Saturday, September 27, 2025

Existo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Mi cocina tiene aire similar al del desierto de Sonora. Suculentas y cactáceas que solo necesitan un solitario lince para hacerme dormir y recordar la fría brisa del muerto crepúsculo. Roy Orbison suena lejano en Only the Lonely. Antes de emigrar de vuelta a Bolivia tuve que destrozar, de nuevo, mi biblioteca. Un sector que sufrió fue el de los libros en inglés, entre ellos decenas referidos a los nativos americanos, no solo en la épica de la resistencia sino hasta en el tejido de canastas. Mangas Coloradas, claro, y los mescaleros; el peyote que se extiende de Arizona a la sierra tarahumara, las huestes de Victorio y cómo construían sus teepees los cheyennes. Ensayos, libros históricos, testimonios de ancianos jefes, guerreros del tiempo, negros caballos de los soshones, la contradictoria actitud de los arikaras, llamados reekarees, ya extintos como los mandan, creo. Todo aquello donado a bibliotecas, a vecinos interesados, a Bill que al lado de Borges leía mitología de los indios de las planicies. ¿Dónde están mis maravillosas kachinas que mi esposa no comprendía? Cabezas de barro navajos y cuero de búfalo de otros, de precioso marrón oscuro brilloso.

 

Blue Velvet de David Lynch. Roy Orbison está con In Dreams ahora. Cómo ha cambiado el mundo desde 1989 cuando llegué a los Estados Unidos. Mis cactos enanos fueron algunos muriendo mientras me ausentaba unos meses en suelo balcánico. Cuento a una amiga acerca de ciertas callecitas de Sarajevo. Reviso fotografías, el camino hacia un supermercado porque una mujer musulmana de mediana edad me pidió comprarle alimentos básicos para sus cuatro hijos. Estaba en aquel momento en el teléfono con mi hermana de Chicago y ella aconsejaba no ir, podría ser una celada, alegaba. Pensé, como tantas veces lo he hecho en momentos similares del exilio, en qué podría perder ¿la vida? Tal vez y no por desapego a vivir, aquello no me quitaba el aliento. Fui y compró mucho. Me miraba mostrándome productos. Me hice entender que comprara lo que quisiera. Vi galletas de chocolate y cómo no habiendo niños, carne y verduras. Cereales. Más tarde me las compraría yo también. Al final dos carros llenos del mercado y la gente molesta porque la cajera tenía para largo con eso. Equivalía a doscientos dólares. Los pagué con marcos bosnios de los que me quedan billetes todavía en medio de páginas de libros. Quiso besarme las manos y le hice el quite. Elevó las suyas hacia Alá en plegaria y la ayudé a tomar un taxi que pagué. Me dejó dos “rosarios” de cuentas baratas para Emily y Aly, mis hijas. Se los entregué en Denver semanas después. Coloridas bolitas de plástico cubiertas de la bendición de Alá. Me sucedió en Kiev, ocho años antes, con una muchacha gitana y su desharrapada prole. Bendiciones también y, a decir verdad, yo que crédulo no soy, a veces me da la impresión de estar bendito. Falsas sensaciones que trae la paz interior.

 

También yo he pedido monedas de a diez francos en París, cuando el hambre y el amor me agobiaban. Y esas señoras francesas tan vilipendiadas en la opinión general me las daban. Metal de color café. Usé dos que quedaron más adelante para jugar rayuela en el bar Quito de la calle Antezana (el Barquito) con los profesionales del barrio. J'ai faim, les decía, al modo de Petrus Borel. Tengo hambre, estoy cansado de comer queso con pan y leche, cuscús en lata de a franco cada una, lechoso color en donde flotaban chorizos de dudoso origen. He comido media hamburguesa que alguien abandonó. Por eso sigo vivo y aunque sé que en el cielo azul de Cochabamba no están ni Dios ni Alá, me doy cuenta de la inmensidad de la belleza, del horizonte siempre lejos pero permanente de inverosímil arcoíris.

 

Guardo cartas. Guardar es un decir porque andan perdidas para siempre, es posible. O estarán por ahí, en el tendal de cajas mágicas desperdigadas por el mundo. Era, y soy, el extranjero de Georges Moustaki. Incluso aquí en mi tierra camino a ratos ausente. Luego me repongo porque el peso de las raíces es poderoso. Pero extraño, quisiera estar por momentos en otro lugar. He sido ubicuo, cierto, pero al final encuentro la solidez que me ha permitido vivir tranquilo y bien en cualquier sitio. Podría habitar en la cárcel también, o en medio del Sinaí, pero tengo predilección por las urbes sin haber dejado de lado la profunda herencia rural de los bolivianos, que nos acerca tanto a los rusos y su literatura. Sé a perfección dónde quisiera estar en este momento pero por ahora no puedo. Entonces escribo, borroneo cuartillas sería de mucha vanidad decir. Anoto y borro sobre una pantalla de suave añil.

 

Oh, Pretty Woman! Dioses del cielo, demonios de la greda, resuena esta canción desde la infancia. Vívida en el bulevar Clarendon, de Arlington, Virginia, en un bar redneck en noche de Afganistán, de guerra y de putas. Tan presente hoy.

 

Pues pensaba ducharme, visitar el mercado para encontrar a un amigo italiano que prepara productos gourmet, ver si puedo hallar un delicioso queso tipo Tilsit que producen cerca de Tolata. Lo postergué para redactar estas líneas de memoria. No es que vaya a olvidar y hay premura por registrar lo pasado. Para nada. Me ducharé en un instante, luego de revisarlo y ponerlo en mi blog.

 

Conversé con Gloria acerca de Pakistán, que ella visita a menudo. Es algo que tengo que hacer, el valle de Kalash… Mareo de colores, fuertes sabores, pobreza y grandeza. Corazón, mucho corazón. La burka esconde secretos, resalta ojos oscuros, cejas y pestañas diseñadas en el mejor arte. A veces los occidentales no entendemos muchas cosas. Aprendo a ser más liviano en mis apreciaciones sin dejar de ser incisivo. Rara fascinación que aquel alrededor produce en mí. Habrá sangre turcomana por ahí, seguro que sí en las interminables interacciones entre los universos. Entre Roma y los selyúcidas, vaya uno a saber los derroteros de la sangre. Vaya uno.

27/09/2025

 

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Imagen: Mijail Larionov

Thursday, September 25, 2025

El Paraná en avenida


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Hoy que el Paraná no baja en turbión, que apenas sobre sus desmalezadas orillas crecen briznas de pasto, me he sentado en bancos antiguos de la universidad, maderos de amores idos, a leer a Konstantin Paustovski, oyendo en los tributarios del Volga graznar a las zancudas y observar estrellas colgantes como monedas de plata en el alba inmensa. Hacía hora para los prosaicos avatares de la vida diaria, aquellos, sin embargo, que de realizarse me darían un amplio margen de movimiento, que me embarcarían en la estación de Tashkent hacia lo que sé y busco. Entre otras cosas, solo para mencionar una apasionante Asia Central.

 

En el taxi sonaba una morenada de esas modernas. Chac chac, chac chac, chac, como el dios mexica de la lluvia. “Esta noche volveré a bailar…”. Entre café expreso y lustrarme zapatos escuché con deleite a la banda municipal vestida de azul oscuro, tono que en las plantas de Paustovski toma matiz casi negro. ¿Cuánto ha pasado desde entonces? Desde que en este lugar leía el retrato como perro joven de Joyce y Francine aparecía con cuerpo de reconciliación. Una amiga me mencionaba Leeds en mensaje de voz, preguntaba por la hermosa inglesa, por aquel 1988 de intensa cronología. Cuarenta años atrás, casi anteayer.

 

Jimi Hendrix canta: “And so castles made of sand/Fall in the sea eventually”.

 

Teoría del desmoronamiento, me pregunto. Pero acá estoy, ha cambiado algo la geografía universitaria pero básicamente siguen ruidosos jóvenes contando monedas para pagarse el almuerzo. Si no leo a Joyce en este momento, según bien podría ser, es porque aquel libro anda perdido en cajas gitanas. Aparecerá o no ya queda como detalle sin importancia. Ahora acompaño a Masha, muchacha personaje de Paustovski, camino de Kamishin. Miro en lontananza y no se percibe que el magnífico río baje en avenida desde el Brasil. Aprovecharé el tiempo, tal vez no me alcance para descolgarme del puente internacional entre Laredo y Nuevo Laredo, quizá ni me alcancen las manos para cumplir un destino que, pero y de todos modos, no tiene por qué ser mortal. Si se da, se da, y lo contrario no destruirá nada. Hay cosas que se posponen, otras que terminan y mueren. Tanto de uno y de otro ha fluido alrededor que la pena no puede pintarse de oscuro para siempre.

