, sino,
que además, desenmascara la concepción puritana de la vida, muy enraizada en la
conciencia de la sociedad boliviana (en la calle, el barrio, la familia, la
institución); el Exilio voluntario es un libro (novela) sobre el libro de la
migración, el desplazamiento humano, la inculturación, los derechos humanos,
lírico y vivo, sórdido y caótico, pero, sobre todo, es la recuperación del
tiempo, a través de la memoria y la experiencia.
Los
desplazamientos humanos, si bien han sido desde siempre, parte de la historia
humana y que no hubo sociedad en la que los hombres, no desearan explorar
nuevos horizontes, en todo tiempo y lugar, no será sino hasta el siglo XVIII,
en la Rusia Zarista, que el desplazamiento libre, sufrirá las primeras
restricciones; a partir de ahí, el ingreso y salida de un territorio estará
sujeto a condiciones y exigencias. En pleno siglo XXI, cuando los nuevos
odiseos (migrantes) en el planeta han llegado a porcentajes insospechados, y
las más de la veces movidos por la pobreza y la construcción de un nuevo
horizonte; para muchos Estados, el desplazamiento humano de principios del
siglo XXI, no sólo es un problema de dimensiones político-económicas, sino una
cuestión de seguridad nacional; Claudio Ferrufino Coqueugniot, dibuja con
maestría y sencillez y una plasticidad sugerente, con sólo contarnos los
sinsabores de un desayuno y un almuerzo insípido donde tres o cuatro fideos,
son la esperanza del mañana; el universitario que deja su patria, Carlos
Flores, mientras carga verduras y frutas, al lado de una negritud americana,
mucho más solidaria que la bolivianidad del desplazamiento, nos sumerge en la
experiencia de los apátridas del siglo XXI.
Ferrufino-Coqueugniot,
pongueando y todo, escritor y desplazado voluntario, para un país como el
nuestro, además marcado por ciertos radicalismos encontrados, un racismo
incontenido y abigarrado, es un ventarrón de libertad, de crítica epicúrea y
digestiva, hacia todos los solapados verticalismos de izquierdas o derechas, a
una mística (apócrifa) alimentada por un martirologio exangüe de los caudillos
del pasado, pero, sobre todo, frente a una mentalidad revanchista y retrógrada;
la narrativa de este boliviano, de poderosos bigotes nietzscheanos y un poco a
lo morsa, taciturno, apacible, que habla despacio, sin prisa, que lleva a
cuestas un exilio voluntario, y del cual ha hecho literatura, conciencia crítica,
reclamo por la construcción de una identidad nacional, con las simples armas de
una exuberante imaginación y convicción de que es urgente construir una
identidad que defina a los bolivianos, tanto fuera como dentro, más allá de
cualquier identidad asesina (Amín Malouf), esencialista y pura; el exilio
voluntario es un canto homérico, en las terribles tempestades de la vida
contemporánea, en la orgía de las cosas y los recuerdos; después del Exilio
voluntario, de Claudio Ferrufino-Coqueugniot, los teóricos y defensores de la
novela social y canónica en Bolivia, deberán revisar el irracionalismo mágico
del panfletarismo literario, del cual Ferrufino-Coqueugniot, no abomina
totalmente, pero, sobre el que tiene una mirada crítica.
La prosa
del Exilio voluntario, está en contraposición de todo funcionalismo literario,
anclado todavía en un manido esquematismo tradicional; pues, poco importa si el
granado espermatozoide del talante literario de Carlos Flores, se derrame entre
nosotros o los imberbes escritores del mañana, pero, sí, dejará para fecundar
su semilla espermatozoidal de la imaginación y el estilo informal, el sentido
de libertad o el sexo como último reducto de una cada vez más olvidada libertad
humana; asimismo, se constituye en crítica feroz, frente a imaginarios
nacionales empeñados en definir nuevas identidades inciertas y racistas, y es
que los bolivianos, nos dice, Ferrufino-Coqueugniot, “no habían abandonado las
taras nacionales. Mezquindad y envidia, llegaron con los aviones, los camiones,
con la inmigración. El hecho de la distancia podría haber aliviados esos males
y no era así. Unos contra otros, el imperio de la cofradía que debía haber sido
se convertía en adulterio, hermanos engañando a hermanos, la ostentación como
regla”; pasiones humanas, capaces de distanciar a los hombres, diría Francisco
Ayala; Ferrufino- Coqueugniot, también, constata que estas pasiones pueden
hundir a los seres humanos en la “angustia –y– en la soledad de la muerte”.
