Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Esto de los
muertos durante el régimen de Evo Morales viene como oleadas que se pierden con
la bajamar. En un país donde el api caliente y los buñuelos anteceden a la
preocupación sobre el futuro, no es extraño que suceda, siempre será más
importante la suavidad del azúcar impalpable, la consistencia del quesillo, que
lo que trasciende. Si eso se debe a una alta filosofía de vida no sé. Habrá
estudiosos que lo reclamen así. Finalmente, no hay que olvidar que habitamos el
país del “vivir bien”, del “nunca jamás”, donde hasta la sexualidad del orbe
entero se soluciona con un guiso de papalisa, de acuerdo al sabio, docto, en
apariencia poco viril canciller. Entonces ¿cómo pedir que pesen los muertos si
son parte de la condición surreal?
Al cacique no le
hacen mella ni vivos ni muertos a no ser que su existencia/inexistencia aporte
algo negativo o positivo a sus arcas ya bastante engordadas; en pocas palabras,
que afecten al poder de donde saca los réditos. Tres mineros, o treinta, o
trescientos, muestran números de una agenda comercial; lo mismo un
viceministro, un ministro, diez diputados o veinte calabazas. El detalle de la
muerte es nimio: descuartizados, ahorcados, enterrados vivos cabeza abajo según
costumbre de los ayllus “guerreros” o como sea, como el “darle nomás”. Alguna
alharaca mediática, alaridos por allá y acullá, amenazas, mentiras, el justo
dolor de los familiares de las víctimas que es cosa fuera de discusión, y pare
de contar. Luego la calma chicha, con chicha para el pobre y etiqueta azul para
los poderosos.
El paisaje no
cambia para bien, al contrario, pero parece que no nos damos cuenta. Vivimos
excesivamente alimentados, qué paradoja en región tan mísera. Si observamos las
ciudades, Cochabamba sobre todo, veremos que la gente come y come desde las
cinco de la mañana, sin parar. Comer en exceso te hace estático, cómodo,
insensible. Llenarse no condice con ningún espíritu de rebelión. Por eso, y no
de ahora, desde los tiempos de Pachacutec Inca Yupanqui (según Juan de
Betanzos), los gobernantes dan chicha y coca al pueblo, e instrucciones de
fiesta, de comida, por diez a treinta días. En tiempos del Inca seguro que
había poco por hacer y quizá lo justificaríamos pero no ahora.
Bolivia se sienta
a media mañana para la sajra hora,
tradición de un plato y una cerveza o refresco en medio de lo que debiese ser
horario de trabajo. Hay gente que reivindica este uso, alegando que el tiempo
corre de manera diferente para “nosotros”. Sería válido si ello no interfiriera
con el normal desarrollo de un pueblo que no quiere quedarse atrás. O que
fuésemos gente ajena al desarrollismo brutal, sin intenciones de crecer sin
límites y menos de destruir el medioambiente. Nada menos cierto. Claro que en
el país, y al contrario de lo que dicen los jerarcas del MAS, no hay trabajos
fijos y para la informalidad general este intervalo no significa mucho. Sin
embargo…
Morales ha
capitalizado esta idiosincrasia con fervor, y no únicamente en lo que se
describe como “plebe” sino en las clases pudientes también. Ideal, entonces, el
cacique que vela por la fiesta, sin reparar en si la bonanza se nutre de dinero
mal habido y demás. De ahí su popularidad, entre vendedores de sopa y ganaderos
orientales por igual. Vivir bien, comer, cagar, dormir, y “repete” mientras el fuego devasta el
derredor.
Esta imagen no es
sustentable: tendrá que caer el telón y cerrar el circo.
Hoy, ayer y
mañana, seguirán los pocos analizando, discutiendo, criticando, culpando. De un
lado y del contrario. Se agotarán muy pronto y todavía tendremos años de lo
mismo. ¿Qué vale un linchado en Bolivia si se lincha a diario? Nada va a
cambiar hasta que la sajra hora u
ocasiones semejantes sean ya prohibitivas, cuando no haya agua ni cosecha. El
tiempo va preparando tremendo castigo y no quieren saberlo, no es confortable,
“déjenme tranquilo”. Entonces, tal vez, aunque tarde, pesen los muertos.
29/08/16
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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 30/08/2016
Imagen: Alfred Kubin/El sueño