 

Páginas de mi libro que se lleva el río, elimina la tinta, el blanco del paisaje, se hace masa húmeda, y no que no tenga la belleza que puede poseer una obra literaria pero permanece efímera. Las aguas tibias descienden por los vericuetos del verbo y lo ahogan en dulce suicidio. Ni cómo esconderlas, el panorama vive expuesto al sol o a la luz eléctrica. Los Rolling Stones prestan su ritmo caótico y todo perece, a la vez que nace, en la inundación.

 

Quería hacer unas notas a Paustovski pero extrañamente perdí mi lapicero. Anotaciones al borde de la lista de compras: uvas rosadas, pollo trozado, palta tipo Hass, el Volga, la Unión Soviética, un piloto héroe y una beldad campesina. Por aquí pasó la guerra mas las plantas continúan creciendo y hacen ruido por la noche, iguales a hormigas roedoras que derriban árboles a modo de castores.

 

Me preparo con lentitud para salir de nuevo a la larga reunión con el sindicato agrario. Yo que leí a los Flores Magón, que cabalgué con Villa desde Ojinaga al sur, con Zapata y Felipe Ángeles, no reconozco en estos a nada que se parezca al sindicalismo al que me acostumbré. Fui sindicalizado gráfico en Bolivia y miembro del sindicato de trabajadores de la comunicación en Estados Unidos, por décadas. Lo que se presenta es salvaje capitalismo puro y nada más. Sin reivindicaciones agraristas ni lucha social, el imperio de la fortuna, riña de gallos en cualquier palenque que filmara Arturo Ripstein. Leí a Scorza y seguíamos la guerrilla de Hugo Blanco como la de Ñancahuazú. Sacaban los cadáveres hinchados de Vado del Yeso y ahora el dólar y la coca blanca rigen los destinos de lo que otrora fueron ideas. Y en este asco hay que bailar.

 

“Baby, baby, baby”, siguen los Stones. Ella se insume en la sombra. Su nombre cambió a crepúsculo, su apellido a penumbra. ¿Has visto, acaso, a tu amada parada en la sombra? Mal parafraseo una famosa canción. Es que el tiempo apremia y a mediodía ha llegado la medianoche con maletas de neón, casi una fiesta setentera en donde cubrían los focos de terciopelo para dar aire de anochecida a la tarde tórrida de limonada bailando a Los Iracundos.

 

Desde la pampa húmeda me piden que les cuente algo. He estado recordando, narro, cuando en el largo viejo Cadillac descapotado íbamos por la noche de Virginia haciendo alto en bares con música en vivo, lunares brillosos, luciérnagas del océano opaco. Con Fernando Vargas íbamos. Nos detenía una banda de bluegrass y gringas borrachas derramaban cerveza lager por el piso. Había cowboys como había civiles. Núcleo de la Confederación; dos bolivianos en tierras de Robert E. Lee, hasta en lo profundo del Shenandoah, donde duerme solitario el brazo de Stonewall Jackson. También cuarenta años se deslizaron por la pendiente de greda húmeda.

 

Steppenwolf, Leonard Cohen, Creedence Clearwater Revival. Fernando tomó un bote sin destino a orillas del río Potomac. Nos vamos quedando solos pero no es lamento de viejos. No, porque seguimos secando las cervezas de entonces, continúan como torrentes, se oye el Paraná tronando a ritmo de bachata. No morimos, cambiamos, seguimos la prédica del decapitado Lavoisier. Tetas de ojos mustios…

 

No era aquello el sombrío panorama de algún filme de Tarkovski; era exuberante. Sacábamos dólares del bolsillo que habíamos ganado en el trabajo duro y podíamos invitar tragos a muchachas que apenas podían pronunciar tu nombre. El reloj desapareció, nada marcaba las horas. De pronto, al amanecer, la gran ciudad se abría y crecía un domingo, un fin de semana en que me tiraría en cama vestido, tal vez me visitara la pelirroja que se hizo importante, fuera uno a saber la manera en que se arrojaban los dados.

 

Eso, respondo por escrito a las preguntas de Santa Fe, fueron los años mejores. Leeds se había herrumbrado en la memoria. La última vez que hablé con Francine me quedé dormido. Y sin embargo la amo, cuarenta años recorridos, y nunca más sus azules ojos de aguamarina. La perdí en el manejar interminable del Cadillac por nuevos mundos, difícil sustraerse al encanto del descubrimiento. Vicio del oro, del placer. Y mi último amor en la penumbra, hablo conmigo mismo sin interrogantes, dónde está. Sé dónde, muy dónde sé y cómo va diluyéndose, acuarela del año veinticinco, día que pasa.

 

Me hablaste desde un bar irlandés. Estabas en York y caí en sopor, el príncipe consorte que no despertaría para levantar a su amada del panteón de flores. Bueno, tarde ya, comienza  el jueves y van perfilándose panoramas inéditos.

 

Volga, Potomac, Paraná, voz de ríos terribles, cantos a su vez de ruiseñor, el de Oscar Wilde y el de los campos balcánicos. Escribo. Te escribo. Les escribo. Adiós, y si es para siempre, también para siempre, adiós, más o menos decía el poeta Andrés Ady. No estoy allí, ni estaré. El horizonte se luce de arcoíris y las piernas me sostienen con más firmeza que ayer.

25/09/2025

 

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Imagen: Hundertwasser 

Friday, September 19, 2025

El mareo de la noche


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Miro desde los ojos de Conrad Veidt en Das Wachsfigurenkabinett, el gabinete de las figuras de cera. Alucinados, centrados en la luz de reflector de la construcción detrás. Pausados vuelos de polillas madres, oscuros tonos jaspeados, prosa japonesa girando en espiral. Interesantes mujeres enamoradas de hombres mediocres, bebidas de fruta sosa, silente ebriedad con dulce aroma de ron. Puerto Rico y Panamá, máscaras del ser diablo, el devorador entre medio de calles coloniales y toscas meretrices.

 

Me he sentado en el atrio de la locura a debatir con Robert Walser y Oskar Panizza sobre los concilios de amor, conciliábulos de díscolos amantes. Pensamos que caían estrellas, luces de neón hacia el vacío, y eran las huestes del bello Lucifer en su viaje sin retorno al abismo de Dios. Santísima Trinidad, el padre, la madre y el espíritu santo.

 

El puente de Londres se ha construido sobre el caparazón de una tortuga somnolienta. Al fin se ha movido, que incluso los estáticos deciden avanzar. Se incendia, Daniel Defoe escribe con las candelas del fuego. Lo leo y arrojo lo leído a las negras aguas, de Dickens las aguas. Nostálgica Inglaterra, me repito en la noche chicha de Cochabamba, la t’uru noche, la de barro, de pantano. Walser y Panizza se fueron a dormir, queda colgando de un vértice de la luna un cuadro de Grosz que se diluye. Te evades por las calles de Leeds y me da pereza buscarte, te dejo perecer.

19/09/2025

 

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Imagen: Conrad Veidt 

Wednesday, September 17, 2025

El vaso de Sarajevo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Cuicuilco pintada de naranja. El Xitle, volcán, pero en realidad malévolo djinn del otro lado del mundo, la cubre con tonalidades de fuego. Corría el año 100 o el 150 d.C. Si eran toltecas o mexicas poco importa. México no es para hablarlo sino para pensarlo, acariciar la cacha marfileña de un revólver grande como guitarrón o llorar, antes de que se vaya, a la que se fue. Dura contradicción, vivir entre exterior e inframundo, en brazos de cualquier chata de Tlalpan o acogido y masticado por el sombrío Mictlantecuhtli. Calaveras con lengua de serpiente. Eisenstein que entrega arte y culo en nombre de la piedra antigua. Lágrimas de sangre, sangre color de agua.

 

Para ello, por el líquido, saco la copa, vaso de cerveza en realidad, que robé de un bar de Sarajevo. No pienso, miro el cielo, albañiles como alfileres al arbitrio del viento montañés. Suena el klezmer, me acaba de llegar el disco desde Denver, junto a trova de Santiago de Cuba y música bosnia. Copa de cuando creía en el amor, diría en insulso dramatismo. Aún creo en él desde antes del nacimiento. Nací con él a cuestas y así me moriré con hermoso bagaje de memorias y bolsas multicolores de Papá Noel, lleno de ilusiones y exceso de llanto que fácilmente se transforma en contento.

 

Georg Trakl:

De noche me hallaba en un brezal,
Tieso de mugre y polvo de estrellas.
Entre las hojas de avellana
Los ángeles de cristal seguían sonando.

 

Ese mugido, sonido ronco, imita el de los búfalos de la floresta en Rusia Blanca o es el urogallo escondido en el brezal que intenta confundirnos, distraernos, para que no descubramos a los hombres siguiendo la melodía del clarinete. ¿Gitanos tocando klezmer? Mayores maravillas se han visto en los caminos de tierra de Moldavia, que parecen los de Sacaba anciana, del tiempo en que se fabricaban  adobes con tonos de chicha pálida.

