Sunday, April 26, 2020

De libros...



Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Leo un texto de Miguel (Sánchez-Ostiz). Habla de Moravagine. ¡Cuánto me gustaba Cendrars! Hablo como que hubiese muerto. Y sí. Y su brazo murió antes que él. Extraña sensación de ver morirse partes de uno. Al brazo del terrible Stonewall Jackson lo enterraron con honores militares, en el Shenandoah, creo. Ese de los esquivos chipmunks y sombríos árboles de hoja caduca, a donde Mirella Suárez, recogiéndome de Rockville, Maryland, me llevaba alguna vez.

Los libros. Estoy en el chat con Tatiana, de Kherson, el Quersoneso griego, donde las naves que asolaban Ilión iban a cultivar la tierra para alimentar a los guerreros. De la costa de Turquía subiendo hacia el Bósforo, cruzando los Dardanelos, atravesando el Mar Negro. Allí donde está la Roca de la Perra, Hécuba petrificada.

Quería escribir de libros pero dejé el ordenador por unos días y ahora seré más amplio. Aparece una fecha, 26 de septiembre, y la anoto porque entonces deberé viajar a Poltava. Tengo cosas de alma que solucionar allí, y convivir un poco tanto con las almas muertas de Gogol como con los fantasmas soldados del campo de batalla. Septiembre es casi otoño, mejor. Recuerdo mi paseo entre los edificios de apartamentos de Kharkiv, con hojas derramadas y luz taciturna. Un café en ese ambiente da el espíritu propicio para la literatura. En un banco vecinal, abandonado, con las señoras volviendo de compras, modestas, con pañoleta en la cabeza. Tengo que ver a Irina.

Iba a poner música; me detengo un rato. Prefiero terminar el texto antes de distraerme, aunque siempre he escrito con música. Mi novela El señor don Rómulo es una cueca larga, a piano y batería. El exilio voluntario iba desde Cohen hasta Steppenwolf, y Muerta Ciudad Viva con acordes étnicos de Zanzíbar y de Rumania ¿extraño, no?

Los libros… Anoté en Facebook sobre Los muchachos de la calle Paal, de Ferenc Molnar. ¿Qué edad tendría, 10? Esta guerra de “pandillas” entre dos grupos de muchachos alrededor del Jardín Botánico de Budapest me marcó. Nunca tuve la oportunidad de hacer algo similarmente épico. Escaramuzas hubo, con otros grupos y otros colegios, puñeteaduras colectivas con los del Don Bosco en lo que serían los predios del Parque Arqueológico. Inauguré una, con una ráfaga de golpes que se estrellaron en la cabeza de mi pequeño contrincante. Levanté el brazo y dije “basta”, dando lugar al segundo encuentro. Hasta que vino la policía en esos pequeños jeeps blancos que llamaban Blancanieves. Creo que aquel hombrecillo ya murió. Estamos en tiempo de cosecha y nosotros somos la mies. Se llevó mis golpes, como Facundo se llevó consigo, de acuerdo a Borges, diez degollados de escolta. Era en Barranca Yaco, en Córdoba, mi Córdoba, la de mi madre, la de mis hermosas primas. La Córdoba que en Ojo de Agua, borde con Santiago del Estero, cocina los mejores chivitos asados del mundo. La Córdoba del cine de Tarkovski y Wajda. La de los disparos y las bombas en la noche lluviosa. Hacía ocho bajo cero, recuerdo… todo.

Algo que nunca volverá. La cama de mi hermano Armando, el mayor, daba a la ventana. El sol de la tarde caía sobre ella y la hacía tibia. Cuando él no estaba me echaba a leer Los Miserables. 200 páginas de Víctor Hugo al día, en dos tomos. Lo leí tres veces, inolvidable. Por eso aquel hombre arrastró una multitud de un millón para su entierro. Fue inmenso. Por él conocí las islas del canal, las de su exilio. Jersey y Guernesey. Y tanto más. Harry Baur hizo de Jean Valjean en cine memorable. Lo torturaron a muerte los nazis, como al recluso de Tolón que sobrevivió y se hizo santo, sin ser santo. Tirado debajo de un carro de heno cargado y levantarlo con las espaldas que solo un convicto podía tener, para sospecha del listo Javert. Gavroche… Thénardier, la revolución de 1832, Les Halles que busqué sin encontrar, el Patrón Minette y las catacumbas excrementales. Hugo. Víctor Hugo.

