Claudio Ferrufino-Coqueugniot
(traducción Marcela Filippi)
Si pensamos en
Rembrandt van Rijn, concedemos que el arte no necesita de ubicuidad
desmesurada, experiencia, movilidad. Dice Russell Shorto que el pintor holandés
pasó su vida, y pintó sus exteriores, en un espacio muy reducido de Amsterdam,
a unas cuadras a la redonda de un puente y algún canal ya míticos.
Pensemos en Proust,
encerrado, quizá al arbitrio de una brillante sirvienta…
El niño Borges,
ávido de épica y glorias que van desde dioses germánicos a modestos cuchilleros
del Retiro, con mamá sirviendo el té y leyendo sus esbozos literarios… Tal vez
a Borges salir, “ir afuera”, le hubiese resultado más que incómodo,
perjudicial. Afuera campeaba entonces la chusma peronista, la cantaleta de
“argentino y bien varón, es el general Perón”, con la digresión necesaria de
que el tipo pudo haberlo sido, pero terminó como un viejo cornudo que avivó la
debacle. No era espacio para el magnífico escritor, aunque la época reanimaba
una trágica tradición argentina, la del caudillo, la de la masa enfebrecida,
aquello de lo que se nutrió y asimiló dentro suyo en un inteligente revoltijo que
ponía a los héroes de la conquista del desierto con sombríos literatos en
lengua inglesa.
No hay fórmula
para escribir. Otra cosa es la predisposición de cada uno de encontrar un
espacio preferido para desenvolver sus ideas o arte. Personalmente, elegí la
escuela norteamericana, por llamarla de algún modo, la de redactores
comprometidos en extremo con el derredor, con la búsqueda y hallazgo a través
de existencias que vistas de arriba podrían parecer intrascendentes, míseras,
abyectas, inútiles.
En suma, a pesar
de no ser cierto, pero con un énfasis especial hoy, la discrepancia entre lo
académico y no. Con la profusión actual de escritores que se consideran tales
por titularse en ramas afines en universidades de prestigio. Ignorar,
despreciar, hasta cierta condescendencia con el que escribe porque siente
necesidad de hacerlo, cualquiera fuese su entorno y profesión. Sería tremendo
exigirle a Kafka, gris funcionario, eméritas condecoraciones que lo
garantizaran como autor. Pero está de moda, así como el vértigo, casi
competencia, lucirse en ferias del libro a las que ni siquiera los invitan. El
marketing entró a la literatura. No se quieren ya escabrosas historias de
pobreza y rebelión; ahora cuentan pajas juveniles, inocuas, que tal vez
queriendo decir algo no dicen nada. Y no significa que la literatura deba ser
social, por supuesto que no, pero tampoco manipularse como objeto de
mercaderes.
La crónica ha
renacido para reemplazar esa vertiente de la literatura que no goza ya del
favor público. Con éxito. Un amigo comentaba, no sé con qué fines, al referirse
a Alice Munro, reciente ganadora del Nobel, que ello demostraba la posibilidad
de ganar premios sin necesidad de hablar de psicópatas, etc. Creo que es
inadecuado decir por dónde y de qué se debe escribir. Munro no es Dostoievski
porque no querrá serlo. A cada uno lo suyo, de acuerdo a infinidad de
características psíquicas, físicas, aficiones o vicios. Todo vale. Y a cada
quien lo que corresponda, de acuerdo a cómo vive, qué hace. Los académicos
hablarán del dorado mundo de las élites y los literatos alteños de mugre y
cogoteros. Su valor radicará en el arte, en la manera en que fueron escritos y
no en el tema o argumento. Leo con tanto gusto a Gautier en su alucinación
egipcia como a Raymond Chandler u Homero Carvalho. Disfruto, como jurado
literario, de cada libro, a pesar de las normales deficiencias de práctica
entre muchos participantes, de la variedad de estilos y personajes. Cada uno
importa, tiene algún plus, lo que no implica que a todos se premie o acepte,
porque, como cualquier otra cosa, la literatura es un trabajo donde se busca
excelencia, no necesariamente en lo pulido del lenguaje, en preciosismos a
veces innecesarios, sino en la solidez con que se lo esté contando; perfecto,
como en Borges; a ratos tosco como en Arlt.
Me he puesto a
pensar en cuánto de mi literatura pasa por mi ventana. El trabajo nocturno me
ha dado el don del vampirismo; veo tan bien de noche como de día, y trashumo,
deambulo por inverosímiles pasadizos y circunstancias en las incursiones
diarias, cinco días por semana, por un extenso territorio que jamás es el mismo
cuando clarea. Luego me escondo del sol; lo hago por los últimos veinticinco
años; cierro, aunque no totalmente, las persianas. Abro la ventana y dejo que
el mundo de afuera penetre en esos débiles rayos de luz. Desde allí acecho, me
apodero del movimiento de los otros, de sus voces, conversaciones y discusión.