 

Sobre la mesa descansan restos de comidas varias que se irán pronto camino del ascensor. La noche avanza con sigilo, semejara que no desea dormirse. Una mujer escribe un poema a un hombre; de belleza magnífica, palabras hiladas en oro, más brillantes de cuando Tetis vestía a su hijo Aquiles con la armadura de Vulcano. Qué no haría yo si ella me escribiera algo así. Me volvería Lucifer y al abismo me tiro. Rubíes devorados como cerezas, diamantes sus ojos romboides sin llegar a las fronteras de China. Agarra el teclado, que alguna vez fue pluma, la luz que solía ser tinta, y dime aunque sea un poco de lo que destellas para otro. Me acostaré entonces a vera del Río Amarillo e imaginaré que me pican víboras de cascabel que extrañamente llevan cuernos a usanza de los brujos kiowa. Hoy mi oscuridad tiene contextos luminosos, no hay desgarros y la pesadumbre se ha hecho juego de niños, serpentinas de carnaval en la fiesta del socavón.

 

Un camión empolvado atraviesa el pueblo de Cuchu Ingenio subiendo hacia el gran Potosí. Tiene carga de quesos fundidos y dulces de membrillo y batata enlatados. Un antropólogo argentino y dos mujeres de la misma nacionalidad que incluso detrás del polvo se ven bellas. Rara carga que pasó por Cotagaita.

 

La hermana muerta fuma cigarrillo tras cigarrillo. Lo mezcla con Coca Cola y papa frita. Mala recomendación, le advierten. Ella enciende otro y mira hacia el oeste por donde se ahoga el sol. Por donde pereció el cometa Kohoutek hace tanto ya que es demasiado.

 

Medio hombre, literal, vende desde una carretilla caramelos y chocolates en la calle Jordán. Lo veo a menudo cuando paso a comprar productos de los menonitas. Alguna vez lo he visto ebrio; mujer e hijo empujan la carretilla camino de una casucha de extramuros. Medio hombre tendrá solo medios sueños, me pregunto. O sus sueños serán más largos y extensos que las piernas que perdió. No lo sabré, supongo, pero en la calle Jordán, cerca del edificio de la renta interna, agita entre los dedos miskibolas.

 

Cargo el vaso de Sarajevo de vacío. Lleno ya está de recuerdo, no le queda espacio. Paradojas del amor.

17/09/2025 

Saturday, September 13, 2025

Rusia


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

¿Cuál fue el primer libro ruso de mi infancia? A decir verdad creo que una biografía de Rasputin en la biblioteca de casa. La bestial ejecución llevada a cabo por el príncipe Yusupoff y sus cómplices. Figura controvertida, Rasputin, si Nicolás II lo hubiese escuchado, Rusia no habría entrado a la guerra mundial y los acontecimientos quizá hubiesen sido distintos. En literatura quiero creer Gogol, allá por 1971, El inspector general, un maravilloso y breve texto de dramaturgia que abrió las puertas a la infinitud de aquel país y, en este caso específico, al humor, a la vez que tragedia, del alma rusa. A Tolstoi me aproximé en Los cosacos; a Dostoievski en El sepulcro de los vivos; Turgueniev en Aguas primaverales y, claro, otros tipos de lecturas entre Bakunin y Herzen. Junto a Francia y sus literatos, Rusia ha sido la mayor fuente de mi amor por la literatura. Sigo soñando con el mar Caspio de Máximo Gorky y con las estepas de Sholojov. Extraño. La oferta literaria alrededor era escasa y leía sin disciplina lo que cayera a mis manos. Netochska… Hablo de una última niñez y un asomo de juventud. Después creció sin límites y sigue así. Cuando en La Habana me introduje a la Berbérova y en la plaza Miserere de Buenos Aires a la Ajmátova. No es tiempo ido, desaparecido; su presencia indisoluble sigue poblando mis días. A pesar de la guerra actual que me hizo odiar a Rusia con vehemencia. La miré el año 2018; miré el camino de Belgorod que es hoy callejón de fuego. Maldición de Jarkov, siempre asediada y destruida, tan cerca de Rusia que implica cercanía con el infierno. Las largas cartas a Veliky Novgorod, Novgorod la Grande… El exilio hacia Rumania y luego Francia…

 

Los populistas rusos, Nechaev. Vera Zasulich, Fanya Baron, Fanni Kaplán, María Spiridonova…

 

Caminando por Cochabamba con cuatro nuevos libros usados. El habitual café cortado pequeño al lado de la catedral, la usual charla con el lustrabotas, tan viejo como yo, acerca del futuro nacional. Transparente, por favor, no amarillo. Muy considerados acá los miembros de este gremio. Ahora tienen una botellita con agua para mojar el zapato a tiempo de sacarle brillo. Antes lo escupían. Cambiaría la costumbre a tiempo de la pandemia, no lo sé: me fui hace treinta y siete años ya. No veo a los chicos con sus cajitas ofreciendo lustre y sentándote en cualquier banco de la plaza principal. No que fuera el mejor trabajo pero algo de ingresos les daba. Dudo que habrán ascendido en el mercado laboral. La oferta boliviana para sus jóvenes peca de más que insuficiente. Cien mil estudiantes universitarios en la de Cochabamba que al egresar no tendrán trabajo e irán rumbo a la emigración porque no queda otra. Decía lo de considerados recordando como un pillo me atrapó en Lima y estuvo pintando mis botas con capas y capas de color dejándolas un desastre y cobrándome el equivalente de diez dólares. La lustrada en la plaza 14 de Septiembre o en la Colón cuesta veinticinco centavos de dólar; me decía un señor bastante más joven que a duras penas alcanzaba a hacer cien bolivianos por día, lo que le alcanzaba para ir tirando, para comer y nada más.

 

Salté de Rusia al fascinante mundo del cuero y de los tintes, al ruido como de explosión de granada que los maestros lustrabotas saben producir con el pedazo de tela, largo y de diez centímetros de ancho que utilizan para sacar brillo. En Estados Unidos, en los aeropuertos, todavía quedan algunos. Pero allí la parafernalia parece tan importante como una intervención quirúrgica. Los evito. Nada como un profesional local con décadas de experiencia y ninguna veleidad.

 

Abrí el librito publicado por las Ediciones en Lenguas Extranjeras de Moscú de Konstantin Paustovski. En abril de este año compré en La Coruña el primer tomo de sus monumentales memorias. Sé que al menos ha salido un tomo más. Estaré atento y veré cuando iré a comprar el resto. Son imprescindibles para mí. No será pronto, pero están anotados al lado de un listado especial de obras que no conocía y que, hojeadas, se han hecho también necesidad.

 

Pues abrí las páginas del primer relato: Una noche de octubre, y fue como trasladarme a las sombrías orillas del Oka en tiempos de inundación, cuando el personaje y un acompañante ven que se acerca el fin mientras crecen las aguas en la magnitud solitaria de Rusia, la oscuridad sin estrellas, el frío del agua mojando los pies, el chapoteo de tierra que cae en el líquido y presta pesadumbre al episodio. Tiene un buen fin, no el de todos fueron felices pero bueno. A pesar de eso, mientras sorbía el café amargo, no se me quitaba la aprensión y pensaba que no porque Rusia esté en manos de un hijo de tal puedo dejar de quererla, como también quiero a Ucrania. Mirar en la noche, en majestad de silencio, pasar por mi mente lecturas de seis décadas, siempre incluyendo esta tierra. Hoy cayeron drones sobre Novgorod. ¿Cómo no pensar el Eisenstein y su Alexander Nevsky? En los lagos que no solo ahogaron huestes teutónicas sino que fueron calmos en su caricia de recordadas pieles. Imaginar rutas hacia el Báltico, siguiendo en sentido contrario los pasos de feroces escandinavos. Rusia anciana, a distancia insalvable, no solo geográfica, de otras tantas y diversas Rusias.

 

Continué hoy con otro relato de Paustovski. Me pareció viciado por la propaganda soviética sin ser malo. Desconfío de esas ediciones oficiales, incluso en textos de Lenin. Aparece el crepúsculo y mezclo con calma un tallarín paraguayo con atún en aceite. Esparzo perejil fresco encima y tengo una refrescante y sana cena. Proseguiré. Son apenas un centenar de páginas que voy a absorber desde este piso al que en la mañana movió un leve sismo. Encontraré sorpresas, por supuesto, y desconfío que la sombra de Rusia no aparezca en su más acentuada versión. Debo cuidarme, no sea que la riada cargue también conmigo en mi distracción. El largo río Oka corre hacia el Volga, lo acabo de mirar en mapa para situarme en Rusia central. Tengo escalofríos, pongo encima de los hombros una chamarra. Remanentes de un causado incendio forestal humean en el Parque Tunari, pan de cada día. Cuánto me falta leer, autores rusos me acompañaron en Lyon, en la inolvidable España. En los momentos de luz del larguísimo viaje en bus hacia Eslovenia.