Ahora sí, música. Magnificat a 12, Gabrieli. Selecciono dos fotos para el texto, Duchamp y el desnudo en descenso de escalera, e Irina del desnudo brazo los grises ojos y sonrisa. Las voces se elevan hasta el alto techo de la casa vieja. Hay silencio afuera. Las vecinas, a las diez de la noche, conversaban de plagas y políticas. Estarán durmiendo. Yo vivo cuando ellas mueren y viceversa. Vida en superficie y debajo. Topo de ojos ciegos y garras. O águila que encrespa el cuello. No deseo ver a nadie. Conversar con hijas y amigos, dejar que el día se escurra sin temor, protegido por tenores y sopranos. ¿Hay virus? ¿Dónde? Veo una hilera de automóviles quietos, un cuervo que observa, no grita. Casas rojas, cielo azul. Año 2020, hasta ahora el año aciago.
26/04/2020

Thursday, April 16, 2020

Texto de siempre y de no sé cuándo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Día del trabajo. Eso es, 10 horas a destajo. 13, 14, 16. Los años pasan, me aconsejan. ¿Qué años? Se vive y se muere. Nunca fue feriado acá, y los mártires, en Chicago, nadie sabe dónde están.

Estos días fui pensando textos, artículos, notas. Al llegar, primero hacer algo de comer. El departamento es iluminado y solo. Luego, modorra; luego, cansancio y sueño. Así perece la literatura imaginada, se va difuminando, no se recuerdan palabras, el argumento se desmantela y quedamos tirados sobre la cama hasta que un ruido, no alguien, nos despierta.

Converso con Irina. Pasé por Poltava, sería la tarde. Supe que en esos campos extendidos, la tierra negra, combatían para siempre suecos y rusos, y ucranianos con Mazepa. Me escurrí del bus que me devolvía a Kiev, donde nació Zuzanna Ginczanka, detrás de quien ando hoy que nieva y la pandemia camina con larga hoz segadora. Se acercó a un chofer del trabajo; se llevó a Luis Sepúlveda. La muerte no distingue entre letrados y no letrados, aunque permite al Dante caminar por el embudo sin tocarlo. Hasta que…

Converso, escribo. Le digo que quiero de la mano pasear por el parque con la estatua de Gogol, que le escribiré a mi madre, donde esté, cuando visite la casa de Nikolai Vasilievich. Habré encontrado las almas muertas que leí a mis 11 años y tú, mamá, a tus 46.

Árboles del Parque Gorky. Un período de tiempo tan breve y tan intenso. El laberinto de espejos. El té en un día que enfriaba. La rueda Chicago sobre Jarkov.

El baño de tina se evapora como café abandonado. Deseo meterme en él, ahogarme, salir helado y cubrirme de las mortajas sobre mi cama. Vida simple, encender el video, caminar por las villas señoriales que describe Turgueniev y que muestra Nikita Mikhalkov. ¿De dónde esta nostalgia por la mies ruso-ucrania? En un sueño de mis padres habrá crecido, en Netochka Nekrasov, Editorial Tor, Buenos Aires. El pasillo de casa tenía esos ladrillos transparentes. La biblioteca negra estaba allí. El piso era de mosaicos hechos con trozos de mármol. Lo sé porque fui obrero marmolero, atenazado por la miseria del amor y presto para el castigo. Primero con el combo, a partir las rocas a mano cruda, de ampolla y sangre; luego a despedazar las sobras que no iban para mesones, con martillos o cinceles. Armar el cuadro de metal, vaciar el preparado para el mosaico, poner los trozos rotos y multicolores de piedra, secar, pulir. Esos mosaicos tenía el pasillo de casa, donde leí Netochka y también el Zaratustra de Nietzche.

Dos cuarenta y dos. No he oído de mis hijas. Ligia escribe a ratos y de a poco desde el mundo de las suyas. Khalil Gibrán lo dijo claro acerca de los vástagos y las pertenencias. A algunos les cuesta aprender. A todos les cuesta morir.

(–mas arraigar en las palabras tan gozosamente
y enamorarse de las palabras tan fácilmente–
basta tan sólo tomarlas en la mano y mirarlas bajo la luz como un borgoña), escribía  Zuzanna Ginczanka (en Gramatyka), quizá desde su Rivne (Rovno), el mismo de la madre de Amos Oz, ciudad judía al norte de Lvov, camino de Pinsk y el aciago Pripyat.