A ratos el viento mueve las persianas y la gente mira hacia allí, hacia mí,
pero con el reflejo no ve nada. En la mayoría de los casos se retiran,
continúan con su rutina algo alejados, observando de reojo la ventana
sospechosa, la certeza de ser vigilados, fotografiados, plagiados, calcados. El
escritor es eso, un ladrón que se esconde en el hueco menos probable, para
apoderarse de la vida ajena, del halo o la sombra, en albur fascinante y
tenebroso.
En esos momentos,
los de la literatura en observación y creación, poco importa que el domingo sea
la feria tal o la feria cual, que se otorguen o no premios, la fama o la
infamia. Esta es labor de solitarios y desconfío de quien ostenta demasiada
sociabilidad para hablar de sí mismo y de su arte. He ahí un comerciante,
alguien que se oferta, que se vende o se regala. Casi en tono bíblico
aconsejaría huir de personaje semejante, macho o hembra, porque discrepo con la
manía de querer ser eterno y distinguido, cuando la sal de vivir está
justamente en perecer y ser anónimo, en cuánto podremos aprehender mientras
duremos sin la inconveniencia de perder el tiempo en explicaciones hueras sobre
ti.
¿Que empecé
hablando de una cosa y estoy en otra? No. Vamos por el mismo camino, con
meandros lógicos que trae la dinámica de las letras, tan ávida y rápida como la
de las aguas. No intento dar cátedra ni fórmula para adentrarse en ese mundo.
Como dijimos, no la hay, e incluso la proyección y diseño de una senda a seguir
no pasa de papeleo las más de las veces intrascendente. Aunque dicen, en el
caso de Alice Munro, que la perfección aburrida -así, con esas palabras- de su
prosa no se desvía un ápice del plan dispuesto.
No debiera ser
dilema. Uno es escritor o no lo es. ¿Escribir? La mayoría podemos; somos un
poquito más que iletrados y eso nos da ínfulas. Vaya, acépteselo o no, pero
escribir no te hace escritor, como gorjear no te convierte en cantante. Claro
que todos quisiéramos serlo, porque dar significado a las palabras y alma a su
conjunción tiene algo de Dios, dioses imperfectos o abyectos, capaces sin
embargo de fundar belleza hasta en el exabrupto o la maldad, amén de las
rosadas líricas de lo que consideramos bello ya de principio.
¿Qué hacer con
los profesionales de la escritura que nos han invadido, que han opacado el aura
innoble pero interesante del que escribe? Obviarlos, dejarlos que se mezclen en
la ensalada de los suyos, donde unos son mostaza común y otros dijon; unos
vinagre de vino, otros de arroz, y algunos balsámicos. Son un plato duro de
tragar, molestos como el ajonjolí, porque la vanidad es la especia más amarga.
Pero, vamos, no es tan grave: gastronomía y digestión. Los demás, y no me
incluyo, seguirán leales ante este inconsecuente amor. Morirán olvidados, con
un perro sarnoso meando en la lápida. Pero ellos, los oscuros, son los que le
dan brillo a esta penumbra de ser artista. Por los siglos de los siglos.
Silencio, que una
pareja de inmigrantes ilegales se detiene al borde de mi ventana, y hablan de
chingadas, chingados y chingaderas. Recuerdo a Octavio Paz, el muy chingón, y
presto oídos. Uno es de Malinalco, lar de los guerreros águilas mexicas. Su acompañante
de Tlaquepaque, justo al borde de Guadalajara. Hablan del día y del salario, de
viejas y vino (como le dicen al tequila). No rompen los cánones de lo que un
mexicano representa para mí, pero hasta la vida burda de un pasante es
extraordinaria. La literatura anida allí, en lo nimio y lo grotesco, aunque no
solo. El desprecio de los señoritos, que hoy decidieron ser autores, me lo paso
por el forro, porque para sentir hay que vivir, y amar y dolerse. Doctores
sobran, de estos, no de los que curan.
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Se pensiamo a
Rembrandt van Rijn, ammettiamo che l’arte non ha bisogno di ubiquità smisurata,
esperienza, mobilità. Dice Russell Shorto che il pittore olandese trascorse la
sua vita, e dipinse i suoi esterni, in uno spazio molto ridotto di Amsterdam, a
pochi isolati attorno a un ponte e a qualche canale già mitici.
Pensiamo a
Proust, rinchiuso, forse a discrezione di una brillante cameriera...
