Thursday, July 31, 2014

Mahmud Yasar y las ciudades turcas/VIRGINIANOS

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Mahmud es turco, de casi cincuenta. Comparte la noche, el trabajo, conmigo. Es pequeño, fuerte, delgado. A veces, en los amaneceres de Washington, fuma largo y me cuenta historias de su país, de los buses que conducía entre Esmirna, su ciudad, y Estambul. Por sus ojos pasa la antigüedad de Esmirna, las piedras y todas las sangres. Pesadez de siglos. Luces que habitan el vientre del Bósforo

Mahmud tiene sus hijos en Turquía. Envía dinero y sueña con traerlos a sí. Trabaja y el dolor de los brazos mantiene el deseo de los que ama. Dolor de noche que no descansa, tan lejos de Esmirna, del último café y la cama y la mujer en la cama. Dolor de lejos.

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De VIRGINIANOS (Los Amigos del Libro, Cochabamba, 1991)

Foto: Izmir

Tuesday, July 29, 2014

El pequeño Hitler/MIRANDO DE ABAJO


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Tiene razón Bernard-Henry Lévy (Putin’s Crime, Europe’s Cowardice-The New York Times, 07/23/2014) cuando relaciona el actual silencio de Europa ante la arremetida terrorista de Vladimir Putin con los aciagos días de Munich 1938, cuando Inglaterra y Francia, Chamberlain y Daladier, cedieron el control del continente, e idealmente del planeta, a Adolf Hitler. Cobardía que ambos países pagaron muy caro.

Las medias tintas de Barack Obama ya no espeluznan a nadie. Conceptos en pro y en contra van y vienen; hay una lógica que le daría la razón si de una potencia mundial no se tratase. El legado del poder, por nefasto que fuera en el pasado, es algo que una nación no puede sacudirse con facilidad, ni siquiera contando los tremendos errores, dígase Irak- Afganistán, que arrastra consigo. Pone el presidente “líneas rojas” por doquier, con la amenaza de que si se las viola, se tendrá que aguantar la embestida de la todavía monstruosa capacidad militar norteamericana. Retórica sin asidero real. Lo que diga Obama sirve para el archivo. Su credibilidad, y con la suya la de EUA, se ha perdido quizá para siempre.

En el caso ruso, del plan geopolítico de Putin de aherrojar por la fuerza el vasto territorio que correspondía a la URSS y sus satélites en Europa, Estados Unidos está muy lejos, así pelee cerca de sus fronteras asiáticas, que por el momento no preocupan al Kremlin. Hoy más que nunca Europa requiere soluciones europeas, y estas aparentemente no van a venir mientras Moscú mueve sus fichas con violencia para demostrar, en papel, que la revitalización del imperio ruso, comunista en minúsculas, ya es posibilidad tangible.

Lévy sostiene, hablando de Ucrania, el derribo del jet malayo, que Putin utiliza en la región un ejército “remojado en vodka”, milicias compuestas de la hez de la sociedad: delincuentes comunes, asesinos, exconvictos, vándalos, ladrones, violadores, la barbarie armada, con un discurso ultranacionalista que se confunde con nostalgias soviéticas y crea una peligrosa amalgama de ambiciones extremas, punta de lanza de una reconquista que la mezquina Europa pareciera va a permitir. Se regaló Crimea, sin lucha; ahora desean enclaves pro-rusos en Ucrania oriental. Luego irán por el Báltico, Polonia; ya en Moldavia tienen en existencia un territorio amorfo al que en concreto se ha abandonado a su suerte. Lo mismo en Georgia. No importa, lo que cuenta es el espectáculo mediático que le sirve a Putin para su irresistible megalomanía. Eso porque por ahora se lo permite China, anota un analista.

Los ricos países occidentales evitan culpar directamente al nuevo zar. Dependen del suministro energético ruso. Lévy menciona Alemania que con los acuerdos gasíferos bipartitos prefiere mantenerse al margen. Francia que necesita vender. Inglaterra que se beneficia con el flujo monetario de los oligarcas rusos hacia su país. Holanda mantiene vergonzoso silencio. Casi doscientas vidas perdidas de ciudadanos holandeses no cuentan en un mundo de negocios. A ese precio nadie está a salvo. Y los poderosos invierten en la muerte seguros de impunidad: paramilitares en Europa del este, yihadistas con dinero qatarí, saudita, iranio, en otras partes. El hombre común es ya mercancía de matadero. La democracia un concepto perdido. El pueblo palestino no es víctima solo de una agresión extranjera, es carne de cañón provista por sus propios hermanos. Entenderlo es cada vez más complicado; vamos llegando al tiempo del simplismo brutal de los tiranos, un nuevo orden feudal dentro de un increíble avance tecnológico. ¿Hacia dónde mirar?
28/07/14

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Publicado en El Día (Santa Cruz de la Sierra), 29/07/2014
Foto: AP

Sunday, July 27, 2014

Edvard Munch/VIRGINIANOS

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Una prostituta espera el último tren en la estación de Court House. Es medianoche y las calles de Washington la esperan, con negros de largo sexo y callejas con preservativos secos.

Me vengo a pensar en el pintor Munch, cuyas litografías miré, un mes atrás en la Galería Nacional. Me detuve ante "El grito", recordando los puentes en los que he aullado de angustia. Recordé las manos que cubrían mis oídos y mis uñas cortando la piel. Y preferí no estar allí: temblaba. Ahí pasaron dos muchachas y comentaron que "El grito" era "divertido". Entonces desperté al mundo, a la contraposición de universos. Vi la ceguera soberbia del futuro. El arte es ya menos que un zapato.

Edvard Munch ha muerto.

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De VIRGINIANOS (Los Amigos del Libro, Cochabamba, 1991)

Imagen: Edvard Munch/Las mujeres y el esqueleto, 1896

Atardece con Chopin/VIRGINIANOS

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Muy lejos, en la infancia, están los primeros discos, como veinte años atrás, en una siesta muy larga. Más adelante, hay noches de mujer combinadas con su música, la de Chopin. Susurros sensuales ya idos, pero el piano sigue intacto. Y ya en 1990, a fines de mayo, la luz se ha cortado y es sombra. Escribo textos escasos. Alrededor hay scherzos y mazurkas.

Olvidaba París. Tardes llovidas y Père Lachaise. La tumba del polaco y los senos blancos de Agniezska. Versalles, la música de Chopin y aquellos pezones de Varsovia que nadaban en mis bocas...

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Publicado en VIRGINIANOS (Los Amigos del Libro, Cochabamba, 1991)

Imagen: Ernst Ludwig Kirchner/Hannah bailando, 1910

Tuesday, July 22, 2014

El precio de los encorbatados/MIRANDO DE ABAJO


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

El comerciante mayorista Álvaro García Linera, a diferencia de su gremio: gente de mercado, de venta y reventa, usa corbata. Tiene -evidente- un prurito por la elegancia, común entre aquellos desamparados, entre acomplejados o simplemente mundanos. Allá él. Lo malo es que en su momento se hizo una guerra mediática en contra de este adminículo del buen o mal vestir, o del bien vestir, de niños bien. Y contra muchas otras cosas que supuestamente reflejaban al enemigo de clase, y de raza. Guerra sin ningún significado, ya que a medida que se incrusta el plurinacionalismo, palabra hueca, sin sentido, en el país, vemos que de lo mismo de siempre se trata.

Lucrar no es privativo de una opinión política. Mucho menos robar. En eso, unos y otros comparten el estrado, y de nada sirve querer diferenciarlos. No se debe hablar de izquierda ni derecha. Los de hoy, como los de ayer, pertenecen a los arribistas cuyo único fin es el poder en relación al dinero, ni siquiera en un proyecto social. Cuba, Venezuela, jugaron a crear dinastías, con orondos nombres, oropeles y una mística en todo falsa, donde el oro sustraído de las arcas públicas es de tal magnitud que parece inconcebible. Para continuar la farsa, regalan migajas a los más pobres y crean una clase dirigencial delincuente con prerrogativas. Feudos de poder, mínimos, múltiples y dispersos. Si hasta el fascio mussoliniano parece revolucionario al lado suyo.

¿Robespierre? ¿Robespierre en Bolivia? Imposible. Tendrían que pasar mil años, los del Reich aymara, para tal vez parir semejante elemento. Los tenderos que gobiernan sueñan por lo alto porque soñar no cuesta nada. Lo concreto es la pequeñez de su cerebro, la avidez de su peculio. Fundar, imaginar, actuar, crear para la grandeza de una nación no suele pasar por manos de gente aviesa.