 

Dicto a mi sobrino Omar una receta de puerco al horno de las varias que he inventado. La usará en su trabajo en Denver donde según él la carne de chancho carece de sabor. Pues esta no, una pierna sobre cama de ajos aplastados y cerveza ligera. Frotado en mejorana y limón. Le pedí que me enviara una foto del material ya cocido, muy bien tostado por diez minutos a quinientos grados al final del proceso. Veremos cómo le sale. Cocinar es sentimiento y depende mucho de eso.

 

En una isba donde todavía se oye el ruido del diluvio, en casa de una anciana sabia, los ilusos perdidos encuentran calor de hogar. La muerte les concedió un beso como brisa. En la pared, orgullo de la dueña, hay un grabado de Turgueniev en metal y a punta fina. Me parece que no es gratuita la referencia, Paustovski, a simple vista, tiene algo del maestro…

13/09/2025

 

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Imagen: Marc Chagall 

Saturday, September 6, 2025

Tres lecturas del año 24


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Tomé un vaso de leche, a las tres de la mañana, y algo de mermelada de frutilla. Escuchaba podcasts interesantes y variados. De ahí salté a la alegría de ver vehículos de guerra rusos saltando por los aires en el extenso frente de combate en Ucrania. Llega un momento en que ya no se piensa en la juventud de los soldados enemigos, en las condiciones socioeconómicas que los obligan a enrolarse sino en su exterminio. Cuánta tristeza saber que ahí estamos, que eso somos, que basta el detonante para convertirnos en monstruos. Marionetas del tenebroso capital.

 

Luego pasé al texto en cuestión, que reproduzco casi sin cambios, olvidando si alguna vez se publicó o a pedido de quién lo escribí. Recuerdo otra ocasión en que reclamaban un libro, un disco y un filme que me hubiesen marcado. Elegí a Ilya Ehrenburg en Un escritor en la revolución y al New York de Lou Reed. No tengo el filme en la memoria pero no importa, quizá fue Barry Lyndon… Son las cuatro en Cochabamba, las dos en Denver, las diez al otro lado del Atlántico.

 

He estado leyendo bastante literatura nacional pero no he de referirme a ella ahora. Solo decir que hay grandes proyecciones: Guillermo Ruiz Plaza, por ejemplo, o una novela “negra” inédita de Daniel Averanga Montiel que sugerí debiese ser enviada a un premio internacional mayor por su poderosa, y terrible calidad.

 

Tres libros. Tarea difícil. Resulta que mis tres del año han sido todos relecturas. De las nuevas me ha seducido a profundidad la obra de Olga Tokarczuk. Claudio Magris, Onetti, como siempre; Blaise Cendrars, a quien leo desde mis quince años. Vamos por esos fatídicos tres ahora:

 

Tarabas, de Joseph Roth. Algo más cercana a la literatura rusa que a sus raíces, esta novela, sin embargo, toca los eternos temas que preocupan a Roth, la violencia en primer plano. En Tarabas esta temática se suelta desenfrenada, son los tiempos de la guerra civil en Rusia y la piedad ha dejado de ser parte del panorama humano. Escrito totalmente contemporáneo, tanto en su argumento como en la geografía en donde se desenvuelve. La guerra ucranio-rusa está en su tercer año trágico y en los escalafones de mando han surgido muchos Nikolaus Tarabas, señores de la guerra.

 

Painé y la dinastía de los Zorros, Estanislao S. Zeballos. Gracias a la influencia de mi madre argentina mi formación literaria debe mucho a la literatura gauchesca y a la historia del país vecino. Painé es uno de los libros más hermosos que he leído, no solo en aquel género mencionado. La primera vez fue alrededor de mis veinte años y esta última lectura es del año en curso. Espero leerlo otra vez más, no siendo voluminoso. Trata de Painé Guor, cacique de los ranqueles y creador de su mayor momento como núcleo étnico de importancia. Es parte de una trilogía acerca de los grupos de origen araucano en la Argentina. Painé pesa en un momento histórico vital, las guerras entre unitarios y federales, la figura de Juan Manuel de Rosas. Y, en el ámbito de los pueblos nativos, el perfecto balance que hizo con otro gran personaje originario de entonces: Calfucurá. Hay descripciones geográficas de la pampa y alrededores, de intrincadas e interminables selvas, de tal belleza que permiten a la imaginación un vuelo fértil e inolvidable. Pequeña obra mayor.

 

Por último, un libro al que he calificado en un artículo mío reciente como “mi Biblia personal”: El mundo de ayer, autobiografía del maestro Stefan Zweig que finalmente ha sido reconocido otra vez en su total estatura y rescatado del olvido. Solo igualable, en términos de referencias literarias para mí, a las memorias de Ilya Ehrenburg, esta obra me permitió acceder, interesarme por una pléyade de autores austriacos en su mayoría que se han convertido en parte sólida de mi formación como escritor. Sus páginas son como las de un sueño, quizá albergan esa esencia nostálgica de un mundo que perecía, que Nietzsche había augurado y Kafka retrataba. Junto a Joseph Roth, es un canto funerario a lo que fue el imperio austro-húngaro, no en términos de apología del poder sino por el aspecto subjetivo, de belleza y tristeza subyacentes del período, el oro de Klimt y el angustioso erotismo de Schiele. Libro imprescindible.

 

Cochabamba, 1 de diciembre de 2024, reza la fecha del texto. Diciembre del 24 es un tiempo maravilloso para mí, un período que se asfixia ahora. No entraré en detalles porque no quiero mellar lo prístino del instante, la voz nueva que apareció luego de largo exilio en las sombras. Predijo a su manera el año que venía, el cual, a pesar de sus debacles, continúa siendo dinámico y hermoso.

 

Ha venido con libros, por supuesto, el 2025, no con tantos como es usual por muchas razones pero rico de igual modo. No quiero enumerar pero nombres que me eran desconocidos, nueva literatura en el sentido de novedosa. Alguna permanece en lista, aún necesito conseguirlos de forma física, apenas he tenido extractos o lecturas de ellos y los quiero tener.

 

No sé en qué quedaron los libros de Guillermo y Daniel. Preguntaré. Es bueno saber que en Bolivia nos estamos renovando. Mueren los viejos, como tiene que ser, y crean los jóvenes. Proceso que recién empieza después de larguísimo retardo de vida republicana mal diseñada y peor manejada. No entraré en detalles de política, bastante mérito ya el de haber sido yo expulsado de todos los periódicos nacionales, excepto de uno. Si me pongo a despotricar tendré que expulsarme yo mismo y no lo voy a hacer.

 

Idílicamente debiera tener un lapicero a mano y garabatear cuadernos cuadriculados uno tras otro. Eso ya pasó, el beneficio tecnológico de este ordenador es innegable y cómodo. A alguien habrá que agradecer si no es a Dios. Sorbo la limonada de limón sutil, la hora avanza, cuatro con veinticuatro. Tres años atrás estaría conduciendo por colinas de Denver plagadas de vida salvaje, oyendo a los búhos y el grito de las lechuzas. Baile de zorros y de conejos. Extraño, cómo no, era otro mundo, pero no lo extraño tanto como para volver sobre mis pasos. Defino estos ahora y aquí, esperando soluciones y resoluciones para aguardar o proseguir. Ansioso a veces pero aprendiendo de la inutilidad del ansia. Hay fresca brisa de montaña, los vecinos duermen, quedan lucecitas encendidas de los insomnes. Aquí estoy y aquí me quedo, casi parece slogan, tengo enfrente páginas en blanco que no representan dilema. Cuesta solo sentarse y teclear. No pongo música para no alterar la placidez de la noche. Dos autores austriacos y un argentino. En la cumbre de la cordillera avanzan faros de camiones. Habrá ovejas encima, maíz y cántaros de barro. A veces parece que nada ha cambiado pero la luz del día lo desmentirá.

 

Julio de Caro y su sexteto, alisto el disco que acompañará mi peinado antes de salir. Le gustaba a mamá. No se escucha en el pasillo ni los pasos de las hormigas. Pienso, sabes en qué pienso. Todavía dormiré un poco y despertaré con las gafas de lectura sobre la nariz. Es sábado, día sagrado aseguran. Alguien me escribe desde un night club, pregunta qué hago y cómo estoy. Décadas que no piso un lugar así. Lo hice a orillas del mar Negro, cierto, una de las muchachas era una acróbata, Luna, y se elevaba hasta el cielo como astronauta. No sonaban las sirenas y los barcos de grano se dirigían hacia las costas rumanas muy temprano.

 

Me place haber hallado este sencillo escrito. Me obliga a leer hoy. Creo que será El zorro de arriba y el zorro de abajo. Vamos a ver, mientras ejercito la paciencia y cuestiono lo íntimo mío hasta el exhausto.