Confundo el lago Peipus con el lago Ilmen. La dulce cintura de Milana recuerda que el Ilmen toca sus caderas, mientras que el Peipus hundió la amenaza teutona en el siglo XIII; en vano porque volvieron el 41, sangrientos como coyotes. Se llevaron poetas, niños y mujeres. Las cloacas del este se llenaron de voces y el silencio de las tumbas espesó el bosque hasta hacerlo impenetrable. El odio insultó las paredes de Zamosc. Qué hablar, pensar, decir. Amanece con tonos púrpuras y azules. El agua sacia la sed pero no humedece. La garganta seca, se  seca, ya no recita ni musita. Los labios no besan ni profieren dulces vicios al oído. Trabajo, horas y horas como oruga de tanque sobre nuestra espalda crujiente. La historia aquella de Siberiada, el filme, con el hombre construyendo con troncos el camino hacia un no se sabe dónde. Ni el cómo, ni los besos que prometiste, los huesos que querías que yo royera de tu cuerpo. Envejecemos; cojeo el tobillo roto, pero mi mente es más que mi cuerpo y domina el dolor.

No tengo tiempo. La mayoría lo consumo en labor. Río cuando me hablan los proletarios de la política, lleno su estómago de pobres. Buen alimento, los pobres. Treinta años de músculo no me enseñaron ni a sostener el lapicero bien. ¿De qué lapicero hablo? ¿De mis dos dedos?

Agua que hervía agua que enfrió. Entre contestar cartas eslavas y cuatrocientos años de música provenzal. Zymborska nace en Ginczanka. Sobre esos cielos no vuela Superman sino los judíos verdes de Chagall, cabras con rostro humano y novias alargadas a la manera de Modigliani y tristes como en Kusturica. No puse velo de novia encima del rostro de las que amé. Me recriminan por eso, supongo. Tanto pelear por independencias y resultamos un trozo de greda seca, ni siquiera adobe. 

Nunca doblé rodilla pero el destino apalea hasta el extremo de que un día no me sostendrán más. Todavía no llega pero acecha. Tiendo sábanas rojas para el cuerpo de Halloween de Irina. Telarañas alrededor de los ojos. Desvarío o soy consciente. Nadie lo sabe nadie me ve. No es culpa del virus; la peste nada que ver tiene con mi soledad.
16/04/2020

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Fotografía: Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Sunday, April 12, 2020

Gloria en Quillacollo

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Siempre hierba y pechos. El sol quema la espalda, la mermelada y las galletas...

Calles, cañas huecas, eucaliptos; agachados a encontrar un espacio de cama, aunque llueva y el barro y las hojas muertas nos pinten las piernas de olor.

Pero no nos sentamos más con los vasos amarillos.

Diez años. Los amigos arden los edificios de la ciudad de Los Ángeles (parecen rojos tulipanes). Diez años; tú o la ciudad, o tu sexo pavimento nuevo, oscuro, tibio, o tus pechos trepan al sol.
1992

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Imagen: Egon Schiele

Saturday, April 11, 2020

Paul Avrich, historiador del anarquismo/ECLÉCTICA


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Literatura e historia del anarquismo ocupan un espacio singular. Desde un casi casual encuentro con Bakunin, en la biografía de E. H. Carr, libro que siguió el destino de tantos otros y terminó en las intocadas bibliotecas de famosas mujeres de entonces, hasta los anecdotarios históricos de Archinoff y Maximoff, más obras de análisis para ya un total desencanto con la prédica marxista, esta literatura continúa abriéndose camino en la marea de libros que intento domeñar. Íntima e intensa mi relación con ellos.

 Mi hija se acerca hojeando "Life of an Anarchist", de Alexander Berkman, y me pregunta ¿papá, eres anarquista? Le respondo que quisiera serlo, que en la larga búsqueda quizá lo alcance, pero que el término se ha hecho a momentos tan ambiguo que difícilmente retrata lo que soy. Además, en los viajes de retorno a Bolivia me entero -sorprendido- de la abundancia del género, de movimientistas, octubristas, chinos, damas cariñosas y oligarcas que resultan ser ahora ácratas de siempre que me hacen parecer, en el furor de su verbo, un viejo mañoso con algo de reaccionario. Ser anarquista es una posición de vida y no una moda.