Noto que al cacique, que hubiera deseado por sobre todas las cosas ser blanco -así lo muestra- se le van acabando los “hermanos/as” indígenas para puestos clave, o de vitrina internacional. Recurre cada vez más a los odiados encorbatados, a quienes detesta y en el fondo admira, como admira la bota que lo pateaba en el cuartel. Otro de sus grandes deseos radica en ser comandante, como el barbado de Cuba quizá con algún mérito, o su Delfín, Raulito, mediocre y contumaz. O el amado, bien muerto y cocinado por Luzbel, Bufón Chávez, con más dotes de heladero que de general. La lacra gobernante de América Latina ha utilizado un discurso de confrontación para ubicarse en el mejor lugar posible desde el cual puedan emular, imitar, calcar, rejuvenecer y reavivar a los defenestrados oligarcas. Rueda sin fin, círculo vicioso, de segundones de cierto carisma y tirasacos del montón.

Inicialmente los encorbatados fueron perseguidos. Nada de ideología, simples diferencias de imagen. No hay tiempo para pensar, aunque se habla mucho, si el asunto importante es el cash. Hoy, los encorbatados pueden servir, para algo han estudiado, y como en esta tierra de inexistente valentía todo tiene un precio, se dejan comprar. De muestra bastan los otrora vilipendiados expresidentes, ahora en el servicio doméstico del amo multicolor. En La Haya, en La Paz, donde fuere o el semidios quisiere, siempre listos como boy scouts, no solo por el salario que debe ser jugoso, sino por el endémico síndrome de Estocolmo que caracteriza a este pueblo, desde el nativo de Apillapampa hasta el señorito de la capital, o, como con certeza dice mi padre, por el síndrome del pongo.

La lírica del “pueblo”, del “indio”, se va perdiendo; se perdió. Sucede cuando el panorama que se presenta al público es un hato de generalidades. Pasamos a otra etapa de la “revolución”, la del gobierno (ya visto) de los de corbata (la usen o no). Un número más de las nimiedades que muestra el vicepresidente como alta teoría. Pamplinas. Aquí hay un rebaño de mulos con mayoral y pocos, muy pocos, bragados.
21/07/14

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Publicado en El Día (Santa Cruz de la Sierra), 22/07/2014

Monday, July 21, 2014

A cierta, extraña mujer

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

De magia naces

Haría de tu cuerpo un poema desquiciado
tus ojos despertarían Sodoma
y en tus senos zigurats oscuros
la sombra de un astrólogo
invocaría las estrellas

Si fuera mía reirías en esta pequeña villa deleznable

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De NISPA-NINKU (Cochabamba), 1986

Imagen: Ralph Gibson, 1990

Friday, July 18, 2014

La Muerte/CUADERNOS DE NORTEAMÉRICA

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

El bosque detrás de casa. Es tarde de cinco horas. Por la carretera de Arlington vuelan los autos buscando hogares que quizá no existen. Yo estoy en una roca y no hay ni insectos en estos crepusculares árboles.

Ha muerto mi amigo Pepe, lejos, en Bolivia, en un camino de odio, ese sin agua, con nubes de tierra que cubren las sangres. Me imagino una cruz, seca, en algún borde. Tiene frío en la noche. Y no hay ya hija ni mujer ni abrazos. Calor de las frazadas de las piernas dónde están.

Noche ya. Camino a casa. Pienso en trabajos, en dineros, pero sobre el aire hay dolor, muerte, que es lo mismo.

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Publicado en Opinión (Cochabamba), 11/10/1991
Publicado en  Revista SIGNO 34 (La Paz), septiembre-diciembre 1991

Imagen: "Too Late", de Harper's Weekly, 1871

Tuesday, July 15, 2014

El fin de un mediocre torneo/MIRANDO DE ABAJO


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Al fin se terminó, luego de aburridísimos 120 minutos entre Alemania y Argentina. El fútbol ha dejado de ser juego para convertirse en negocio. Siempre lo fue, cierto, pero hoy a niveles insospechados, parecido a sentarse en frente de dos ordenadores y mirar los números pendulares de la Bolsa de valores. Eso no es vida ni es fútbol.

Lo dijo Carlos Alberto, el gran capitán de Brasil 70, hablando de su selección luego de la derrota ante los germanos: dejen de llorar. Se refería a Neymar haciéndolo al escuchar el himno, al arquero llorando a tiempo de los penales contra Costa Rica, otra vez Neymar en conferencia de prensa. Carajo, si hasta sicólogos les pusieron para aliviar sus penas, como si tristeza tuvieran con tamaños bolsillos. Magdalenos, no se puede jugar en un campo anegado de lágrimas.

Las consecuencias políticas de este insospechado final se irán viendo. De entrada, la Kirchner no fue; mejor, porque con rostro de actriz de filme barato, y voz de novelón de costura, solo lo hubiese hecho peor. La Dilma tendrá que dar razones a su patrón Lula, a quien alguna prensa jocosa ha mostrado vestido como el superpolicía Robocop, pero con la leyenda de “Roboucopa”, empujando su ladrona condición. Brasil 2014 se recordará como Neymar y el fin de la república de “trabajadores”, ahora que los hampones de palacio se decoran con historial obrero y verba popular.

No vi a Morales en los palcos, aunque no dudo que haya viajado con enorme comitiva provista de quenas y dólares. Si no lo hizo es porque estaría cansado de comprar opositores, departamentos, expresidentes, muchachas; cansado de contar billete. Esto no solo de fútbol se trataba. Sin embargo hubo momentos gloriosos, buenos y malos: la valiente patriada tica, la resistencia mexicana, el coraje chileno, el buen fútbol holandés, con Robben, quien debió haber ganado el balón de oro y no Messi, la máquina goleadora alemana, el canibalismo del 9 de Uruguay, Suárez, que nos recordó que esta actitud es la más extrema de la supervivencia individual así signifique el fin de la especie.

No es que aquello del poeta de que todo tiempo pasado fue mejor se confirme. Usualmente recordamos las mejores partes, las más intensas; la memoria discrimina y da esa impresión del ayer como insuperable. Hay tanto en juego, en la lujuria tecnológica que vivimos, donde todo se convierte en plata y los precios de los seres humanos fluctúan como el del maíz, que se ha perdido la dicha de divertirse. Nunca estuvo más muerto Garrincha que ahora. Qué pena.

Espera Rusia en los cuatro largos años de futuro, en los que Putin desea consolidarse como el nuevo zar, mixtura de blancos y rojos. Poco para creer queda. Las reuniones de trabajo se elevarán por encima de cualquier pateapelotas. El mundo y sus eventos se arman de acuerdo a las vicisitudes y necesidades económicas. De seguir este lento declive hacia el absurdo, tendremos que conformarnos con los pastiches que nos entreguen y que ensalcen o vilipendien los medios de comunicación, como otra artera rama del negocio. Entretenimiento, dicen, pero viendo la mediocridad de la copa mundial debieran llamarlo burla.

¿O será que si ponemos intereses nacionales en juego todo se torna aburrido? Porque no hay que negar, al menos en Europa, que todavía se ven épicas batallas de buen fútbol en las ligas locales. Pero, al momento de plantar bandera, el arte se convierte en disciplina militar y el artista en soldado, para desgracia nuestra, o, como sucede en ese país que es el agujero negro del mundo, un asno viste la diez nacional, ya senil, solo porque gobierna, y las manos lo tocan y las lenguas lo acarician con vehemencia como en un recrudecimiento político-macabro de Repulsión, de Polansky.
14/07/14

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Publicado en El Día (Santa Cruz de la Sierra), 15/07/2014

Monday, July 14, 2014

El ghetto salvatruco/CRÓNICAS DE PERRO ANDANTE

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Trasladarse una guerra desde la lejana Centroamérica hasta la capital de los Estados Unidos parece historia de ficción. Pero no lo es. Ya al comienzo del genocidio, en buena parte azuzado por el Departamento de Estado, comenzó la diáspora. Primero de población desplazada por el conflicto, empujada por izquierda y derecha, viendo a sus parientes ser asesinados por supuestamente alimentar a los insurrectos, o poseer una panadería y convertirse gracias a ello en odiado capitalista. Luego por la caza de brujas que se masificó y donde por sospecha caían pueblos enteros. Imperio de la sinrazón. Con un alzamiento, todavía considero así, de justa causa, y  masacre campesina, civil en general, por parte de la fuerza armada del poder que ya alcanzó de antiguo límites imposibles.