06/09/2025

 

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Imagen: Roy Lichtenstein, 1994 

Tuesday, September 2, 2025

Era California


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

En algún lugar de la biografía de Jim Morrison, No One Here Gets Out Alive (Jerry Hopkins, Danny Sugerman, 1980), se menciona (en la traducción castellana, Nadie sale vivo de aquí) aquella adaptación de una línea de William Blake: “Los tigres de la ira son más sabios que los caballos del placer”. Difiere en algo del original del poeta inglés pero cabía para la historia que se contaba, la del Rey Lagartija, vocalista de The Doors y gran lector de Blake, el que buscaba sus fantasmas nativos en los desiertos del sur norteamericano y que perecería como había vivido, sin poder comunicarse con Dios a través del teléfono de oro que le regalara Andy Warhol. Porque no le importaba conversar con la divinidad mientras cantaba tirado en el piso en el concierto de Jefferson Airplane.

 

En Los Ángeles, Chino, Ronald y yo, hallamos el sitio en donde actuaron los Doors por primera vez. Nada que extrañar pero el que arreglaba el escenario de The Whisky a Go Go era un compatriota boliviano. Nos fotografiamos antes de ir a una exhibición acerca del Ché Guevara en la UCLA. Gloriosa California, me encantó. Condujimos ebrios por toda la mágica costa entre Los Ángeles y San Francisco, con músicas variadas.  Atravesamos el refugio de John Steinbeck y de Henry Miller, los gigantes árboles, las casamatas que esperaban la invasión japonesa. No digo el año por riesgo a equivocarme. Yo había invitado a una amiga alemana a que viniera desde Alemania pero falló. El tiempo no solo pasó, ha arrasado desde entonces. Recuerdo las fiestas en casa de Juan Araos, en la falda de la montaña, cuando en las borracheras repetíamos como lema que nadie saldría vivo de allí. Si hago un recuento, pocos quedamos, pero no fue la locura juvenil que nos terminó sino las horas. Hubiéramos querido, en tontería romántica, que fuese diferente pero los Beatles cantaban When I'm Sixty-Four y ahí hemos llegado ya. No nos extinguieron ni la ira ni el placer aunque he pensado mucho en Jim Morrison cuando viajaba por el desierto de Sonora y sentía mi propia sangre india agitarse con los navajo entre las paredes del Cañón de Chelly.

 

Lo cierto es que fueron días que pasamos durmiendo en el automóvil a orillas del Golden Gate, haciendo llamadas de teléfono, contándonos cuitas de amor, intentando movidas de tango en algún lugar de Redwood City. Tengo que buscar un texto que escribí entonces y que mi amiga Liz, catedrática de Lengua Inglesa de la Universidad de Colorado, dijo que era una “narración de muchachos”, sin menosprecio al hacerlo. Bebimos hasta más no poder, nos expulsaron del último bar, yo con mi libro en mano del avant garde ruso, la década pobre y fabulosa entre 1920 y 1930. Ya vivía la tragedia en Rusia pero después se desató algo incluso mayor que la furia, y eso que hablamos de una tierra en la cual se había aposentado desde hacía mucho el Armagedón.

 

Los Ángeles, Nuestra Señora de Los Ángeles de Pachuca, la llaman, rememorando la imagen santa en Pachuca, México. Los “pachucos”, una raza en extinción, también denominados chicanos, los Zoot-suiters, flamboyantes danzarines de jugoso atuendo y magnífico ritmo. Mi amigo Gabriel, hoy 68, pertenece a ellos, el grupo humano devorado no por los gringos sino por la inmigración mexicana, porque hay diferencia entre unos y otros, “esé”, tienes que saberlo. “Simón”… Riquísima jerga de la que me he nutrido algo, verbo en aras de desaparecer tal vez, a pesar de que los nuevos que vienen de detrás del río Bravo, sobre todo los norteños, han adoptado mucho de ella para su hablar cotidiano. ¿Qué jerga hablaría mi antepasado ashkenazi en los instantes en que la historia pareció detenerse? Me apasiona ello, tanto como que quiero aprender las lenguas locales aquí y tengo que bregar con la negligencia hasta conseguirlo. Envidia me da escuchar a los paraguayos pasar del español al guaraní sin ningún obstáculo. Maravilloso, hay que decir, no solo simbiosis de dos mundos sino universos en sí mismos.

 

LA, hermosa ciudad, muy diferente a San Francisco, la otra gloria; más cercana a San Diego pero con la majestuosidad de la urbe inmensa. Otra vez, encuentro de dos culturas, asediados nosotros por el olor a molle, como si en medio de la ebriedad, hubiésemos retornado a Cochabamba y  el valle, la luz del valle, calentaba los adobes.

 

“No he bebido una sola copa”, escribía José Revueltas a María Teresa desde la seriedad comunista de Moscú. Nosotros, que dormíamos vestidos y con zapatos sobre las lindas camas de Chino Murillo, ya habíamos consumido las botellas, bailado, leído poemas de Miguel Hernández, hasta seguido a voz en cuello las letras de Camilo Sesto. Ni sé qué comimos durante aquel tiempo. Piezas de danzón y bolero, alternancias de jazz antiguo y Almendra. “Muchacha ojos de papel a dónde vas”.

 

Ronald retorna a Washington DC; yo a Denver. Contemplo el llano. Huáscar diría que cuando bajaba el avión a él le parecía que estaba llegando a Oruro. Cierto hasta por ahí; seguro que sí en invierno. Venía nuestro amigo al matrimonio que habíamos acordado nosotros y que realizaríamos en la calle 14 de Aurora, en la corte de distrito. Largo abrigo azul e inglés llevaba yo, el mismo que compré con mi primer sueldo en una lujosa casa de ropa de hombres en la capital. Habían pasado diez años de eso. Ella llevaba otro largo abrigo marrón y sonreía con su belleza italiana calabresa, esa que enamoraba a los pasajeros del aeropuerto de Denver cuando llegaba en sus visitas semestrales. Hasta que se quedó y dos anillos de oro se fundieron con nombres propios y fecha errada.

 

Estábamos en California, cerveza en Santa Bárbara, en San Luis Obispo, tiendas con soberbias antigüedades inalcanzables, la esencia de la riqueza de un país imperturbable. No había celulares entonces y esperábamos las cartas manuscritas. Las que llegaban de Cochabamba y São Paulo; las que en el pasado arribaban al departamento de la rue de Vanves desde el sur alemán, o las perfumadas, pocas y de varias páginas, que descansaban en la casilla de correo y tenían el sello de Leeds, Yorkshire, Inglaterra. De las que quiero en este momento recordar, que hay otras. Una desde una senda cercana a Aurillac…

 

Camino por Condebamba, cuando el campo era campo y no este entresijo infame de concreto y metal. Cuando los árboles despedían aroma y sobre las piedras del río crecían flores amarillas como pepitas de sol. Cartas entonces del tiempo en que el mundo era mundo. De aquellos tres amigos en Los Ángeles quedamos dos, ya vueltos del exilio impuesto que fue, para qué mentir, productivo. Pero no hay que echarse a llorar que todavía la belleza reverbera en lo inesperado. Que lo trágico que queremos inventar no es real. Son juegos insanos de la mente, conflictos que no existen. Recordar lo hermoso mientras seguimos rodeados de él. Hay que estirar apenas el brazo para saberlo, o mirar un mínimo objeto recogido en el regazo de un petroglifo que cabe en mi mano, sólido y eterno. Simple, concreto.

 

Alterno un dibujo chino con otro de La Coruña. La tapa de un disco roto de Sergio Mendes, estudios sobre la batalla de Tumusla. Qué hermosa geografía esa, bien abajo, camino de la Argentina y de la historia. Las veces que como contrabandista habré pasado por allí. Cuando Uyuni era un pueblo olvidado, despreciado, polvoso y maloliente. El tren corre igual a la vida por una planicie en la que pululan espejismos.

02/09/2025

 

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Imagen: Cañón de Chelly 

Saturday, August 30, 2025

Shalom Aleichem


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Irregulares del Ejército Rojo, venidos de las pandillas de Odessa bajo el mando de Mishka Yaponchik, el Japonés, se aprestan a combatir a los blancos. Marchan a la guerra, a la muerte, cantando Shalom Aleichem. Épico. En la serie rusa Érase una vez en Odessa. Lea Kalisch la canta de nuevo este sábado ventoso y nostalgioso, como era la ciudad perla del mar Negro en los crepúsculos de la Moldavanka, a solo unas cuadras de mi hotel. Se agitan las bellas putas en la esquina; cansinos buses amarillos cruzan, tranvías naranjas chirrían y avanzan apenas mientras el chofer corre delante de ellos para cambiar a mano la palanca que desvía los rieles. Lo observo desde el café tártaro sobre la Preobrazhenskaya, o cuando ceno con cerveza local en el restaurante Kazan cordero al estilo turco.

 

Río Volga que corres por las paredes, que anegas las calzadas muy limpias que cada treinta metros tienen un pequeño basurero. Esta ciudad se está cayendo como La Habana y, sin embargo, se mantiene impoluta. Sus antiguas calles brillan de historia y de limpieza. Princesas eslavas de tacones altos y uñas de pies pintadas corren a colgarse de los vehículos públicos con desfachatez de albañil. Extraño mundo de contradicciones. Contemplo mientras los dos pequeños tártaros que regentan el lugar sonríen sin motivo. El Volga de Kazan, digo, porque no hay uno aquí, el que adorna las paredes y llama con embrujo tenebroso.