Il bambino
Borges, avido di epica e glorie che vanno dagli dei germanici a modesti
attaccabrighe del Retiro (1), con la mamma che serve il té e legge le sue bozze
letterarie... Forse, uscire per Borges, “andare fuori”, sarebbe stato
più che scomodo, dannoso. Fuori
campeggiava, allora, la ciurma peronista, la tiritera di “argentino y bien
varón, es el general Perón” (argentino e molto maschio, è il generale
Peròn), con la digressione necessaria che il tipo avrebbe potuto esserlo, ma
finì come un vecchio cornuto che ravvivò la débâcle. Non era spazio per il
magnifico scrittore, anche se il periodo rianimava una tragica tradizione
argentina, quella del caudillo, quella della massa infiammata, ciò di
cui si nutrì e assimilò dentro di sé in un intelligente viluppo in cui metteva
gli eroi della conquista del deserto, insieme a ombrosi letterati in lingua
inglese.
Non c’è formula per scrivere. Altra cosa è la predisposizione di
ognuno nel trovare uno spazio preferito per sviluppare le proprie idee o arti.
Personalmente, ho scelto la scuola nordamericana -per definirla in qualche
modo- quella di redattori estremamente impegnati nei loro dintorni,
nell’indagine e scoperta attraverso esistenze, che viste dall’alto, potrebbero
sembrare insignificanti, misere, vili, inutili.
Insomma, pur non essendo
proprio così, e oggi con un’enfasi speciale, vi è il divario tra l’accademico e
non, con l’attuale profusione di scrittori che si considerano tali per essersi
graduati in discipline affini in università di prestigio. Ignorare,
disprezzare, persino una certa condiscendenza con chi scrive perché sente il
bisogno di farlo, qualsiasi sia il suo ambiente e professione. Sarebbe tremendo
esigere da Kafka, grigio funzionario, riconoscimenti di onorificenze che lo
accreditassero come autore. Ma è di moda, come una smania, quasi concorrenza,
esibirsi in fiere del libro a cui nemmeno si è stati invitati. Il marketing è
entrato nella letteratura. Non c’è più voglia di storie scabrose, di povertà e
ribellione; ora contano seghe giovanili, innocue, che forse volendo dire
qualcosa non dicono nulla.
E non significa che la letteratura debba essere
sociale, certamente no, ma nemmeno manipolarla come oggetto di commercio.
La
cronaca è rinata per rimpiazzare quella fonte della letteratura che non gode
più del favore pubblico, con successo. Un amico commentava, non so a quale
scopo, riferendosi ad Alice Munro, recente vincitrice del Nobel, che ciò
dimostrava la possibilità di vincere premi senza il bisogno di parlare di
psicopatici, ecc. Penso che sia inopportuno dire dove e cosa scrivere. Munro
non è Dostoevskij perché non vorrà esserlo. A ciascuno il suo, secondo affinità
psichiche, fisiche, interessi o vizi. Tutto vale. E a ciascuno ciò che
corrisponde, in base a come vive, a ciò che fa. Gli accademici parleranno del
dorato mondo delle élites, e i letterati alteños (2) di sporcizia e scippi. Il
suo valore radicherà nell’arte, nel modo in cui sono stati scritti e non nel
tema o argomento. Leggo con piacere Gautier nella sua allucinazione egiziana
così come Raymond Chandler o Homero Carvalho. Gioisco, come giurato letterario,
di ogni libro, nonostante la scarsa pratica tra tanti partecipanti, varietà di
stili e personaggi. Ognuno ha il suo valore, il che non significa che tutti
debbano essere premiati o accettati, perché come in qualsiasi altra cosa, la
letteratura è un lavoro dove è richiesta l’eccellenza, non necessariamente
nella chiarezza del linguaggio, nei preziosismi -a volte innecessari- bensì
nella solidità con cui esso viene espresso; perfetto come in Borges; a tratti
rozzo come in Arlt.