Roberto D’Abuisson, conspicuo miembro de la extrema derecha, se encargó de hacerla una guerra particular de extrema crueldad. Cierto que esa franja de tierra, la centroamericana, es cuna de espeluznantes recuerdos, y el líder de la ARENA salvadoreña, simplemente la continuaba. Avezado seguidor de grupos anticomunistas, como la Mano Blanca de Guatemala, actuó en completa impunidad, y sirviendo de frente a la política asesina del gobierno Reagan. Se me grabó en la infancia un reportaje de Siete Días, muy anterior a la guerra civil en El Salvador, detallando las actividades de grupos paramilitares que sembraban el terror entre la población indígena y la escasa sindicalización obrera, narraciones como las de un jefe policial que ponía a los subversivos apresados en moledoras de carne para con la sangrienta papilla alimentar su criadero de lucios. Entonces no se conocía a Rigoberta Menchú y la vitrina de denuncia que impuso esta mujer nativa. El crimen político, con inmensa cantidad de inocentes aplastados como anexo, viene de largo pasado, tan largo como centurias.

Entonces vivía en Washington DC. Hermosa ciudad y un barrio precioso de calles con árboles de hoja caduca, multicolores, apenas salido de la estación del metro de Tenleytown, a un paso de Georgetown y la delicia de sus bares, regatas y mujeres. Entonces me había afianzado en el trabajo. Pagado el clásico derecho de piso con su dosis de sufrimiento que cada quién juzgará a su modo. Vida paralela. La sordidez de los mercados, el barrio negro, North East, botas de trabajo y guantes duros para evitar los cortes. Continuo ir y venir entre refrigeradores y el exterior. Camiones que van y vienen, hombres como hormigas con carros de mano que suben y bajan de los camiones. Chinos, coreanos, negros, bolivianos, cubanos, turcos, armenios, ítaloamericanos, polacos, germanoamericanos, Babel misma y torres de frutas hasta el techo, como cuadros de Derain; rojas sandías salidas de la paleta de Rivera; cansinos y queridos negros cincuentones, de gruesa voz y canciones de Leadbelly, caminando fuera de las páginas de Faulkner. Cebollas y patatas; explotación de ricos a pobres; alcohol y más alcohol; crack y hasch. Vida doble. Llegar a casa, a mediodía, luego de babearse el pecho en el tren, dormitando el cansancio. La cama colonial, las coloniales pinturas de Hicks, el cd player que toca a Dylan. Ducharse, sin límite de agua. Dormir. Recuperar la vida en el sueño. Prepararse algo, salir al patio de bancos de piedra, leer a Schwob, escuchar Pink Floyd. Sentir el aroma de las plantas, tan distinto al espanto que hiede en la papa podrida, en los jugos blancos que salen de ella, blanda, pronto agusanada, cubriendo el ambiente con la pesadez del asco, por encima del olor del limón recién llegado, de las especias frescas en cajas especiales: albahaca y mejorana. Sólo inferior al de la sandía podrida cuyos efluvios llevaban características de batallas donde se dejaba los cuerpos a la intemperie.

Con altibajos, diríamos que por un lado había alcanzado la etapa burguesa de la vida de un inmigrante, y por el otro proseguía en las aguas cenagosas de la miseria y el vicio. Lo bucólico de mi jardín contrastaba con la delgadez opresiva de las niñas negras prostituidas y sidáticas. Era como una fábula de Monterroso, donde lo que parece ser no es.

Conocí muchos salvadoreños, hombres en su mayoría, que aparte de ganarse el pan intentaban desplazar a las pandillas negras del mercado para instaurar las suyas. Cargaban machetes cortos, que explicaban cómo utilizar para descabezar a alguien de un golpe. Relatos de bolsas de cocos llenas de cabezas humanas que se arrojaban en los amaneceres por las poblaciones rurales como advertencia. Al alba se abrían las puertas y corrían las mujeres aullantes buscando en las testas mutiladas la última sonrisa de los hijos. Una cosa inexplicable era la convivencia de los dos extremos del conflicto en este terreno neutral. Oí de grescas violentas y muertes, venganzas y juramentados. Pero a simple vista uno imaginaba que compartían tanto juntos, el mismo exilio, la misma huida, que el hecho de que meses atrás se mataran unos a otros se había reemplazado por la posibilidad de alcanzar nueva vida, con dinero que jamás soñaron y que costaba menos trabajo que la rutina cabrona de ser pobres en la patria.

Pero se hacía fácil discernir cuál era cuál. El simple campesino que perdió su tierra, que le quemaron la mies y le violaron las hijas. La muchacha que vio a su padre de rodillas mientras el coronel le metía la verga en la boca y después de la verga, la pistola. La muerte en todas sus formas, distante del fin romántico que tiene aire poético. La muerte perra. La muerte puta. El soldado, al que en principio quizá obligaron a disparar, pero que en la práctica de voltear muchachas, forzarlas y degollarlas, en el placer gratuito de ron casero robado y consumido, en tanto botín que venía asociado al estupro y el crimen, se hizo ducho y exigente y a quien trozar una caña de azúcar para chuparle el jugo, o abrir de un tajo el frágil pescuezo de un niño le daba igual. Esos vivían juntos, en barrios super poblados; iban al mismo bar, el infame El Salvador, donde el aire olía a dinamita y se miraba a las mujeres como presas de caza, como lo que siempre semjan ser los más débiles.

Cuando recién llegamos, un amigo y yo, buscamos alojamiento por allí, en unas calles de sucios edificios de apartamentos bien adentro del barrio de Adams Morgan. Subimos elevadores cubiertos de graffitis, de mensajes de odio referidos a la guerra. Pasillos atestados de niños, olor a comida en cada piso. Miradas agresivas de jóvenes que ya entonces comenzaban a raparse la cabeza. Era barato, y las dueñas de casa, que rentaban cuartos para ayudarse, a pesar de ya vivir en el departamento familia, o familias completas, ofrecían pupusas y café. Pero nos miramos. Finalmente éramos muchachos de clase media de la sociedad cochabambina, rebeldes pero contenidos. Aquello exudaba violencia, crueldad. Esa gente sabía lo que era recoger a sus muertos con cucharilla, escuchar el gemido del terror día tras día, noche tras noche, y de ejercerlo cuando la vida les permitía la oportunidad de la venganza. Nos miramos, dejamos las pupusas rellenas a medio comer, el café casi intacto, y salimos corriendo del ascensor para recibir el sol y el aire de la hermosa capital, ajena a lunares viscosos, como aquél, que latían incansables.

Encontré buenos amigos, trabajadores sufridos que repetían el paraíso que para ellos significaba Norteamérica. Y los otros, uno de los cuales, fornido, comenzó a abusar de un conocido brasileño a quien yo le había conseguido trabajo en la empresa de vegetales y fruta. Intervine, no utilizando la antigüedad que me daba prioridades allí. Cometí la imprudencia de desafiarlo a pelear, en las digamos caballerescas peleas que teníamos después de la escuela. A “puño limpio”

Dejamos el warehouse para meternos en medio de los trailers cargados. Antes de que atinara a darme la vuelta, saludar al contrincante, el individuo saltó, directamente a clavar los dientes en la oreja derecha, intentando separarla de su base. Lo habría conseguido con facilidad, el cartílago ya estaba mitad afuera. Lo estiraron. Perdimos el trabajo. Llamé a mi esposa que me llevó a un hospital donde los médicos, presuponiendo que no hablaba inglés, temían que de coserme perdería la oreja. Decidieron pegarla, con una goma especial y sostenerla con vendas. Medio que no creyeron que era ataque de hombre sino de perro. A pesar de que intenté explicarles el panorama: “the War, the War”.

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Publicado en Crónicas de perro andante (LA HOGUERA, Santa Cruz de la Sierra, 2013)

Foto: Isabel Muñoz




Friday, July 11, 2014

Roman Vishniac/VIRGINIANOS

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Los años pensados en Volinia, en Galitzia. Lo escrito y lo aprendido. Bashevis Singer y Sienkiewicz. Isaak Babel. Omar, mi sobrino niño, que duerme en sus dos años a mi lado y despierta y me dice: "tío, cuéntame de Lituania, de los judíos y de los bosques". Y los ojos del tío, que la noche cubre, se levantan en las aldeas, esas donde habitan los hasidim.

