Saturday, June 5, 2021

Recordando a Rodolfo


Claudio Ferrufino-Coqueugniot 

 

El jazz de Cab Calloway es alegre. Aunque suyo también St. James Infirmary, el otro lado del espejo. Lo escucho en sábado, junto a Artie Shaw y Django Reinhardt. A Bix Biederbecke. Justo en un día, uno o dos después, de que me llega la nota de que mi amigo Rodolfo Dorado Quiroga se fue a los cielos.

¿Llorar? Si aquellos momentos, treinta años atrás, fueron de baile. El puerco que cocinaba Nora se cocía en el horno por horas, con zanahoria rallada, a la cochabambina. Modesta era la casa a la vera del cerro de Villa Moscú, debajo de donde construyeron un barrio exclusivo para que los ricos miraran de arriba un mundo que no comprendían. La modestia no tiene por qué cargar tristeza. Si la vida era, y sigue siendo, incansable lucha a la que hay que dar cierta razón, porque si no se va la barca.

No necesitamos trompetas del juicio final, ni las que destruyeron los muros. Venga el clarinete de Sidney Bechet y el del klezmer. Que las botellas no caigan en el piso. Cerveza como sudor de nuca. El puerco se deshace con el tenedor. Francine, Francina la llamaba Rodolfo, brilla con sus ojos cualquier oscuridad. Cuando por las noches la amo parece que vuelo en nave sideral, llena de luces. Eres un arcoíris, le diría el bocón de los Stones. La amo después de la cumbia, del puerco asado, de las cajas guindas de Paceña. Me ama; cuenta que en Leeds se tiñó el pelo de negro, y los vellos. Ríen sus ojos de azul como no hay dos. Se perdió por la plazuela Sucre, ni sé cómo retornó a la pálida Inglaterra porque le había pateado el pasaporte de la reina por las alcoholizadas calles de Cochabamba. Que lloré, y mucho. La reina sigue viva, no sé cómo, y nosotros ya no miramos el marrón y el azul de los rostros. ¿Importa? Para nada, que si guardáramos a todos en el pequeño departamento de la Clarkson no podríamos movernos y terminaríamos caníbales. Amor necesita espacio.

Francina y Rodolfo bailan. La cueca suena en la radio. El polvo de Villa Moscú se decanta hacia la ciudad. De noche, ya en tinieblas la pupila, luces de mil color. Tiempo de irse. Bajamos trastabillando la cuesta, nos escondemos entre eucaliptos y bajamos los pantalones buscando la luna dentro tuyo. A duras penas torna la llave de la casa en la calle Venezuela. Casi al frente, en la chichería de barro y trago de lama, ebrios orinan apestosos ríos de oro.

Me acuesto, me tiro en cama. Cuando despierto miro a ver si ella respira, no sea que se me haya ido (se irá otro día). Respira, pero la almohada se queda pegada a mi cabeza. Un gran charco de sangre seca manchó todo, hasta el albo hombro inglés desnudo. Supongo que al caer de espaldas en el lecho golpeé la nuca en la madera y se abrió un tajo con sonrisa de vagina por donde quiso escapar el alma y no pudo. No hay aspaviento. Lavo la herida con agua fría en la ducha. Cuesta peinarme. Cuando ya vestidos y formales salimos, tomamos un taxi que sube quejumbroso el polvo de la falda del cerro. Antes hemos recolectado un galón de esos de gasolina lleno de chicha y tocamos fuerte la calamina de la casa de Rodolfo y Nora. Queda chancho al horno; eran muchos kilos. Sus niños sonríen y saludan, y comenzamos otro día que terminará como el otro, ebrio y amante. Rodolfo divaga acerca de tierras y haciendas. Todavía pertenecemos a una Bolivia que nunca se zafó de lo rural. La misma visión desde la puerta es de polvo, de molle y eucalipto.

Te vas a los cielos, compadre Rodolfo. Parece que no hay otra opción. Con las piernas bien bailadas, el cabello engominado y tieso, Llevabas lentes. Llévalos ahora para lo que haya que ver. Por ahí los rumores son ciertos y volverás como un hornero a gritar desde un alto poste de esa zona por la que no camino hace décadas, a pesar de estar toda ella impregnada del cariño tuyo y de tu familia, del sudor insomne de Francine, de la risa de Julio y Juliette, de la bailanta incansable de Elena y Omar.

Tu hija Mariel fue nuestra ahijada. Recuerdo la fiesta, la parafernalia del bautizo, la larga noche y peor resaca. Tus hijos fueron tuyos, no de Khalil Gibrán. Hoy te lloran porque con agua crecen las flores, y está bien. Yo, qué decirte, que la comida el trago y el baile llenaron mucho de mí, que las palabras también crecen igual que margaritas a pesar de que a veces asesinan. Que te agradezco verte caminar con tu maletín por la calle Ecuador y ser siempre tan cariñoso y tenue con mis jugarretas de niño tonto y cachondo. ¿Que si nos hemos de encontrar? Si nunca nos hemos perdido. Tonta Francina que huyendo en un avión a Londres pensó que se escondía. Nunca estuvo más viva que cuando murió. Aunque, pensando, me da pena que vi llorar a mi padre porque lloraba yo. Considéralo, considerémoslo un riego necesario para las plantas.

Compadre querido, yo emigré y los caminos de polvo se transformaron en concreto. Escritor que creía ser entonces, nunca escribí cartas y me arrepiento, porque más de lo que guardo podía haber tenido. Nada se gana con silencios. El jazz suena rápido y no tengo piernas negras para bailarlo bien, pero lo danzo sentado, serio, como tú que no te la dabas de bailarín. Pero, carajo que lo disfrutamos. Unos años. Francine desapareció y llegó una pelirroja y yo había inventado una hija con ella que vive a tres cuadras y me aconseja sentar cabeza, hacer de mi cabeza un asiento que mi trasero ahogue. Pero la escucho con amor.

¿Viviste siempre en la misma casa? Me acuerdo tan fuerte que golpeaba las calaminas y escudriñaba por un resquicio para ver si estabas allí. Puertas siempre abiertas. Gracias, a ti y a Nora y a los chicos. Había un gran eucalipto ¿sigue? O te lo llevas contigo para que en el cercano allá huelas Cochabamba todavía.

Nunca olvido, nada olvido. Nunca y menos a ti.

05/06/2021

 

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Imagen: Foto Soria

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