Claudio Ferrufino-Coqueugniot
El jazz de
Cab Calloway es alegre. Aunque suyo también St.
James Infirmary, el otro lado del espejo. Lo escucho en sábado, junto a
Artie Shaw y Django Reinhardt. A Bix Biederbecke. Justo en un día, uno o dos
después, de que me llega la nota de que mi amigo Rodolfo Dorado Quiroga se fue
a los cielos.
¿Llorar? Si
aquellos momentos, treinta años atrás, fueron de baile. El puerco que cocinaba
Nora se cocía en el horno por horas, con zanahoria rallada, a la cochabambina.
Modesta era la casa a la vera del cerro de Villa Moscú, debajo de donde
construyeron un barrio exclusivo para que los ricos miraran de arriba un mundo
que no comprendían. La modestia no tiene por qué cargar tristeza. Si la vida
era, y sigue siendo, incansable lucha a la que hay que dar cierta razón, porque
si no se va la barca.
No
necesitamos trompetas del juicio final, ni las que destruyeron los muros. Venga
el clarinete de Sidney Bechet y el del klezmer. Que las botellas no caigan en
el piso. Cerveza como sudor de nuca. El puerco se deshace con el tenedor.
Francine, Francina la llamaba Rodolfo, brilla con sus ojos cualquier oscuridad.
Cuando por las noches la amo parece que vuelo en nave sideral, llena de luces.
Eres un arcoíris, le diría el bocón de los Stones. La amo después de la cumbia,
del puerco asado, de las cajas guindas de Paceña. Me ama; cuenta que en Leeds
se tiñó el pelo de negro, y los vellos. Ríen sus ojos de azul como no hay dos.
Se perdió por la plazuela Sucre, ni sé cómo retornó a la pálida Inglaterra
porque le había pateado el pasaporte de la reina por las alcoholizadas calles
de Cochabamba. Que lloré, y mucho. La reina sigue viva, no sé cómo, y nosotros
ya no miramos el marrón y el azul de los rostros. ¿Importa? Para nada, que si
guardáramos a todos en el pequeño departamento de la Clarkson no podríamos
movernos y terminaríamos caníbales. Amor necesita espacio.
Francina y
Rodolfo bailan. La cueca suena en la radio. El polvo de Villa Moscú se decanta
hacia la ciudad. De noche, ya en tinieblas la pupila, luces de mil color.
Tiempo de irse. Bajamos trastabillando la cuesta, nos escondemos entre
eucaliptos y bajamos los pantalones buscando la luna dentro tuyo. A duras penas
torna la llave de la casa en la calle Venezuela. Casi al frente, en la chichería
de barro y trago de lama, ebrios orinan apestosos ríos de oro.
Me acuesto,
me tiro en cama. Cuando despierto miro a ver si ella respira, no sea que se me
haya ido (se irá otro día). Respira, pero la almohada se queda pegada a mi
cabeza. Un gran charco de sangre seca manchó todo, hasta el albo hombro inglés
desnudo. Supongo que al caer de espaldas en el lecho golpeé la nuca en la
madera y se abrió un tajo con sonrisa de vagina por donde quiso escapar el alma
y no pudo. No hay aspaviento. Lavo la herida con agua fría en la ducha. Cuesta
peinarme. Cuando ya vestidos y formales salimos, tomamos un taxi que sube
quejumbroso el polvo de la falda del cerro. Antes hemos recolectado un galón de
esos de gasolina lleno de chicha y tocamos fuerte la calamina de la casa de
Rodolfo y Nora. Queda chancho al horno; eran muchos kilos. Sus niños sonríen y
saludan, y comenzamos otro día que terminará como el otro, ebrio y amante.
Rodolfo divaga acerca de tierras y haciendas. Todavía pertenecemos a una
Bolivia que nunca se zafó de lo rural. La misma visión desde la puerta es de
polvo, de molle y eucalipto.
Te vas a
los cielos, compadre Rodolfo. Parece que no hay otra opción. Con las piernas
bien bailadas, el cabello engominado y tieso, Llevabas lentes. Llévalos ahora
para lo que haya que ver. Por ahí los rumores son ciertos y volverás como un
hornero a gritar desde un alto poste de esa zona por la que no camino hace
décadas, a pesar de estar toda ella impregnada del cariño tuyo y de tu familia,
del sudor insomne de Francine, de la risa de Julio y Juliette, de la bailanta
incansable de Elena y Omar.
Tu hija
Mariel fue nuestra ahijada. Recuerdo la fiesta, la parafernalia del bautizo, la
larga noche y peor resaca. Tus hijos fueron tuyos, no de Khalil Gibrán. Hoy te
lloran porque con agua crecen las flores, y está bien. Yo, qué decirte, que la
comida el trago y el baile llenaron mucho de mí, que las palabras también
crecen igual que margaritas a pesar de que a veces asesinan. Que te agradezco
verte caminar con tu maletín por la calle Ecuador y ser siempre tan cariñoso y
tenue con mis jugarretas de niño tonto y cachondo. ¿Que si nos hemos de
encontrar? Si nunca nos hemos perdido. Tonta Francina que huyendo en un avión a
Londres pensó que se escondía. Nunca estuvo más viva que cuando murió. Aunque,
pensando, me da pena que vi llorar a mi padre porque lloraba yo. Considéralo,
considerémoslo un riego necesario para las plantas.
Compadre
querido, yo emigré y los caminos de polvo se transformaron en concreto.
Escritor que creía ser entonces, nunca escribí cartas y me arrepiento, porque
más de lo que guardo podía haber tenido. Nada se gana con silencios. El jazz
suena rápido y no tengo piernas negras para bailarlo bien, pero lo danzo
sentado, serio, como tú que no te la dabas de bailarín. Pero, carajo que lo
disfrutamos. Unos años. Francine desapareció y llegó una pelirroja y yo había
inventado una hija con ella que vive a tres cuadras y me aconseja sentar
cabeza, hacer de mi cabeza un asiento que mi trasero ahogue. Pero la escucho
con amor.
¿Viviste
siempre en la misma casa? Me acuerdo tan fuerte que golpeaba las calaminas y
escudriñaba por un resquicio para ver si estabas allí. Puertas siempre
abiertas. Gracias, a ti y a Nora y a los chicos. Había un gran eucalipto
¿sigue? O te lo llevas contigo para que en el cercano allá huelas Cochabamba
todavía.
Nunca
olvido, nada olvido. Nunca y menos a ti.
05/06/2021
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Imagen:
Foto Soria
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