Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
En el panel del
carro la foto de Tatiana haciendo ejercicio. Dios, esas piernas, saber que se
podrían tocar, desnudar las zapatillas negras de sus pies largos, chupar sus
dedos, subir la mano y encontrar la nube que quizá es sombría aunque debiese
ser blonda. En la radio se intercalan Ada Falcón y Adonirán Barbosa, en un cedé
que me preparó Jairo, en el mercado de frutas, además de una compilación de
videos que guardan 22 años de pasión y carne, de sonrisa y afecto.
Tatiana tiene 33
y anuncia que es pausada, calma, sensata y cuerda, que no puede caer en las
redes de un viejo pedigüeño así por así, que para ello la luna tiene que
tornarse púrpura y el profeta Elías atravesar con su carro de fuego el lago
artificial de Aurora, Colorado. Miro arriba por Elías y nada. Un búho tan viejo
como yo pero más grande vuela tranquilo a ras de tierra chillando.
Tango, vals,
samba. Hasta hace poco no podía escuchar ninguno de los tres. La pesadumbre
había matado la música o, lo que es peor, se había apropiado de la música y
tenía fauces de quimera. Esta noche no. Tatiana tiene las dos piernas
levantadas, calzón y sostén negros. Solo imaginar que esa piel blanca se podría
ver de noche, que hallaría el camino justo, y justificado, de su amor, que
entraría en él como ladrón y terminaría como mandarín, exhausto, seco en el
lago de su deseo, macilento y amante.
Me pregunta cómo
ilustraré este texto. Envía un manojo de cuerpos semidesnudos y albos. Mínimas
ropas que cubren lo que más interesa en la vida y en la tierra: el pecado. Se
sorprende que alguien redacte un texto para ella, sobre ella, dentro de ella.
Sonrío, porque un escritor no explica, sonríe. Ajusto los lentes que compré en
Walgreens, que creí sobrios y resultaron con motas azules, pero bueno.
La veo sentada en
un mesón: camisa blanca, ropa interior negra, medias hasta las rodillas. Beso
los muslos, están entre frescos y tibios, se estremecen. Luego apago la máquina
de escribir, enciendo las luces de neón y casi diré que estamos entrelazados en
un lupanar de Shanghai, el París del más allá, y que cuando termine estaré
muerto y arrojado al mar de la China. Las rayas gigantes devorarán mi sonrisa y
mi reloj será tragado por un pez para otra saga de Tolkien. Desde el piso
noveno ella estará observando, con su pequeño perro moteado, acariciando el
último libro que escribí y garabateé en ruso mencionando a Esenin. Corta vida,
esta, corta.
2018