¿Por qué retornar al tema hoy? Días atrás, febrero del 2006, murió Paul Avrich, historiador del anarquismo. Recuerdo la portada de su libro "Los anarquistas rusos", en Alianza Editorial: el proceso de explosión de una bomba. Avrich enriqueció un sujeto al que yo dedicaba en el momento extensivo interés. Había incursionado en los detalles del populismo ruso, Herzen, leído todo lo que hallé de Bakunin, acabado y no completamente satisfecho con la visión que Piotr Kropotkin tenía de la revolución francesa. Teníamos en casa "El corto verano de la anarquía". Ese libro de Hans Magnus Enzensberger fue pivotal en el desarrollo de mi personalidad posterior, no en el sentido de enseñanza sino en el de ejemplo; no en la imitación pero sí en la importancia de permanecer fieles a uno mismo. Seguí con Volin, Rudolf Rocker, Max Nettlau, Anselmo Lorenzo, Malatesta, Eliseo Reclus y Ricardo Mella.
Hurgué en Max Stirner que resultó tedioso.

Tuve la alegría de vivir semanas memorables con miembros de la Federación Anarquista Ibérica (FAI) que conocí en París, y con quienes viajamos por tierra cruzando Francia entera, en un viaje que mi padre hubiera envidiado: Orleans, Bourges, Clermont-Ferrand, Narbonne, Perpignan, Barcelona... Nos reunimos durante la Internacional del 86 y decidimos el viaje a España sin proyectos de importancia. Castellón de la Plana, Valencia y Madrid. Cuando volví, sentado en la terminal de buses de Santa Cruz de la Sierra, en la mochila abierta destacaba "Bambule", de Ulrike Meinhof y el libro de Gastón Leval sobre las comunas de Aragón, amén de literatura de la que me abastecí en Valencia como si fuera alimento.

Volviendo a Avrich, me interesó sobremanera el aspecto étnico del movimiento social ruso que él destacaba. Contrariamente a lo que hubiera pensado, buena parte del terrorismo de fines del siglo XIX provenía de asociaciones judías. La idea del judío creyente y fervoroso -que también existía- quedaba al descubierto como una más de las expresiones de este pueblo, pero no la única. Nombres como Nisan Farber se grabaron en la memoria. Más adelante enriquecí ese punto con música revolucionaria en yiddish, triste y poderosa.

En Avrich aprendí lo que había sucedido en Kronstadt, 1921, cuando obreros, soldados y campesinos que estaban por la revolución se enfrentaron a la impostura bolchevique y terminaron masacrados por las huestes del fatídico Trotski. Ya le tocaría a él lidiar con el monstruo que había ayudado en crear.


Sólo son apuntes. Cada temática merece un texto aparte. Sin embargo mi intención era recordar a ese maestro que fue Paul Avrich, uno de tantos que enriqueció la historia de la anarquía, y que quiso validar la ejemplaridad de sus hombres y su ideario, que mencionaba a Bernard Shaw, a Joyce y a Eugene O'Neill como mentes privilegiadas a quienes sedujo el movimiento; el viejo erudito que murió, sarcasmo de la vida, de complicaciones con el mal de Alzheimer, el mismo que nombró a sus dos queridos gatos "Bakunin" y "Kropotkin".
01/03/06

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Publicado en Los Tiempos (Cochabamba), marzo 2006

Imagen: Miembros de Chernoe Znamia (Bandera negra), en una reunión clandestina en Minsk, 1906

Wednesday, April 8, 2020

PICHA (María Renée)


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

No temo a la muerte, pero me azora cuando ronda cerca de los queridos. Vivo por treinta años de noche. La noche es lo más parecido a la muerte. Tiene ojos de neón y manto oscuro.

Once, oscuro, Hey Joe, de Hendrix, en la radio. La infancia. Stone Free en aquel viejo disco, industria brasilera, que tenían en casa los papás.

Camino por la noche. Todas ellas, las noches, te encuentro, cada noche. Huelo humo de cigarrillo. Te escondiste, sigues siendo la juguetona hermana que conmigo hacía burla de los invitados, sentados nosotros, tú y yo, en una cabecera y mamá en la otra. Abres las marraquetas, sacas la miga y la rellenas del odiado repollo hervido. Te felicito, María Renée, te dicen. Comiste todo.

Humo de cigarrillo. Cierras los ojos cuando te sube desde la nariz. Una cosa es cierta: la noche trae paz, brisa fresca, susurros de árbol y rápidos animalitos buscando vida. Nada cambia. Siempre te encuentro. Cada noche y hasta pronto.
08/04/2020