Hitler destruyó aquella paz. Fuego que mata. Pero me llega un libro de fotografías tomadas por un judío, Roman Vishniac. La portada lleva un viejo, rabino o mendigo, mirando desde los siglos. Son fotografías del mundo anterior, antes de los alemanes. El artista acaba con el dictador, porque lo que éste mata, él lo conserva: los lecheros, los pasteles de la madre debajo del mantel, Varsovia...

Vishniac es Moisés y su Mar Rojo su libro. Y yo, a través de las aguas, he visto al fin lo que solo soñaba, en mis tardes encerrado en el cuarto, leyendo.

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Publicado en VIRGINIANOS (Los Amigos del Libro, Cochabamba, 1991)

Imagen: Fotografía de Roman Vishniac

Tuesday, July 8, 2014

Realidad y folklore/MIRANDO DE ABAJO


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Los domingos por la noche, si lo permite el cansancio, me gusta ver el programa de Jorge Lanata. Sé lo cuestionado que es, o está, y tampoco soy aficionado al espectáculo, porque pareciera quitarle seriedad a las cosas. Sin embargo, lo entiendo; esas características lo hacen popular y no un opio como suelen ser los programas “serios”. Lo importante radica en que el periodismo tiene que confrontar, cuestionar, al poder; mientras más duro y cerrado este -el caso de los populismos latinoamericanos-, más ácida la crítica y más feroz la lucha. Tiene que ser, dígase lo que se diga, que es mejor incluso defender a otro que callar.

Anoche, Lanata, presentó al tercero en posición al trono argentino (siguiendo a Amado Boudou), al de esta reina Victoria local de voz burda y entrecortada en la novel y ya decadente monarquía K. Este tercero en línea al poder, Gerardo Zamora, hoy senador y exgobernador de Santiago del Estero (extrañamente… su esposa ocupa el cargo que dejó), retrata muy bien la camada de maleantes que se hace pasar por revolucionaria e impera en el continente. Verborrea trágica la suya, plena de “igualdad” y de promesas. Constructor de obras faraónicas, como lo han señalado, en una provincia con la mitad de la población pobre y con 80 por ciento de gente que carece de cloacas. Levanta hipódromos, trenes de lujo con escasas tres estaciones y sin lógica pragmática; hasta un dique que no retiene ninguna agua, que apenas orina un chorrito de líquido por las resquebrajaduras. Danza de los millones, porque es danza que da réditos. Como su flotilla de aviones que utilizan él y su mujer a discreción familiar. Si hay parecido con Bolivia no es coincidencia: la misma tiniebla de manos rateras.

Miren la ciudad de El Alto. Con una dinámica que la asemeja a Hong Kong sin serlo, ni lo será en la próxima centuria, a pesar de que al cacique se le llena de agua la boca (los bolsillos parecen no tener fondo) cuando nos compara con Suiza. Un teleférico, o mais grande do mundo, pero en los dos extremos, en La Paz y El Alto, la gente caga en las calles. Igualito a Santiago del Estero donde se levantan torres gemelas de cristal. Igualito a Caracas, con rascacielos de gasto multimillonario que abrigan un lumpen pervertido y manejado por sicarios.

¿Por qué construyen estos absurdos? Porque así se roba en grande. La comisión por una nave aérea es mayor que por una escuela. Han invadido hasta el espacio sideral; si se mantiene o no activos estos elefantes blancos no es asunto de su incumbencia. Ya cobraron.

Viajé por el norte argentino. Lazos familiares profundos me ligan con Santiago del Estero, es posible que no solo vascos sino también calchaquíes. Y en su música aprendí a amar lugares de nombres de tanto misterio y poesía como Atamisqui y Añatuya. Ver el desastre social de ellos hoy, tan lejos del idilio que implican zamba y chacarera, da rabia y una pizca de tristeza. Pasaron décadas desde que Atahualpa Yupanqui los cantara, o narrara su paso en caballo hacia Añatuya. Sigue igual, o peor, porque la modernidad pudo haber traído mejoras. Ya estuvo la lacra militar, el cáncer de las derechas, y ahora se cierne la sombra de enfermedad terminal que trae la “izquierda” consigo. Cómo añoramos la revolución, pero no hay revolucionarios. Los de ahora, de boca afuera son camaradas; de puerta adentro, príncipes. El mayor negocio en la América Latina no son el oro ni el petróleo sino los pobres. Negocio selectivo, discriminador, auge de paracaidistas y extractivistas de corazón. De poco sirve ese manual superfluo de Galeano, el de las venas abiertas. Acá no cambió nada, solo hay patrones y los otros. No existe división alguna de riqueza. Unos roban y a los perros se les tira pan con moho, así no ladran.
07/07/14

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Publicado en El Día (Santa Cruz de la Sierra), 08/07/2014

Imagen: Esfinge/George Sandys, 1610 

Thursday, July 3, 2014

Ayopaya 1947: un soldado narra la sublevación indigenal


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Encuentro

Domingo por la mañana, octubre. Joaquín se sienta en un k’ullu de árbol, remanente de un par de inmensos molles que teníamos acá -aclara. Uno macho, uno hembra. El macho daba diminutas flores amarillas; el otro, frutitos rojos que devoran los chiwalos. Los vecinos nos demandaron, alegando que las raíces levantaban el piso de sus hogares y tuvimos que cortarlos, cuenta.

El patio está entre dos casas. La principal, adelante, poblada de fantasmas, dice, porque cree que en su momento este fue lugar de crimen, en la pretérita oscuridad, cuando desde aquí hacia el oeste se extendían humedales que le ganaron el nombre de p’ujru (depresión, en quechua). La segunda es pequeña, práctica, de ladrillo visto y grandes ventanales. Allí vive. En la otra, su hija. Ningún inquilino sobrevivió la pesadez del ambiente, de sombras de niños y golpes de puerta a medianoche.

El sol cae de lleno en el vestíbulo de cerámica. Una mixtura de maceteros ofrece colores y plantas. Las flores violetas de la Santa Rita se entrelazan con el tronco del paraíso dando un ferviente tono cochabambino a la cita.

En la radio suenan tangos de la guardia vieja, un programa eternizado por los años en su hogar, con gusto argentinizado por el tiempo de estudio y disipación en Córdoba, en una fallida carrera de ingeniería, y luego en la sensatez de su esposa santafesina que terminó amando Cochabamba más que él y cultivando seis hijos.

Ese año, el 46, salí bachiller. El 4 de enero del 47 me presenté voluntario al servicio militar que, siendo obligatorio, no consideraba para sus filas a menores de 18 años como yo. La Muyurina, donde aún sigue el cuartel, era una explanada llena de indios acurrucados y vendedoras de comida. Los reclutas, la mayoría de la clase baja citadina, pocos indígenas, se despedían de sus madres como si partiesen a una guerra inexistente. 

Se ensimisma. Tocan el tango Destellos en la radio. Me recuerda a mi mujer, susurra. Escuela de Clases Sargento Maximiliano Paredes, se llamaba el lugar donde me presenté. No pertenecía a la clase oligárquica, pero mi familia venía de antes, y era bien considerada en aquella esmirriada sociedad de abundantes mestizos y escasos blancos. Además yo desciendo de héroes, afirma, en una frase que se evaporará en el espacio de nuestra charla y que me arrepiento de no haber agarrado por el cabo.

Le pregunto por qué, ya que habló de ello, no había indios en las filas del ejército. En otros lugares sería diferente, pero la Muyurina era cuartel de extramuros. Aunque a mediados de año llegaron muchos aymaras en camiones, levantados de pueblos del sur cochabambino o de la cercana Oruro, la mayoría de los internos pertenecía al lugar. Uno de esos aymaras, Valetín Apaza Ticona, recuerdo, fue designado para ocupar la litera encima de la mía. Caían los piojos, día y noche sobre las frazadas, el rostro, los cabellos. Ellos los trajeron. Los sábados, cuando salía de asueto, mi madre me hacía desvestir a la entrada de la casona de la calle Lanza y con un palo levantaba mi ropa y la ponía a remojar en gasolina en una usada lata de manteca. Luego me mostraba los animalitos muertos, en fila en todas las junturas, casi con instinto cuartelario. Así durante los nueve meses y veintiún días que presté servicio.