 

El viento silba. Atraviesa los ventanales abiertos del edificio vecino en construcción, entra por mi cocina, remueve el comino en polvo de la comida de ayer, los remanentes de orégano y perejil, cáscaras de ajo; hace girar la pepa del aguacate que se pierde debajo del horno. Si crecerá una planta de palta allí no lo sé. No lo creo, pero no estaría mal, algo como un cuento de hadas o las fantásticas imágenes lituanas que desperdigaba el genio de Lubicz Milosz. Del lado izquierdo, la gasa de la cortina vuela semejante a novia balcánica en estruendo de trombones y prestidigitación de acordeones. Tranvías de Belgrado, largos y viejos; rojos tranvías de Belgrado.

 

Tumbalalaika en voz e instrumentos de los klezmorim de Austin, Texas. Música judía del oeste norteamericano. Pausada, triste el clarinete. Percusión de fondo como sentencia, el juicio del fin del mundo. Barcos olvidados en la historia. Breves y pobres narraciones de la diáspora. De pronto, según suele ocurrir en aquellas regiones, con gitanos y rusos también, estalla la alegría con Fraylakh Sherele. Lo que fuera pesadumbre se transforma en baile. Los mafiosos irregulares del puerto más hermoso del mundo no se rigen ni por comisarios ni entorchados. Cerveza que precede a la muerte, revólveres de caño largo, el recuerdo del beso postrero. A la vida, a lo opuesto; del camino de las flores al callejón de espinas. Marchan, marchan, marchan, Shalom Aleichem.

 

Silba el viento, silba.

 

Tambores y cornetas. Me pregunto de dónde viene mi pasión por la Europa oriental. En un estudio de ADN que me hicieron aparecía un dos por ciento de ascendencia ashkenazi. ¿De ahí? ¿De aquel ignoto viajero en las naves de la conquista? Tendría que tener un origen, aparte de la enfermedad quijotesca de leer y hacerse miembro no deseado de las órdenes de caballería que vagan por el universo sideral buscando Camelot. Elegir Zhitomir y no Roma; Braila y no Barcelona. ¿Es que te busco, quizá, antepasado, intento comprenderme? ¿Qué hace un moreno hombre andino que baila por horas en círculo en Italaque, rebuscando en los basurales de Poltava?

 

Bailo solo enfrente del nuevo espejo de pie. Veo un hombre barbado moviéndose con poco ritmo. Único rabino de Cochabamba pero sin sinagoga e ignorante de la lectura inversa, que de la Torá poco sé, y del Kaddish apenas lo que relata Borges. Mientras que mi amigo, el poeta Igor Quiroga, canta en hebreo, es probable que hasta en arameo, misteriosas plegarias.

 

Ríen los que van a morir; danzan los que van a morir; besan los que van a morir. Si hasta parece lamento andaluz. Blancos caballos de la Camargue salpican la tierra de pantano. Debajo de Nimes, del Avignon de Picasso.

 

Gitanos suben las colinas con jamelgos maltratados. Cargan trozos de metal. Un par de amigos míos lo hacía en Cochabamba, pepenadores del amanecer, igual a los mexicanos con torres de lavadoras, bicicletas, sillas de patio encima de sus camionetas Ford por los callejones de las ciudades de Colorado, luchando por espacio con los adictos de la metanfetamina que se zambullen desesperados en la basura buscando comida. Me incluyo en ellos a pesar de no cargar nada, ni auto tengo ahora, pero rastreo respuestas, a ratos brillan como diamantes y otros parecen opacas como greda sucia.

 

Sigo con el klezmer tejano. Una soberbia mujer turca suena el bouzouki. Todavía no he bajado hasta Grecia. Tengo una cita con el pasado en Salónica. Ya asomé por los bordes, atisbé las colinas de Macedonia. A ver si el tiempo es dadivoso, que quiero ponerle una flor marchita a la piedra en donde descansa Theodorakis, el Minotauro, hombre toro, en Creta, la de colores muy marcados, inconfundibles. Iré contigo si se me concede la gracia de algún dios. Contigo en el bajel de Heródoto, tú moviendo las aspas de las velas, enrollando el cordaje porque mujer de batalla eres, nuestro Linceo, nuestra argonauta.

 

Pues así ha avanzado la tarde, retrasando un poco mi cita con otras páginas que apremian. Esta canción de ahora suena a despedida. No la entiendo ni en lo mínimo. Algo de alemán estudié pero no alcanza para entender una línea del yiddish.

 

En el aeropuerto de Roma aguarda un grupo de hasidim que va a Kiev. Yo seguiré hasta Estambul. Hoy iba a visitar el cementerio judío, al pie de la colina histórica, pero el taxista me dijo que había fiesta en Jaihuayco en honor a San Joaquín, y que grupos de diablos ya bloqueaban desde la avenida Ayacucho, cerca de la terminal de buses. Ni para meterme entre matas de algarrobos y eludir el festejo para ver las piedras depositadas encima de las lápidas. Será otra vez; este sábado, con Jaihuayco tan cerca, y la música, bailarán hasta los rabinos fallecidos; no existe el tiempo fúnebre.

 

Y sin embargo se reparten armas: ametralladora aquí, cananas con balas doradas puntiagudas allá, instrumentos musicales al resto. Marchemos, marchons, rumbo a lo desconocido con la alegría de Shalom Aleichem. No sé si el hecho tiene asidero histórico pero es un afortunado golpe escénico.

30/08/2025

 

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Imagen: El Benia Krik de Isaac Bábel en la serie rusa 

Thursday, August 28, 2025

Cartas de Ucrania


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Desde algún punto de los Cárpatos me escribe Kate. La llamo Kate por Katherine Mansfield. Ella me mostró Jarkov, Kharkov, Kharkiv, iglesias ortodoxas, museos de artes visuales y fotografía. Lleva tres años refugiada en Lviv. Recuerdo marzo del 22, cuando los rusos atacaban su ciudad. Gente moría, barrios destruidos, el impacto brutal de las tropas violadoras, mujeres abusadas y quemadas vivas, risas de soldados, primeros planos del crimen a manera de los nazis. La guerra sigue, sí, y dura, pero día a día Ucrania va fortaleciendo una industria de armas propia que alterará, ya posiblemente para siempre, el panorama geopolítico de la Europa oriental; día a día hacen explotar a los invasores como pompas de sangriento jabón. El zar enano habita enterrado en un bunker. Sabe que se afila la guadaña para él, o incluso puede que sea motosa para mayor daño. Historia todavía no escrita pero cantada. Un amigo comunista me preguntaba con meditada inocencia si creía que Putin tomaría Kiev. Lo miré, el café sabía demasiado bien para confrontar la ortodoxia. Los camaradas son parte del pasado, muchos lustros detrás todavía se podía hablar algunas cosas. Ya no.

 

A los Cárpatos, luego de tres años en un gimnasio con trescientas otras personas. Par de semanas de vacación. Allí no ha llegado la guerra ni llegará. Crepúsculos dignos de Sheridan Le Fanu en Uzhhorod; permanecen como siempre. The Yagas y Gogol Bordello hicieron una canción de homenaje a Ucrania. El vocalista de esta última banda realizó un documental buscando sus raíces gitano-judías que se iniciaba en Uzhhorod. Quise ir allí en 2018, pero el resto del país consumió los días y vagué por la estepa y las ciudades en su lugar, comiendo borscht cerca de la universidad de Odesa y deteniéndome a contemplar el llano entre los largos caminos. Interminables buses y desabridos hot dogs en las paradas, notable tristeza de la gente, período de entreguerras se podría decir ahora. El conflicto estaba latente, se palpaba en el frío metal de los tanques estacionados, obsoletas armas hoy en que la muerte viaja por los cielos y cercena la testa de los incautos. Así como en su momento la llamada “Tormenta del desierto” transformó la faz de la guerra, en Irak, hoy Ucrania moderniza las posibilidades de matar, mientras al mismo tiempo rememora la guerra de trincheras en los campos de Francia de 1916. Matices, no contradicciones, que el fin perseguido es el mismo: deshacerse del adversario por cualquier medio.

 

Recibí ayer un libro de fotografías de Danilo De Marco. Bellísimas, sobrecogedoras, por cierto. Acerca de la “guerra del agua”. A decir verdad ya no me mueven estas imágenes del movimiento campesino. Se ha desvirtuado todo. En aras del dinero se vendió la identidad, la cultura, lo ideológico. De qué sirven las banderas de cualquier índole, o los puños izquierdos cerrados y levantados cuando el imperio del narco domina. Mucho hablar de lo indígena y vaciar la coca para acullicar encima de supuestos tejidos ancestrales producidos en maquilas coreanas. Entregar bonos de bloqueo a los que cierran las carreteras. Dinero oscuro. Esclavos del mercado, siervos al arbitrio del capitalismo salvaje, doradas sus acciones por falsas retóricas jaladas de las mechas. Sirvientes de lo que juraban combatir.

