Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Que no
podemos votar, entonces, en las elecciones nacionales. Lógico, la derrota
masista afuera tendría resonancias de espanto, aunque hay camisas azules
infiltradas en todo lado, incluidas muchas en el imperio, de “revolucionarios”
disfrutando las delicias del capital y hablando con los hijos inglés. Pregunto,
simple y con inocencia, dada la retórica, ¿si no sería menos incongruente
educar a los vástagos en Pampa Aullagas y no en el verdor impecable y delicioso
de Virginia? Hay preguntas que no se responden. De eso no se habla. De esito.
Esito sería, aquí nomás bien nos estamos.
Recuerdo el
año 2011 cuando gané el Premio Nacional de Novela. Se inició con el pensamiento
de que jamás lo ganaría en estas circunstancias, con este gobierno, y yo despotricando
contra la dupla mística. Decidí enviar mi novela inédita a través de un sobrino
en Cochabamba. No llegaría desde los Estados Unidos. Además, con cálculo, puse
de seudónimo un nombre femenino; por último, no mencioné ni una sola vez, creo,
a los Estados Unidos. Nada, fuera del estilo en casos, decía que Diario secreto
era un libro escrito por mí.
Cuando se
realizó la apertura de los sobres, me dijo un amigo que trabajaba en una
oficina estatal, que quedaron pasmados los plurinacionales cuando se leyó mi
nombre ganador. Estaban presentes los españoles, no había forma de esconderlo.
Luego viajar
a La Paz. El viceministro de cuántos era un buen tipo que no tenía idea de
nada. Me alabó porque hiciera “quedar bien” al país en el exterior. De ahí un
discurso mío, duro, sin reglas y sin miedo, en la boca del lobo. Era evidente
que se había revuelto el panal. Tuvieron que darme el premio, los cheques que
hice efectivos de inmediato. CAMBIO, el periódico oficial publicó que se había
premiado “a la vergüenza”. Algunos escribieron, quisieron desmerecer la obra,
quitarme el premio. Fue inútil.
Entonces vino
la garra del poder, que, para dañarme, sentenció a otros autores que no tenían
nada que ver con mis combates verbales con el gobierno. Se prohibió, desde
entonces, que escritores bolivianos en el extranjero participaran del Premio
Nacional. Deseaban enviarnos al olvido, desterrarnos del espacio y del
recuerdo. Sabemos cuán pobre es esta acción. Escribir no puede ser controlado.
Participar, sí, por un tiempo. Parece que esto terminó. Guillermo Ruiz Plaza,
el talentoso último ganador, vive en Francia. Lo celebro. Los rufianes de
arriba lo habrán olvidado, o hay preocupaciones mayores, como la de ajustar el
rodillo electoral para directamente enviar junto a las divinidades la pesada y
tosca figura del mandamás Morales, cachondo, orondo, y ambidextro.
Celebro
porque tanto como dentro hay una dinámica, controversial, creativa y combativa
línea de escritores, también los hay afuera. Aunque entonces, hablo del 2011,
el hecho de emigrar quisieron catalogarlo como la preferencia por los gringos
en oposición a los naturales; el capital contra el colectivo; el blanco contra
el marrón. Patrañas de alfeñiques, incapaces de hacer un verso decente, un
sobrio párrafo. La oclocracia y el fascio; la dictadura racial y la bota
militar. Escribir siempre debe ser enfrentar, sin necesidad de ser panfletario.
Pero el poder tiene que tener su crítica, no solo del lado de la oposición
política, sino desde la voz del pueblo a través de sus escritores. Sí, no nos
moverán, como decía la canción; no nos callarán. Nunca el poder de la palabra
fue tan grande como cuando en el siglo XIX, en Rusia gobernaban dos Alejandros:
el zar y Alejandro Herzen, en el exilio londinense. La palabra es el arma letal
de los desarmados.
22/04/19
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Publicado en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra), 23/04/2019
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