Las hijas de Joaquín desenvuelven unas salteñas de un papel sábana blanco. Son tradicionales -para que no haya confusión con las que venden en carritos por la calle, rellenas de quién sabe qué-. Me he desacostumbrado algo al picante, pero me animo con un par de super. No están mal, sabrosas. Las acompañamos de refresco de naranja en extremo dulce, lo anoto.


Antecedentes

Largos y complejos son los antecedentes de la rebelión indígena del 47 en Ayopaya. Había una antigua tradición de levantamientos, pero, esta vez, los gérmenes venían del Congreso Indígena del 45 y las leyes dictadas durante el gobierno de Gualberto Villarroel. Se podría hablar, en síntesis, de que a partir de entonces comenzaba a gestarse un proceso en el que el indígena deseaba ser artífice de su propio destino, de elegir libremente a sus autoridades. Esto, en Ayopaya, ya en 1946, llevó a la población blanco-mestiza a percibir que la provincia había sido “tomada” por los indios. Al mismo tiempo que las autoridades comunitarias, o excomunitarias, tenían mayor peso que las elegidas por el Estado, la explotación de los colonos en haciendas alejadas como Yayani, especializada en la producción de papa a pesar de sus múltiples estratos climáticos, alcanzaba intolerables niveles.

El indio no se alzó reivindicando la figura del presidente mártir; algunos estudiosos señalan, sin embargo, que algo de ello hubo en la región cochabambina. Tampoco se llegó al extremo de demandar la abolición del pongueaje. Si bien las leyes del gobierno Villarroel no eran ambiguas, no se podía decir que fuesen del todo claras. Es en ese confuso caldo de cultivo, plagado de rencillas ancestrales, ideas políticas nuevas, diversas perspectivas acerca de los fines, fragmentación, etcétera, que en febrero de aquel año la indiada dirigida, dicen, por el alcalde de Yayani, Hilarión Grájeda, atacó Yayani matando a un teniente coronel e hiriendo al mayor Carlos Zabalaga.



El cuartel

Se había entrenado como boxeador en el gimnasio de un señor Roa, calle Colombia entre San Martín y 25 de Mayo. El boxeo sigue siendo su pasión, a pesar de que ya no recibe la revista de suscripción The Ring desde la época de Mike Tyson, el comeorejas. Es como si el deporte y sus ídolos se hubiesen congelado en la cronología. Muhammad Alí sigue siendo Cassius Clay para él. Inventó un ingenioso juego de tapitas de soda o de cerveza a las que les ponía nombres de boxeadores en un papel que cruzaba el metal, con fina letra. Solo pesos pesados, porque no me gustan esos sietemesinos filipinos o mexicanos de otras categorías. Me muestra las que sobrevivieron la debacle que significa que los hijos se van y los padres se quedan: Zora Folley, Sonny Liston, Paulino Uzcudúm, Oscar Ringo Bonavena, Arturo Godoy, Jersey Joe Walcott, Primo Carnera…

El juego consistía en diez asaltos, ganados por puntos o por nocaut, minuciosamente anotados en un reporte de este campeonato ficticio entre colosos de distintas temporadas, y que mientras duró la infancia de sus dos hijos hombres pareció eterno. Hacía chocar las tapas entre sí; cuando por el golpe una se volteaba contaba como punto. Tirada lejos de la mesa, si caía de pie, el boxeador retornaba al ruedo, pero si estaba de espaldas terminaba el combate. Ezzard Charles derrota por nocaut a John L. Sullivan en el primer asalto; Bonavena pierde por puntos ante Jimmy Ellis… Todo consignado en precisas estadísticas que convertían a las tapitas en personajes vivos y respetados.

Nunca pudo ser peso pesado, hasta que la edad, pasados ya los cincuenta, le trajo prestigiosos ochenta kilos. Fui peso welter en el cuartel, en batallas de inexistente técnica y de pobre espectáculo. Boxeadores nativos peleando con la guardia abierta, tratando de conectar uno de esos letales waraq’azos (golpe de puño de costado, con los dedos cerrados sobre la palma, me muestra cómo) a los que están acostumbrados los indios. Allí triunfó, y sus victorias le dieron la posibilidad de salir casi cada fin de semana a casa. Pero el deporte perdió su encanto. La vida militar no era como se pensaba. La comida parecía mierda sacada de las letrinas, se abusaba.

Al soldado Fenelón, rememora, lo mató un oficial a patadas. En el reporte dijeron que falleció por fiebre de Malta. Juré en voz alta que mataría al cabrón que lo había hecho, miembro de mi clase social y con conocidos o familiares mutuos. Los conscriptos rurales, que nos odiaban y que despectivamente nos apodaban “los bachilleres”, le fueron con el cuento. Me llamó y me dijo: qué pasa, Joaquín, he escuchado que amenazas matarme. Si yo no asesiné a ese pobre muchacho; estaba enfermo como denuncia el reporte del forense. Pero, si insistes en tu idea, cuando termine tu servicio y te den de baja, sabes dónde buscarme. Le prometí que lo haría y no hubo día en aquel antro en que no me deleitara con la idea de plantarle un tiro o al menos darle una gran tunda.

Llegó la fecha, y perdón que me adelante a tus preguntas, pero debo decirlo ahora. Aquel, como suele ser común entre milicos, tenía de característica la cobardía. Subió hasta el grado de coronel y me evitaba en las estrechas calles de la ciudad en el futuro posterior. Al minuto en que me licenciaron, fui a buscarlo. Estoy aquí porque me pediste venir. Se hizo el tonto. Pero, querido Joaquín, si eso está olvidado, eran los caldeados ánimos del instante. Si nosotros nos conocemos, hermano. Salí furioso, y recordé que un tío mío, coronel mimado del ejército boliviano, había quemado su uniforme y condecoraciones al dejar la institución. Apestaba.

Domingo, a las nueve de la noche, había que reincorporarse al cuartel. Me acuerdo de un teniente Ibáñez, casado con la hija de un general, que aguardaba por los retrasados en la entrada de la Muyurina. Así fuera un minuto de retraso, formaba al indisciplinado con otros culpables. A cada uno le preguntaba el por qué. Que mi madre se encontraba afiebrada, mi esposa indispuesta. No importaba, recibía un corto en la boca del estómago que lo doblaba o lo hacía caer, ensalivando el suelo. A eso le llamaban disciplina. A eso denominaban valor. Nada ha cambiado. Hoy mueren más que ayer por la brutalidad militar.

¿El motivo? Cualquiera. No había motivo, no se necesitaba. Eran hombres armados y en posición de dominio. Y lo ejercían, sin asco y sin pausa. Pero este es un pueblo que ama la bota, la fusta. Se deleita en el abuso auque no lo crea.

Llaman a almorzar. La sirvienta ha preparado un uchu que difícilmente cabrá en el estómago después de las salteñas. El árbol de paraíso, medio en ruinas, provee deliciosa sombra. Semeja un domingo de pueblo en una ciudad de más de medio millón de habitantes. En el uchu de fideos sobresalen huesos de costillar. Un generoso ají colorado se vierte sobre la pasta. Dicen que esta receta es ayopayeña, de los altos de Sivingani, donde cosechan piedras azules (sodalita).


El 47

Casi cada año, si mal no me juega la memoria, los indígenas se sublevaban en Ayopaya, en Tapacarí. También en la parte de Tarata que linda con Potosí, más preciso en Sacabamba. Rebelión endémica, quizá, o extrema pobreza. O ambas. No en vano se asociaron republiquetas en la región, donde a los españoles que trepaban los riscos les machacaban cascos y cabezas con galgas de piedras gigantes. ¿Le dije que de allí viene mi familia?, de la provincia Ayopaya tirando hacia Inquisivi en La Paz. Hice, a pie, muy joven, la odisea de caminar cinco días desde Cochabamba hasta Palca-Independencia. Buscaba mis raíces. No pude llegar más lejos, como deseaba. Miré despojos de lo que habían sido los míos: mujercitas oscuras, vestidas de negro, cuyas reminiscencias se habían agotado o nunca tuvieron. Nada saqué en claro. Sin embargo sentí en la piel algo que podría llamar la esencia india, ese nativo dormido que duerme en el colectivo mestizaje, que nunca han sepultado apellidos ni emblanquecimientos. Lejos, muy lejos tal vez, hay aullidos de indias violadas y luego un largo maquillaje que quiso inventarnos pero no liquidó la sangre escondida. Y eso se siente en la piel, en los poros, en la manera de sentir el sol de montaña calentándonos. Indescriptible, único para los diversos tonos de mixtura que somos los bolivianos, y que aflora en las festividades de carnaval, de vírgenes, de santos, del señor negro de Machaca y tanta historia no escrita y en peligro de extinción.