 

Nos alejamos de las hermosas estribaciones de los Cárpatos del lado este para despotricar en contra de los otrora insurrectos y hoy juguetes de la plata. Claro que la guerra es parte de ese juego macabro, y las industrias de armas se benefician de las muertes, son su abono predilecto. Sean Gaza o Kiev, Kosovo o Camboya, los jerarcas mueven sus fichas en busca del mayor beneficio. Colaboran con la propaganda y hasta gente descreída como yo termina tomando parte en lo que es no otra cosa que un juego de mesa apuntalado por cuerpos asesinados. Antigua controversia entre Kropotkin y Malatesta.

 

Y sin embargo me alegro con las derrotas rusas, las bajas que exceden el millón y que dejarán a Rusia exhausta y sin futuro. Hay una fatídica realidad engañadora. Y sin embargo se mueve…

 

Innokenti Ánnenski, en traducción de Natalia Litvinova, escribe:

En la noche insomne y quieta

espero ansioso su golpeteo:

la llama de una vela solitaria

brilla y parpadea con tristeza.

 

¿Espero qué? El fin de estas batallas. Lo que traiga el futuro estará ajeno a nuestras manos y decisiones, pero no me gusta escuchar a mi amiga Anna contarme la miseria a la que se los ha sometido. ¿Dónde están sus gloriosas cartas que relataban la juventud de una bella muchacha de Sumy en la escuela de abogados de Odesa? Años van en que sus letras exudan desasosiego, rastreo de comida, el abrigo, el eventual contacto del teléfono a una red virtual que semeja ser un paso al paraíso. ¿A nombre de qué? La historia de la humanidad es una de estulticia y crueldad. Obviemos filósofos y poetas, el mundo pertenece a sicópatas, tiranos, caciques y mayorales. Eterno el poder, implacable el dinero. Los calabreses distribuyen la cocaína producida en el trópico cochabambino, todo decorado con wiphalas y parafernalia que alega ritos ancestrales. Mentira, aquí ya no somos indios, ni blancos ni nada, sino lacayos de una maquinaria infernal. Las notables fotos de De Marco podrán ser retratos de ilusiones, hasta los sueños se fotografían hoy. El universo de Diane Arbus se ha materializado, se ha hecho muchedumbre para mejor decirlo. Lo que era extraño ya es colectivo. Strange days. Strange people.

 

Mientras yo me agito en veleidades de niño viejo, soslayando lo que es realmente trascendente, haciéndole el quite al precioso destino con inverosímiles jugadas de tarado, el mundo se bate en una espiral que no tendrá fin, torbellino de vanidades y oro. El panorama de 2018, a pesar de la amenaza en ciernes, era otro. Las muchachas vestían con negros atuendos elegantes, cenábamos en restaurantes georgianos de categoría, los taxis aguardaban por un centenar de grivnas.

 

Hay dos humos, el que causan los misiles explotados sobre los niños y el del gran capital. Uno peor que el otro. Todas las guerras se pueden detener pero no lo hacen hasta que convenga a las sombras que manejan los hilos de titiritero. A veces la suerte la extrae del sombrero un mono; a veces un loro. El organillo suena, los ciegos leen hojas de coca, perciben posiciones, brillos, y presagian. ¿Era Melquiades quién iba a conocer el hielo en Cien años de soledad? ¿Soy yo que voy a conocerlo y adorarlo como se debe? Brumas encima de Kostiantynivka, una de los mil Stalingrados de esta muerte. Pongo la vida sobre la balanza y, a diferencia del mundo, opto por el respeto y la sensatez, opto por el amor.

28/08/2025


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Imagen: Goya

 

Tuesday, August 26, 2025

De dos a cuarenta años


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Ha retornado la paz. Con ella, la lluvia. Fresca brisa llegaba desde el Tunari. Allí, detrás de las apachetas, se humedecerían los musgos y los pies, de caminar en el lugar, se hundirían hasta los tobillos. En cada humedal que desde la cumbre baja hasta el pueblo de Morochata, luego de haber dormido en la subida de la quebrada de La Llave, apenas encima de Anocaraire, en un aire que todavía huele a aromas ingleses y catalanes. El blanco acallanto que se levantaba cinco metros por la colina seguramente permanece, ajeno al tiempo.

 

Arroyos que remojaban piernas; acantilados del río y muslos pálidos. Los puedo ver desde esta distancia del quinto piso: el cerro de los huacorretratos, la roja tierra de Viloma, el amarillo sutil, matizado de eucaliptos, de Pandoja, justo antes de la curva desde donde se observa ya la anciana torre de El Paso. Huele a retama, huele a cascajo, gris piedra modelada por el agua, olorosa como planta.

 

Aquí en el lugar en que estoy parado, cuando este edificio no existía, estaba la casa grande de los padres. Precisamente me encuentro en lo que sería su dormitorio. El cabezal de mi cama correspondería a la ventana desde donde se veía saltar a los chiru chirus y los jilgueros macho de cabeza negra comían semillas de la flor llamada laphia extranjera.

 

Está chilchando, diría el pueblo; llovizna que se hace a ratos falsa tormenta. Casi dos años que llegué aquí, luego de treinta y cinco afuera. También me recibió la lluvia porque era octubre, tan mojada la tierra por las lágrimas de mis hijas a las que dejaba después de décadas en que peleamos con uñas y dientes para estar juntos, por encima de jueces, policías y gente reacia. Vencimos y ahora que me voy, lloramos, sabiendo que es lo mejor. Dos años de entonces. Un primer año de cirugía y convalecencia; el segundo de Betanzos a Belgrado. El largo camino de Munich hacia Denver. El retorno. Ha regresado la paz pero le falta mucho para consolidarse, apenas es un maltrecho emblema que flota, valga la imagen histórica, sobre un Reichstag incendiado.

 

Contemplo la penumbra elevado por encima de la que fue casa de mis ancestros, la que se construyó dormitorio por dormitorio, cien ladrillos por cien. Estando en conserjería, ya la medianoche, me senté en el sofá de marrón claro del vestíbulo y conté mentalmente pasos desde la calle para situarme dentro del hogar. Sería el comedor, la larga mesa de doce sillas de mamá. Llovía con persistencia. Un taxi acababa de dejar el edificio, sus luces titilaban golpeados por canicas. Iba camino del oeste, al lugar por el que los quechuas invadieron el valle aymara. Yo quedé contando con los dedos, izquierda, derecha, algo así como marchando. Abriendo la puerta del hall, eludiendo las sillas de mimbre, abriendo el gran refrigerador verde para ver qué hay, tomar cualquier libro, hojearlo, mirar el ventanal por el que al amanecer cruzan los ladrones.

 

Otra noche ha avanzado. Nos invaden las noches pero nada más lindo cuando hay tranquilidad. Otra cosa fue en el largo camino entre Lyon y Ljubljana, en los stops en donde choferes y pasajeros hablando en lenguas extrañas fumaban y conversaban. Eran amables conmigo, les parecía raro que un hombre de mi edad anduviera en semejante periplo de países sin rumbo fijo, como en un viaje al jardín de las Hespérides. No lo entendían, qué buscaba, qué esperaba encontrar, qué vería en el mar Negro. En la oscuridad no se notaba mi pesadumbre. Preguntas sin respuesta específica. No había manera de hablar de Panait Istrati o de Ovidio, no cabía, excepto por una alta mujer que fumaba más que camionero y que podía compartir cosas: Ivo Andrić y Danilo Kiš... Vivía en Ginebra, nacida en Mostar, rumbo a Belgrado a ver a su madre, su “amado Belgrado”, lo llamaba. Después supe por qué. Tiene una bandera de Palestina en su portal de redes; Mostar está en Bosnia, la villa del famoso puente sobre el Neretva. Pensé en ir pero los hados habían cambiado y ni siquiera tomé el camino de Bulgaria. Se esfumó el agua del Ponto Euxino, ya ni me interesó Heródoto, ni Pausanias que no escribió sobre el mar Negro sino sobre el Peloponeso pero a quien consultaba seguido en mis sesiones oníricas.

 

Buscaba alguna cita de viajes en León el Africano, de Amin Maalouf, y encontré un delgado fajo de falsos billetes mexicanos, Emiliano Zapata de corbata, y una foto con Ligia en el Vesuvio Café del San Francisco de 2008. Cerré el libro leyendo que “aquel año cayó Melilla en manos de los castellanos…” y recordé. Barrio de North Beach, icónicos lugares de la era beat. Los patrones explotaban eso. Muy cerca estaba la famosa librería… Después nos fuimos a bailar salsa al centro con Elmer y una amiga brasilera. Noche de cerveza y trópico. Y hotel chino con desayuno americano. Vaya historias, me las habrán contado o en verdad las viví. Me guardo detalles íntimos del porqué de aquel viaje, de lo intempestivo que fue, dejando la oficina en la mañanita e ir al aeropuerto. Los repartidores de periódico estaban exaltados, ofrecí bonos aquí y allá, cubrí todo lo necesario y zarpé. Barcos de los aires. Roma a Estambul, Kiev a Denver, La Coruña a Lyon.