Mi sono messo a
pensare a quanta della mia letteratura passi attraverso la mia finestra. Il
lavoro notturno, mi ha dato il dono del vampirismo; vedo così bene di notte
come di giorno, e trasmigro, deambulo attraverso corridoi inverosimili e
circostanze nelle incursioni quotidiane, cinque giorni a settimana, per un
esteso territorio che non è mai lo stesso quando si fa giorno. Poi mi nascondo
dal sole; lo faccio negli ultimi venticinque anni; chiudo, ma non del tutto le
persiane. Apro la finestra e lascio che il mondo di fuori penetri in quei
deboli raggi di luce. Da lì scruto, mi impossesso del movimento degli altri, le
loro voci, conversazioni e discussioni. A tratti il vento muove le persiane e
la gente guarda, verso di me, ma col riflesso non vede nulla. Nella maggior
parte dei casi, si ritirano, e continuano con la loro routine un po’
distaccati, osservando con la coda dell’occhio la finestra sospettosa, certi di
essere vigilati, fotografati, plagiati, ricalcati. Lo scrittore è quello, un
ladro che si nasconde nel buco meno probabile per impadronirsi della vita
altrui, dell’alone o dell’ombra, in gioco affascinante e tenebroso. In quei
momenti, quelli della letteratura in osservazione e creazione, poco importa che
di domenica ci sia quella o quell’altra fiera del libro, che si conferiscano
premi, la fama o l’infamia. Questo è mestiere da solitari, e diffido di coloro
che ostentano troppa socievolezza per parlare di sé stessi e della loro arte.
Quasi in tono biblico consiglierei di fuggire da tali personaggi, maschio o
femmina che sia, perché sono in pieno disaccordo con la mania di essere eterni
e illustri, quando invece il sale della vita sta giustamente nel perire ed
essere anonimi, in quanto possiamo imparare mentre duriamo, senza
l’inconveniente di perdere tempo in spiegazioni vuote su di sé.
Ho iniziato
parlando di una cosa e sto in un’altra? No. Siamo sulla stessa strada, in
meandri logici che la dinamica delle lettere porta, così avida e rapida come
quella delle acque. Non intendo dettare cattedra né formule per addentrarsi in
quel mondo. Come abbiamo detto, non esiste, e anche la progettazione e disegno
di una strada da seguire va oltre le carte, il più delle volte irrilevante.
Anche se si dice, nel caso di Alice Munro, che la perfezione noiosa -proprio
con quelle parole- della sua prosa, non si scosti di una virgola dal piano
disposto. Non dovrebbe essere un dilemma.
Uno è scrittore o non lo è. Scrivere?
La maggioranza può; siamo poco più che analfabeti e perciò ci diamo delle arie.
Che lo si accetti o meno, scrivere non ti rende uno scrittore, così come
gorgheggiare non fa di te un cantante. Certamente tutti vorremmo esserlo,perché
dare significato alle parole e allo spirito, per la sua congiunzione, ha
qualcosa di Dio, dei imperfetti o abietti, ancorché capaci di fondare bellezza
anche nella villania o malvagità, così come le liriche leziose di ciò che
consideriamo bello fin dall’inizio.
Cosa fare con i professionisti della
scrittura che ci hanno invaso, che hanno offuscato l’aura ignobile, ma
interessante di chi scrive? Eluderli, lasciare che si mescolino nella loro insalata,
dove alcuni sono mostarda comune e altri digione; alcuni aceto di vino, altri
di riso, e altri balsamici. Sono un piatto duro da ingoiare, fastidioso come il
sesamo, perché la vanità è la spezia più amara. Suvvia, non è così grave:
gastronomia e digestione. Gli altri, e io non mi includo, continueranno ad
essere fedeli a questo amore incoerente. Moriranno dimenticati, con un cane
rognoso che piscia sulla lapide. Ma essi, gli oscuri, sono quelli che danno
luminosità a questa penombra dell’essere artista. Nei secoli dei secoli.
Silenzio, che una coppia di immigrati illegali si ferma sull’orlo della mia
finestra, e parlano di chingadas, chingados e chingaderas (3).
Ricordo Ottavio Paz, el muy chingón, e presto ascolto. Uno è
Malinalco (4), lare dei guerrieri aquila messicani. Il suo accompagnatore di
Tlaquepaque (5), proprio ai margini di Guadalajara. Parlano del giorno e del
salario, di vecchie e vino (come chiamano la tequila). Non rompono i canoni di
ciò che un messicano rappresenti per me, ma anche la vita qualunque di un
passante è straordinaria. La letteratura annida lì, nello scontato e nel
grottesco, ma non solo. Il disprezzo dei signorotti, che oggi hanno deciso di
essere autori, me lo faccio scivolare addosso, perché per sentire bisogna vivere,
e amare e dolersi. Dottori abbondano, di questi, non di quelli che
curano.
Note
- Quartiere di Buenos Aires e anche
importante nodo ferroviario, di pullman e trasporti urbani
- Abitanti della città El Alto, seconda
città della Bolivia
- I termini sopra citati fanno
riferimento a un frammento che Octavio Paz (Città del Messico 31.03.1914 -
20.04.1998), scrittore e poeta, premio Nobel per la letteratura 1990, ha
dedicato nel suo saggio “El labirinto de la soledad” sull’identità
messicana.
- Città
del Messico
- Città
del Messico
_____
Imagen: Rembrandt
van Rijn