En la finca de los Zabalaga, en Yayani, los indios, de noche, le destrozaron el cráneo con rocas a un coronel José Mercado, creyendo, por la ubicación del lecho, que era el otro coronel, el Zabalaga, hacendado principio y fin de sus pesares. Justo pagó por pecador, solo por sacar a flote un dicho popular que tal vez no refleja la verdad. Lo cierto es que se pidió en la Muyurina sesenta voluntarios que fuesen a aprehender a los culpables. Me anoté: era ingenuo e impetuoso. Ni tanto aventurero, pero se dio el desafío y lo tomé. Mi madre lloraba mientras hacía un amarro con platillos maternos y con pito, polvo de maíz endulzado que sirve como alimento y deleite al mismo tiempo. Cuando llegamos a Morochata, caminaba cansina una procesión con el féretro del difunto Mercado. Se había cometido un crimen y llegábamos para castigarlo. Ceguera juvenil o simplemente tonterías de niños de clase media trasladados a un mundo que conocían de soslayo, de un exterior casi mimado que los hacía disfrutar del campo sin adentrarse en los detalles de la tragedia social.

Don Joaquín se ha ido a hacer la siesta. Converso unos minutos con las dos hijas presentes y hago también un paquetito con mis páginas garabateadas y la pequeña grabadora que me sirve para no olvidar. Volveré mañana, aviso, lunes, después de la siesta.

Lo esperamos para el té. A las cinco.


Perfil

Don Joaquín es un hombre de 84 años. A pesar de que las décadas lo han encorvado un poco, se nota que hubo gran vitalidad y sólido físico en su metro setenta de estatura, por encima de la media nacional. Su cuna no lo integró con la aristocracia valluna, pero menos lo puso con los del montón. Hidalgos, los nombraron en la colonia, y en ese vocablo se reconocían.

Es afable, incluso cuando sus ojos verdes parecen incendiar el derredor. Nariz aguileña, casi de judío suele decir. Tanto que en una ocasión, con un primo suyo, rubicundo como rabino de Cracovia, persiguieron al nazi Klaus Barbie en la plaza principal de la ciudad. Lo insultaban en alemán ¡scheisse! y el “enano” no atinó más que a correr, creyéndose atenazado por espectros.

Tuve setenta primos, murmura con tristeza; ninguno está ya. Y desentierra historias que bien conformarían un libro. Me estremezco al pensar que la vida es muy injusta, que se escribe, narra, relata, una mínima parte de lo que se debiera, que con el último suspiro de cada uno de estos ancianos se pierde para siempre una historia oral, algún secreto cuya importancia jamás sabremos. Pero no puedo elucubrar acerca de la eternidad. Debo viajar pronto y le pido que sigamos, para terminar, en unos días más, nuestra conversación por teléfono.

La casa de atrás es agradable, pequeña y acogedora. La dispersión de los hijos por el mundo se presenta en chucherías de lugares tan lejanos como Lesotho; otros cercanos con nombres sonoros: Curitiba, Managua… Los libros se apilan en polvosos estantes cerca de la lavandería. Mi vista capta algunos lomos con letra suficientemente grande para que los vea. Remarque y Böll, Guillermo House y Hemingway. No dispongo de tiempo, sin embargo, para abrir una sin duda amplia senda de recuerdos que no corresponden ahora acerca de lo leído.

El octavo de trece hijos. Número cabalístico que dejó a tres con vida mientras el tifus, el sarampión, un resfrío, se llevaban a los otros. Peso de muerte o vaho vivificante. Depende por donde se mire. En Bolivia la muerte azotaba a todos por igual.

Volvamos a lo anterior, don Joaquín, que casi anochece.


Boxeo e idiosincrasia

Insiste en contarme más de sus actividades boxísticas. Sé que me alejo del tema de la explosión rebelde de 1947 en Ayopaya, pero también asumo que todo tiene interés.

Se levanta y tuerce hacia la derecha pasando por la cocina. Doña Epifania, la cocinera, a media luz alista sus cosas para partir. Joaquín saca con dificultad un manojo de llaves de su pantalón color crema. Y trae un fólder con recortes de periódicos, revistas, fotos ajadas. Pegados con cera bruta en papel sábana, escoge una serie de recortes separados con liga. Es una crónica del periodista argentino Horacio Estol sobre Luis Ángel Firpo, El toro salvaje de las pampas, a quien idolatré, explica. Hojea, vuelca algunas hasta que encuentra lo que me quiere mostrar. Firpo llegó a Bolivia en 1923, cuenta, luego de su combate con Dempsey, a quien tiró fuera del cuadrilátero de un puñetazo. Le robaron la pelea, repite, como lo ha ido haciendo desde siempre. Aunque admiro a Jack Dempsey y creo que no hubo otro mejor, salvo Louis o Marciano, me hubiese encantado que Firpo lograra el campeonato. El árbitro retrasó la cuenta, dio tiempo al norteamericano de recuperarse y luego masacrar a su rival. Pero el cuerpo del campeón volando por sobre las cuerdas ya le había ganado a Firpo su condición de mito.

Estol narra que invitaron en La Paz, después de una odisea de viaje, al Toro salvaje a dar el puntapié inicial de un importante partido de fútbol. El empresario, temeroso de que sucediese algo con su inversión más que con el deportista, lo prohibió. Envió a otro del grupo. El pueblo, supongo que después del evento, reaccionó. Marchó en manifestación por la urbe reclamando la cabeza de Firpo que había afrentado a los paceños. En la entrada del hotel se apoderaron de un sparring negro de la delegación y lo obligaron, poniéndolo al frente, a vilipendiar en voz alta a su patrón y amigo mientras daban vueltas a la plaza.

Salieron a tomar el tren porque había que marcharse. Pero en la estación reconocieron por su tamaño al boxeador y se armó la batahola. Manifestantes coreaban castigo para el soberbio. Entonces Firpo subió a una tarima y discurseó, que él hubiese querido asistir pero que se lo impidió el productor. La ola indignada daba muertes al segundo y vivaba a Firpo ahora. Dio la casualidad de que por allí pasaba un célebre personaje boliviano: el gigante Camacho. De inmediato, la manifestación se convirtió en fiesta y quisieron que se agarraran a golpes Camacho y Firpo allí mismo. La gente vivía dispuesta al circo. Felizmente terminó bien. No sabemos cómo con exactitud porque faltaban páginas o secciones de la revista Aquí está, donde Estol escribía. Se habían despegado y solo quedaba un pedazo de cera oscuro y duro como moco antiguo.

Le hago leer esto -me mira a los ojos- para que comprenda la complejidad de esta gente, que es la mía y a quien entiende alguien nacido aquí. Para los de afuera somos un misterio. Tal vez por ello el encanto. Mi esposa cordobesa -nacida en Rafaela pero afincada en Córdoba-  no cesaba de decir en las reuniones sociales que yo, su marido, parecía un personaje escapado de Dostoievsky, por lo contradictorio, lo impredecible, lo energúmeno.


Los sublevados

Indios y mineros encontraron puntos comunes de protesta. La muerte del coronel Mercado mostraba la arista de una roca de extraordinarias dimensiones que comenzaba a moverse, o, mejor, que se reanimaba, siglo tras siglo. Los sesenta voluntarios de la Maximiliano Paredes miraron pasar el féretro cubierto con una bandera como debiera corresponder a los héroes. Nada sabían acerca del difunto, ni quién era ni qué hizo. El ataque se estrellaba contra la institución en particular y contra la sociedad “bien” en general. Merecía punición y desaire. Caso contrario crecería como una avalancha de piedras, práctica de guerra de los guerrilleros republicanos contra la corona goda, aprendida de la indiada carente de recursos para tener armas. Palancas hechas de ramas reemplazaban a los cañones. Con ellas movían las piedras y las desbarrancaban con horrísono ruido.