 

Quiero creer que dialogo con mis padres y con mi hermana en estas alturas de casa. Mi piso solo tiene dos grandes departamentos, el mío y, en el otro extremo, el segundo. Por tanto es un sitio muy tranquilo. A veces abro la puerta a la noche y cuando se apagan automáticamente las luces estamos los cuatro en silencio, bebiendo café con panes hechos por papá según receta de la abuela. Quiero creer que felices somos, que hablamos de los últimos acontecimientos y las incesantes preguntas de qué he visto en mis viajes, de si miré Edirne o bebí vermús en Madrid.

 

La fecha de la fotografía con Ligia dice veinte y dos de agosto de 2008, tiempo muchísimo y qué fue de nuestras vidas. A veces nos enviamos una nota de felicitación. Se nos olvidaron los hoteles asiáticos y las tórridas plazuelas. Hoy juegan los jóvenes baby fútbol allí. Treinta años atrás un cielo pintado de amor.

 

Escucho abrir y cerrar de puertas. La gente se alista para dormir. Frente a mi ventana hay una pizzería que siempre está vacía. Yo que tuve negocios de comida conozco el intenso dolor de no vender. Me acuerdo pero no quisiera volverlo a vivir. Horas y días de duro trabajo, de Aurora a Lakewood, de Denver a Leadville. Pueblo de plomo pueblo de plata.

 

Vi un documental de la Revolución Francesa. Saint Just era el ángel de la muerte. Lo mismo que Mengele. La cuchilla se pone motosa de tanto cortar cabezas y Sansón, el verdugo, levanta iracundas quejas.

26/08/2025

Thursday, August 21, 2025

Notas de viajes


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

 

Letras de mujeres, poemas de Idea Vilariño y Sun Axelsson. La siempre presente Emma Goldman, a quien tengo, junto a Mijail Bakunin, como maléficos iconos encima de mi biblioteca. “Los días pasan como embrujados” escribía Rosa Luxemburgo a su amiga Lulú en Cartas de la prisión. Como embrujados, por cierto, y los hechizos tienen nombres concretos, colores específicos, humos definidos y determinantes. Rosa Luxemburgo íntima, solidaria, compañera, no diré lejos pero sí al margen de la pensadora, de la analista, dando consejos, vertiendo añoranzas, insuflando energía humana a seres queridos aun estando lejos.

 

Jueves con sensación de domingo. Mañana tomaría un café con una cronista cochabambina; lo haremos la próxima semana. Ya se me cumplió el plazo de leer al detalle, muy conocido personalmente por ella, de cuando se quiso quitar de la silla al tirano Luis García Meza. Recuerdo a un amigo militar, qué grado tendría entonces, quizá teniente, que formaba parte de los conjurados y que al fracaso de la llamémosle asonada, fue castigado a servir en el páramo de Curahuara de Carangas, entre el concreto en ruinas de los campos de concentración del MNR.

 

Mitad del camino a Chile, a la frontera, más o menos, vi Curahuara de ida y de vuelta y después ya no. Casi espejismo. El diesel congelado de los gigantescos camiones suizos, suecos, ingleses, Irina que me sonríe desde mi teléfono desde los rincones del mundo o del extramundo, en lo que era futuro entonces y hoy pasado. No es que el recuerdo de aquel viaje sea vago pero en conciencia poco existe. Sopa de asno, casuchas bajas del pueblo de Sajama. Botines amarillos de caña alta de Manaco para proteger los tobillos de quiebres y picaduras de alacrán. Carabineros chilenos que parecían el general Bernardo O'Higgins cada uno de ellos en contraposición a los modestos soldados nacionales con porte de jardineros.

 

Domingo jueves o viceversa, de visitas fracasadas. Extraigo de los poemas de Edith Wharton, que me subyugan, muchas líneas, esta entre ellas:

“con la presión de cuerpos extasiados, cuerpos como los nuestros, que se buscan el alma en el fondo de caricias insondables”. Apasionada, no de las mujeres cobardes que se entregan a lo consabido, poeta neoyorquina que conocí en largas tardes virginianas, en las de Rockville, Maryland, en feroz soledad inmigrante.

 

“El cielo de todas sus estrellas despojado”, cuando la noche es eso: oscuridad, sin rastro de neones ni faros de automóvil, apretujarse entre diarios viejos y amarrar los zapatos uno con el otro para evitar ser robados. Deseo salir a caminar antes de que el crepúsculo entre por el ventanal norte y tome primero las máscaras y luego los sillones. No quiero ponerme triste porque no hay porqué. Lo vivido ya está, y lo perdido también. Pongo una menta en la boca para combatir la tos. Así la vida, el cúmulo de las pesadumbres que siempre, en mi caso, han sido menores a las alegrías. Un taxi al centro, el placer de lustrarme los zapatos, y con la última luz avanzaré algo más en la lectura de M. Aguéev: Novela con cocaína. En Lyon leía a otro ruso, en un clásico café de esquina. Pareciera que un lustro ha pasado y es ficción. Hay calendarios y dedos que suelen contar días y meses sin yerro. De nada sirve inventar, elucubrar acerca de los intentos. A la corta no produce nada y a la larga no existe. La bella Anna Ajmátova escribe:

“Mi vida ha transcurrido en algún sitio
del que yo estaba ausente.”

 

Pido a Paola, en Belgrado, nombres de una tarde de feriado que pasamos en casa de sus suegros. Su suegro ponía la mano al pecho y repetía: “Kosovo en el corazón…”. En ciernes un drama que va a retornar tarde o temprano, en Kosovo y en Bosnia. Cerca de mi hotel mantuvieron varios edificios dañados por los bombardeos aliados contra Slobodan Milošević, testigos como maltrechos dientes de la ira del hombre. Pasar de Sarajevo a East Sarajevo es como atravesar dos países distintos. Tan pesado el ambiente, tan cargado. No veo minaretes ni musulmanes. Allí tomo transportes “Cóndor” que me llevará a Belgrado. Hielo en la columna vertebral, sensación de asesinato muy extraña. He visto la muerte cara a cara repetidas veces pero esto era distinto, Nosferatu en su caterva realidad. Llegaremos a la capital serbia antes de que anochezca, desde el taxi veré el Danubio y el Sava y al caminar por las calles en penumbra me preguntaré qué me ha traído aquí, si el sueño de ir tras Panait Istrati sigue en pie, si algo se ha transformado. Estoy en la vertiente de las aguas míticas. Digo: un lustro ha pasado, qué va, una década. Pero mi calendario afirma que es 21 de agosto; entonces miento yo. Me consuelo con la paz de las cartas de Rosa Luxemburgo, cuyo cuerpo sería arrastrado por las calles de Berlín donde supuestamente reinaba la calma.

 

Me pongo chaleco, si fuese antibalas vendría mejor, implicaría que hago algo trascendente pero dudo de este comentario venido desde la inercia. Ahora que ha salido el libro de Olga Amarís Duarte sobre conversaciones de café, me traigo en el pretérito y subo la calle de Tolstoi hacia el parque y me detengo siempre a beber un café de calle, en la vereda de la avenida y dejo que la viejita ucraniana derrame el azúcar en el líquido y lo bata para mí. Es otoño. Eso es trascendente. El viento que mueve los árboles, arbustos que se mecen.

 

En Barič, municipio de Obrenovac, Belgrado, pasamos estupenda tarde con los familiares del esposo de Paola. Abundancia de diversas comidas serbias, magnífica ensalada rusa, chorizos y un pan que era simplemente un milagro: pogača, cocido en las cenizas y del que comí demasiado. Todo regado de cerveza y salsas picantes. Luego retornamos a lo largo del Danubio y me dejaron a una cuadra de mi casa al pie del gigantesco Cristo de la antigua estación de tren. Me detuve en la esquina y tomé otro chop en un bar italiano. Observé que los ojos de Gavrilo Princip oteaban desde la pared. Cerré con llave la puerta de mi cuarto, el 6, felizmente sin la maldición de Chejov, y dormí. Soñé que el río de la capital bosnia estaba color de sangre, como el matadero de Quillacollo cuando iba a comprar sangre fresca para alimentar a mis patos en la pequeña granja cercana. Cómo resaltaba el color sobre las plumas blancas. De noche eran ruidosos pero la noche estaba por lo general abandonada y solo me despertaban a mí. En un modesto dormitorio en donde amé sin desgano a aquel primer amor sociológico.

 

Y en el bosque de cañahuecas, M mostraba sus fabulosas tetas a la luna. De las medias aguas goteaba el rocío…

21/08/2025