El exilio
voluntario (migración) o involuntario, choca estrepitosamente con la terca
realidad de un medio ajeno, alienante, más no por eso menos cruel que el suyo
propio; y es que el desplazado, el mojado, el sudaca, se encuentra en medio de
la selva urbana del norte entre la espada y la pared. “Virginia es un campo de
guerra donde hay que pensar en comer”, dice Ferrufino-Coqueugniot, desde lo más
recóndito de ese su exilio, además, dramático y desesperante; “el día se
estrecha y no olvido que sin trabajo no como”, dirá Ferrufino-Coqueugniot, en
la soledad más sola del mundo, expresando así el dolor de los nuevos parias del
siglo de las migraciones a gran escala, de aquellos que se fueron persiguiendo
un sueño (americano, europeo, japonés, israelí, soviético…) y conocen de esa
estrechez de un día sin trabajo y sin esperanza. “No me pasó nada, qué más
puede ocurrirle a un pobre, aparte de su hambre y de sus harapos”, el despojo
completo de su dignidad de ser humano y el exilio interior además de
geográfico. “Mi hambre de voces es más extensa que la de mi estómago”, es
decir, para nuestro autor, la pobreza material es mucho más honda debido al
desarraigo y la nostalgia por el pasado. No en vano, el acontecimiento más
importante del siglo XX, “el reconocimiento de los derechos del ser humano”,
más allá de lo jurídico y cómo ya criticara Heine –el más heterodoxo de los
pensadores alemanes del siglo XVIII– al romanticismo goethiano, su divorcio de
la realidad y cómo la teoría estaba por delante y otras veces por detrás de la
realidad, Ferrufino-Coqueugniot, sabe y en carne propia, que la ley no sabe de
hambre y miseria o finalmente, no toma en cuenta al hombre en cuerpo y alma;
por esa razón, la voz literaria del Exilio voluntario, muestra las cicatrices
que deja el despojo material, con más verosimilitud que teología o ciencia
social alguna, pues, como dice el autor, “mi pobreza no tiene valor de poética,
quiere comer, sobrevivir, devorar a mis congéneres, tener mi cama, mi
televisor, mi mano que tome un libro y se prepare un té, algo propio”; el
desplazado del siglo XXI, no sólo está fuera del alcance del derecho
internacional humanitario, sino que además, el derecho no habla de la pobreza
humana; y con una vehemencia implacable, Ferrufino-Coqueugniot, denuncia la más
terrible de las enfermedades humanas de todos los tiempos –en la misma línea
del filósofo cubano, Fournet-Betancour, para quien no existe sociedad humana en
la que un hombre no le haya infringido sufrimiento a otro–: “nosotros nos
movemos, insectos que somos, donde no se mueven los blancos”; el derecho
contemporáneo, ontologizado en el momento de su positivación, olvida
dimensiones tan importantes como la soledad o el hambre de quien no trabaja y
que sin trabajo no pueden existir derechos ni de primera ni de tercera o cuarta
generación. Con tono desgarrado Ferrufino-Coqueugniot, dice: “Aquí estoy solo y
nadie me regala nada y si he de devorar devoro, y matar mato y el mutismo de mi
rostro refleja un cansancio moral”, cansancio que ha alcanzado a casi dos
tercios de la humanidad, porque los derechos inalienables de las personas es
por el momento un mito y un sueño por alcanzar.
El exilio
voluntario está impregnado por un recurso poderoso a la memoria, porque no
olvida los entretelones de un desplazamiento accidentado; de ahí que empiece
diciéndonos el autor, “si hubo una primera alegría en este país, al principio
de mi exilio voluntario y mal pensado, fue el espacio de los primos”, la
consanguineidad, la parentela, pero, los que no cuentan ni siquiera con eso, se
convierten automáticamente en apátridas, por tanto, sin derechos ni memoria
alguna; la memoria de Ferrufino-Coqueugniot, si bien es recuerdo, sobre todo,
es posibilidad del lenguaje: “Y en cuarenta minutos quiero aprender todo lo que
pasaba por mi vida antes y que no miraba. Tarde ahora para hacerlo pero no para
hablarlo”; por tanto, si el recuerdo aviva la memoria y hace posible la
construcción del lenguaje –no sólo el literario– también rescata el olvido:
“por un instante olvido que me fui y vine, siento como que volví, mejor
incluso, porque retorné en el tiempo y hablé de cosas que se habían olvidado”.
Asimismo, esa memoria, por un lado, melancólica, pero, por otro, mantiene vivos
los lazos con el pasado, aunque ausente y lejano, para hacerse presente cada
vez que el lenguaje lo nombra. Ferrufino-Coqueugniot, sabe que su soledad y
memoria son los antídotos frente a la deculturación o desarraigo absoluto, por
eso nos dice, “aquí estoy solo y la soledad es como cargar dos bolsas de
cemento a la vez, entre el camión y las mesas de la Marmolera Urkupiña donde
trabajé”.
El
desplazamiento humano, la ausencia de derechos y la memoria, muchas veces
teñida por la melancolía, son elementos que se entretejen a lo largo del texto;
Claudio Ferrufino- Coqueugniot, en El exilio voluntario, nos muestra el rostro
de los apátridas, de los nuevos odiseos, la novela de la sobrevivencia en una
sociedad del riesgo global y los muros electrónicos; es una voz, que se alza
para reclamar desde la periferia en el opulento norte, la urgencia de construir
sociedades del vínculo, la democracia, la libertad, los derechos, la
interculturalidad, más allá de las fronteras políticas. Corremos el riesgo de
que si “no somos bolivianos. No somos nada”.
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De
INMEDIACIONES, 06/04/2019