En esta ocasión los mineros encabezaban el levantamiento, y disponían de temible dinamita. Algunos venían de la mina Kami, en el sur de la provincia; los más del altiplano. Cuando Joaquín describe las noches en que acurrucados y juntos entre sí por el frío los soldados -en lo que fuese una escuela y hoy hacía de cuartel- miraban las cimas de los cerros alrededor iluminados por explosiones, mientras lúgubres pututus convocaban a las huestes invisibles y aterrorizantes de poncho y abarca, no puedo evitar pensar en el Fausto de Goethe y las luminarias de la noche de Walpurgis. No lo digo. Eso traería una discusión literaria que no viene al caso. Indígenas y proletarios entonces. Vale la pena escribir que había una clase de férreas convicciones revolucionarias, y combatiente de larga práctica. No se trataba de un hecho aislado, de un cráneo machacado imitando un crimen común. Pero no lo discutían ni soldados ni oficiales; es posible que ni lo supieran. Existía una guerra de razas, más que de clases. No significaba un nuevo amanecer, era normal.


Consecuencias

La rebelión de 1947 fue otro hecho premonitorio de la eclosión social de 1952, la llamada Revolución Nacional. Hubo muertos, bastantes en Tapacarí, pero los disturbios no alcanzaron magnitud revolucionaria. Síntomas y manifestaciones, año tras año, mes tras mes, hasta consolidarse en el movimiento posterior de masas indicado, que trajo mejoras pero que también inició otro tipo de manipulación del indio boliviano que nunca ha tenido, ni siquiera ahora, autonomía y decisión en gran escala.


El viaje

Me da pena partir, pero debo retornar a mis obligaciones en el periódico. A lo largo de los días me he ido acostumbrando a la amistad de esta gente, su bonhomía, la tibieza de sentarse bajo el sol, al lado de un humeante té, a conversar sobre historia viva. Ni siquiera diré que se trata de un ambiente bucólico, pero de pausada dinámica, como si el alto enrejado que protege la casa del cotidiano cochabambino, nos aislara del tiempo. Continuaremos por teléfono, un par de llamadas por día que según Joaquín han de aliviarle la jubilación. Muy lúcido para un hombre de su edad, leído, me incita a pensar que esta cita y este argumento abrirán otros: sabrosos, brutales, entretenidos como las digresiones pugilísticas.


Insurrección

Con los acordes de un bolero de caballería, el cuerpo del coronel asesinado fue bajando la calle del pueblo. Luego a montarse de nuevo al camión rumbo a Chinchiri, justo al frente de la sangrienta Yayani. Habilitaron una escuela para alojarnos. Algunos bancos de madera astillada y vieja se apilaban en el rincón.

Piso de tierra apisonada, helada. Al anochecer caía la niebla. Por el solitario ventanuco se observaban blancas volutas de aire congelado. La neblina asomaba desde los picos y bajaba a veces con increíble rapidez. Al cabo de dos días, meábamos sangre. Por enfriamiento, decía el suboficial enfermero y repartía pastillas. Disparos aislados sonaban hacia Yayani, donde se habían apostado los carabineros. Nosotros debíamos aguardar al Regimiento Camacho, Primero de Artillería, de Oruro. El sitio de reunión se acordó en el puente Yakanko. Esperamos por horas y nada. El oficial a cargo pidió un voluntario para dejar un mensaje a los artilleros debajo de una roca que se observaba en el borde opuesto. Para cruzar, el “puente” no era otra cosa que una tronca atravesada. Debajo se oía el estruendo del torrente. Caer implicaba muerte y olvido. Nadie podría recuperar el cuerpo. Apolinar Holguín Espinoza, de Itapaya, camino de Capinota, dio un paso. Lo vimos balancearse en el vacío abrazándose como perezoso de los bordes de la húmeda corteza. En un papel, el militar había escrito un mensaje cifrado. Cómo sabrían los del Camacho que estaba debajo de esa piedra es algo sin respuesta.

Era el 12 de febrero de 1947, en los bajíos de Chinchiri.

Verano, lluvioso como suele ser.


Alma en pena

Dirán que las difíciles circunstancias causan alucinación colectiva. Quizá. Absortos, tristes por la inacción regresábamos a la escuela cuando bien nítidos, a las cinco de la tarde, oímos lamentos con voz femenina. Lo primero fue pensar que algún indio borracho golpeaba a su esposa. Bajamos a la quebrada de donde habían salido, abriendo las matas con bayonetas, listos para ensartar al cabrón capaz de semejante barbaridad. No había nadie. Los arbustos luego del alboroto retornaban a su mutismo, apenas movidos por la brisa fría del atardecer. Al sentirla, suave, penetrando por los resquicios del uniforme, se nos pusieron los pelos de punta y comenzamos a retroceder. Ya en la cuesta le contamos a un mulero lo sucedido. Ah, dijo, es la tal, y echó un nombre; a la pobre la mató su esposo a hachazos; desde entonces pena.

Lugar maldito. De pronto no veíamos a un palmo por donde caminábamos. Apresurados nos arremolinamos ante la puerta de la escuela para entrar cuanto antes, a refugiarnos en un café que no era café sino una infusión de cáscaras. Pero sabía a gloria. Y el hombre desconocido de un costado y del otro, se convertía en garantía solidaria de no hallarse solo. Comenzaba, como con reloj, el amedrentamiento de los alzados haciendo explotar dinamita. Pensé en mi madre, en casa, en lo lindo que sería estar parado en la puerta de la Lanza mirando a los ya pocos transeúntes volviendo a sus techos.


Comidas

Mote y papa cocida. Mote negro, rojo, amarillo. Lawa. Quesillo duro y quesillo fresco, comprado con el dinero de los reclutas. Una bolsita de sal en medio, ensuciada por el toque colectivo, para esparcirla sobre el montón de tubérculos amontonados sobre una manta en el piso. Comiendo con la mano, chupándonos los dedos negros de una semana sin baño.

En el cuartel no era mejor. Luego del rancho a mediodía y del de las seis, el sargento preguntaba quién quería cagar. Por lo general íbamos todos, pero había que levantar la mano. El río Rocha, que es torrentera y no río, corría detrás del cuartel. Se conocía como la “hora del caguis”, y en sus orillas, en fila, nos despojábamos de las inmundicias mientras fraternizábamos en sociedad. Los baños no se estilaban en la época. Incluso los patrones cagaban en el corral, permitiendo a los chanchos alimentarse de eso en un círculo vicioso. Con la temporada de lluvias, cuando el agua bajaba a raudales, limpiando, podíamos bañarnos, observar las generosas tetas de las lavanderas, que luego de dar de mamar al crío se quedaban a la intemperie, goteando como pilas mal cerradas.

¿Quién y qué le traían de casa cuando no estaba de franco?
Mi padre, nunca mi madre. Platos locales: soltero, sillpancho… y una jarra de api morado frío como siempre me ha gustado.

Infantería, Artillería, Caballería. Cuando salí lo hice con el grado de sargento segundo de artillería, comandante de pieza. Me comí una empanada con la primera vendedora. No torné para mirar la puerta que permanecía todo el día abierta y se cerraba en la noche. Era, para aprovechar el título de un libro que está sobre mi mesa de noche, mi adiós a las armas.


El caudillo

No hubo uno, afirma Joaquín. No uno visible que recuerde. Los focos eran dispersos, cada cual con sus jerarquías, seguro. Al menos en Ayopaya.

No vimos combate. Los carabineros sí mataron a algunos. Nosotros la pasamos masticando coca, mezclándola con llujt’a, ceniza con papa. Nos atemorizaban con historias, con la ferocidad de los trabajadores de las minas de plomo, de cómo la indiada de Punacachi machacó la cabeza de un patrón en una estancia, como se llaman las haciendas de altura. Seguro que los rebeldes sabían más que nosotros de lo que pasaba en el país. No se hablaba de ello, ni siquiera de quién se sentaba en la silla. ¿Hertzog? ¿Urrilagoitia? Qué más daba.

Ante la inactividad, nos bajaron al valle, a la verde Parotani donde ya el ejército se nos antojó jolgorio. Lo hicimos por Tapacarí, atentos porque la rebelión indigenal pululaba por los cerros. Ya tiempo de carnaval, fines de febrero, quizá marzo.

Ayopaya, la tierra de mis ancestros fue difuminándose. Nunca volví desde entonces. Una vez, enfermo de bocio tóxico y predicha mi muerte por los médicos locales, retorné a la Argentina, con tres hijos a cuestas. Me operaron gratuitamente, degollándome de oreja a oreja como puedes ver en esta marca igual a la que deja la soga al ahorcado. Sobreviví. Había hecho un voto de que si me salvaba iría en peregrinación al señor de Machaca, un Cristo negro entre dos ángeles de pie, muy milagroso. No lo hice, y te digo que me hubiese gustado hacerlo, más que por agradecer al santo, por conocer el lugar donde se afincaron mis dos tías viejas, hermanas de mi madre, luego de los despojos de tierras que les trajeron juicios y la reforma agraria. Anki y Uchipa les decíamos, diminutivos de Angélica y Josefina. De ellas conservo este vaso de plata. (Leo: Angélica, 1904)


Teléfono y epílogo

Don Joaquín ¿me escucha bien? Sí, no hay novedades por aquí. Rutina y cansancio ¿Y usted? Quedamos en eso de los caudillos, si recuerda. ¿No hay nombres, al menos uno?

Cuando estábamos en Parotani nos informaron que traerían a un maestro rural que andaba exacerbando los ánimos de la población nativa. Al parecer era director en Tapacarí. Lo habían atrapado en la quebrada de Ramadas los carabineros. Venía amarrado. Me ofrecí a escoltarlo hasta Cochabamba, a pie el prisionero, unos cuarenta y cinco kilómetros. Dos otros voluntarios me acompañarían, un tal Benjamín -se me ha borrado el apellido- que veinte años más tarde sería picado a cuchilladas cerca de Vinto, por asuntos de narcotráfico. Tenía una finca en Villa Tunari y fue de los precursores de este negocio. Era beato, de oración y hostia. Del otro no tengo memoria, un muchacho de Sucre, creo, pero no importa. Preparamos los caballos, agua y comida, y partimos rumbo a la ciudad. Quisiera decirte la fecha, pero se atasca en la punta de la lengua.

A empujones lo arreamos. El tipo intentó aleccionarnos, llamándonos “juventud de Bolivia”, pero no le hicimos caso. Cállese, carajo de mierda. Lo entregamos en Cochabamba a la Séptima División.

Aquella noche, orgulloso al menos de este breve e ínfimo papel protagónico, me sorprendí de ver al rebelde paseándose ufano por la plaza 14 de Septiembre. Ignoro los detalles de lo que vino después. Sé que cuando dejé el cuartel, luego de la negativa del milico de batirse conmigo, como quisiera, a puño o a bala, agarré el terno con que me esperaban mis padres, puse pistola al cinto, y me fui a Potosí a visitar a mi novia, una alemanita interna del Colegio Alemán.

Me despido. El clic del teléfono suena como un corte en el tiempo. Como periodista comprendo que no puedo ponerme nostálgico, perder objetividad, pero en este momento me es imposible sortear esta sensación de vacío.

2014

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Publicado en FronteraD, semana del 4 al 10 de julio de 2014
Publicado en ANTOLOJÍA FRONTERAD (2009-2014), 11/2014

Fotografía: Indios bolivianos, 1903

Wednesday, July 2, 2014

Jack London/CUADERNOS DE NORTEAMÉRICA

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Solía franquear mis cartas con estampillas de a veinte centavos con el rostro de Jack London. Al terminarse la emisión, las envié con Hemingway.

London representa al literato norteamericano, fiero y batallador; hombres salidos de la vida, que al impulso de ella se hacen autores. Cuando Gorki mandó a I.E. Babel, que ya escribía bien, "por la vida", sabía lo que hacía. Trashumar por la dureza de existir da, si talento hay, la riqueza que crea los grandes libros. Afectarse en los salones e imitar malamente a Borges no sirve; y es común.

Solo cinco dólares trajo del oro de Alaska. En ellos: minas y barcos, mujeres de burdel y amigos muertos.

Lo recordábamos en Washington D.C. Traffic cantaba "John Barleycorn Must Die". Este personaje (Barleycorn) es también suyo, el principal de las "Memorias de un alcoholista". Imagino a Jack London en su cuarto de madera. Una ventana; memorias del Yukon. Una botella de whisky, soledad y mil palabras escritas a diario.

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Publicado en OPINIÓN (Cochabamba), 01/04/1992

Imagen: Memorias de un alcoholista (Siglo Veinte Editores, Argentina)

Tuesday, July 1, 2014

Amado Boudou o la delincuencia organizada/MIRANDO DE ABAJO


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Leyendo a Le Clézio y sus ciudades santas mexicanas contemplo el abismo que separa los mundos de aquellos olvidados, para quienes el reverberar del agua, la espera del agua, unen el cielo y la tierra, del de los otros que habitan el frenesí del consumo, la desesperación del dinero, la sífilis del poder.

Mundos imaginarios, quizá, ambos, pero sustancialmente distintos. De ahí la parábola bíblica de los adoradores del becerro de oro y los demás cuya relación con la deidad invisible, y con la vida, los lleva por la senda de la devoción, el sacrificio y el futuro. Nada, en el espacio de la ambición como vicio, y el vicio en sí en sus más diversas manifestaciones, forma parte de la evolución del hombre hacia un ser superior. A esta altura de los tiempos hablar así parece lírica insalvable, y, sin embargo, existente, concreta. El silencio de los pobres, la esperanza y la incalculable espera en esas villas abandonadas por la memoria, la angustiante miseria de los tarahumaras al norte, los de Artaud, y los mayas de Le Clézio al sur, y los aborígenes de las márgenes tributarias del río Madera, y los indígenas del TIPNIS boliviano, mantienen viva la llama primigenia que se llamó humana, que redime incluso a los Mugabe, los Morales, los Kirchner, los Lulas de su condición perversa y pervertida, a pesar de su ya imposible salvación terrena.

Tercera vez que escribo acerca de Boudou, García Linera y Manuel Belgrano, en la localidad potosina de Macha, destapando los primeros un monumento a la memoria del prócer. Insulto de dos destacados miembros de la oligarquía ratera, a quien, luego de largo combate, murió pobre y despreciado, siguiendo el trágico sino de los mejores de la independencia americana, comenzando con el gran Bolívar.

Ahora, en un panorama imposible para Bolivia donde el Apu Mallku es rey sin condicionamientos (el anterior fue Tupac Amaru, para darnos imagen precisa de la época y sus desmanes), la justicia argentina, un juez argentino, ha imputado al vicepresidente Boudou por delitos cometidos: cohecho, enriquecimiento ilícito. Cuán lejos vaya eso a llegar, no sabemos. Mientras tanto Boudou viaja por los centros de poder de la delincuencia organizada latinoamericana, recibiendo adhesiones.

Bajo el demasiado trillado lema de trabajadores del mundo, uníos, en marxismos trasnochados y adecuados a la cantaleta de moda, marxismos mestizos, aindiados, folklóricos, de Alasitas, marxismos que nada tienen que ver con Marx ni con el pensamiento económico, un grupo de farsantes se ha dedicado al lucro desmedido, con paradójico aval divino. Reúnen a las huestes ebrias, borran cualquier distinción entre los estamentos de poder, vulgarizan y corrompen, “votan”y hacen “votar” para cierta dosis “legal” de eternidad.

Algunos de ellos, como Boudou, juegan a ser hippies, maduros músicos de alma juvenil que cierran los ojos cantando a Sui Géneris: Detrás de las paredes… allí es donde pertenece, a los muros de cualquier prisión, en la que los reclusos que se respeten, criminales por necesidad social, debieran ajusticiarlo en nombre en nombre de la decencia del gremio. Hay rateros y rateros…

Otros juegan el papel de notables oradores y pensadores de excepción. Pamplinas, patrañas solo posibles en el caldo de los pueblos ignorantes, adrede ignorantes, donde cualquier semiletrado imagina que va creando teoría revolucionaria. Ilusiones que formalizan una ficción, cuando en la realidad, ya que hablamos de ello, tropezamos con raquítico discurso y mediocre intelecto, incapaz de creación y apenas hábil para peroratas risueñas e imitaciones burdas. Cuando los delincuentes llegan a algún nivel de importancia, suponen que tienen algo que decir. Que lo digan en las cortes, o ante la soga que les ajusta con cariño el cuello de mequetrefes ilustrados.

Cosa Nostra. Nuestros negocio. Hay que activar la pena capital para delitos de corrupción gubernamental. Que al menos no gocen de malhabidas rentas.
30/06/14

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Publicado en El Día (Santa Cruz de la Sierra), 01/07/2014